El arrepentimiento

«El arrepentimiento es la poderosa fuerza de autorregeneración del mundo moral que opera contra su continuo entumecimiento.» Esta tarde de otoño, de vuelta en su piso, Román se siente entumido y envuelto en una antigua lucidez que —no deseando hacerlo— no tiene más remedio que denominar arrepentimiento. Se ve forzado esta tarde lluviosa (esta noche ya bien entrada, en el piso vacío que fue el receptáculo de su soberbia ilusión de plenitud y de seguridad de una jubilación que se le complicó más de la cuenta) a releer a Scheler. En realidad Román no lee ahora a este autor: es un lector desatento que hojea libros que leyó hace años, que subrayó entonces. La culpa es una cualidad, no un sentimiento. Con independencia de que uno se sienta culpable o no, la culpa permanece. Y Román sabe que es una característica profunda de la culpa el hecho de que se oculte a sí misma al crecer dentro del corazón a la vez que embota el sentimiento de que está ahí y de que es nuestra. Esta tarde Román se siente reflejado en esas frases abstractas: su culpa fue abandonar el entusiasmo que le condujo a ser un gran maestro de filosofía y de moral. De pronto se le enmoheció la voluntad.

Y Román dejó que esto sucediera dejando a la vez de sentirse culpable. Todo lo ocurrido a partir de la visita de Héctor y la aparición de Bernardo se inscribe en este mismo ámbito de la dejación de responsabilidad. Al abandonarse, Román los ha abandonado a todos. Tiene ahora la impresión, análoga a la lluvia, de que es lento, de que tarda mucho en entenderse a sí mismo, en entender los libros, en entender a los demás, en entender el mundo. Uno de los motivos de que su enseñanza fuese sobre todo oral fue que no quería que los estudiantes se perdieran, se lentificaran, en la lectura, en la escritura. Deseaba, como Platón en el Fedro, que todo sucediera de viva voz en el ágora, en el aula. Recuerda un libro de poemas de Llamazares que se titula La lentitud de los bueyes y que es un elogio de la lentitud: y recuerda otro libro (curiosamente todos sus recuerdos son solo libros) titulado La invención de la lentitud, un libro acerca de los viajes de los veleros. Román sabe que hay una buena lentitud, la de la paciencia, y una mala lentitud, destensada, la lentitud de la desmotivación. Se siente lento esta tarde húmeda y alocada, se siente insustancial. De alguna manera todo está en conexión con todo esta tarde y sin embargo Román no ata cabos. Así, por ejemplo, recuerda la reformulación del Padre nuestro que hizo Pedro Abelardo: en vez de pane nostrum quotidianum da nobis hodie, Abelardo rezaba pane nostrum supersubstantialem da nobis hodie. Todo en esta tarde es supersustancial, un relato sobre la falta de sustancia. Un relato sin peso, sin gravedad, sin amor. Se siente acabado pero a la vez se siente lúcido esta tarde. ¿Será así como adviene el arrepentimiento al corazón? La presencia de la culpa, pero ¿qué culpa? Y a la vez el vacío y a la vez la lucidez, la inmensa claridad que conlleva el reconocerse pecador… ¡Ya ha salido la palabra podrida! Pecador, pecado, las palabras podridas del catolicismo, del luteranismo. Toda su vida gira ahora alrededor de Román como un tiovivo: todas las significaciones de su vida, el catolicismo, el rechazo del catolicismo, el impulso heroico, el éxito pedagógico, la jubilación, el fracaso, el deterioro, la lentificación de sus reacciones, su pereza. Lentitud y pereza mental. ¿Es lento o es simplemente perezoso? ¿Soy lento o soy simplemente resbaladizo y perezoso y corrupto, zarandeado por mis mil pequeñas gulas? —se pregunta Román: sin duda caben aquí estas preguntas, son legítimas preguntas—. ¿Por qué dejó la Iglesia? —se pregunta ahora—, no fue porque estuviese demodé. Fue solo porque no creía necesitar de un sistema de credenciales independiente de sus propias creencias. Pero he aquí que ahora relee: «Lo aquí dicho no es todavía un pensamiento específicamente cristiano». Es cristiano solo en el sentido de que el alma misma es por naturaleza cristiana. Y, sin embargo, el arrepentimiento solo adquiere su plena luz, su significado completo, en la Iglesia cristiana. Únicamente la doctrina cristiana nos hace entender por qué el arrepentimiento posee la función central del nuevo nacimiento en la vida del hombre. «Es terrible —dice Scheler— que solo podamos obtener la vida por el oscuro y doloroso camino del arrepentimiento. Pero es magnífico que haya realmente para nosotros un camino hacia la vida. Y, ¿no la perderemos necesariamente por la culpa que se acumula sobre nosotros?» Al entreleer estos textos se sintió Román conmovido como quien recuerda de pronto un primer amor. Al fin y al cabo Román era católico. Y la lectura de estos textos de Max Scheler, que le parecen ingenuos ahora, le parecen a la vez exactos. Y sintió de pronto gran nostalgia. Y se dijo Román a sí mismo en voz alta, poniéndose de pie, con una alzada teatral, como la alzada de un caballo de gran alzada, como una duplicación irreal de sí mismo, como quien lleva tacones: «I have measured out my life with coffee spoons». Y añadió en el mismo tono: «because I do not hope to turn again. Let this words answer / for what is done, not to be done again /may the judgement not be too heavy upon us». Se sintió ridículo. Se le habían saltado las lágrimas e inexplicablemente esto era consolador: in hac lacrimarum valle. Todo esto era un impostado requilorio, una impostada teatralización de una lectura punzantemente católica, un texto de un autor inmensamente respetado. José Luis Aranguren, recordó Román, solía decir que su mayor amor filosófico, nunca superado por nadie, fue Max Scheler. Todos estos recuerdos librescos, todas estas instantáneas, propulsiones, retracciones, ocurrencias, atraviesan la conciencia de Román ahora como meteoritos que van de un lado a otro de la habitación signifiying nothing. Significándolo todo: se atrevía a invocar, en este clausurado interior de esta su enmohecida conciencia, la técnica eliotiana del empedramiento de textos, de citas citables en el discurso narrativo.

Román tiene ahora que recorrer en un instante todos los pasos de su vida, que fue brillante y que dejó de ser brillante, que fue noble y que dejó de ser noble. Y Román se asombra ahora de que dejen de ser nobles y valiosos los sentimientos y los impulsos que fueron nobles y valiosos en su día. De la misma manera que se asombra ahora de que se le salten las lágrimas y de que no acierte a decir: mis lágrimas significan ¿qué? No sé por qué estoy llorando. A veces, en determinadas personalidades el llanto y la humildad es un efecto del intenso amor a una persona que solo puede expresarse de ese modo. Pero el caso de Román es raro. Es, en el fondo, un hombre frío. No tiene corazón. Su corazón se agotó en desear la sabiduría. Hubo un tiempo en que Román suscribió existencialmente las palabras de Schopenhauer: «La conciencia mejor me eleva hasta el mundo en el que no hay personalidad ni causalidad ni sujeto ni objeto». Con el nombre de «conciencia mejor» unifica Schopenhauer todas sus experiencias en estados de superación interior. Todas las cosas que sabe Román no valen nada ahora. No sabe adonde ir. No puede recurrir a ninguna comunidad, a ninguna experiencia común. Recuerda una frase anticuada del canon de la misa: no mires a mis pecados sino a la fe de tu Iglesia. Pero no hay ninguna Iglesia, no hay ningún sitio adonde ir. No hay ninguna acción que ejecutar, excepto esta rara inacción de volverse hacia sí mismo y reconocerse culpable, responsable y culpable. De eso no me arrepiento, tengo yo razón contra la Iglesia. ¿Y qué es eso? ¿Qué es en el caso de Román eso? Todo esto está bien y tendría interés si no fuera porque ahí afuera la vertiginosa existencia sin significado acontece cruelmente: ahí afuera hay el devorar o el ser devorado, hay el sufrir, el infernal sufrir y penar de ese infierno intramundano que somos todos para todos, hay un plus de insignificancia para Román. El premio de consolación de Román es no haber prácticamente existido, excepto para las dos personas que le han respetado y le han amado más, Elena y Eugenio, a quienes sin embargo a punto estuvo de herir mortalmente consintiendo e incluso alentando un amor adúltero que ni siquiera deseaba: solo porque se aburría y se le echaba la edad encima como una noche ciega, como eso que la juventud llama un ciego.

¿Es posible entender a Max Scheler desde una perspectiva exterior a la Iglesia?

—Tenemos que hablarlo —dijo Román por teléfono—. Tenemos que hablar lo nuestro y lo mío, ¿cómo andas de tiempo?

—Tengo la hora del almuerzo de hoy. Tengo dos horas, si quieres. Eso sería de una a tres de la tarde. ¿El Campo del Moro te va bien?

—Me va bien cualquier sitio. Iré en taxi. En la entrada de abajo, entonces —decidió Román.

Deseaba de pronto, vehementemente, recorrer ese solemne parque de palacio en compañía de Elena. Cuando colgó el teléfono pensaba en los landós, todavía con las dos capotas, la delantera y la trasera, bajadas, dulce aún el otoño, terso y joven. Y pensó en los árboles como en una promesa de felicidad y en Elena, pensativa, paseando junto a él. Los dos habían paseado años atrás y el último año, el uno junto al otro, mirando al suelo, andando deprisa. Román recuerda que miraba de reojo, que era consciente, de reojo, de la emoción del lugar, el real sitio, la realidad del sitio. Ese espacio interpretado ya, humanizado, del paisaje del jardín o la calle, o la arboleda de otoño que sabemos de memoria. Y que de pronto, al hacer memoria, arrastran consigo todos los espacios y los tiempos de nuestras memorias. Y hacen espacios/tiempos que se hacen inteligibles, solo en vocativo, solo en el amor —resumió Román para sus adentros—. Llegó él el primero, adrede, porque esperar a Elena en la puerta de abajo era parte del encanto de la situación. Y, bruscamente, según se acomodaba de espaldas a la verja pensó: ¿de verdad esto es todo? ¿Este deleite? ¿De verdad todo lo que se me ocurre este mediodía de otoño es hacer venir a Elena desde el hospital hasta aquí para sentir más profundamente la tersura del otoño? ¿Es esto de verdad todo lo que doy de sí? Había una sensualidad ambiental muy madrileña, que no estaba conectada con el erotismo, al menos no directamente, sino con la plenitud física, con el sentirse bien físicamente. Con la soberbia de la vida. De pronto estaba Elena frente a él. Tenía un aspecto cansado. Era evidente que para venir a verle a esa hora tenía que haber suprimido su almuerzo y apenas tendría tiempo de almorzar después al volver al hospital. Era evidente que la ocasión era seria para Elena, no placentera.

—Voy a echar a Bernardo de casa —declaró Román directamente—. Si Héctor se va con él se pondrá automáticamente más allá de toda responsabilidad por mi parte, podré olvidar todo este enojoso asunto. Quisiera arrepentirme, Elena, de haber coqueteado contigo este último año tan tontamente.

—Sí que das la impresión de estar un poco gaga ahora, pasado de copas o así, ¿qué quieres decirme?

—Quiero decir que me siento culpable por haber iniciado contigo hace un año una relación afectiva a espaldas de Eugenio.

—Vale. Pero hemos interrumpido esa relación de común acuerdo y estamos donde estábamos. No te sientas culpable porque no ha pasado nada. No hubo culpa realmente sino, en todo caso, un desliz sentimental que no llegó a nada. No nos acostamos, quiero decir. Así que no te sientas culpable por eso. Si te sintieras culpable por eso, estarías coqueteando esta vez contigo mismo y con tus sentimientos. Sentirse culpable puede ser tan frívolo e irresponsable como lo contrario. Otra cosa es lo de Bernardo. Me parece bien que le eches, si puedes. Que está por ver si puedes. Igual no quiere irse y tienes que montarle un pleito. Pero en fin, me parece bien esa decisión. ¿Qué más te pasa? Estoy segura de que quieres decir algo más y no sabes qué o no sabes cómo, lo cual en tu caso, en ambos casos, sería ridículo.

—Dice Scheler que solo en el acto de arrepentimiento se nos abre el conocimiento evidente de haber podido hacer algo mejor. Y añade que este conocimiento, sin embargo, no produce nada: es conocimiento, que traspasa el ofuscamiento anterior. No produce, solo indica. Te he llamado por teléfono esta mañana, Elena, porque no tengo con quién hablar y tengo que arrepentirme ante alguien.

—Vamos a ver, Román, yo no soy tu confesor pero tú puedes contar conmigo lo mismo que cuentas con Eugenio. Contar con nosotros es contar con quien te dice la verdad: y la verdad es que das una impresión penosa, como un muñeco, un títere que alguien manipula desde fuera. Te manipulan tus emociones, incluso tu sentimiento de culpa, te lleva de un lado a otro, y en concreto esto: yo también creo como tú que debes echar a Bernardo de casa, y salvar a Héctor. Héctor necesita el Román que nosotros conocimos en la facultad y, mientras no quieras ser ese, todo lo otro es lo contrario del furor heroico, es el alma concupiscible y no el alma irascible, como dirías tú mismo, la que está en juego. Me tengo que ir, Román, pero te he dicho lo esencial. Tú nos decías que el genio moral es aquel que es capaz de ir a lo esencial: y es cierto, muy pocas cosas son necesarias, quizá una sola cosa era necesaria, esa era tu enseñanza. Piensa en lo esencial de esto que llamas culpa y que yo llamaría, de momento, indecisión.