Se siente responsable de la situación. Se siente un impostor. Sabe que se dejó querer por Elena y que, a la vez, en el dejarse querer había un incitarla a quererle que le hacía falta en aquel momento. Necesitaba la atención especial que un adulto enamorado es capaz de prestar a quien ama. Necesitaba ese juego de atención que no oprime, de cuidado que no empalaga, de devoción incondicional que, sin embargo, nos deja en libertad. Los amores adolescentes no pueden ser correspondidos, son siempre unidimensionales —piensa Román, una vez más—. Solo en la madurez, en la juventud, que ha pasado ya de la adolescencia, tiene sentido la frase de San Agustín: «Mi amor es mi peso». Antes de la madurez, el amor y el enamoramiento es nuestro desequilibrio. Estas reflexiones combinadas con la irritación que siente contra Bernardo le están reactivando.
Suena el timbre del piso de Román. Y cuando Román se adelanta a abrir, ya está abierta la puerta, que ha abierto Héctor con su propia llave: Héctor pasa de largo sin mirar a Román y llega hasta el salón. Lleva un sobre en la mano. Arroja bruscamente el sobre en la mesa del salón. Ahí tienes —dice— tus dos mensualidades. Tiene un aspecto irritado y cabezón. Como de alguien que lleva a cabo una acción a la fuerza y quiere acabar de una vez con el asunto. Cumplir con un trámite. Hay un punto de chulería en sus andares, que tiene que proceder —piensa Román— de que ha conseguido mágicamente el dinero que prometió la tarde anterior. Pero todo esto tiene un punto de incongruencia. Todo es disonante ahora mismo, atonal.
—Un momento, Héctor, ¿qué me traes aquí? ¿Eres tú quien paga los alquileres de Bernardo?
—¿Qué más te da a ti quién los pague? El caso es que ahí tienes tu dinero.
—Vamos a sentarnos y a hablar de esto, Héctor. Es demasiado estúpido todo para que dos personas inteligentes, que hasta hace poco se entendían bien, ahora de pronto se comporten con chulería y cabezonería. Tienes que explicarme qué pasa.
—No tengo por qué hacer nada que no quiera —declara Héctor, dándole la espalda, y saliendo del piso.
Román observa el sobre, incrédulo. Lo abre y contiene 1600 euros justos, es decir, las dos mensualidades que Bernardo tenía que pagar. Coge su chaqueta del perchero y baja al piso de Bernardo. Ahí no hay nadie. Tiene la sensación de empujar con gran energía una puerta que ahora cede con toda facilidad: la realidad de pronto no ofrece resistencia, y ha dejado de estar presente. Es como si le hiciera muecas un niño repentinamente instalado ante él, un rostro desfigurado, convertido en un rostro gesticulante y a la vez en una desaparición instantánea.
No hay que hacer ningún esfuerzo porque la realidad no ofrece resistencia, Bernardo no ofrece resistencia. Y al parecer, ahora, Héctor tampoco. De pronto Román piensa que su situación es ridícula. ¿Qué hará? ¿Subirá a su piso y esperará a oír los pasos de los dos de abajo y entonces se precipitará contra ellos, quizá con una escoba en la mano? Se siente grotesco. Una vez más, Román pone en marcha la única acción que le proporciona realidad: llama por teléfono a casa de Eugenio y Elena y propone reunirse con ellos esa misma tarde.
Es una reunión sin sustancia. Ahí están los dos frente a él, más casados y más médicos que nunca, sin saber qué decir. Lo que Román les ha contado ha ido en disminución, como si la voz de Román, a medida que contaba lo que contaba, fuese contrayéndose y aniquilándose y volviéndose una nadería. Lo que ha contado no es una nadería, pero tampoco es cosa mayor: que Héctor ha llegado, chulesco, con un sobre y el alquiler de dos meses. Eugenio ha dicho: menos mal. Y Elena ha dicho: bueno, esto estabiliza la situación. Y Román se ha sentido cabestro, como un cabestro que traen a la plaza del pueblo, a la plaza en general, para conducir al toro mansamente, se ha sentido buey.
—Me están tomando el pelo estos dos —dice por fin.
—Yo creo que no —dice Eugenio—, yo creo que Héctor tiene buena voluntad. Bernardo, no. Sin duda, Bernardo es un pinta, un malandro, lo que quieras, pero Héctor no. Héctor es lo que queda cuando se trata de sacar en limpio lo que la victimización ha hecho a la víctima: el esqueleto. Héctor es un esqueleto. Y lo mismo Elena que yo, ¿verdad, Elena?, estamos decididos a salvar al crío. Héctor es el niño en esta historia.
—Pero ¿y yo? ¿Quién soy yo? —pregunta Román de pronto como poseso del desconcierto.
—Tú eres quien eras, quien siempre has sido —dice Eugenio—. Yo no tengo que explicarte a ti quién eres, no tanto porque lo sepas ya como porque si, por una imposible casualidad no lo supieras, tampoco yo sabría quién soy yo. Tú nos volviste inteligibles a Elena y a mí. Éramos adolescentes confusos y tú despejaste las duras incógnitas. Y tú nos hiciste ver que incluso si no había ningún más allá tras la finitud, incluso si ninguna institución era perfecta o trascendente, nosotros mismos sí que podíamos llegar a ser más grandes que nosotros mismos. Tú nos hiciste ver que la grandeza de ánimo era nuestra por derecho propio desde un principio, solo que había paradójicamente que esforzarse en alcanzar lo que ya era nuestro desde siempre. Así que ahora no puedes decir que no sabes quién eres porque eres Román, y Elena y yo somos hechura tuya.
—Quisiera creerte. Pero estoy perdiendo pie. Llevo perdiendo pie ya varios años. Me siento innecesario. Aquí Elena no me dejará mentir —dijo Román, y alzó los ojos a Elena y vio que Elena no se sentía cohibida ni avergonzada de la pasión que ambos habían sentido, o de la que quizá solo ella había sentido, sino que al contrario, parecía sentirse ahora iluminada por la energía de un nuevo nacimiento. ¿Era eso lo que estaba sucediendo?—. Se me ha ido la situación de las manos —declaró Román a continuación.
Y Elena preguntó:
—La situación con Bernardo.
—La situación con los dos. Acaba de pagarme Héctor dos mensualidades de golpe, las dos que me debía Bernardo. ¿De dónde ha sacado ese dinero? Y eso que a mí debería darme igual, acaso soy yo el guardián de mi hermano, me perturba sin embargo porque sé lo que Héctor gana, que son cuatro perras. ¿De dónde ha sacado ese dinero? ¿Y por qué se siente obligado a pagarme él, y no el cantamañanas de Bernardo? Yo soy el mayor cantamañanas de todos porque he destruido el recogimiento en que vivía, he destruido vuestro afecto y me he entregado a la curiosidad, al patinaje.
—En fin, no sé, a mí me parece que te estás inventando todo eso —dice Elena—, tú no has hecho todo eso, solo que te encuentras con un inquilino moroso, un moroso. La morosidad es una infección, quizá leve, siempre se le puede regalar el piso al dichoso Bernardo, uno siempre puede regalarlo todo, pero sin embargo no es así como las cosas funcionan. Acuérdate de Hayek: si nos comportáramos todos como un Estado providente, se iría el mundo al carajo, con todas las salvedades que se quieran. Lo único que puedes hacer, Román, es enfrentarte al monstruo.
El encuentro con los dos le ha reanimado. Román vuelve lentamente a casa. Tiene que sacar vigor del antiguo impulso que le hizo ser quien era. Ese vigor le hacía ser justo y sabio y casto y le sirvió para conducir a mucha gente joven a sus destinos individuales, ayudarles a lograrlos. Ahora no puede haber llegado el final. Esto no puede ser el final. No puede ser que ahora, por culpa de Bernardo, se haya vuelto insustancial el propio Román. Tiene que aclarar de dónde procede ese dinero y por qué ha tomado tan a pecho Héctor el compromiso de avalar a su victimario. Al entrar en casa, sentado en el cuarto de estar, sin hacer aparentemente nada, con las largas piernas ante sí, mirando el techo, se encuentra con Héctor.
—¿De dónde has sacado ese dinero?
—Se lo he sacado a un tío que me ligó la otra noche.
—Déjate de bromas.
—Es la verdad, no son bromas.
—¿Qué le diste a cambio?
—Lo normal, lo que suele venderse en estos casos: mi cuerpo. Fue agradable. Fue una experiencia agradable, me hubiera dado el dinero de cualquier manera, el pobre maricón, pero yo le garanticé la mercancía. Hice lo que me pidió, ¿te parece mal?
—No te creo.
—Dirás que no quieres creerme. Que si me creyeras tendrías que aceptar que he hecho lo correcto dentro de un mundo absurdo. Reconoce que eres tú quien más gana con mi chapa. No Bernardo, sino tú. Si yo no te hubiese traído los 1600 euros, hubieras tenido que tomar una determinación, montarle un pleito a Bernardo, echarle de casa… Todo muy desagradable, de sobra sabes lo que hay que hacer en estos casos, pero es todo ello muy incómodo. Yo he te resuelto el problema, ¿no? Ahora, hasta el próximo mes, no tienes que preocuparte. Lo hice por ti, tío. Me prostituí por ti. Era contigo con quien tenía el compromiso y lo cumplí. ¿Te parece mal? ¿Te escandaliza?
—Creo que me estás tomando el pelo. Pero, si fuese verdad, me daría pena, me darías mucha pena.
—Esa pena tuya, Román, es desagradablemente buenista. ¿Qué quieres decir con que si fuera verdad te daría pena? ¿Te parece mal la prostitución masculina? ¿Te parece mal la prostitución en general? ¿Crees que somos víctimas insalvables de un sistema económico salvaje, un antiquísimo sistema de compraventa, que tiene sus encantos, dependiendo, claro está, del precio que se asigne cada cual? El mío, por cierto, es muy alto. En el alterne siempre se ha considerado que el alto alterne es menos puterío que el bajo. ¿No vende la gente otras cosas? ¿Dónde está la degradación? Hay mucho paro, tío. Mejor puto que insolvente, digo yo.
—No te reconozco, estás representando un papel. Estás disimulando ante ti mismo, que te has comprometido en una historia sinvergüenza de la que no sabes por dónde salir.
—Es que sí sé, ya lo has visto. Y por cierto, no di nada a cambio. El tío con quien estuve era más generoso que tú. No me pidió nada a cambio, solo que le llamara si podía alguna vez. La vileza del comercio sexual es una invención de los moralistas, solo hay vileza cuando hay vileza. El dinero no vuelve vil una relación, ¿o tú crees que sí?