Al dejar el piso de Román, al cerrar la puerta y verse en el descansillo, sin luz, Héctor se siente repentinamente atemorizado: acaba de enfrentarse a Román, casi le ha insultado. Y tiene intención de despreciar su consejo acerca de Bernardo. Y, sin embargo, Bernardo (que sigue siendo el sin porqué) está empezando a ser también un problema confuso para Héctor, un generador de inseguridad. Acaba de decir que mañana le pagará el alquiler a Román. ¿Tiene Bernardo ese dinero? Héctor sabe que no. ¿Lo tiene Héctor? Por supuesto que no. Para pagar a Román y callarle la boca necesita 1600 euros. Eso son algo más de tres sueldos del periódico. La reacción anti Bernardo de Román le molestó. Bernardo es algo suyo. Que Bernardo sea algo suyo es parte del misterio de un chico sin familia. No puede consentir que se le falte el respeto a Bernardo. Solo el propio Héctor podría hacerlo. Hay una fratría entre los dos, materno filial, invertida, que empuja ahora a Héctor como un fuerte río que nadie puede cruzar a nado salvo él mismo: demasiado ancho, demasiado turbulento, arremolinándose a favor y en contra de la corriente, encrespándose, erizado de súbitos peñascos cuyos lomos renegridos surgen de pronto entre el oleaje ambidextro. Para quedar bien, para darle en las narices a Román, a quien ahora momentáneamente detesta, podría pedirle ese dinero a un prestamista. Héctor trata bastante a uno del periódico, jugador empedernido, un cincuentón que se las sabe todas, que conoce prestamistas de confianza —un imposible, claro. La gracia de este tipo del periódico, de este cincuentón jugador, es que da la impresión con frecuencia de estar al borde de lo imposible y que esta vez acertará del todo. Y nunca acierta—. Pero no hay tiempo suficiente de aquí a mañana. Tiene que ser de aquí a mañana. Héctor tiembla esta tarde y no da con el mapa del tesoro. «Each man in his prison thinking of the key.» Pero las imágenes de tesoro, y de mapa, y de prisión, y de llave, son teleológicas, están pensadas desde un concepto de fin, de logro, que no se cumple en el caso de Héctor ahora, porque se ha injertado a sí mismo esta noche, y quizá desde siempre, desde que le cautivó Bernardo, en una finalidad sin fin, en un no-logro, en un inconsciente amor al fracaso. Podría pedirle el dinero a Eugenio o a Elena pero no tiene confianza con ellos. Tendría que encontrarse el dinero en la calle, una cartera caída en el Metro. Una vez, en Londres, Héctor entró en un andén vacío. Y a mitad del andén, en una de las bancadas, había una cartera repleta. Héctor se guardó la cartera y salió del andén y se internó en el laberinto subterráneo del Metro no hallando de pronto la salida, él que era muy zahorí, y que se orientaba siempre espléndidamente a la primera en cualquier parte del mundo. La emoción de poder largarse con la cartera le impedía registrar mentalmente los carteles con el way out, acabó dándose de bruces con la plataforma de los controladores que le habían estado siguiendo por el monitor de vigilancia todo el rato. Todo esto lo recuerda Héctor de golpe en la sedosa noche de Madrid en otoño. No sacará ese dinero, seguro que no, en ningún bar gay de Chueca. No en una noche. Pero puede robarlo. Robar 1600 euros se convierte de pronto en un objetivo legítimo porque brilla ante los ojos y porque reanima a Héctor. Le hace sentirse gestor de su vida: él tendrá mil y pico euros mañana por la mañana, los robará. Casi cualquier carroza gay con Mercedes deportivo que le recoja en la calle del Almirante tendrá dos mil euros en la cartera. De pronto Héctor se encuentra diciéndose a sí mismo: ¿es que no valgo yo dos mil euros? Valgo más que eso. Bernardo dijo en una ocasión: todos los chavales deben venderse alguna vez. Es parte de su educación cívica. Héctor recuerda que le discutió violentamente este asunto. Es una degradación. No es una degradación, es una transacción. Cobras por proporcionar un placer que solo tú puedes proporcionar. Ese carroza del descapotable solo te tiene a ti durante un rato para que la noche no se le vuelva infernal. Su noche es ya infernal y volverá a ser infernal cuando te deje a ti en la calle. Pídele mil euros por la compañía, a ver qué pasa. Y Héctor dijo: yo no soy un animal, tengo una profesión, tengo… Héctor recuerda que dudó y se abstuvo de hacer un listado de las cosas que tenía, porque en verdad no tenía muchas: lo más que tenía era el orgullo de su despierta inteligencia, su carrera de periodismo. Y luego, sí, su belleza física, su atractivo erótico que el propio Héctor siempre había menospreciado. Esta iba a ser la primera vez que se vendía. Una cosa era discutir con Bernardo acerca de si la prostitución masculina tiene su legitimidad propia, su belleza propia, su eticidad propia, y otra, hacer la prueba y ver si le daban, números redondos, dos mil euros por pasar una noche con alguien. Lo hacía por Bernardo. También Bernardo había dicho: la integridad física, el sentimiento de integridad erótica y corporal, es un tabú que debe romperse. Da igual que se rompa o no efectivamente, realmente, pero debe romperse mentalmente, Héctor, porque no hay nada sagrado en nuestra corporeidad, de la misma manera que no hay nada sagrado en la compra-venta del oro o los diamantes. ¿Es tu cuerpo, crees tú, más valioso que una esmeralda, por ejemplo? Tu precio depende de la oferta y la demanda. Ten, Héctor, el valor, la dignidad, de convertirte en mercancía y entrar en el juego de la oferta y la demanda, ofértate y así verás qué demanda tienes. La obvia maldad de todas estas ocurrencias de Bernardo, la retórica trivial del mal que contenían, no le parecen esta noche a Héctor retórica sino, de algún modo, exactitud. Bernardo es un poeta que odia lo poco-más-o-menos: la exactitud es ponerse a prueba. ¿Cuánto se pagaría por mí si entrara en la cadena comercial de los cuerpos? Igual —dijo Bernardo— no te daban ni cien euros, igual te Tacaneaban cien euros. Igual tenías que regatear. Entonces Héctor preguntó: ¿me estás, Bernardo, diciendo, que hay muchos como yo? ¿Que yo soy uno más entre los iguales a mí, que se compra-venden en Recoletos o en la calle del Almirante? Y dijo Bernardo: yo no estoy diciendo nada, tío, estoy reduciéndolo todo, reduciéndonos a todos a nuestro mínimo común denominador. Y, también, tratando de quitarte el miedo que nos inspira a todos, incluido a mí mismo, el no haber llegado a nada y no ser nada. Ser carne de cañón, un mozo de reemplazo.
Había, en efecto, muchos dos-plazas, bajando por el lado del Gijón de Recoletos. De pronto, Héctor es solo esa figura delgada, de hombros anchos y pelo largo, que se apoya en el capó de uno de los coches en doble fila del paseo. Casi enseguida distingue el morro goloso de un Mercedes SLK 350: parpadea la luz roja de una frenada en dos tiempos. Héctor se inclina hacia la ventana izquierda que está abierta. Un hombre mayor, claramente mayor, con una hermosa cabeza plateada. Lleva un jersey de cuello vuelto color marrón. Se ve que se da rayos y mantiene un bronceado artificial en pleno invierno. Tiene una cara amable. Todo es siempre amable, el mal es dulce —piensa Héctor—. Se monta en el deportivo y bajan Recoletos abajo por el Paseo del Prado hasta Atocha. Al pasar por delante del Thyssen, el hombre mayor dice:
—Me llamo Eduardo.
Héctor dice: me llamo Héctor.
—¿Conoces este museo?
—Claro. Soy universitario, soy periodista.
—Eres muy atractivo —dice Eduardo y trata de agarrar el brazo de Héctor.
—Te voy a costar un dinero, Eduardo. No soy un cualquiera. —Héctor es tan directo porque la situación es inequívoca: es una compra-venta. También porque tiene prisa, también porque se siente inseguro. Esta va a ser su primera vez. Esta es su primera chapa. También porque tiene intención de robarle. No obstante el Mercedes SLK, Eduardo no es un personaje ostentoso. Tiene el aspecto cuidado, elegante, de un alto ejecutivo. Es muy amable y no se muestra nervioso. La naturalidad de su cliente desconcierta a Héctor que se comporta con brusquedad, no sabiendo bien qué quiere lograr con esta brusquedad: demostrar quizá que no es un maricón, solo un chapero con experiencia. En realidad, Héctor siente en cada músculo, en cada fibra de su cuerpo, la excitación del ir a robar, del cazador que está a punto de cazar una buena pieza. Se siente despojado de toda identidad que no sea la de un depredador que no tendrá compasión si el animal malherido se revuelve y ofrece resistencia—. Quiero dos mil euros —añade ahora.
—Eso es mucho dinero.
—No valgo eso, según tú —tiembla un poco la voz de Héctor que está reproduciendo un diálogo intrahistórico y milenario: la compra-venta milenaria de los cuerpos. Haberse zambullido, por su propia voluntad, para salvar la cara de Bernardo, por darle a Román una patada en los cojones, haberse entregado a esto voluntariamente, no es ahora un consuelo sino un conflicto que quisiera resolver hablando mucho o incluso haciendo esa mamada que Eduardo espera, tras lo cual se irá, le dejará libre, capaz de avalar a quien él quiera, pobre Héctor insomne, que entra como en el agua fría de una playa pedregosa, el agua en la cintura y más adentro el agua rodeándole los hombros, la cabeza, la brazada, la infinitud del mar que no distingue entre pulpos y niños.
—No es lo corriente que se paga —comenta Eduardo intentando iniciar un regateo como en broma—. Si me tratas mal yo te trato mal. Si me faltas al respeto, te falto yo al respeto. Trátame bien o allá tú. ¿Crees que no valgo dos mil euros?
—No, entiéndeme, Héctor. Si quieres dos mil, te doy dos mil. Pero entiende que entonces tiene que ser toda la noche. Además, no tengo ese dinero encima, tendría que sacarlo de un cajero.
—Me da igual toda la noche, pero tienes que pagarme por adelantado. Además, no lo hago todo. Me tienes que dar dos mil porque te gusto, es sin condiciones, tío.
—Vale, así lo haré. ¿Te apetece antes tomar algo? Desde la terraza del Avenida América se ve todo Madrid.
—Me es igual.
—Lo que es bárbaro es que se ve todo Madrid desde ahí. Una copa y nos vamos. —Me es igual.
—Me cohíbes bastante, Héctor. No me atrevo a nada contigo. Y da igual. Con tal de que te estés la noche aquí conmigo, lo demás da igual.
—A mí, desde luego, me es igual. El asunto es que lo hago por dinero. La pasta es todo. Y te he pedido poco ¿o crees que te he pedido demasiado? Si crees que dos mil son muchas pelas, entonces eres más rácano que rácano. A mí me han dado, ha habido tíos, oyes, que me han dado, o sea en metálico, seis mil, lo que es una mamada. Se ve que no me crees.
—Perdona, sí te creo. Estoy sufriendo mucho, soy un pobre hombre. Si quieres seis mil, te doy seis mil.
—Tus putos euros te los metes por el culo. Quiero lo que te he dicho.
—Sé, por favor, bueno conmigo, hay un cajero aquí en Velázquez.
Es por la noche. Es de noche. Es la noche noctámbula que abre la conciencia del noctámbulo y que, a la vez, la cierra y la comprime. Es ahora el entrecejo de la noche, lo malo de la noche. Pasadas ya las doce, más allá del bien y del mal. Y hay en Madrid, en otoño, un aire deseante, un dios deseante que no satisface ningún deseo de satisfacción. Un dios que es cruel y que oprime la conciencia hasta convertirla en una nada, en una insignificante conciencia del dolor y del deshonor y de la culpa.
El caso es que los dos del Mercedes SLK 350 se apean a la vez y se dirigen al cajero, a un cajero del Banco Santander de Velázquez. Lo triste es que Héctor sabe que Eduardo sabe que el corazón es un cazador solitario. Héctor sabe que Eduardo sabe que en el momento en que saque sus dos mil euros del cajero automático, y se los pase, sin mirarlos, a Héctor, Héctor le dejará plantado. A Eduardo solo se le ocurre ahora musitar —y esto es un acto de lucidez que encanta a Héctor—: Sé que ahora te vas a ir, solo te pido, por favor, que me llames mañana o cuando quieras. Y le alarga su complicada tarjeta de ejecutivo con faxes, e-mails, teléfonos fijo y móvil. Y así sucede. Durante un instante, frente al cajero, Héctor observa el deseo esparcido por el aire como un milano, el insaciable, el fatuo, el insignificante deseo amoroso. Solo acierta a decir, una vez que tiene entre las manos los dos mil euros y los guarda en el bolsillo:
—Te llamo a este móvil que aquí veo, mañana o pasado. ¿Te va bien?
—Haz eso, por favor —dice Eduardo bajando la cabeza.
Enfrente del cajero del Banco Santander de Velázquez, deslumbra humillado el Mercedes SLK 350, como un símbolo erótico, la nadería de la nada, que ahora resplandece y deja de ser. Héctor se pierde en una lateral de Velázquez y Eduardo piensa que se merece lo que le está pasando.