El tornillo sin fin

Bernardo se fue al acabar el almuerzo. Y Elena se quedó hablando con Eugenio en la consulta de Eugenio, que era contigua a la suya. El encuentro con Bernardo había dejado a Elena incómoda consigo misma. La visita de esa mañana era la consecuencia de varios intentos anteriores que Bernardo había hecho por congraciarse con Elena, no tanto hablándole de asuntos que le interesaban como practicando una suerte de juego de adivinaciones. Elena se había sentido leída por Bernardo y, mientras eso ocurría, Elena tenía la sensación de que era un asunto sin importancia y sin duda divertido. Bernardo era un conversador divertido. Dos adivinaciones: una, la relación de Elena con Román, ahora interrumpida, sobre la cual se había Bernardo deslizado como un auténtico patinador de calle. Esta particular relación, incluso ahora que había acabado, aún inquietaba a Elena, que llevaba muchos años apegada a Eugenio y a Román, y que sabía que apegarse a uno de los dos en exceso tenía, a la fuerza, que acabar mal. Bernardo dio a entender que sabía lo que pasaba entre Román y ella, pero tuvo tacto más que de sobra para no hacer ningún comentario inadecuado. El tacto de Bernardo era, quizá, la mejor parte de su sentido irónico de la existencia. El otro asunto eran los sentimientos que a diario despertaba en Elena el ejercicio de su profesión. Elena vivía la experiencia médica con temor y temblor. Esto quiere decir que el sufrimiento físico de sus pacientes no le había encallecido sino que le había hecho sentir vivamente las paradójicas limitaciones de la cura, del cuidado del cuerpo ajeno. Y Bernardo se había permitido, en la reciente visita, pero también antes de esta visita, tratar de ese asunto con superficialidad erudita. Hacer uso, como Bernardo hacía, de un concepto de naturaleza humana tan poco acorde con la experiencia que tenemos hoy de la misma y atenerse a los textos más dogmáticos y anticuados de Santo Tomás equivalía en realidad a burlarse o tomar a la ligera las preocupaciones de Elena. Eugenio dijo:

—Estás distraída. Me chocó verte con Bernardo. No sabía que tuvieses tanta relación con él. No me lo habías dicho.

—Es que no tengo tanta relación. No tengo ninguna relación, solo que…

—Solo que Bernardo te ha entrado como a Román y, como a todos nosotros, también a mí.

—Eso es cierto y no sé qué significa. No sé si tengo que mandarle a la porra, porque a mí no se me toma el pelo, o tomarle en serio, porque a veces parece que habla en serio…

—Román parece haberle tomado en serio, demasiado en serio quizá para lo que es el personaje.

—No debemos, Eugenio, tener tan clasificada a la gente como los tenemos tú y yo, y también Román.

No podemos dividir el mundo en personajes simpáticos y antipáticos, es demasiado trivial. Bernardo no nos cae bien a ti y a mí, porque es lo contrario de Román. Pero a la vez se le parece mucho. ¿Reconoces esto o no?

—Bueno, reconozco un cierto aire generacional común a ambos. Reconozco eso que se llama la visión del mundo generacional, los tics de su generación, modificados en Bernardo por sus… —Eugenio duda ahora acerca de lo que iba a decir porque es claramente hiriente y censorio—… por sus reprobables hábitos sexuales, para decirlo suavemente.

—Sabes, creo que debo decirte esto, Eugenio, que hoy mismo ha hecho referencia a Nicodemo, al evangelio de San Juan y me ha preguntado: ¿cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno de su madre y volver a nacer? Me he quedado tan sorprendida que le he dicho no, no se puede, es imposible. Pero me he quedado con la pregunta sin saber qué contestar…

—Esa pregunta en su caso, sin duda, es irónica. Te está tomando el pelo una vez más. Y entonces estamos donde estábamos…

—No lo sé, Eugenio. Que Bernardo me esté tomando el pelo es una posibilidad obvia en su caso. Lo hace siempre. Lo está haciendo con Román, empezando por no pagarle la renta. Es un timador. Bernardo es un timador. Un timador listo que cita el evangelio de San Juan o a Santo Tomás de Aquino, y que sabe ponerse en la piel de otras personas. Pero, además, es conmovedor. No sé, francamente, qué quiero decir con esto.

Resultaba inverosímil que Bernardo citase el evangelio de San Juan porque era ante todo muy tinador que resbala sobre la superficie del mundo sin comprometerse con nada. Las dificultades de Elena y de Eugenio, pero sobre todo de Elena, con Bernardo, procedían de la situación de Héctor. Ninguno de los dos entendía del todo bien que Héctor se hubiese acomodado a la posición de una víctima que perdona e incluso ama o se siente apegada a su victimario. Habían, incluso, comentado entre los dos que la situación de Héctor tenía analogías muy curiosas con aquella célebre película de Liliana Cavani, El portero de noche. El asunto es que el capitán de las SS oculto en Viena tras la guerra que había maltratado a la protagonista y del cual la protagonista seguía prendada, obsesionada con él, era un personaje cruel y superficial. No tenía ni el menor atisbo de arrepentimiento. Solo el deseo de recuperar a la que fue su víctima en condiciones parecidas ahora, en la derrota, a las que se dieron cuando era un triunfante y cruel capitán de las SS que hacía fotografías a las jóvenes judías que bajaban de los trenes. El arrepentimiento es un asunto anticuado. Es, como diría Kierkegaard, un asunto religioso y no profano. Lo que es, sin embargo, universal, sea religioso o no, es el deseo de cambiar, de mejorar, de transfigurarse. Pero ni siquiera esto resultaba del todo verosímil aplicado a Bernardo. Bernardo solo resultaba creíble en su condición de guasón empedernido y burlador desencarnado.

Lo que había conmovido a Elena fue que Bernardo dijo: me tengo que arrepentir, y no sé cómo. Elena recuerda que había añadido: además, ni siquiera puedo arrepentirme, porque mi víctima me ha perdonado ya.

Este asunto era tan desagradable —seguía siéndolo a pesar del tiempo transcurrido desde que Elena y Eugenio se enteraron del asunto por Román— que Elena no sabía ahora si ese arrepentimiento que incluía, en el caso de Bernardo, un explícito perdón por parte de la víctima conllevaba propósito de enmienda. Elena descubrió que revivía, hablando con Bernardo, un antiguo lenguaje, medio ñoño, que aprendió con las monjitas y que se había ido apagando luego, con la juventud y la madurez y la relación con Román. Era el lenguaje de las confesiones: examen de conciencia, contrición de corazón, confesión de boca, satisfacción de obra. No se atrevió Elena a preguntar a Bernardo si había dejado atrás la pederastia, muchos años atrás, o si seguía perturbando a los chavales, casi niños aún, por los parques. Había criaturas de sobra perdiendo el tiempo por los parques y plazas de Madrid estos últimos años, y era evidente que Bernardo tenía costumbre de tratar con gente joven. Tenía costumbre: sabía cómo acercarse a ellos y hacerles hablar. Curiosamente a estos adolescentes del parfour o los que saltan de banco en banco en la Plaza de Oriente o los que hacen break dance en Colón nunca acababa de parecerles un abuelo cebolleta, quizá por lo del patinaje. No les parecía un hombre mayor sino una especie de monitor de campamento. Elena reconocía en sí misma, los últimos años, un temor a hacer preguntas demasiado pungentes acerca de la realidad: el mundo le parecía cada vez más confuso, violento y ajeno, incurable.

Por eso se dedicaba con tanto ahínco y tantas horas a sus pacientes, a sabiendas de que nunca podría curarles del todo. Estaba, sin embargo, persuadida de que solo por el hecho de empeñarse en hacerlo, entraba en un mundo de intenciones purificadas y simplificadas. Como si, imaginariamente al menos, pudiese recobrar la imposible, la perdida inocencia. De esto habían hablado mucho los dos con Román: de cómo la voluntad pedagógica por parte de los maestros salva tantas dificultades e incertidumbres, tantas debilidades que surgen inevitablemente al tratar con gente muy joven. Se aferraba Elena a la idea kantiana de que no hay nada en este mundo que sea absolutamente bueno sin excepción, a no ser una buena voluntad. Y esta idea parecía llenarse de sentido de un modo eminente, tanto en la tarea terapéutica como en la pedagógica. Y era esto precisamente, la buena voluntad, lo que le resultaba a Elena difícil de aceptar en el caso de Bernardo. Ella misma nunca se había perdonado del todo su escarceo amoroso con Román. De hecho, nunca había entendido del todo cómo no había, el propio Román, cortado desde un principio esa tendencia amorosa, sabiendo como sabía que tenía autoridad para hacerlo. Elena atribuía esta pasividad de Román en los últimos años a una jubilación mal llevada, a un sentimiento autopunitivo. Una inconfesada depresión que tácitamente acepta que todo da un poco lo mismo. Antes Román no era así. Toda su pedagogía había pivotado sobre la idea de que se podía percibir con toda claridad lo valioso, distinguir lo más valioso de lo menos valioso, lo verdadero de lo falso, lo auténtico de lo inauténtico, lo oscuro de lo claro: la idea de que lo más digno debía ser separado de lo menos digno, en un ejercicio continuo de inteligencia electiva, selectiva, en un ejercicio de elegancia. Elegancia, repetía Román, antes de la jubilación, es eligentia, la capacidad de elegir unas cosas y menospreciar otras. Un elegante es uno que elige con buen tino.

Lo que contó Bernardo a Elena se lo contó también a Eugenio, se lo contó también a Román y se lo contó, sobre todo, al pobre Héctor, que no podía separar aquella emoción de sentirse deseado con que Bernardo le distinguía de su propio amor estúpidamente infantil. Era tan complicada la relación con Bernardo que hubo años en que Héctor creyó que Bernardo hacía lo que Héctor le decía. Héctor no distinguía claramente, como casi nadie a su edad, entre el gran talento y la mediocridad verbosa. Entre elocuencia y labia. Para un chaval tan joven y tan aislado como Héctor, resultaba difícil distinguir entre la búsqueda de la verdad y la labia. Resultaba imposible que Héctor distinguiera el acento zorruno de Bernardo diciéndole que no podía vivir sin él del verdadero acento de quien desea el bien ajeno y no el propio.

El caso es que Bernardo les había contado a todos todo, una y otra vez, envolviéndolos a todos en aquella telaraña en cuya dulce algodonosa superficie incluso las serpientes, con excepción de la serpiente de la enredadera, quedan atrapadas. Lo que Bernardo contaba era un sinfín, un tornillo que no acababa nunca de encajar en ninguna ranura, abrir ninguna puerta, significar ningún significado, solo la forma pura del girar, como del atornillar, del resbalar, no abriendo ni llegando ni significando en general nada en concreto: solo el puro impulso degenerador que conduce de un extremo de la nada al otro. Eugenio contó que Bernardo le contó que los veranos le acorralaban y que los años le acorralaban en un juego erótico que no sabía sofocar. Todos descubrieron a la vez que Bernardo odiaba ser dejado fuera. Tenía que ser, como decía él mismo, perejil de todas las salsas.

No éramos católicos —había Bernardo contado a los tres—. Mi madre era una especie de teósofa fascinante con grandes collares blancos y abalorios y peinados que se levantaban en la cabeza como crestas coronadas de lazos: una mujer de otro tiempo, de los tiempos de la erección feminista cuando las mujeres, sinsombreristas, iban con pantalones y corbatas a las galas y a los estrenos para demostrar que eran tan masculinas como cualquier hombre, incluso más, y encima capaces de ser madres, todo lo cual tenía un marchamo cronológico de principios de siglo, un ambiente institucionalista, que Bernardo inventaba y maleaba y que era delicioso oír contar incluso en la misma medida en que uno no creía una palabra del relato. Con Bernardo era indispensable practicar la suspensión de la increencia. Aseguraba que su padre era anglo católico.

Daba la impresión de que Bernardo se estaba inventando a sí mismo, superponiendo máscaras verbales al personaje real, como si temiera que éste no diese más de sí. Esto fue lo que vio Román ahora que Bernardo se había convertido en su deudor: ya llevaba dos meses sin pagar el alquiler. Ahora le llegaban constantemente noticias de las muchas cosas que Bernardo contaba acerca de sí mismo a sus otros amigos. Como un narrador que ha perdido la visión de conjunto y se mantiene a flote complicando el relato sin acabar de conducirlo a ningún sitio.

Son las ocho de la tarde. Román baja su basura al portal. Y se encuentra en el ascensor con Bernardo, que monta en el ascensor un piso más abajo y que lleva una bolsa de basura mal organizada. Gotea un poco, huele un poco. Con barba de dos días, Bernardo luce entrecano a la luz fluorescente del ascensor, como iluminado por una luz de acuario. No huele a tigre ni a sudor, sino a un desodorante excesivo. Ha dejado caer sus grandes párpados como pétalos negros y al levantarlos ha sonreído con la sonrisa beata de un canónigo. Ahora no es el patinador de calle sino un personaje vagamente clerical que padece indigestión y derrumbes diarreicos. Bernardo ahora vuelve a sonreír como una dama católica ya de cierta edad que va a la Bendición todas las tardes. Un husmo. Es la bolsa de basura —piensa Román— de una persona desaliñada, seudojoven, que se ha acostumbrado a vivir en ambientes campamentarios. Una vez más ahora Román ve al Bernardo que nunca debió dejar de ver: un ex profesor de enseñanza media, jubilado, muy locuaz, con un pasado oscuro, que no tiene casi posesiones personales lo cual podría implicar desposesión, o puede implicar justo lo contrario: que vive al día, a salto de mata, sin que el hecho de no poseer nada sea parte de un proyecto ascético sino simplemente un rasgo de desidia. (Es curioso que en la Cuba de los Castro se utilice la expresión cuentapropista para designar a unos cuantos que tienen cuentas corrientes propias. Cuentapropista contiene un dejo censorio. Cuentapropista: una designación inventada por un pensamiento perezoso, por el pensamiento perezoso de una dictadura que no cree en la individualidad, en la propiedad privada.) En cualquier caso, Román no puede menos que decirle:

—Bernardo, llevas dos meses sin pagarme el alquiler.

—Estoy pasando una mala racha —contesta Bernardo, como era previsible—. Con lo del brazo apenas he podido ocuparme de mis otros asuntos; en fin, si no te importara esperar un mes más…

Román toma esto muy a mal esta tarde. Lo que ha sucedido con la irrupción de Bernardo en su grupo de amigos es que Bernardo ha ido desintegrando las relaciones tejidas entre ellos: la locuacidad de Bernardo parece segregar un humor discontinuo entre sus amigos: secretea con todos y con cada uno por separado, contándoles historias más o menos coincidentes, introduce perplejidad en la relación de unos con otros. Y Román sospecha que, con Héctor, Bernardo construye un relato depreciativo del propio Román. Esto no lo sabe a ciencia cierta, pero lo sospecha. Lo lleva sospechando unos días. El impago del alquiler viene a ser como un herpes, la culebrilla que se extiende por la ingle y culo arriba como una culebra degradante fruto de un contacto sexual casual, una bellaquería. Observando la bolsa de basura Román detecta de pronto un personaje desordenado y furtivo. De hecho, al preguntarle dónde se ha metido los últimos tiempos, Bernardo no acaba de dar una explicación clara. He hablado mucho con Elena, como sabrás —dice—. Román no lo sabía. Por otra parte, Héctor está ahora más callado, pasa más tiempo fuera de casa con su revista y sus amigos periodistas, como si evitara hablar de nada serio o mucho rato con Román. Estoy incómodo, Román —ha confesado Héctor— viviendo aquí sin aportar nada. Y de pronto, eso le ha parecido a Román una salida de mal gusto, una ocurrencia forzada que solo tiene sentido ahora que Bernardo no paga su alquiler. Antes les parecía a los dos, a Héctor y a Román, que era natural que Héctor viviera en la casa, en el mismo piso de Román. Charlaban mucho, era un acompañante. Román había agradecido la compañía de Héctor al principio, pero, tan pronto como Bernardo se instaló abajo, un sentimiento de extrañeza dificultaba la fluida convivencia de Héctor y Román. Román tiene un exasperado sentimiento de incompetencia esta tarde, como alguien que ha bebido mucho el día anterior y siente la cabeza pesada y saltona al día siguiente.

Se siente víctima de este sinvergüenza a quien acogió con frivolidad, por pura curiosidad, y que ha resultado ser…, ¿qué es lo que ha resultado ser Bernardo? El caso es que Román no está ahora mismo en condiciones de descifrar el asunto. Solo siente irritación. Preferiría no tener que ocuparse de esto. Deja a Bernardo con la palabra en la boca y sale a dar una vuelta. El paisaje urbano de Madrid invernal, sepia y sonrosado: una media luna porosa, como un congelado mal congelado, surca el cielo inefectivo con una sonrisa apagada y mortal. Ha llegado la hora de que Román vea el lado desquiciante de Bernardo, su mal fario.

La sorpresa de Elena es desagradable: Bernardo acaba de presentarse en su casa pidiendo dinero. Un préstamo. Dice que ha discutido con Román y que no se encuentra en situación de pagar el alquiler y le ruega a Elena que le ayude. Y le ruega no comentar esto con Román, no comentar esto con Eugenio.

—Es una situación provisional —asegura Bernardo—. He tenido que afrontar unos pagos de la luz, el teléfono y el agua del gabinete de psicoterapia que me han dejado sin ninguna liquidez de momento.

De pronto Elena contempla la situación que se ha abierto en torno suyo con espanto: he aquí que Bernardo ha logrado hacerse con su confianza, se atreve a pedirle prestado un dinero, e incluso le ruega que no diga nada de esto a Román ni a Eugenio. Es decir, no solo le pide el dinero, sino que guarde un secreto y, por lo tanto se instale con él en el interior de una opacidad donde se hallará a solas con el propio Bernardo. Elena se siente arrastrada hacia una inverosimilitud sin control. Como si todo fuese posible a partir de este punto. Como si a partir de ese préstamo, caso de efectuarse, quedara, en manos de Bernardo, atrapada.

Y he aquí que, de pronto, simultáneamente, en otro lado de Madrid, Héctor ha perdido el tino y no puede hablar de esto con nadie, no puede hablar con nadie ni contar a nadie que ya no se fía de Bernardo: imposible revelar que, de pronto él, el avalista, el que salió fiador, el que prestó su fe, duda de Bernardo. Ahora de pronto, esta misma tarde, en este presente continuo que es el corazón con su gran peso y sus intermitencias y su intensa fidelidad, su noble apego, ahora, de pronto, también Héctor duda de Bernardo. Ahora Héctor de pronto se siente insignificantemente víctima. Ahora que no hay ya ni delito ni escándalo, todo ha prescrito ya, ahora se agiganta el maleado presente de Héctor, el pasado en cuanto tal ha pasado ya, pero en cambio, el acuciante presente de Héctor se cohíbe, se contrae, se amarga, se malcura como un jamón malcurándose en la presencia del deudor, de Bernardo, en el piso de abajo. Ahora de pronto Héctor teme, al cabo de los años, haber apoyado a un impostor irrecuperable.

La locuacidad de Bernardo es como un timo continuo. Como un timarse, acercarse, alejarse en la dirección de sus víctimas o en la opuesta dirección. Lo sucedido entre Román y Bernardo ha desubicado a Héctor, que ahora vuelve a ser de pronto un criajo confuso que no sabe qué pensar de lo que le ha pasado, y muy especialmente de lo que Bernardo le ha contado que ha pasado entre los dos. Hubo un momento en que Bernardo aseguraba: me sedujiste tú, mi niño, tú a mí, no yo a ti. Acuérdate de lo que dice el Señor: «Yo os elegí a vosotros, no vosotros a mí». Y tú eres el Señor de este reino sublunar en que nos vemos e imaginamos siempre juntos. Por consiguiente yo soy tu víctima, Héctor, no tu victimario, ¿no lo ves así tú mismo? Héctor ahora no lo ve así, ve que la locuacidad de Bernardo es un timo continuo, un garabateo, un tornillo sin fin, en la angustia de la posibilidad hasta el evitar era un apetecer. Y Héctor llora derrumbado sobre su camita en el piso de Román, no sabiendo a qué carta quedarse.