El intercambiador

Se daba maña para dar con lo esencial de cada cual. Coincidir con aquello único e inexpresable, o inexpresado al menos, de cada individuo con quien se cruzaba. Era una maña, ni siquiera un arte. Era una habilidad discontinua, ni siquiera un arte. Era un fruto combinado de la mala idea, del mal gusto, de la mala intención, de la curiosidad, sí. Sí, pero era una maña profundamente inscrita en la conciencia de Bernardo, que, como una espontánea fertilidad, como un recurso, como una gracia infantil, funcionaba cada vez que Bernardo daba con su objeto correspondiente: en este caso, la peculiar vocación médica, la traumatología de Eugenio y Elena, sobre todo de Elena. La continuada práctica de la traumatología acarrea, o bien una callosidad cada vez más pronunciada del alma, o, al contrario, una desnudez y carne viva más y cada vez más pronunciada. En el caso de Elena, era lo segundo, combinada con lo que trabajó en másters y doctorados en reumatología, y los mil y un casos reumáticos distintos, la deformación de pies y manos, sobre todo de las manos. Cada vez que un paciente nuevo se sentaba frente a ella, extendía ambas manos y decía: doctora, mire usted…

Elena le acariciaba ambas manos con sus manos y le decía: así estaremos todos nosotros dentro de un tiempo. Y decía el paciente: usted, doctora, no. Me he fijado en sus manos y son limpias y firmes y doradas, incluso en invierno con la humedad y los fríos. Y decía Elena: yo también, corazón, yo la primera. La artrosis multiarticular acaba alcanzándonos a todos. Y esto era, paradójicamente, un gran consuelo y esperanza que Elena proporcionaba a sus pobres pacientes impedidos e inarticulados por las artrosis multiarticulares que en cada caso eran distintas unas de otras, no obstante ser igualmente dolorosas todas ellas a la vez. Desde la perspectiva de Bernardo, con el trompazo y el dislocado del cubito y radio del brazo derecho, fue una bendición. Y esto demuestra hasta qué punto era Bernardo a la vez brutal y heroico. Hasta qué punto era el furor heroico parte de su íntegro ser, podrido como todo su ser e iluminado como un cuerpo glorioso. De entre todos los textos que Bernardo sabía de memoria, uno era el que mejor sabía y mejor recitaba. Eran las cuestiones 82-85 de De conditionibus beatorum resurgentium de Santo Tomás de Aquino.

Había logrado Bernardo, a través de Héctor, colocarse en una fila de pacientes del hospital donde trabajaban Eugenio y Elena. Ese hospital no le correspondía a Bernardo por la Seguridad Social, pero se habían arreglado las cosas para que Elena pudiese verle. Bernardo tenía el don de hacerse intensamente visible en un momento dado, como un cetáceo inmenso cuyo lomo de pronto ocupa todo el horizonte marítimo y cuyo coletazo, desplomándose sobre el aplanado mar, nos deja atónitos. Así, dejó atónita a Elena, apareciendo en la consulta y hablando, como solía, sin parar en este caso de la resurrección de los huesos que, según la Suma Teológica, pertenecen a la integridad individual: nos consta, Elena, declaró, que resucitarán los huesos, porque son parte integrante de la integridad del individuo a diferencia del semen, por ejemplo, que no es necesario para la conservación del individuo, como son los cabellos, las uñas o los pies, sino solo para la perfección de la especie. Este modo de hablar de Bernardo sorprendía a Elena mucho más de lo justo, incluso acostumbrada como estaba a un habla filosófica y erudita por sus conversaciones con Román. Eugenio y Elena, no obstante haber dedicado sus vidas a una especialización médica muy concreta, se habían acostumbrado a hablar entre ellos y con Román con los giros un tanto pedantes y ciertamente anticuados que Román usaba en su conversación. Pero ese modo de hablar especial y fascinante de los filósofos, que Román les había contagiado desde muy jóvenes (porque la filosofía es ante todo un lenguaje sobreabundante, excesivo y poético, digan lo que digan los positivistas contra esa nuestra gigantomaquía), cobraba en el caso de Bernardo un dejo burlón. Una seriedad burlona. Esto, decidió Elena aquella mañana de consulta traumatológica, era la diferencia específica que separaba a Román de Bernardo, aunque no con toda nitidez sino con una seminitidez, en claroscuro, acercándolos y distinguiéndolos al mismo tiempo como las cabezas de dos gemelos. Se parecían, por de pronto, en aquel hablar entrecortado por las citas y los textos que los dos sabían de memoria. Una cosa que ambos tenían en común eran las riadas de palabras que iban a las cosas a la vez que volvían de las cosas a las frases. En un vaivén que a Elena se le antojaba marítimo, como el cabeceo con las mareas de las algas. Tenían el don predigital del uso transtextual de los textos. La cita, no solo como referencia erudita, sino también como ilustración, como estampa. Este uso de la cadente avalancha de textos en la conversación, como un tetris verbal, hacía que la conversación con los dos le pareciera a Elena un juego en parte agotador y en gran medida adictivo. Elena y Eugenio habían comentado con frecuencia que Elena tenía una personalidad más adictiva que Eugenio: una mayor propensión a engancharse en combinatorias de ingenio, visuales como el tetris, o verbales, como en las peleas de enamorados, las más encarnizadas, que solo redime el don de las lágrimas.

Era inverosímil y era absurdo y tenía que ser falso que Bernardo se hubiese presentado en la consulta solo para preguntar si todo cuanto hubo en el cuerpo perteneciente a la naturaleza humana resucitará con él. Todo lo que forma parte de la carne y del hueso —declaró Bernardo, como si estuviera dando una noticia de actualidad— pertenece a la integridad de la naturaleza humana. Mi brazo roto que tú repararás, resucitará arreglado y perfecto como si no hubiera habido accidente ninguno, ¿no es así? Elena se sintió, a su pesar, malhumorada, aunque también divertida. Por eso dijo: la cosa, Bernardo, según parece, es que no habrá resurrección. No hay resurrección. Así que toda la teología de la resurrección tal y como aparece en la Suma Teológica, toda la belleza de las descripciones de las cualidades de los cuerpos gloriosos que Román nos ha leído tantas veces, son solo poéticas. Y añadió Elena: nunca he acabado de entender por qué le fascinan a Román esas más que dudosas especulaciones de la teología escolástica. Yo no discuto su valor poético, lo que digo es que no pueden dar lugar a una discusión racional.

—¿Entonces tú crees que la pregunta acerca de si todos han de resucitar con la misma edad juvenil es estúpida? —acaba de preguntar, con un retintín guasón Bernardo.

—No sé qué te propones, Bernardo —dice Elena—. ¿De verdad quieres que discutamos este asunto? Debieras darte cuenta de que tu presencia aquí, con una lesión no muy importante, que te pueden curar en cualquier ambulatorio, da la impresión de que buscas otra cosa, quizá charlar conmigo o congraciarte con Román y conmigo, no sé. Siento un intenso malestar, siento que me estás tomando el pelo. Aun aceptando que la opinión de los medievales respecto de la resurrección del cuerpo humano o lo contrario sea muy interesante, no veo por qué tenemos que discutirla tú y yo ahora.

—¿Me estás queriendo decir, Elena, que estoy malgastando tu tiempo de consulta y que no es asunto tuyo todo esto? —Bernardo, una vez más ha preguntado con retintín. Se ve de sobra que cuenta con la respuesta que Elena le da.

—La verdad es que sí. No sé de qué vas.

Con lo anterior les dio la hora del almuerzo. Es decir, llegó el descanso que Elena se tomaba a mediodía. Y convidó a Bernardo a tomar algo en la cafetería. La cafetería era una estancia grande con las bebidas y los mostradores del autoservicio al fondo, y una larga cola de pacientes, internos, médicos, cargando sus bandejas con indigestos platos combinados. Que Bernardo hubiese, con tanta naturalidad, entrado a formar parte de aquel ambiente y aquella cola sorprendió a Eugenio, que acababa de entrar y que se acercó a ellos ya con su bandeja en la mano. Pero más aún sorprendía a la propia Elena —que se ufanaba de no tener pelos en la lengua— el no haber sido capaz de quitarse a Bernardo de encima y lo que es aún más chocante, sin haber ni siquiera llegado a examinarle propiamente el brazo. Era como si Bernardo tuviese una habilidad prestidigitatoria, un dar la impresión mientras hablaba de estar a punto, de hacer surgir una novedad narrativa, ir a dar ya en la próxima frase una gran sorpresa narrativa. Elena pensó que había escuchado todo aquello de los huesos y de la naturaleza como si fuese a surgir de pronto una explicación omnicomprensiva. Mientras le alargaban un plato de albóndigas con patatas fritas, recordaba con una viveza anómala la frase que Bernardo había citado literalmente: «las obras de Dios son perfectas. La resurrección es efecto de una obra divina. Luego el hombre será reparado perfectamente con todos sus miembros». Y recordó Elena que al oírle recitar ese texto, que para algunos solo sería una trivialidad de la mecánica lógica escolástica, había sentido un escalofrío como si alguien acabara de confiarle una verdad terapéutica profunda. En la idea de dedicación a la medicina que Román les metió a los dos en la cabeza, también a Eugenio, iba este asunto de la rehabilitación o reparación o reanimación de la naturaleza, un imposible: de todos los conceptos médicos a Elena le parecía el más metafísico, y el más traumatológico a la vez, el concepto de rehabilitación. Era obvio para Elena —y también para Eugenio, aunque Eugenio era menos reflexivo, filosóficamente hablando, que Elena— que una vez adentrados en la segunda naturaleza —y con independencia de los desarrollos dogmáticos de estos conceptos que a Elena interesaban poco—, la noción ontológico-terapéutica resultaba fascinante y era característico de la habilidad cinegética de Bernardo dar, como por instinto, de golpe con los temas que apasionadamente interesaban a cada cual. Descubrir, gracias a Bernardo, un corruptor de menores, esta conexión interior entre la dogmática y la terapéutica le parecía a Elena maravilloso pero también ominoso. Que ahora Bernardo a ojos vistas estuviese disfrutando de un copioso almuerzo de dos platos, macarrones con tomate y pollo asado con patatas fritas, sentado en los rígidos asientos de la cafetería del hospital frente a Eugenio y Elena, como dos discípulos, le pareció de pronto a Elena sombrío como un mal presentimiento, como una angustia sin objeto correspondiente, una presencia de la posibilidad antes de la posibilidad, una aceleración desmesurada que hipotecaba su conciencia en esta repentina candela tubular de fuegos artificiales que el habla de Bernardo hacía explosionar cada vez que se reunía con ella. Era extraño que Bernardo hiciese sentir a Elena, a la vez que inquietud, una como ternura maternal, análoga a la ternura que se siente, sobre todo una madre, ante un hijo guapo que ya es mayor pero que aún es un criajo a quien no puede uno abrazar ya o acariciar como de niño cuando se le desnudaba y se le lavaba y se le acostaba, cuando este cuidarle pareció que duraría eternamente y que nunca acabaría y que siempre el niño sería un niño y de pronto era un chaval guapo a quien uno no puede sostener ya entre los brazos. Que estos confusos sentimientos se despertaran en el corazón de Elena a la vez que veía a Bernardo glotonamente comer sus macarrones con tomate le pareció un escándalo, le pareció una vez más que se traicionaba a sí misma, que traicionaba a Eugenio y que ahora traicionaba a Román. Como si la presencia de aquel intercambiador fuese un yo ocurrente separado del propio yo empírico de Elena, un entendimiento agente individualizado, un nous poetikos, que la hiciese sentirse adivinada y consolada y en trance de ser iluminada, dándose cuenta al mismo tiempo de que todo esto era un efecto preliminar como un fore lust que no implicase ni conllevase de ninguna manera cumplimiento alguno. Bernardo era un puro incumplimiento. Una apariencia de realidad efectiva que se deshacía en el momento de ir a alcanzarla, dejando entre los dedos y en el paladar un gusto soso, a nada en absoluto.