Sí, Héctor conoce a casi todos los patinadores que patinan por Madrid con Bernardo. Pero no es amigo de ninguno. En realidad, aparte el propio Bernardo y, los últimos meses, Román, Héctor no tiene amigos. Nunca los ha tenido. Ha tenido, desde luego, novias. Bernardo suele decir: si se es chica no se puede vivir sin ser tu novia. Bernardo bromea obscenamente a veces, postureando como los mariquitas, diciendo: una vez, Héctor, yo fui tu novia. Una chica mayor que te gustaba, tomaste tú la iniciativa. Tú quisiste ser mi joven novio y yo una chica mayor, no muy agraciada, que por las noches reza los rosarios y solo piensa en ti. Estas imitaciones burlescas solo entretenían a Héctor un rato corto. Pero Bernardo, a veces, se volvía tediosamente repetitivo, recreándose en la suerte del falsete, como un mal torero que no atina a matar. En realidad Héctor pensaba que Bernardo era un mal torero, de tercera fila, que torea en plazas de tercera o de segunda y que le tienen que descabellar al toro porque él mismo no atina a matarle. Era tedioso. Aparte Bernardo y las mil novias, Héctor no tenía ningún amigo. Lo de Román también fue porque resultó ser el primer personaje de fuste que se ocupaba de él y no era Bernardo y no era una mujer pendiente todo el rato de sus labios y sus ojos y su picha. Héctor odiaba ser ese figurín, un estúpido imán de los deseos de pobres chicas confusas de su edad, de chicas mayores que empezaban ya a aburrirse de sus maridos o de sus parejas. Héctor odiaba el cuerpo que tenía. De este desafecto no era Héctor del todo consciente puesto que se había acostumbrado a entrenarse y a tener con su propio cuerpo esa relación higiénica que los deportistas tienen con sus cuerpos: alimentarlos sin excesos, limpiarlos, estirarlos, evitar las caricias que ablandan. Todo lo que sabía, lo sabía por Bernardo, a través de Bernardo. Era imposible no sentirse agradecido. Era imposible pensar que hubiera otras personas con quienes relacionarse independientemente, por sí mismo. Fue una pura casualidad que diera con Román a consecuencia de aquella entrevista que le hizo.
El encuentro con Román ha sido muy violento. Bernardo con su brazo en cabestrillo da ahora mucha lata. Héctor lleva mal la nueva tirantez con Román. Le gustaría hablar con Elena y con Eugenio. Se siente solo cuando está con Bernardo y Román, y también se siente solo cuando está con cualquiera de los dos por separado. Román está agresivo: no comprendo —ha declarado— cómo ha sido lo vuestro en estos años. No entiendo cómo uno como tú se ha entregado a uno como ese. Y por más que Héctor haya jurado que no está entregado a Bernardo y que solo es que no puede evitar sentirse concernido por sus cosas, no ha habido manera de cambiar el humor de Román, que se pone hosco y peleón cada vez que sale este asunto. Román ha declarado: estoy seguro de que Bernardo te engaña y que estás avalando a un sinvergüenza. Estás en el puro credo quia absurdum est, con Bernardo te rayas.
No es exacto decir que Héctor esté ahora del todo en el credo quia absurdum est. Más bien ahora está en un salir de esa situación, un cuestionar a Bernardo que no implica abandonarle y que, de hecho, ha empezado a manifestarse durante este último mes y pico. Por ejemplo, ahora está siendo consciente por primera vez, quizá, en su vida, de que no tiene, aparte Bernardo, amigos en serio. Un efecto de la relación con Román ha sido descubrir que este es el caso. Una vez más, Héctor ha reaccionado al relacionarse con Román según el modelo remoto que quedó fijado de muy joven en su relación con Bernardo. Aquella relación implicaba, incluso a esa edad tan escasamente reflexiva de los trece-catorce, que lo mayor, lo más importante, lo esencial que sucedía entre los dos tenía que permanecer en secreto. Que lo esencial de nuestra vida tenga, por cualquier razón, que permanecer en secreto y suceder a espaldas del mundo ordinario es un hecho capaz por sí solo de modificar toda una vida. La relación con Bernardo convirtió a Héctor en un impostor involuntario, un pseudoactor que finge que siente lo que dice que siente. En estas circunstancias es natural no tener amigos íntimos. Bernardo succionó toda la intimidad de Héctor hasta que Héctor acabó el bachillerato. Después dejaron de verse con regularidad pero el hábito de la reserva estaba ya creado y era casi irrompible. Y esa reserva era angustia. Lo reservado era en la conciencia de Héctor una dulce opresión. Una angustia análoga a la que sienten los niños. La reserva que Héctor aprendió a guardar y donde se guarecía era también angustia pura y simple, en gran medida inconfesada.
Hubo al principio, al dar casualmente con Román, un momento de liberación y de alegría. Por incongruente que suene, Román representó lo inesperado, lo nuevo, en la vida de Héctor. Por eso hizo todo lo posible por quedarse con él, por apegarse a Román, por divertirle. En la misma medida, sin embargo, en que Héctor se sentía liberado por el simple hecho de hallarse en compañía de un hombre sensato y sabio como Román (ante el cual podía referir incluso las escenas más escabrosas como si fueran partes de un relato ajeno) en esa medida se sintió obligado a relacionarse también, al menos, con un Bernardo que cada vez se alejaba más de su vida. Y sucedió que al encontrarse Bernardo y Héctor, Bernardo de inmediato descubrió el verdadero estado de ánimo de su antiguo pupilo, de su víctima: Héctor estaba empezando a tener una vida independiente, comenzaba a olvidarle. Ese sentimiento funcionaba en el chaval en un doble sentido: a la vez que se sentía liberado, se sentía culpable de olvidar y obligado a no olvidar a Bernardo. Todo esto Bernardo lo vio en un abrir y cerrar de ojos. Y le hizo sonreír y volvió a considerar a Héctor como un factor interesante de su vida, como una pieza nuevamente en juego.
Ir al Paseo de Coches fue una ocurrencia que Héctor tuvo a consecuencia de lo incómodas que se habían puesto las cosas en casa tras el último desplante de Bernardo. La intención de Héctor —que en realidad era bastante imprecisa— se resumía en preguntar a los amigos de Bernardo si sabían dónde había estado Bernardo todo aquel mes y lo de su accidente. Héctor esperaba de ese modo sacar algo en limpio, algo que poder contarle a Román y que sirviera para tranquilizarles a todos.
Dio, en efecto, muy pronto con dos de los patinadores que Bernardo le había presentado tiempo atrás. Se sentaron a tomar una cerveza en el quiosco del Ángel Caído. No habían visto a Bernardo en meses. No sabían dónde andaba. No sabían nada del accidente.
En nuestro tiempo raras veces se oye hablar de lo demoníaco —decía Kierkegaard del suyo—. Hoy en día, en cambio, hablamos de lo demoníaco sin parar y la gente ha dejado de leer a Kierkegaard. Decía el maestro danés que «lo demoníaco es lo reservado y lo involuntariamente revelado». Y lo cierto es que aquella tarde en el Retiro, en la glorieta del Ángel Caído, lo involuntariamente revelado por los amigos de Bernardo fue que Bernardo aparecía y desaparecía también ahora de un salto sin previo aviso y sin porqué. Ahora comprendió por qué Kierkegaard dijo también que lo demoníaco es lo súbito. Bernardo había súbitamente aparecido y desaparecido a lo largo de toda la vida de Héctor. Estaba y no estaba. Presencia-ausencia combinándose en un tiovivo incesante que Héctor de todo corazón avalaba y que, a la vez, ahora, de todo corazón, no comprendía y temía.
Bernardo dijo un día: tenemos ritmos distintos.
Y Héctor sintió una punzada en el estómago al oírlo y, sin embargo, una vez oído, tuvo que reconocer que era verdad. Y a la vez se dio cuenta de que Bernardo le tomaba el pelo, puesto que Bernardo sabía que, con lo que le hizo a los trece, los naturales ritmos de Héctor se habían interrumpido. Ahora Héctor no tenía ya ningún ritmo natural que no fuese el impreso entonces, el contrarritmo.
En aquel tiempo el padre y la madre de Héctor pensaban que los pringaos eran los otros y ellos lo guay. Lo guay era el caballo. Por todo Madrid relinchaba el caballo: seréis como dioses. Pero para consumir había que traficar. E incurrir, por lo tanto, en la ilegalidad. Entrando y saliendo de la cárcel, de una incompleta desintoxicación a otra, fueron perdiendo significación los dos. Tenían un aire juvenil y reviejo —la paternidad les sentaba a los dos casi peor que el emparejamiento—, como ropas de segunda mano. Se conocieron muy jóvenes consumiendo, los dos eran muy guapos. La madre de Héctor era además una niña bien. Acabaron desvalijando el piso de la madre de la madre de Héctor, la abuela Adela. La otra abuela se volvió al pueblo harta de Madrid y del marido, todo el día en la tasca, nada más jubilarse. Les cayeron cinco años en trenas distintas. Bernardo era jefe de estudios del instituto por aquel entonces. Habló con la abuela Adela: quédese tranquila que el niño estará bien con los demás aquí. La abuela Adela llevaba ocupándose del niño desde recién nacido. Era un niño lucido, un muñequín. La abuela Adela entendía que quererle era mimarle. Y era difícil no cuidarle como a un muñequín que uno acuesta en su cunita y se le acuna y se le da el biberón y luego se le saca a pasear en el cochecito y las amigas de la urbanización del norte de Madrid venían a verle, que pataleaba en el fondo del cochecito sin almohada. Esto del sin almohada era una medida pediátrica en boga por entonces. Las amigas venían a verle y decían qué rico es. Se le podía achuchar de niño y luego después, cuando gateaba, recorría la casa de extremo a extremo. Y de guapo que era parecía una niña y era un niño. Y la abuela Adela le dejaba el pelito largo para que pareciera más la niña que ellas fueron en la imaginaria vaciedad del largo cuento de ser niñas y madres y abuelas en los tiempos del racionamiento. Fue cierto que Bernardo se hizo cargo de todo poco a poco. Y Héctor se dio cuenta, ya a los diez años, de que sus padres no lo eran apenas y de que la abuela Adela era cada vez menos atenta con él. En parte porque había tenido ya dos isquemias y vivía como atemorizada, confiando solo en que la hija la dejara en paz. Héctor se acostumbró a vivir en varias casas, yendo y viniendo de unas a otras con la mochila a cuestas. Le parecía natural ir de casa en casa eludiendo siempre los sucesivos destartalados pisos de su madre, muchos de ellos pisos de acogida. Luego empezó a pasar tiempo con Bernardo, quien tampoco era muy de casa fija, aunque sí que tenía alquilado un piso en la parte alta de Príncipe de Vergara detrás del Auditorio: era un piso casi sin mobiliario con un aire estudiantil, incluida la habitación de Bernardo, que tenía los libros amontonados en pilas por el suelo: un pasillo largo con habitaciones a los lados. Ahí era también divertido estar. Lo fue durante un tiempo. Luego, con la Facultad, volvió a vivir con la abuela, que estaba cada vez peor y necesitaba una enfermera permanente. Sin residencia fija pasó Héctor la mayor parte de su vida universitaria. Solía dar la dirección y el teléfono de la casa de su abuela en los sucesivos papeles académicos y documentos que tuvo que ir rellenando en esos años. Luego vivió con sucesivas chicas, con quienes hacía el amor tan desapasionadamente que acababan todas enamorándose de él sin esperanza. Esta situación de era menos heterosexual, de inspirar amor entre sus compañeras sin sentirlo por ninguna de ellas en particular, le volvió huidizo. Estás aprendiendo a estar en todas partes como en casa —comentó Bernardo en más de una ocasión—. Pero Héctor, entre los trece y los diecisiete, solo se sentía en casa cuando Bernardo le acogía, que era por temporadas, porque Bernardo mismo cambiaba de sitio con frecuencia incluso dentro de Madrid, y también casi como en casa en casa de la abuela, hasta que la abuela Adela se volvió imposible con la hipocondría y la realidad creciente de sus ataques cerebrales. Estar en todas partes como en casa, estar en todas partes y en ninguna, oír contar todas las historias, asistir a todas las peleas, no encontrar trabajo fijo, no querer pareja fija. Cuando dio con Román, llevaba casi dos años de vulgar errancia madrileña, de becario por varias redacciones, de compañero de varias compañeras, de realquilado en varios pisos de alquiler.
Las palabras lacerantes llegaron mucho después. El propio Héctor llegó a emplearlas como quien produce gestos aprendidos, completos ya, sin contenido experiencial propio, como quien aprende a usar un lenguaje técnico (un lenguaje muy ritualizado como es por ejemplo el lenguaje litúrgico) sin que haya correspondencia entre el hablante y lo designado. Héctor aprendió a designar lo ocurrido entre Bernardo y él con palabras que eran como gestos, gesticulaciones medioabstractas, mediojurídicas, medioculpabilizantes. La característica esencial de un gesto es que ya ha sido hecho, dice Sartre. Y añade que no es una operación que inventemos nosotros sino que es una unidad ya constituida, una realidad ya repensada que no incluye la experiencia de quien ejecuta el gesto. Esto solo se cumple verdaderamente en los niños o en las personas muy jóvenes, que copian gestos que han visto ejecutar a otros compañeros o a personas mayores. Las blasfemias o los insultos pronunciados a muy temprana edad son gesticulaciones de este tipo. En cierto modo Héctor aprendió a entender jurídicamente lo ocurrido entre Bernardo y él antes que existencialmente. Entendió que Bernardo había cometido un delito, pero dado que el delito había sido cometido contra el propio Héctor, Héctor tenía la capacidad de perdonarlo o de experimentarlo como un bien a pesar de definirlo a la vez socialmente como un mal. Cuando Himmler animaba a sus oficiales de las SS a ser sobrehumanamente inhumanos por el bien de Alemania estaba borrando lo que tiene de delito el genocidio, en nombre de una ideología que llamaremos, por abreviar, el amor a la patria.
Fue todo ello confuso mientras duró la adolescencia de Héctor. Y todo ello sucedió en un largo recitativo. Bernardo contaba lo sucedido a su víctima, que a su vez no se veía a sí mismo como su víctima sino como cómplice. Una de las argumentaciones características de Bernardo venía a ser esta: tú sabes, Héctor, que después de esto no hay nada. No hay una aclaración posterior a la acción, no hay una explicación en el sentido de que una vez dada una explicación se descansa en lo explicado y aclarado: entre nosotros lo ocurrido no puede ser objeto de ninguna aclaración más allá de la repetición. La aclaración es la repetición de la acción. Por eso los rituales, el canon de la misa por ejemplo, producen una infinita aclaración a base de no corresponder con nada real, no esclarecen nada real, constituyen la realidad reproduciéndola.
Era interesante examinar el carácter de Bernardo a la luz de su pirotecnia verbal. De la misma manera que los fuegos artificiales —las palmeras, las estrellas, los volcanes de colores— irrumpen instantáneamente en la oscuridad de la noche o de la bahía negándola, anegándola de luz para luego deshacerse y retornar el mundo entero a la continuada oscuridad desencantada, así también la pirotecnia verbal de Bernardo producía en el joven Héctor un efecto de instantaneidad lumínica, que al deshacerse le dejaba sumido en la gran melancolía de la noche desapegada, en el relente continuo de la noche carente de símbolos. Por ahí iba Bernardo cuando decía: nosotros nos hemos acostumbrado al realismo y la confusión leyendo los rituales de las misas o de las oraciones, pero no hay nada al fondo, ¿tú sabes lo horrible que es que no haya nada, verdad? Sé que es horrible decírtelo, pero es mi obligación decirte que no hay nada al fondo. ¿Sabes lo único que hay al fondo? Lo que hicimos tú y yo reproducido a través de los siglos en el secreto. Dios con nosotros, pensábamos, y no había Dios, solo estábamos nosotros.