El novum

Román tiene que reconocer que los cinco primeros días del mes de la tercera mensualidad han llegado con pasitos de gnomo. Y Bernardo no ha reaparecido. Había desaparecido a finales del pasado mes sin dar ninguna explicación —por lo demás innecesaria cualquier explicación— y aún no ha reaparecido. Entre arrendadores siempre se ha considerado que se puede dejar pasar una semana, la primera del mes, inclusive hasta el día diez. Ha llegado el día diez y Bernardo no ha llegado y tampoco ha llamado por teléfono, cosa inusual en cualquier caso. Héctor ha dicho que Bernardo está de viaje, con motivo quizá de una gestión de su ONG, o por razón del gabinete de psicoterapia. De viaje, en suma. Pasados los diez primeros días, los arrendadores acostumbran a hacer un primer recordatorio, generalmente por teléfono. Hacer esa llamada telefónica siempre da corte. Pero esa mensualidad del piso le viene bien a Román. Tiene lo que le vino por su casa, más la jubilación, más los ochocientos euros de ese alquiler, que le vienen bien, aunque siempre haya tomado con parsimonia lo de alquilar este piso. Héctor sigue viviendo en casa de Román. Román, en vista del impago, prefiere no hablar más del asunto con Héctor de momento. A mediados del mes, Román se despierta bruscamente —normalmente duerme de un tirón sus siete horas, menos esta vez—. Va al cuarto de baño y se encuentra con Héctor en el pasillo, que viene de la calle. Es un viernes y Héctor suele salir con los amigos a conciertos los viernes o los sábados y llega de madrugada. Román casi nunca se entera, salvo que Héctor lo cuente. Román le da las buenas noches y observa, sorprendido, al entrar en el cuarto de baño y cerrar la puerta tras de sí, que Héctor tiene un aspecto muy desasosegado esta noche. Como de alguien sorprendido cometiendo un delito menor, embarazoso de explicar. Sartre suele poner el ejemplo de quien es descubierto mirando por el ojo de una cerradura. Héctor da la impresión de hallarse avergonzado. Román no podría enumerar en ese momento los signos de ese estar azorado, salvo quizá la precipitación con que da las buenas noches y se encierra en su cuarto. Román recobra pronto el hilo del sueño. Pero se despierta una hora antes de su hora, que suele ser las siete y media, y va a la cocina a hacerse un té. En la cocina pasa una hora entera. Se le pasa la hora en un cierto sopor. Entra a ducharse al cuarto de baño. Mientras se ducha, oye a Héctor que sale de la habitación y que sale del piso. Durante todo ese día esto es todo.

Durante todo ese día Román deja irse el tiempo hasta la noche, con la minuciosidad sosa y uniforme del transcurso del segundero por la esfera de su reloj de pulsera. ¿Qué sabe Héctor de Bernardo? ¿Qué pasa con Bernardo? Román está teniendo un día muy incómodo. No desea pensar ni en el alquiler ni en Héctor ni en Bernardo. Una vez que decide que no desea pensar en eso, no puede evitar pensar en eso. No siente angustia, no siente preocupación, ni siente aún irritación. Solo una molestia articular muy semejante a las molestias crónicas de una artrosis multiarticular. Se trata de una cierta rigidez de las articulaciones afectadas, en el caso de Román la rodilla derecha, que no causa habitualmente dolor intenso, ni siquiera punzadas fuertes, pero que a la vez no cesa de hacerse omnipresente como una ligera rigidez artrósica. La rigidez artrósica de gravedad media funciona como una idea fija que no llega a ser obsesiva. ¿Sigue pensando Héctor que Bernardo cumplirá sus compromisos como arrendatario? ¿Será Bernardo, como Elena se temía, un arrendatario informal, de tal suerte que siempre se las ingenia para quedar deudor? ¿De dónde demonios venía Héctor anoche? Y así sucesivamente. Impertinente esta suspensividad que, con independencia de su naturaleza específica (de momento solo un asunto nimio), rebota en la acerada mesa de ping-pong de la conciencia aislada de Román como el goteo nocturno de un grifo, el mosconeo diurno de una mosca estrellándose contra la transparencia estival del cristal de la ventana.

Nos gustaría poder decir: no hay duda de que aquí aparece algo nuevo, decir, por ejemplo, aquí comienza la desilusión de Román tras una corta ilusión de confianza y comunicación con Bernardo. Pero esto no sería un novum propiamente dicho. No sería lo inesperado que sobresalta la cotidianidad de pronto, sino lo esperado, la recaída en el habitual estado de conciencia de Román: la desconfianza. Una cierta novedad ha habido en el rebrote de curiosidad —que tanto escandalizó a Elena en el sushi-bar—. Pero, en la medida en que Elena, a diferencia de Eugenio, se ha permitido el último año y medio una relación de doblez con Román y Eugenio, la aparentemente nueva curiosidad de Román, en el fondo no la escandaliza, porque ella misma, Elena, ha pecado de curiosidad al reenamorarse en su madurez de su antiguo tutor de filosofía, y este, Román, se ha dejado querer, lo cual implica una receptividad o una pasividad que paladea, un curioseo. El curioseo de verse como un amado inverosímil, amado por una amante a todas luces, en esta ocasión, equivocada. La realimentación del ilusionarse de Román con Bernardo (todo este barbotear acerca de la confianza difuminando la pura curiosidad en una como lucha legítima contra la desconfianza innata), al surgir en parte en contra de su mejor opinión, en contra de los dictados de su sentido común, una como aceptación de la palabra de Héctor, de la confianza de Héctor en Bernardo, podría considerarse un cierto novum. Solo que momentáneo. La cronología de esta ocurrencia debe consignarse. ¿Qué podría ser lo inesperado ahora? ¿Qué podría ser lo irreconocible ahora en este entramado de relaciones? Algo que validara el célebre dictum «Quien no espera lo inesperado no lo reconocerá cuando llegue». ¿No sería un cierto novum, o una novedad rayana en lo nuevo casi absoluto, el que Román aceptara ahora, más o menos sin pestañear, el largo sablazo de un inquilino que se dispone a no pagar sus mensualidades?

Resulta ser que ahora, de pronto, son las doce de la noche y llaman a la puerta del piso de Román, ¿y quién podrá ser? Uno que llame al timbre no puede ser Héctor, que tiene llave. Baja Román a abrir y es Héctor con su mochila, que parece, con sus muy abiertos ojos negros, un chico del colegio. En el retrovisor del yo ocurrente de Román surge, como un relampagueo microscópico, la noción de que es prácticamente ilegal recibir en casa a un adolescente, menor aún, pasadas las doce de la noche. Sería ilegal, lo hubiera sido en otro tiempo, llevarle con dieciséis a un bar de copas, con diecisiete. ¿Qué pasa? —ha preguntado secamente Román—. Y Héctor balbucea (a medida que habla, se reafirma un poco en su propio verbo, como si hubiera temido que Román le cerrara la puerta en las narices y, al no hacerlo y al escucharle, se reordenara el mundo y se volviese, una vez más, narrable. La intensa imagen de un chaval muy joven, de ojos muy oscuros, en el retrovisor de la conciencia que Román tiene de la presente situación, en la inacción que implica la presente situación).

—Siento mucho, o sea, lo siento, que ayer noche, al encontrarnos, que yo acababa de llegar e ibas tú al baño, me sentía muy mal, no me atrevía a contarte nada, porque no contaba con encontrarte a esas horas y abajo había dejado a Bernardo, que ha tenido un accidente y le fui a buscar y le traje en taxi y se quedó dormido con las tres pastillas que me dieron en urgencias. Ahora está abajo.

—¿Qué hay entre vosotros, Héctor? ¿Qué es lo que hay?

El rostro de Héctor refleja repentinamente disgusto, no asombro, ante la intempestiva pregunta. Este disgusto —calcula Román rápidamente— no se corresponde del todo con la manera de ser del personaje. Al fin y al cabo fue el propio Héctor quien desde un principio lo contó todo, incluido lo escabroso de la violación a los trece. Román aún recuerda que aquel relato tenía un punto intensamente agridulce, como un cuento infantil de príncipes y duendes contado con malicia a un adulto. Pero Héctor no contó su relato con malicia, el relato de Héctor fue sin malicia, aunque muy explícito. ¿A qué viene ahora esta pregunta de Román con su retintín acusatorio?

—Te lo acabo de decir. Que Bernardo está abajo, que ha tenido un accidente.

—Por eso apareciste ayer a las tantas. Estuviste con él hasta las tantas. Da igual. Tú eres el raro aquí, el inexplicado.

—Bernardo está abajo, con el codo desencajado. Salió ayer a patinar sin coderas.

—Entonces, estaba en Madrid… No me ha pagado el alquiler. ¿Se puede saber por qué?

—Bernardo es sin porqué —declara Héctor, clavando sus ojos negros, muy abiertos, en el rostro curioso e irritado de Román.

Sentir curiosidad es, ahora, la suma de todo lo que siente. Es un deseo todopoderoso y poderdante que anula todos los demás sentimientos, incluso el sentimiento de la propia dignidad. Román desea saber qué hay entre estos dos, qué fue lo que hubo y cómo es lo que hay ahora: toda la vaina entera. Al carajo el resplandor de la belleza. El anagnóstés, el lector, quiere oírlo todo ahora de viva voz. La situación es cómica, absurda: ambos interlocutores, en pie frente a frente, ante la puerta abierta del piso de Román, hablan como vecinas de palique, en el descansillo.

Bernardo es una aparición. Instalado en mitad del cuarto de estar, en mitad del sofá entre almohadones, el brazo derecho en cabestrillo, sus grandes ojos cuajados de pronto, como dos grandes canicas de colores. Hola, Román, dice Bernardo. Y el brazo en cabestrillo le confiere un aire soldadesco, de herido de guerra, en edad militar aún. Y más delgado de lo que Román le recordaba. No se le puede negar un cierto aire, que Román trata de adjetivar de inmediato, sin éxito. No es distinguido. Tal vez fue, pero ciertamente no es ya, hermoso. Un aire picassiano. Esto es un hallazgo. Un saltimbanqui de mediana edad, de la época azul, sentado en el trivial sofá del piso de alquiler, de media anqueta, apoyada la mano carnal en el hombro de Héctor que acaba de instalarse junto a él en lo que queda de sofá, a su derecha. Sorprendido por el abultamiento de esta imagen de Bernardo, Román permanece en silencio ante él como si Bernardo fuese un jefe de centuria y Román un flecha o un pelayo que va a dar la consigna, o recitar tal vez el Padrenuestro falangista: Señor y Dios nuestro, José Antonio sea contigo, queremos lograr aquí la España erecta y noble que él ambicionó. Las comparaciones no son odiosas. Y Román ahora ha entrado de sopetón en el líquido amniótico de la fascinación comparativa, sin duda la inteligencia madura por comparaciones. ¿Cómo es posible que un hombre de su edad, ya jubilado, un jubilara, padezca de pronto esta insensatez? Cuentan que los nacionalsocialistas representaban en las paredes de los gineceos héroes germánicos, los de los desmesurados hombros y los falos, para que las mujeres concibieran titánicos hijos alemanes. Pues bien, ahora este aquietamiento imaginístico se le contagia a Román, le inmoviliza. Todo lo que está viendo en suma es casi nada. Un hombre de su edad, con el brazo derecho en cabestrillo, con unos grandes ojos fijos como pájaros y la no-luz de la curiosidad que imprime un fuerte impulso a la conciencia de Román como un tiovivo. Y hay en todo ello una aceleración, una gran prisa, un tener que, un no poder no, una absolutamente absurda no-querencia de Román por Bernardo. Y esa curiosidad sobrevenida como una mosca cojonera. Y he aquí que Bernardo dice: he tenido este accidente y, ea, perdona, a consecuencia de lo cual y al mismo tiempo de tener que afrontar bastantes pagos, tres pagos, no he podido aún, y aún no puedo, abonarte la mensualidad correspondiente al tercer mes. Y yo te ruego que hagas por una vez la excepción de no exigirme que te pague ahora mismo, o sea, ahora, sino a fin de mes. Y aquí Héctor dará fe de que no hay trampa ni cartón. En mi existencia, no la hay. Y ahora te pido por favor, Román, que tengas en cuenta que estoy aquí en esta casa porque deseo ser iluminado por tu reciedumbre y también por la seriedad, que como un sol alumbra a los ligeros, a los patinadores, a los sinsustancia, a los que como yo no somos nadie y contamos solo con el aval de un chavea a quien violamos a los trece.

Redomado. Un pederasta redomado. Y, una vez más, un miserable. Quien habla con el aplomo con que Bernardo acaba de hacerlo y aplica ese aplomo por igual a dos asuntos de tan distinta importancia, el pago del alquiler y su interpretación del propio pasado, es un redomado charlatán. No hay en las palabras de Bernardo y en su actitud ahora mismo ninguna señal de autocrítica: ahí le tiene Román delante de sus narices, brazo en cabestrillo, confortable entre sus almohadones, coreado, elogiado, justificado por su propia víctima. Bernardo es sin porqué —ha dicho Héctor, traduciendo así la justificación metafísica de su antiguo tutor: no hay por qué dar razones, no hay por qué explicar nada—. Hay que tomar a Bernardo en bloque tal y como viene. Tanto se le agolpa la irritación a Román en la conciencia que tiene que, literalmente, cambiar de posición, sentarse en una de las butacas del tresillo de su propio piso.

—¿Cómo te rompiste el brazo? —pregunta por fin Román, lamentando por primera vez que hayan entrado tan deprisa en el tuteo y perdido así la oportunidad de distanciarse siquiera verbalmente de Bernardo que tan bien le vendría ahora.

—¡Oh! Fue una combinación de torpezas por mi parte. Me dejé las coderas en casa de un amigo. La maniobra de un coche me obligó a cambiar la trayectoria bruscamente y perdí el equilibrio con tan mala suerte que caí sobre el brazo derecho.

—Pero estabas en Madrid… —señala Román con un inconfundible tono de censura.

—Sí, estaba. Uno tiene que estar en algún sitio. Incluso los patinadores estamos a temporadas en sitios fijos de la geografía.

—Eso es una contestación chulesca, Bernardo. ¿No te oyes a ti mismo? Y tú, Héctor ¿no le oyes chuleándote? Presumiendo de lo que te hizo. Es insoportable oírlo.

—Vamos a dejar eso —dice Héctor—. El caso es que Bernardo es más bocazas que otra cosa. Yo estoy acostumbrado a él. Y en el fondo también tú, Román, te estás acostumbrando…

Román reconoce que esto es verdad. Con mucha más rapidez de lo que jamás creyó posible, Román se ha acostumbrado al descaro de Bernardo. Y es la curiosidad la que ha abierto la vía, la curiosidad que no sopesa nada y que, en efecto, como Bernardo repite una y otra vez, resbala sobre la superficie de las cosas sin echar raíces, sin reparar en la obvia mortalidad y fragilidad de los mortales, de Héctor por ejemplo. Hasta tal punto (esta idea se le ocurre a Román de pronto, asustándole), está Bernardo —o parece estarlo— seguro de haber seducido a Román que el dejo de chulería que acaba de percibir le ha parecido solo eso, un vago aire zumbón.

El joven Kierkegaard del Diario de un seductor hubiera dicho ahora que Román es un viajero extraviado, que en lugar de desorientarse en un paisaje se desorienta en su yo íntimo, «queda recluido en un espacio muy angosto y enseguida vuelve a encontrarse en el punto desde el que partió y va recorriendo de continuo un laberinto del que comprende que no podrá salir. […] Trata de continuo de salir, pero de continuo solo encuentra entradas que lo conducen de nuevo a sí mismo». No hay novum para Román, ni para nadie dentro del contexto de la conciencia de Román. Vuelve una y otra vez al punto de partida, su conciencia vuelve contra sí misma toda su penetración intelectual.