Durante la cena en el sushi-bar Elena le preguntó a qué se debía el súbito viraje. Curiosidad, supongo —ha respondido—. Eugenio y Elena, que se han mirado entre sí de reojo al oír esto, se sienten muy sorprendidos. La sorpresa, visible en sus rostros ingenuos, es un único gesto común a los dos, muy simplificado, un emoticón. La curiosidad no fue nunca un ingrediente de la vida de Román. Curiosidad intelectual, desde luego, por libros o por asuntos, pero nunca hasta ahora curiosidad por la vida de las personas concretas. La ausencia de curiosidad de Román les pareció a Eugenio y a Elena, de jóvenes, santa. Tan sin curiosidad fue su mirada —Elena recuerda a Román leyéndoles esto— tan de veras pobre, que no te deseó ni a ti misma siquiera. Por eso era santa. Porque era desinteresada, era libre. Cuando aún, en la Facultad, Román les animaba a trabajar duramente sus carreras de medicina y después a especializarse en traumatología, que interesaba apasionadamente a ambos, les pareció que Román se atenía con rigor al imperativo rilkeano: no decir esto soy yo (ese fruto de la subjetividad narcisística) sino, esto es, la realidad es, el mundo es, la medicina es: existen. Están ahí. Nos sobrepasan por todas partes. Román les enseñó a ver emerger el mundo desde dentro. Las frutas, los paisajes, los hombres y mujeres, la buena salud y la mala salud individuales, todo tenía que ser examinado tal y como era en sí mismo, tal como aparecía, respetando sus específicas formas de existencia. Siempre creyeron que Román vivía en una majestuosa falta de concupiscencia del yo. Y parecía que nada quería sino solo una larga tarea, su largo trabajo pedagógico. ¿Quién sin embargo no siente una moderada curiosidad por las vidas ajenas? —ha pensado fugazmente Elena mientras tomaban las delicadas tempuras de langostino—. ¿Quién no se entrega a la habladuría de vez en cuando? Como observa Barthes, incluso el Banquete no es solo una conversación en la cual se habla de un asunto, el amor, sino que también es una habladuría: los personajes platónicos hablan entre ellos unos de otros. A la luz de esta imagen pretérita de Román —que Elena y Eugenio veneran desde hace más de veinte años— la nueva imagen de Román, enredado ahora, según él mismo acaba de reconocer, por la curiosidad, resulta escandalosa. Elena se da cuenta de que sentirse escandalizada es volver a sentirse enamorada de Román, puntillosamente concernida por todo lo que Román hace o deja de hacer. Es un amor intermitente, cada vez está más claro. El trabajo diario del hospital, la vida cotidiana con Eugenio, le hacen casi olvidarse de Román, desinteresarse, de hecho, del secreteado amor de este último invierno. Pero ha bastado reunirse con él a cenar para que de nuevo la presencia de Román sea punzante y esté inquieta por él, como se está inquieto por cualquier nimiedad del amado cuando uno se enamora. Que Román haya confesado curiosidad por Bernardo escandaliza a Elena.
Román ha observado de reojo la reacción de Elena, su alarma, su escándalo. Sabe que, al hablar de curiosidad en relación con Bernardo, casi ha confesado una anomalía autobiográfica. Para compensar, ahora se siente tentado de hablar de confianza en este asunto de Bernardo y Héctor. Sonríe a Elena y Eugenio, que le contemplan en silencio. La expresión «Bernardo y Héctor» le hace gracia y decide, sin pronunciar palabra, que los dos deben ser pensados a la vez, hablados a la vez.
—Aparte curiosidad —declara Román por fin— me he involucrado en este asunto por un cierto afán pueril de aventura. Hago mal en decir «pueril». No lo es. Yo soy por naturaleza, como sabéis, desconfiado. Eso significa que no encajo nunca del todo con nadie. Significa que al final siempre me excluyo a mí mismo. La desconfianza es la disolución de todo vínculo. Al fin y al cabo, Bernardo ha pagado su primera mensualidad y su fianza. Héctor ha salido fiador por él. ¿No es fascinante esta situación?
—A mí me parece complicada y confusa, Román —dice Eugenio—. Pero es verdad lo que dices de la confianza. Nosotros dos —añade, mirando a Elena— siempre nos hemos fiado de ti. Lo digo con orgullo. Confío en ti ciegamente.
Ahí queda la cosa de momento. Román no está dispuesto a reconocer esa noche que no solo siente curiosidad, sino que también siente que se halla al principio de los soleados días de la fianza, de la confianza. Una experiencia nueva para Román, en quien, como acaba de decir Eugenio, algunos han tenido confianza sin que Román les haya correspondido con una confianza recíproca. Ahora Román confía en Héctor y piensa, con un cierto regocijo juvenil, que toda confianza y toda fe es un riesgo que requiere coraje moral y fuerza anímica y hasta furor heroico. Se siente reanimado: por eso ha convidado a Eugenio y a Elena a cenar esta noche, confiado en la fianza de Héctor.
En parte están siendo cómicos, soleados sin duda, los días de la fianza. Bernardo es un personaje divertido, pero no risible ni, como le pareció en un principio, irritante. Es good company, como dicen los ingleses, en un sentido en que Héctor es demasiado joven para serlo. Esta comparativa entretiene a Román estos días. Definitivamente Bernardo es mejor compañía que Eugenio y Elena juntos, mejor incluso que Elena sola y mucho mejor que Héctor solo. Y también mejor compañía que Bernardo y Héctor juntos. Ahora que, súbitamente, en virtud de la fianza, Román dispone de varios interlocutores distintos entre sí, está regresando un poco, sonriente, a los tiempos en que daba clases y los alumnos eran interlocutores que iban y venían. Solo que entonces no había curiosidad, sino sentido de la responsabilidad y, en el fondo también, una sana indiferencia última por las vidas individuales de sus jóvenes interlocutores. Ahora todo es menos profuso, menos nítido, menos limpio —quizá— también, pero más jugoso. Curiosidad y confianza en la soleada fianza de estos absurdos días del Román jubilado.
Con una acentuación latina un tanto rebuscada, Bernardo acaba de recitar: «Domine, dilexi decoran domus tuae / et locum habitationis gloriae tuae». En este mes y pico que ha seguido al pago de la primera mensualidad y a la entrega del depósito, Román y Bernardo han intimado en un sentido que Héctor considera peculiar. Se ha creado entre estos dos —en opinión de Héctor— un ambiente que no acaba de ser característico de ninguno de los dos individualmente considerados.
Una como cordialidad fría. Una comunicación humorística, verbalmente rebuscada y repleta de sobrentendidos. Héctor no sale de su asombro. Está contento con la situación. Una situación que no desea controlar ni tampoco entender con demasiado detalle: le basta con vivir inmerso en ese ambiente relajado, humorístico y frío. Esto a Héctor le parece oxoniense, universitario, también de otra época. Héctor ha descubierto que no necesita tomar parte directa en un ambiente para sentirse a gusto. Héctor por ejemplo no bebe. Y sin embargo le gusta de vez en cuando irse al sur, a los chiringuitos de las playas del sur y estar ahí, con todos los demás, sin hacer nada en particular, solo envuelto por el oleaje oscurecido, el sorbo de la marejada en la arena pedregosa. No es como si se sentaran a hablar. Con la aparición de Bernardo han cambiado las costumbres, ya no se sientan a charlar Román y Héctor con la mesa de por medio. Algunos días Román y Bernardo bajan a tomar una cerveza. A veces les acompaña Héctor, a veces no. Bernardo le ha confesado que conversar con Román no es fácil del todo. Es —ha declarado Bernardo— como si Román no tuviera costumbre de hablar con sus iguales, solo con gente más joven que le escucha pero que rara vez le sorprende o le discute nada. Dice Bernardo que Román le recuerda a veces las fotos de Stephan George: la cabeza erguida y la mirada al frente. Como si estuviese en marcha hacia algún sitio y no estuviera del todo con nosotros y no nos escuchara. Bernardo asegura que Román tiene, sin darse cuenta, un aire falangista, impasible el ademán. Héctor no sabe si debe tomar estas descripciones de Bernardo del todo en serio. Desde que se instaló en el piso, Bernardo parece estar de excelente humor. Lo que Bernardo ha contado a Héctor es, una vez más, en parte, religioso o seudorreligioso y suena a ratos cómico, irreverente. Bernardo hace, en su conversación, uso literario de unos cuantos textos litúrgicos que repite siempre y que repite en latín. Uno —quizá el más frecuente— donde el salmista declara ante el Señor que ha amado la hermosura de su casa y el lugar donde reside su gloria, es decir el mundo, este mundo. Héctor cree que Bernardo es sincero al decir eso. Siempre le ha creído sincero. El otro texto que recita estos días, con una entonación regocijada pero que podría con facilidad convertirse en burlesca es: «Lavabo inter innocentes manus meas et circumdabo altare tuum, Domine».
Tengo la sensación, dice, de que al vivir en este piso de Román vengo a estar en un altar. Y como en las antiguas misas preconciliares, voy hacia la derecha del altar a lavarme las manos poco antes de comenzar el Canon. Tengo la sensación de que estoy reinterpretando toda mi vida ante un oyente como jamás soñé que tendría. Confieso que desde que me hablaste muy al principio de Román, desde aquella entrevista que le hiciste, tuve mucha gana de conocerle porque adiviné que era un oyente excepcional, repleto de curiosidad. ¡Tan repleto de curiosidad como un adolescente un poco mayor que ha vivido de espaldas a los seres humanos, embebido en sí mismo, y que ahora de pronto descubre el género humano y siente una intensa curiosidad casi malsana!
Es evidente que no puede esperarse cordura de Bernardo. Su misma afición al patinaje, a su edad, tiene un punto desmesurado, que Román desearía entender mejor. Román ha elogiado siempre la educación física pero la ha practicado poco. Hace muchos años que no pone en juego físicamente su energía. Su constitución delgada y su carácter sobrio le han conservado de buen aspecto siempre, pero no se imagina a sí mismo corriendo por la Casa de Campo o nadando o jugando al baloncesto. No, pasados los sesenta. Una punta, pues, de curiosidad en el asunto de Bernardo ha sido desde un principio esto de que sea un patinador de calle. Entre las pocas posesiones que Bernardo tiene, notablemente pocas cosas —cabe todo ello en dos maletas— se encuentra su equipo de patinaje. La curiosidad de Román se despierta al ver este equipo: las botas con sus cuatro ruedas, las rodilleras, las coderas, las muñequeras, todo lo cual va en una mochila en forma de ele. Pero sobre todo, la curiosidad es la propia del hombre sedentario cuando se encuentra cara a cara con las proezas deportivas concretas, sean grandes o pequeñas. Siempre le ha gustado ver correr a la gente por los alrededores del Canal. Pero ahora tiene un inquilino que es un hombre de su edad, que casi todos los días, sale a dar una vuelta en sus patines. Ha descubierto Román mirando por la ventana que Bernardo hace dos tipos de expediciones: una corta de aproximadamente una hora. Y otra larga, una vez por semana, que se puede alargar hasta la madrugada. Román le ha preguntado acerca de estas expediciones deportivas. Como ahora ya se tutean, ha empezado diciendo: perdona la curiosidad. Y Bernardo ha satisfecho ampliamente su curiosidad, de palabra: le ha contado cómo se puede patinar en calles con mucha circulación haciendo el «águila». Los patines, aproximados los talones, se deslizan como si los dos patines formaran un solo patín de ocho ruedas en línea. Bernardo le ha explicado que patinar en esta posición es un poco como torear mirando al tendido, es una chulería en cierta manera porque uno se desliza lateralmente, calle abajo, Princesa abajo por ejemplo, sorteando los otros vehículos como quien no quiere la cosa. Román ha reconocido al oír la descripción de Bernardo ese aspecto desenvuelto de los patinadores justo haciendo el «águila». Lo fascinante es tener delante a alguien de su misma edad que haga todo esto por las vulgares calles del Madrid cotidiano. Tendrías que venir a verme, Román, ha dicho Bernardo. Parezco treinta años más joven. Me siento inmortal, ingrávido, agilem sine levitate, ágil sin liviandad. Recordarás, por cierto, las cualidades del cuerpo glorioso que Santo Tomás menciona. Román por supuesto recuerda eso, pero no es erudición lo que le interesa de Bernardo, quiere saber más de las circunstancias del salir a patinar: ¿va solo? ¿Va acompañado? ¿Adonde va? ¿Por qué calles sube y baja? ¿No es Madrid demasiado ondulado y peligroso para cualquier patinador de calle por entrenado que esté? De toda esta copiosa información verbal ha entresacado Román un aspecto único por el momento: entonces, ¿vas acompañado de otros? ¿Quedáis por teléfono?, o ¿quedáis todas las semanas un día fijo? Parece ser que queda con unos cuantos, más o menos siempre los mismos, de varias edades, en Colón sobre las ocho de la tarde. Eso son los días que se quedan, sobre todo en primavera y verano, hasta la madrugada. Al final de sus rutas, entran a tomar cañas en los bares, llamando bastante la atención —reconoce Bernardo—. Pero eso es guay, ¿o no? Román tiene que reconocer que sí que es guay. Ha descubierto también Román en este contexto que Héctor, que patina bastante bien, no acompaña sin embargo a Bernardo en estas expediciones largas porque no es un patinador lo bastante competente. Luego, hay todo un mundo de Bernardo que emerge vigoroso e indefinido ante los ojos de Román y que está presidido realmente por la idea del deslizarse. ¡Deslizaos, mortales, no os apoyéis! Ahora resulta que este personaje, en parte viscoso, charlatán y casi ridículo que Román creyó tener ante sí en un principio, se ha convertido en un símbolo de la conciencia. «Así, el deslizamiento aparece como asimilable a una creación continua: la velocidad comparable a la conciencia, y en este caso símbolo de la conciencia, hace nacer, mientras dura, en la materia, una cualidad profunda que solo dura mientras la velocidad existe.» Deslizarse, mi buen Román, es lo contrario de enraizarse, yo he sabido siempre hacer lo primero pero no lo segundo. Mi única raíz ha sido mi víctima, Héctor. Y ahora, quizá también mi otra única raíz eres tú, Román, mi bienhechor.
Tendrías que venir a verme —ha dicho Bernardo—. Y la verdad es que le divertiría. Pero, ¿cómo se puede ir a ver a un patinador de calle si uno no es patinador o ciclista a su vez? Ni siquiera en coche se puede asistir del todo al patinaje, que para ser contemplado requiere un correspondiente esfuerzo físico, una simpatía imitativa que implique una cierta participación física en el acto que uno contempla. Román detesta mirar deportes en la televisión, aunque es cierto que uno puede integrarse imaginariamente en las jugadas del tenis o en las escapadas de los ciclistas. Pero a Román siempre le ha parecido que la contemplación de los ejercicios deportivos desde fuera, da al contemplador un aspecto de voyeur. Esto, por supuesto, es absurdo. El espectáculo deportivo está basado precisamente en que unos cuantos practican el deporte que muchos millones contemplan. Sin embargo Bernardo ha pensado siempre que, en su caso particular, contemplar acciones sin ponerlas uno mismo en práctica en la medida de lo posible, es una trampa de la innata pasividad que nos embarga con facilidad a todos. Incluso leer le parece a Román un acto muy pasivo de la conciencia, al cual, por cierto, él mismo lleva años dedicado. En lugar de ir a ver patinar a Bernardo habla de este asunto con Héctor.
—Bueno, es todo un maestro Bernardo. Lleva años y años patinando por todas partes. Aprendió creo que en Francia. A mí no me divierte tanto. He patinado muchas veces con él y conozco a sus amigos. Patinan y charlan a la vez. Es muy difícil seguirles, seguirles la conversación y seguirles la velocidad. Se le nota que aprendió en Francia, yo les he visto en los parques de Lyon y de París sorteando conos o botes y cruzando las piernas en zigzag como si fuesen de goma. Y es cierto que cuando patina Bernardo parece más joven, mete la tripa hacia dentro, no sé qué hace. Si quieres podemos ir un día al Paseo de Coches. Ahí patinan en invierno. Lo consideran poca cosa pero en fin, ahí sí se les puede ver.
Una vez más, al hablar ahora con Héctor acerca de Bernardo, en estos nuevos términos amistosos, Román da vueltas a lo que ha dado en llamar, para su capote, el misterio de la víctima. Cómo es posible que Héctor, víctima de la violencia sexual de Bernardo cuando era un niño todavía, haya, en poco más de quince años, transformado todo aquello en admiración y afecto por su victimario. A Román no le ha convencido del todo la explicación que Héctor ha dado desde un principio, que le quería, que no tenía familia propia y que Bernardo hizo las veces de su familia, su madre, su padre, sus hermanos. La sexualidad no tenía ningún perfil específico, era parte de la ternura que los dos sentían el uno por el otro. Y además —vuelve a repetir Héctor— Bernardo se ha arrepentido. Una sexualidad asexuada. Una sexualidad inocente —declara Héctor—. A Román este asunto le cohíbe mucho. Pero ahora que conoce mejor a Bernardo —o que le conoce algo, por lo menos— le resulta violento hablar de ello con Héctor. Sin embargo, ahora siente intensa curiosidad por toda aquella historia. Este es el otro tema, aparte el patinaje, que preside, sin decirse, las divertidas conversaciones de los dos coetáneos, que llenan los días de la fianza.
Pero, sin duda, está todo por ver. Bernardo puede ser aún el perfecto sinvergüenza locuaz que Román creyó ver al principio. Un personaje pagado de sí mismo que ha confundido el arrepentimiento con el olvido, la rapidez intelectual con la superficialidad, la conducta responsable que se hace cargo siempre de su pasado por mucha distancia que medie entre el pasado y el presente, con la liviandad gozosa que Stevenson describió tan gráficamente en los paseos de Mr. Hyde por las callejuelas del Londres decimonónico.
Román no ha comentado con nadie esto: que si, transcurridos estos dos meses, Bernardo no empieza a pagar con regularidad sus mensualidades, Román se verá obligado a retirarle la confianza. En la presente situación, con esta súbita, exagerada, inexplicada incluso para el propio Román, afición por Bernardo, un fallo tan trivial como dejar de pagar las mensualidades sería una catástrofe. Será una catástrofe si así sucede. ¿Qué hará Román si Bernardo no le paga?