La primera mensualidad

Fue una cena agradable en el sushi-bar de Hermosilla. Hacía tiempo que no se reunían los tres a cenar. Habían recuperado la euforia de los buenos tiempos. Eugenio fue quien hizo esa observación: estamos como en los viejos tiempos, los tres de buen humor cenando sin prisa entre semana. Era verdad que hacía tiempo que no se reunían así. Eugenio, sin decirlo, culpaba a Héctor de ese estado de cosas. Elena se culpaba a sí misma y a su relación clandestina con Román. Y Román —que era quien había propuesto el encuentro— atribuía el buen humor de los tres a que él mismo estaba más despreocupado ahora que por fin Bernardo ocupaba el piso de abajo.

Bernardo había abonado su primera mensualidad y depositado su fianza. Venía a ser como el final de un relato corto, no muy interesante, que había acabado satisfactoriamente. Como una película que nos distrae durante hora y media.

Ninguno de los tres, sin embargo, está tranquilo del todo. Y la euforia procede de la reunión misma: el estar reunidos nos dice que podemos estar reunidos y que reunimos es una posibilidad profunda de los tres. Este sentimiento, sin embargo, solo se da estando los tres juntos. Román es consciente de que cada vez es menos capaz de ver con claridad su propia vida o las vidas de sus amigos cuando está solo. La soledad es como un espejo que le reflejara deformado. Al mirarse surge un Román movedizo. No la figura reconocible del rostro que contemplamos cada mañana fríamente con objetividad ante el espejo al afeitarnos, sino un semblante familiar que parece y no parece asemejársenos.

Nadie ha dependido nunca de él. Con los alumnos —que tan nítidamente ejemplifican Eugenio y Elena— tuvo siempre relaciones cordiales y distanciadas. Siempre, en el fondo, Román se felicitó por ser capaz de suspender la afectividad en aras de una vida intelectual intensa pero alejada con naturalidad del eros. Recientemente ha leído en un interesante estudio de Peter Sloterdijk, Ira y tiempo, algo que ha pensado el propio Román toda su vida: «Aquel que se interese por el hombre como portador de impulsos afirmadores del yo y de orgullo debería decidirse a romper el sobrecargado nudo del erotismo». Este libro le ha parecido una certera crítica del Eros y civilización de Marcuse. Estas cosas eran, sin embargo, más fáciles de pensar mientras estaba en activo que ahora en su jubilación: Román vive ahora asaltado por un hormiguero de deseos que en su mayoría son parte de un erotismo difuso. El cuerpo hormigueante de lo deseable le entra ahora continuamente por los ojos, por los sentidos del olfato y del tacto. La frase de Keats: «Heard melodies are sweet but those unheard are sweeter», es exacta y refleja un intenso malestar, un anhelo reactivado de continuo, ahora que cada vez oye menos, acaricia menos y le llega más amortizado el mundo exterior. Vive, pues, Román inmerso ahora en un disparadero de emociones sensoriales y afectivas difusas: son intenciones que no pueden cumplimentarse de un modo preciso y que le dejan irritado y malagusto, con un desánimo ligero y continuo, un ligero aburrimiento que parece orientar ahora su conducta hacia lo contrario del quehacer: hacia un ocio inane. Son las tentaciones del eremo, una versión microscópica de las Tentaciones de San Antonio. La irrupción de Héctor tuvo eso de bueno: que fue un sobresalto, un aparecer, no muy profundo quizá, de un objeto real, no imaginario, sino real, no muy entretenido tal vez, pero real. Y que (como comprobó casi enseguida a causa de la tendencia al apego de Héctor) pronto se le convirtió en dependencia: Héctor fue el primer dependiente de su vida. Por trivial que suene, Héctor cumplió en su vida la función de objeto real, que ya cumplían, con las naturales y comprensibles intermitencias, Elena y también Eugenio. Pero sobre todo Elena. La vejez posiblemente sea, sobre todo, esto: la imposibilidad de acercarse a nada, de estar cerca de nadie, de acariciar a nadie real. O quizá sea —piensa Román— solo mi propia vejez, mi soltería, mi empeño irracional por ser siempre del todo racional. De la misma manera que aceptó sin remordimiento el enamoramiento no muy profundo de Elena, aceptó sin preocupación la compañía de Héctor, en representación, una vez más, de la realidad física de las personas reales que siempre había eludido. Recordó un texto de Pombo donde se insiste en eso: «El laberinto nos confundió de esfuerzo. / Y los años nos confundían más y más cada vez separándonos / de la suasoria hierba y del tacto».

Durante la cena, Elena y Eugenio hablan del hospital y le cuentan a Román partes de sus rutinas o anécdotas del departamento de traumatología, que creen que le interesarán como antes le interesaban esos relatos de vida cotidiana o de las vidas privadas de sus mejores alumnos, que, según decía Román, le hacían ver el mundo renovado, aireado, reiniciado a partir de la energía de las otras subjetividades tan distintas de la suya. Román había sido siempre —y aún lo es esta noche— un buen oyente. No alguien que finge interesarse por lo que cuenta su interlocutor, sino alguien que de verdad se deja arrastrar por la elocuencia de su interlocutor, inmerso en lo que se le cuenta como una inmensa vía fluvial, que brilla tornasolándose con todas las luces de los días experimentados por los demás y que son para el oyente como fábulas. Pero esta noche Román tiene que fingir más atención de la que está prestando en realidad a sus jóvenes interlocutores. A diferencia de Elena, no le cohíbe ningún sentimiento de culpa, pero sí una sensación nueva e insólita para Román, de curiosidad por una vida radicalmente distinta de la suya: la vida de este Bernardo, el previo —según dice él mismo— pederasta, avalado por el joven a quien violó a los trece años, el patinador de calle que se ha instalado ahora en el piso de abajo tras abonar por adelantado la primera mensualidad y dejar la fianza correspondiente. Han tenido un encuentro en el piso de abajo, ligeramente ceremonioso al principio, durante el cual se han tratado todos los asuntos corrientes entre arrendador y arrendatario, han firmado un contrato, Bernardo ha pagado la primera mensualidad y la fianza en metálico, Román le ha entregado las llaves y —en una ficha de las que se usaban antiguamente para la bibliografía y de las cuales aún hace uso Román, poco amigo del ordenador— le ha anotado los teléfonos de Iberdrola, Gas Natural, el Canal y Telefónica para que Bernardo se dé de alta. Durante toda esta ceremonia, que ha incluido una visita guiada por el piso, Bernardo ha sonreído sin hablar gran cosa. Parece complacido y Román tiene la impresión de que se ha producido un ligero cambio de actitud en Bernardo, sin duda avisado por Héctor, en el sentido de reducir su natural facundia. Y tiene la impresión también de que Bernardo recorre con ojos entrecerrados las diferentes estancias del piso como quien observa satisfecho los resultados de una acción intencionada, como quien contempla un logro personal en su vida. Se trata de un piso amueblado, muy sobriamente, eso es cierto. Román lo ha mandado limpiar el día anterior y el piso está cuidado. Es un sitio austero, bien iluminado. En la cocina Bernardo ha abierto con satisfacción la puerta de su neverita debajo de la encimera y ha tamborileado encima de la puerta de la lavadora. La encimera en ele cubre, separadas por un tabiquillo, la nevera y la lavadora. La cocina tiene su horno eléctrico y cuatro fuegos, dos eléctricos y dos de gas. Hay una alacena con vasos, platos, sartenes y cubiertos. Es un austero hogar que Bernardo observa aprobatoriamente sin decir nada. Han pasado una hora haciendo esto y Bernardo, al agotarse estas formalidades, ha dicho: me voy a quedar un poco en el piso para familiarizarme. Yo tengo muy pocas cosas, casi solo lo puesto. Este es un piso de lujo para mí, mi último alquiler seguramente. Le estoy muy agradecido.

Esto es lo que Román ahora repasa mentalmente. Al observar la contenida satisfacción de Bernardo, Román ha sentido casi envidia: le ha parecido una misteriosa vida unificada en su impulso y su motivación la vida de Bernardo.

—¿De verdad sale usted a patinar con frecuencia por Madrid? —ha inquirido Román, un poco sin venir a cuento—. Héctor me ha contado que es usted lo que él llama un patinador de calle…

—Así es, en efecto. Patinar es media vida mía. Me conserva en relativa buena forma y, como suele decirse, patinando se conoce gente. Sartre escribió páginas excelsas sobre el patinaje y el deslizarse, que usted recordará, por supuesto.

—Desde luego. Resbalad mortales sobre la superficie de las cosas sin apoyaros nunca, para no hundiros, para no quebrar el hielo, para no quebrar la costra de la existencia, ¿no es eso lo que viene a decir Sartre?

—Eso es lo que hago yo, glisser, como buen mortal que soy, sin apoyarme demasiado nunca en nada. Tenemos que hablar de todo eso usted y yo.

Esta conversación más o menos así, la recuerda Román a borbotones, mientras cenan en el sushi-bar los tres: Elena, Eugenio y él mismo. Por eso está distraído esta noche, porque piensa en Bernardo y siente curiosidad por este extraño personaje, el antiguo pederasta, el patinador de calle.