El aval

Un aval es una condición draconiana. Contemplada, pero no exigida, por la ley de arrendamientos urbanos. En casos en que el arrendatario no pueda proporcionar un aval, es razonable que trate de aportar al arrendador algo que le pueda convencer. Quizá dos meses extra de alquiler en metálico aparte de la fianza. El arrendador puede, legalmente, pedir un aval bancario como garantía adicional a la fianza. Pero no es indispensable si el arrendatario es de confianza o si algo o alguien salen fiadores del arrendatario. Pronto estuvo claro que Bernardo solo estaba en condiciones de proporcionar el mínimo exigible: el mes anticipado y un mes de fianza. Los bancos, al parecer, no acababan de fiarse de él. Solo tenía en ING Direct una cuenta de ahorros de reciente imposición. Si Román exigía un aval bancario, Bernardo no estaba en condiciones de alquilar el piso. Han llegado hasta aquí sin intervención de Bernardo. Héctor ha hecho de portavoz. Lo del aval bancario que, a decir verdad, Román hasta la fecha nunca había pedido, fue una ocurrencia de Elena y Eugenio. Ahora está Héctor perplejo por lo del aval y Román, con un tono de voz que él mismo reconoce ligeramente impostado, como si representara el personaje del arrendador en una comedia de costumbres, declara:

—No deseo ser pedante, pero tampoco quizá un pardillo. Sabes que yo puedo legalmente pedir un aval bancario como garantía adicional a la fianza. Me he tomado la molestia de mirar la legislación vigente. El artículo 36 de la ley de arrendamientos urbanos, en su punto cinco, dice —Román lee en voz alta de unos papeles que tiene encima de la mesa—: «Las partes podrán pactar cualquier tipo de garantía del cumplimiento por el arrendatario de sus obligaciones arrendaticias adicional a la fianza en metálico».

—Tú no eres nunca pedante ni pardillo. Yo te pregunto únicamente: ¿te basta mi palabra?

—¿Que si me basta tu gracia? Me estás desafiando.

—Normal. Tú eres un dios y nosotros mortales. Los mortales desafían a los dioses…

—Esta retórica, por no tener no tiene ni la gracia de una vulgar adulación, Héctor. Si Bernardo no paga el alquiler, ¿qué esperas que haga yo?

—Si no te paga, haz lo que tengas que hacer. Denúnciale, haz lo que haga falta, pero yo creo que no va a ser así. Yo me fío de Bernardo.

Ahora los dos se contemplan fijamente. Esto es acontecer. El acontecer del que hablan los poetas. Todo lo que antecede a este momento se ha vuelto fantasmal ahora. Ha servido quizá para acercarse a este momento que ahora es lo esencial: si Román acepta el aval de Héctor —a Héctor como aval de Bernardo— y alquila el piso a éste, ya no habrá vuelta atrás. Será una consumación. Como una promesa que al pronunciarse instaura su propio orden de cumplimientos e incumplimientos, instaura entre el que promete y lo prometido, entre el prometedor y aquel ante quien se promete, un orden que solo podrá ser cumplido o incumplido. Y Román vacila ahora. Ahora es Héctor el que parece seguro, capaz de anticiparse al futuro y de fijarlo, mientras que Román da la impresión de querer huir o dar largas a este asunto o no darle importancia. Hasta la fecha la relación entre los dos podía suspenderse en cualquier momento: daba un poco igual. A Román le ha entretenido Héctor estos meses. Héctor, según dice él mismo, ha aprendido muchas cosas con Román. Pero tanto el entretenimiento como el aprendizaje pueden cesar de pronto sin perjuicio para ninguno de los dos. Si Héctor desapareciera en este momento, si Román no alquilara el piso a Bernardo para, entre otros motivos, no complicarse la vida, y Héctor dejara de venir a verle, no pasaría nada, todo quedaría como antes de conocerse. Podrían los dos decir que cada cual por su lado, que lo sucedido no sucedió y que no aconteció nada en absoluto, porque los dos, con gran rapidez, olvidarían lo poquísimo que de hecho ocurrió entre ellos. Y Román piensa: lo sensato es dejarlo aquí. Me están pidiendo un préstamo y lo sensato es decir: lo siento pero no tengo ese dinero. Tal vez en otra ocasión pero ahora no. El caso, sin embargo, es que Héctor le hace gracia. Su absurda relación con Bernardo le parece en realidad fascinante. Ahora, por primera vez, desde que se conocieron, Héctor deja de ser solo un chaval guapo para convertirse en un personaje interesante. La gente cree que el gran acontecimiento, el acontecimiento de dos personas que se conocen y se gustan llega cuando se acuestan.

La gente cree eso porque enfocan las relaciones como artículos de consumo. Una relación se adquiere mediante el trato y se consuma, por lo menos a ciertas edades, en el amor. Pero las cosas no son así. El interés aparece tan pronto como en una relación aparece lo irreversible: aquello que una vez efectuado no puede desefectuarse, aquello que una vez comprado no puede descambiarse. Lo que no se puede abortar sin peligro de muerte. En este caso, aceptar la palabra de Héctor, el aval, no admitirá ninguna vuelta atrás. Si las cosas salen bien, es decir, si Bernardo es un inquilino normal que paga sus mensualidades y que vive su vida, la relación entre Román y Héctor continuará, con alguna modificación sutil, como hasta ahora. Pero si Bernardo no paga el alquiler —por ridículo que esto suene— ¿qué ocurrirá? Siente una vaga angustia Román al pensar en esta posibilidad. Y Bernardo le inspira un temor ridículo. Es lo inesperado que se presenta en casa. Román está desanimado. El desánimo de Román lo impregna todo ahora.

—¿Por qué no buscáis piso en cualquier otro sitio? ¿Por qué tiene que ser aquí? ¿Por qué tiene que ser este? Hay cientos de pisos iguales o mejores en Madrid y también más baratos.

—No se trata del piso. Se trata de ti. Se trata de que quieras excluir a Bernardo y de paso a mí mismo de tu vida, o que aceptes la palabra de Bernardo pero sobre todo la mía y nos permitas, le permitas, incluirse, con todas las cautelas que tú quieras, en tu vida. En el primer caso, tú serás responsable del desdén con que nos trates, que te hará daño a ti mismo. En el segundo caso… no sé. Tal vez os hagáis amigos. Además, yo voy a venir a vivir con Bernardo porque he dejado la casa de mi abuela. Estoy harto de vivir de un lado para otro y esta zona me pilla bien para el periódico y la universidad. Y sobre todo, me pilla bien para subir aquí y hablar contigo, si me permites, de vez en cuando. Y estoy además acostumbrado a convivir temporadas con Bernardo.

—¿Tú qué hablas ahora? A mí no me parece sensato ese arreglo. Salvo que tú repentinamente estés empeñado en vivir con Bernardo.

—No, ese no es el caso. Yo quiero salir de casa, quiero ser independiente, quiero liberarme de toda influencia y tú lo sabes. Por eso voy de un sitio a otro. Estoy en todas partes como en casa, pero en ningún sitio estoy en casa.

—Entonces más te vale quedarte aquí por el momento. No me parece que Bernardo sea ahora, por muy neutralizado que esté, una buena influencia para ti. Conste que te estoy haciendo un favor.

La cosa queda arreglada con la provisionalidad característica de Bernardo —según Román adivina ahora—. Héctor está contagiado, quizá de por vida, de esa provisionalidad que es quizá también la provisionalidad de la juventud actual, desempleada, un vivir a salto de mata, de casa en casa, de las abuelas a los padres, de los padres a los amigos, de los amigos a las novias, de las novias otra vez a los amigos. Y Román, en nombre, aunque solo sea nominalmente, del viejo furor heroico que le arrastraba a ocuparse desinteresadamente de todos sus alumnos, no puede ahora por menos que ofrecer su propia casa. La voz de la conciencia es ahora para Román la vieja voz de su deseo de ayudar a la gente, de hacerles ver a todos que rige entre nosotros una legalidad subcutánea, una integridad subcutánea, más allá de los caprichos o los deseos o del eros. Una satisfactoria obligatoriedad de ser como es debido y de ayudar al prójimo, de ayudar a Héctor en este caso.