El piso

Héctor creyó que Román le exigiría una explicación detallada: creyó que tendría que explicar cómo se le había ocurrido presentarse de pronto en casa de Román con Bernardo sin preparar antes el encuentro. Y creyó sobre todo que tendría que dar detalles a Román de sus previos encuentros con Bernardo desde que acabó el bachillerato, un tiempo largo, más de un quinquenio, acerca de si se habían visto con frecuencia, grande o no tan grande. Héctor se presentó en casa de Román a media tarde, dos días después de la accidentada despedida de Bernardo y se encontró con que Román había cancelado el asunto: allá tú —vino a decirle— con tus amigos. Bernardo me pareció un cantamañanas.

Héctor tuvo la impresión de que Román le rechazaba. El tono tranquilo con que pronunció sus frases no era el tono de una persona ofendida o dolida, o que exige explicaciones o la reparación de una ofensa, sino el tono cotidiano de quien se ha desinteresado de un asunto. Héctor no podía soportar ese tono de Román, pero no supo qué decir y se quedó callado. Luego habló con vehemencia, sin levantar la voz ni sentarse como de costumbre frente a Román al otro lado de la mesa. Se desplazaba lentamente de un lado a otro de la habitación mientras hablaba, mirando en ocasiones a través del cristal a la calle. Parecía empeñado solo en volcar con oscura vehemencia lo que tenía en la cabeza: que Román no había entendido nada, ni a Bernardo ni a él mismo y que su actitud de ahora revelaba un soberano desprecio por los asuntos humanos. No era verdad que nada humano le fuese ajeno. Era verdad lo contrario. Es fácil decir cantamañanas —Bernardo era tan cantamañanas que no hubiese dicho algo sensato alguna vez, e incluso allí mismo hacía dos días, ni él mismo, Héctor, era tan estúpido como para no entender que haberse presentado de improviso con un desconocido tenía que irritar a Román. Lo que no entendía, sin embargo, declaró, era el tono aquel olímpico de Román de pronto, Román, que tan amable había sido siempre con él mismo, con Héctor, y que ahora resultaba trivial de puro tranquilo, de tan indiferente que quería parecer daba hasta grima.

Todo lo anterior le salió a Héctor de un tirón. Cuando por fin calló, se quedó mirando por la ventana. Daba la espalda a Román. Román declaró pausadamente:

—Quien vive en la inverosimilitud tiene que atenerse a las consecuencias de la inverosimilitud. Es el caso de vuestra visita del otro día. Fue inverosímil en el peor sentido de la palabra, difícil de creer. Como lo ridículo o como el mal gusto. Algo que aunque sucede —arguyó sombríamente Héctor—, añadiendo que lo fácil en una situación como la del otro día era no darse por enterado. Aseguró Héctor —con un cierto sonsonete pedante y pueril a la vez que hizo sonreír a Román— que ni frecuencia nos parece siempre indebido, innecesario, rebuscado. Todo lo contrario de mi vida. Así que, Héctor, no entiendo bien tu cabreo de ahora o tus reproches, si es que son reproches. Me envolviste en una situación absurda. Tú me habías hablado de Bernardo ya: sabía quién era. Me contaste que abusó de ti a los trece años. Y de pronto te presentas aquí con ese tipo, que además resulta ser un palabrón que larga y larga. No resultaba creíble, me sentí incómodo…

Héctor ha dejado su posición frente a la ventana y, mientras Román habla, ha ido acercándose a la mesa hasta sentarse en su silla habitual frente a Román. Ahora tiene una expresión tranquila, como si las palabras de Román le hubiesen relajado. Román se da cuenta de que Héctor se relaja. Y se da cuenta de que él mismo no tiene que fingir ya, como quizá hizo en un principio, tranquilidad, sino que la presencia de Héctor le está tranquilizando. Aparte de ser absurdo o ridículo, ¿qué importancia tuvo lo del otro día? Héctor le observa con la cabeza un poco ladeada, con su aire de buen chico.

—Cuando os fuisteis hablé con Elena por teléfono. Que os hayáis estado viendo Bernardo y tú todos estos años nos inquietó a los dos. Elena interpretó, como yo, vuestra visita como algo calculado, como se presentan quienes traman algo. Bernardo habla tanto que es difícil distinguir lo esencial de lo accidental a veces. Habla por no callar. Se veía que deseaba caerme bien, pero ¿por qué? Me resulta difícil sentir simpatía por un tipo así. Somos más o menos de la misma quinta, eso es lo único que tenemos en común. Los dos nos hemos dedicado a la enseñanza durante un tiempo. Pero ambas cosas las tenemos en común con miles. Nos parecemos como un huevo a una castaña. Esto es tedioso, chico.

—¿Quieres saber lo que Bernardo quería el otro día? ¿Quieres saber lo que quería yo?

—¿Qué queríais, a ver?

—Que le alquiles a Bernardo el piso de abajo.

—¿El piso de abajo? ¿Qué sabes tú de ese piso? De pronto eres un desagradable sabihondo, un lumio. ¿Cómo sabes tú que hay un piso abajo y que yo soy su propietario y que lo alquilo?

—Lo mencionaste tú el otro día. Hace un mes, hace dos meses. No me acuerdo. Me fijé porque me chocó.

—Eres lumio y raro, Héctor. Nunca he conocido a nadie tan raro como tú, tan de pronto lumio. Es decepcionante. Da igual ese piso. Es verdad que existe y que lo alquilo y que ahora está desocupado. ¿De verdad que mencioné yo todo eso hace dos meses? ¿Te hablé quizá también de mi declaración de hacienda o del estado de mi cuenta corriente?

—Da la casualidad que sí —Héctor sonríe con su sonrisa de buen chico, un buen chico humilde que admira a Román, que desea alcanzar la sabiduría con su ayuda.

Román ahora se siente ridículo de verdad. Es decir: más ridículo de lo que se sintió cuando Bernardo y Héctor se le presentaron de improviso en casa y se vio obligado a aguantar el rollo de Bernardo. Ahora se siente ridículo como nos sentimos cuando hemos hablado demasiado de nosotros mismos, quizá bebidos, ante extraños o, al menos, ante personas en quienes hemos depositado con demasiada precipitación nuestra confianza y con quienes de pronto, como Román ahora con Héctor, desearíamos haber guardado las distancias. Pero por otra parte Román se da cuenta de que este despecho es injustificado, exagerado. Lo único honrado es revertir el mal humor contra sí mismo. Héctor no ha hecho más que prestar muchísima atención a lo que dice. Hablar de amor —caso de haberlo hecho— es menos comprometido e implica menos confianza de lo que supone dar detalles de nuestra declaración de la renta o de nuestros ingresos o, como en este caso, de si tenemos o no tenemos pisos en alquiler o si deseamos alquilar un piso. San Agustín decía que Dios era más íntimo a cada cual que el propio yo. Ahora nuestros ingresos anuales le parecen más íntimos a Román que sus deseos eróticos, más secretos sus ingresos anuales que su yo empírico, más privado su capital que su vida privada. Y sucede, sin embargo, que lo ha volcado todo de buenas a primeras en una conversación casual e insignificante con Héctor. La culpa no es de Héctor sino suya. Al culparse tanto, Román automáticamente exculpa a Héctor. Dentro del circuito de esta exculpación cabe, con toda naturalidad, Bernardo. No había ninguna malicia, ninguna trampa que los dos tramaran, solo querían saber si le alquilaba el piso. Todavía le queda una pregunta a Román:

—Si quería alquilar el piso, por qué no lo dijo a la primera. Por qué no dijo: mire, sé por Héctor que tiene usted un piso ahí abajo y a mí me convendría alquilar un piso por esta zona de Madrid. Esto era lo lógico, ¿o no?

—Era lo lógico, sí. Pero Bernardo es como es.

Tiene que largar lo de su arrepentimiento sin mucho porqué, larga porque larga.

No obstante lo improbable que resultaba como pretexto para meter a Bernardo en su casa, el piso hizo las veces de boya en el convulso río de las sospechas de Román. Aferrarse al alquiler del piso fue como un logro para los dos, un punto de apoyo y de reposo. Una vez que Román descubrió que él mismo se había ido de la lengua y que Héctor se había limitado a registrar la existencia del piso, solo quedó pendiente una pregunta:

—¿A ti te interesa que Bernardo viva justo en el piso de abajo? ¿No va a ser Bernardo la perpetua visita indeseada que se planta aquí cuando le viene bien? Basta que alguien sea mi inquilino para que yo evite toda relación de amistad con esa persona. ¿Tiene Bernardo fondos suficientes para pagar ahora la primera mensualidad, más la fianza de un mes, más un aval bancario? Y, en cualquier caso, ¿no deberías haber mencionado tú al tiempo que me contaste lo que te hizo cuando tenías trece años, que a pesar de todo seguíais teniendo relación?

—Hombre, Bernardo siempre ha tenido dinero. No mucho. Heredó algo en el pueblo, una casa, creo, y la vendió. Un sitio en Alicante, creo, o en Murcia. Tiene su jubilación, tiene lo del gabinete de psicoterapia, que quieren ampliarlo ahora, vive austeramente, ya le ves, con ese jersey en invierno y sin jersey los veranos. Hace una vida barata. Sabe apañarse. En realidad, a mí mismo me prestó dinero hace años, cantidades pequeñas.

—Un pederasta guay —comenta Román con un tono zumbón, un punto exagerado quizá.

—Eso se acabó. Bernardo está arrepentido. Ha dejado todo eso, el erotismo, los amores.

—¿Eso te ha dicho? Será que eres ya mayor para él.

—Yo le conozco bien. No tiene sentido desconfiar de las declaraciones que un hombre hace acerca de sí mismo hasta tal punto que se le niegue toda verdad. Acabaríamos metidos cada uno en nuestra casa sin salir, temiendo a todo el mundo.

—Es interesante eso, abstractamente considerado tendrías razón. Pero tu caso es extraño.

—Yo le quería. Es cierto que abusó de mí, pero yo le quería. La idea de que todo aquello fueron abusos vino después. Yo le quería. Si bien es imposible cambiar del todo una propensión, es concebible sustituir del todo una manera de ser por otra. El eros puede ser sustituido por el sentimiento de la dignidad propia o la ajena. Bernardo es, por ejemplo, un hombre muy valiente, arrojado. Tiene lo que tú llamarías furor heroico. Eso hay que tenerlo en cuenta, eso explica en parte lo que él llama su arrepentimiento. Cuando le conoces resulta creíble lo del arrepentimiento. ¿Por qué no haces la prueba? Sé que no resulta creíble. ¿Por qué no haces la prueba?

—¿Qué prueba? ¿De qué demonios hablas?

—Alquílale el piso. Charla con él de vez en cuando. Acepta mi testimonio, acepta mi palabra. Pruébame a mí. ¿No me crees a mí? ¿Me crees a mí, o no?

—Me pides entrar en un juego inverosímil. Yo no tengo que poner a prueba a nadie…

—¿Y por qué no? Todos nos ponemos a prueba unos a otros. Todos vivimos en una constante experiencia de confiar y desconfiar los unos de los otros. No creas a Bernardo, pero en cambio cree lo que yo te digo de Bernardo. Yo saldré fiador.