—Yo no era una opción —dijo Héctor melancólicamente.
—¿Otra vez eso? Sí lo eras. La mejor —el tono de Bernardo es casual.
—Fuiste un miserable. Eres insignificante.
—Fui un miserable. Seguro que sí. Pero insignificante es dudoso que lo fuera. Y ahora he adquirido más significación aún que nunca: me he arrepentido. El arrepentimiento es una opción muy fuerte. La más fuerte.
—En caso de que sea posible. Que no es el caso.
—Sabes que es mi caso. Tendrás que convencer a Román de que lo es.
—¿Es eso todo lo que quieres de mí?
—Sabes que no, ¿quieres que lo repita todo?
—Me siento atrapado esta tarde, Bernardo. Atrapado por ti, entre Román y tú.
—Ahí es donde tienes que estar, entre los dos. Cada uno de los dos tenemos en tu vida una razón de ser. No hay por qué elegir, Héctor.
Madrid es intensamente poético en otoño. Se esponja, solitaria, al irse el calor, al irse los vencejos. Atardece pronto y es el atardecer del páramo, a la hora en que solíamos tomar el té en la finca, hacia las seis, la merienda-cena. Hay una austera niebla urbana, rosa sucio. Y la intimidad menos clara y más apasionada —una cercanía solapada de tocamientos y de besos, esa confusa ilicitud del corazón que anhela resguardarse— fulge en el firmamento infirme. Bernardo y Héctor, que acaban de dar con sus huesos en Ríos Rosas —la calle de Román—, prácticamente echados a la calle, no dan la impresión ahora de abandono o de rechazo, sino de plenitud. Héctor reconoce este efecto plenificante que Bernardo causa en él. Nunca olvidó —este es el problema— lo que le decía de chaval: niño negro pléroma de la divinidad en flor, santo arcángel. Tú eres mi santo arcángel. Héctor recuerda esas frases como quien recuerda un paisaje o una casa o una habitación nunca vista, recargada de flores, con una bandeja de bebidas, el tintineo del hielo en el cristal, el olor del tabaco rubio, la repentina insistencia del quinteto para clarinete de Brahms. Recuerda la sorpresa de ser seducido. Lo injusto de aquella impregnación que no quería evitar, que no podía evitar, el sentirse electo, entregado, sin voluntad propia y a la vez contento de su suerte. Fueron los demás quienes la armaron, quienes se escandalizaron y la armaron. Bernardo y él, victimario y víctima, permanecieron en las afueras de la ocupación moralizante, como resistentes al margen de las ciudades, en las cuevas del monte, que oyen los cautelosos pasos de la Guardia Civil alrededor, sintiéndose seguros en el escondrijo, sabiendo que nunca les verán o les entenderán o darán con ellos. Este es el efecto perturbador que Bernardo ejerce sobre Héctor: el de sentirse aventurado, manoseado por la mala vida, a un paso de la mala muerte —la «muerte pelá» que dicen los andaluces—. Héctor desearía esta tarde no ser joven ya, ser maduro, tener un sueldo, incluso una hipoteca, incluso una aburrida mujer y un nene en el taca-taca. Todo menos sentirse como ahora utilizado, una vez más, por Bernardo. Se encontraron un domingo en el Rastro. Un lugar que Héctor detesta, el gitaneo, el regateo, la multiproducción regurgitante de los objetos de toda una vida de miles de vidas, los duros y sobados objetos de segunda mano que se tienden en mantas y en puestos: equivalentes entre sí la muñeca sin ojo, la arandela, el tornillo, la llave inglesa, el sostén. Un amigo andaluz de Héctor dice que toda esta maraña de objetos desarticulados es suhrrealihta. En la dura objetividad desarticulada de los objetos de uso personal, en ese listado o enumeración por definición inacabable, se siente Héctor ahora incluido a sí mismo. Él es también una conciencia usada, dependiente, apegada a la dependencia, que desea a todo trance evitar el enfrenta-miento, la ira, el dolor, la maldición del gitano «mar doló te dé».
Se encontraron varias veces después de acabar el bachiller. Héctor tiene que reconocer que no siempre esos reencuentros fueron casuales. Era él quien echaba de menos a Bernardo y sus frases. ¡Ni la niñez ni el futuro menguan, niño negro! —solía decir Bernardo—. Estamos condenados al no menguar de la luna cada vez más llena y redonda. O al espacio interestelar o los agujeros negros cada vez más absorbentes e impactantes. Estamos condenados a no olvidar nunca, Ni tú tu niñez, ni yo a ti. Ni ninguno de los dos el futuro creciente que nos incluye mareándonos en una caída irremediable. Esto eran frases, fraseos vacíos en gran parte, que Héctor se había acostumbrado a oír y a considerar poéticos. La seducción, que fue en un principio tísica, no fue nunca tan física como verbal. Le oyó contar incesantes cuentos a Bernardo: se acostumbró a aquella verborrea filosófica-poética donde el verbum caro factum est et habitabit in nobis se mezclaba con una seudo-mística carnal que solo un crío prácticamente huérfano podía aceptar sin discusión. Los padres conflictivos de Héctor entraban y salían de la cárcel, o del Proyecto Hombre durante toda su niñez, una niñez de abuelas aturdidas por los hijos. Pero había un lado de Bernardo que era guay. Por ejemplo le encantaba patinar, era un experto patinador de calle. Era animoso. Y aunque Héctor no acababa de creer que se hubiese arrepentido de su atracción por los niños, lo cierto es que apenas hablaban de ese asunto ya, como si los deseos de Bernardo se hubiesen de hecho apagado, hundidos en la arena de su vida, como un regato estacional desaparece, con el estiaje, en el desierto. En el atardecer turbio e íntimo de Madrid en noviembre, Héctor no desea que de pronto Bernardo le diga: bueno chico nos vemos. Y se largue. Desea seguir con él al menos esta tarde tras la violenta escena con Román. ¿Habrá destruido para siempre su relación con Román por culpa de esta absurda visita? ¿Será Román capaz de entender lo que ha pasado desde la perspectiva oscilante de Héctor? Mañana irá a verle, a suerte o a muerte. Pero esta es la hora todavía de Bernardo, su elocuencia es más física que nunca.
—No he podido explicarle a Román hasta qué punto su figura es importante para mí. Después de ti la figura más importante para mí es Román. Porque todo son relatos. Todo el pasado es un largo relato y todo lo venidero, el andante molto e cantabile del futuro es un relato incitador, bien construido, que entrampa a quien lo escucha y que entrampa, sobre todo, a quien lo cuenta: aquello del seducirse a uno mismo desde lejos, solo es esto en realidad: contarse a uno mismo el nuevo relato de la propia vida. ¿Sabes por qué no puedo dejarte en paz a ti, Héctor? Porque tú eres mi oyente, mi único oyente, tus sorprendidos ojos negros como pozos, siempre sorprendidos, siguen estando tan sorprendidos ahora como entonces: en tus oscuros ojos leo el porvenir, mi porvenir.
—¿Qué quieres que haga ahora, Bernardo? A veces es más fácil hacer lo que dices que tragar todo el rollo que me metes, rollista.
Héctor está cansado ahora. Reconoce este cansancio como una parte esencial del efecto que Bernardo le causa. Ahora ha preferido interrumpirle a seguir escuchándole. Está seguro de que Bernardo se trae algo entre manos. Más vale saber qué de una vez.
—Hay dos grandes proyectos, como sabes, en mi vida, ambos íntimamente religados a mi arrepentimiento. Uno de ellos es transnacional, la ONG del maltrato a las madres bolivianas. Bolivia es un país muy pobre y muy hermoso. En sus selvas, en la misión, recuerdo que en la ducha que era al aire libre se nos venían encima, en cueros, al ducharnos, las arañas pollito descolgadas del propio caño de la ducha donde habían tejido una instantánea tela y se enfrescaban. Y las diarreas. Recuerdo mis diarreas bolivianas, que me dejaban exhausto, sin la menor fuerza, Héctor. No tenía ni fuerza para ir al excusado detrás de la misión. La incesantía de la diarrea y la deshidratación concomitante me dejaban exhausto pero yo pensaba en aquellas madres solteras o mal casadas en torno a una caldereta de gallina cocida: se echaban en la caldereta las patatas y los puerros y las yerbas bolivianas que confieren un sabor frutal, ligeramente vomitivo a todo guiso. Pero ahora, aquí en España también se me requiere, se me necesita, y en esto es en lo que yo quisiera interesar a Román, siquiera parcialmente, el gabinete de psicoterapia. El otro socio y yo vamos a partes iguales los dos, pero el alquiler es muy subido. Hoy en día en Madrid los alquileres de locales sobrepasan lo razonable muy mucho, en fin, necesitamos un local y yo había pensado proponerle a Román que entrara a formar parte, como socio, de este gabinete de psicoterapia. Yo llevo la parte de la psicología del niño y del adolescente. Todo esto tú lo sabes, Héctor. Por eso cuando te dije que me llevaras a ver a Román tú no pudiste no llevarme. Y ahora cuando hables con Román mañana, tendrás que insistir y hacerle ver que yo he cambiado, que yo no soy ya ese sombrío corruptor de menores que tú, tontamente, le dejaste ver, sino un hombre cabal, un arrepentido que necesita reconocimiento, aceptación, ser aceptado…