El arrepentido

Al abrir la puerta, Román se encontró con los dos. Casi hombro con hombro los dos frente a Román en el estrecho descansillo. Los descansillos de estos inmuebles son estrechos: abierta del todo la verja del ascensor —que se abre hacia fuera— es imposible cruzar de puerta a puerta. Este descansillo viene a ser un rectángulo de unos cuatro metros de longitud entre los dos tramos de escalera. Ahora este pasillo, siempre algo sombrío, unificaba las dos figuras inmóviles. La expectante expresión de ambos fue lo que más desconcertó a Román en ese instante. El acompañante de Héctor era un hombre de la edad de Román. De la estatura de Román, desaseado, flácido, con una pequeña tripa cervecera y un jersey verdoso de cuello en pico que recordaba los jerséis hechos en casa. Tenía una frente alta, calva y enrojecida, como de alguien que ha tomado demasiado el sol un día de primavera. Una aureola de rizos canosos aureolaba el redondeado cráneo y la frente un poco abombada. Grandes, pesados párpados sobre unos hermosos ojos pardos con ojeras. Una de esas caras querubínicas que recordarían, de joven, los rostros de los apolos de pinturas del dieciocho. Exhibía una expresión como de avidez en sus gruesos labios sonrosados, unos labios —pensó Román— cómicamente jóvenes aún, todavía sensuales.

—Román, este es Bernardo, don Bernardo. Ha insistido mucho en verte. Pensé que…

—Bueno. No os quedéis ahí, pasad adentro.

—¡Vaya con la chocita, eh Román, que tiene usted aquí hasta un dúplex!

A Román le molestó el tono confianzudo del desconocido y comentó secamente:

—Son dos pisos, en efecto, unidos por una escalera, como puede verse.

El desconocido, que había precedido a Héctor, y que se hallaba ya en el gran despacho de Román, declaró:

—Me he permitido señalar, Román, que esto es un dúplex, porque me ha llamado expresamente la atención. Héctor, que habla muchísimo de usted, no me había preparado para esto, esta sobria ebrietas de lujo inmobiliario. Un señor piso, sí señor.

El comienzo de esta escena se desarrolla con un cierto automatismo: Román se instala en su sillón habitual, a un lado de su gran mesa de despacho, el desconocido se sienta en la silla de enfrente y Héctor acerca una silla idéntica a la del desconocido. Viéndoles sentados juntos frente a él, Román ha tenido la fugaz impresión de ser un tutor que recibe al padre de su mejor alumno a fin de curso con objeto de darle cuenta de los resultados del curso que acaba de terminarse. Don Bernardo contempla alternativamente, un poco ladeada la cabeza, a Román y a Héctor, como lo haría un buen padre o un bondadoso tío o un hermano de mucha más edad. Héctor ha intercalado hace un momento:

—Acabamos de encontrarnos Bernardo y yo en la bocacalle, y como yo venía aquí, Bernardo dijo que tendría mucho interés en saludarte…

—Así es, desde luego —confirma don Bernardo.

—Pues muy bien, Bernardo, encantado de conocerle a usted. Héctor me ha hablado de usted.

—Espero que bien, como suele decirse —declara Bernardo, entrecerrando sus grandes ojos pardos.

Román observa fascinado estos hermosos párpados momentáneamente entrecerrados, que parecen proporcionar al semblante de don Bernardo un gran reposo. A la vez, Román no puede evitar pensar que Bernardo, don Bernardo, es, o ha sido, un pederasta, que mantuvo con Héctor una promiscuidad ilegal entre los trece y los dieciséis años. Es chocante que el que fuera en aquel entonces un menor sea ahora Héctor, que acaba de presentarse en su casa con don Bernardo como con un buen amigo. De repente a Román se le pasa por la cabeza la idea de haberse engañado con Héctor o de estar siendo engañado ahora mismo. El sentimiento de familiaridad que ha tenido estos meses atrás con Héctor quizá sea un ilusorio espejismo de su aburrimiento. Por un instante tiene la impresión de que Héctor se ha guiado siempre por un propósito oculto. Quizá hacer esto que está haciendo en este instante: presentarse en casa de Román con este impresentable posthippie. Bernardo es muy locuaz. Y de la misma manera que Bernardo proporciona un descanso facial a su rostro cerrando periódicamente los ojos, así también Román descansa periódicamente de la charla de Bernardo cerrando la intención de escuchar lo que dice. A don Bernardo no parece importarle que su interlocutor solo responda con monosílabos o no responda nada. A cambio de no escucharle, Román observa con atención los grandes ojos sensitivos y soñadores de Bernardo, que suavemente van de un lado a otro: del conjunto de la habitación al rostro de Román, del rostro de Román al de Héctor, del rostro de Héctor a un pisapapeles de cristal con la efigie de Kant en yeso blanco incrustada dentro que Román tiene sobre la mesa. Y de ahí otra vez al rostro de Román, al de Héctor, al conjunto de la habitación, como el vaivén de lentos abanicos abúlicos de un cuarto moruno. Vista la escena desde fuera, un espectador hubiera tenido quizá duda acerca de cuál de los dos personajes centrales impacientaba más al otro. A simple vista, el menos confortable parece Román, que se muestra distraído y sin del todo apoyar la espalda en el respaldo de su butaca. O más bien al revés: quizá fuese Bernardo, no obstante su visible sociabilidad, quien deseaba levantarse e irse, cosa que no dejaba ver por la consideración que le merecían Román y el propio Héctor, quien —por su parte— en todo este intercambio daba la impresión de sentirse cohibido pero a gusto, como un jovencillo acompañado de su padre que ha venido a ver a su tutor y que sabe guardar respetuosamente las distancias y el respeto debido a sus mayores. Una agradable sensación de eternidad y de filia, como un arabesco, presidía aquella improvisada reunión a tres.

—Sospecho, Román, que no se está sintiendo usted del todo cómodo conmigo. ¿A que es así? De su manera de ser, tan admirablemente sobria y reservada, tengo noticia por Héctor.

—¡Ah!

—Pero entonces, ¿cómo es que usted no ha tenido apenas noticia mía en estos meses?

—Sé quién es usted. Héctor me ha contado más o menos cómo se conocieron: las circunstancias en que ustedes dos se conocieron.

—Sí, pero me temo que Héctor ahí se detuvo. En ese ahí, pasado, que es de culpa, que es de vituperio, que es (para decirlo con toda claridad) odioso. Yo mismo declaro mi pasado odioso y creo, sin temor a equivocarme mucho, que a fuer de persona leal, del bien nacido que es, Héctor ha preferido omitir las secuelas, en esto (debo decir) confundiéndose, esto debo reprochárselo, porque Héctor sabe lo mucho que he cambiado. Sepa usted, Román, que yo ya no estoy en la enseñanza.

—No. No sé nada en absoluto.

—Debo decir, Román —prorrumpió de pronto don Bernardo (había habido una pausa seca tras la última frase de Román. Héctor había cambiado un par de veces de postura en su silla, Román se había atiesado más aún. Solo Bernardo se movía a sus anchas en su asiento, sin moverse, pero imprimiendo a todo el cuerpo un como vibrato procedente tal vez de balancear ligeramente el pie derecho: tenía cruzada la pierna derecha sobre la izquierda y ambas manos cruzadas sobre la barriguita cervecera, con el aire de quien de pronto hará girar un pulgar sobre el otro a imagen de un minirretorno de lo mismo)—, debo, Román, reconocer que no esperaba menos de usted, ni más ni menos. No esperaba que se sorprendiese usted de verme así de pronto. Es más, tenía la íntima seguridad de que no se sorprendería usted en modo alguno al ser capaz de comprender la totalidad a partir de un solo dato, de un solo indicio, de un solo elemento de la situación. En esto hay que dar la razón inmortalmente al gran vitalista francés, primo de Marcel Proust por parte de madre, este Bergson es un tuno, que decía don Antonio Machado en su célebre: «Libros nuevos. Abro uno de Unamuno… este Bergson es un tuno…». Me miras, Héctor, pensando que estoy perdiendo un poco el hilo. Y no lo estoy. Estoy pretendiendo hacerme cargo verbalmente. Todo sucede verbalmente, claro está. Todo lo sucedido, sobre todo, solo sigue sucediendo verbalmente. Esto es claro. Pues bien, yo no esperaba que Román se sorprendiese al, repentinamente, vernos juntos en la boca de la cueva de su casa. No solo confiaba en que no se sorprendiese. Estaba seguro de que no se sorprendería lo más mínimo porque, por lo poco que tú me habías contado que le habías contado, yo contaba con que Román conocería la totalidad, la verdad, lo verdadero, el todo. Y fue como un chispazo impresionante, como una grappa blanca que de pronto explota inmaculada en el paladar y la garganta y dice: todo lo que hay, todo lo sé.

—Lo que más me sorprende de usted, francamente se lo digo, es su facundia. A ratos me he ausentado mentalmente desprestándole atención, y cuando he vuelto a prestársela ahí seguía usted verbalmente instalado en su yo y su circunstancia junto con Héctor, su sobrino-hijo-pupilo, que, eso sí, Héctor sí que me ha sorprendido como una grappa blanca en el gaznate, por usar su distinguida expresión.

—Ah, la ironía, el ironizar… Nuestros dos nuestros, nuestros dos, nuestros tres: Sócrates, Santo Tomás, Kierkegaard. Ironizar es verdadear e ironizar es mentir. Esta es la señal que yo esperaba, Román. El ready, steady, go de la vida espiritual que entre los tres puede hoy reinstaurarse y darse como un todo a partir de partes, micropartes minúsculas e invisibles en sí mismas, sin las cuales, no obstante, sin cuya mutua simpatía no habría, en el conjunto universal, la menor simpatía, sino solo el odio como un gran agujero negro. ¿A que estás de acuerdo conmigo, Héctor, verdad que sí? —y le daba a Héctor unas palmadas en la pierna, que le parecieron a Román procaces.

Román se sintió repentinamente cansado. Irritado por aquella locuacidad sin objetivo aparente de Bernardo. Se sintió acorralado en su propia casa.

—¿Me permite que le interrumpa, Bernardo? No entiendo lo que dice, no sé de qué me habla. Y no entiendo, Héctor, a qué os presentáis aquí los dos. Lo que me contaste de este don Bernardo no le hace recomendable, como tú sabes de sobra. Y lo que él mismo me está contando acerca de sí mismo es tedioso. No sé qué hacéis los dos aquí.

—Perdona. Si quieres nos vamos ahora mismo —dijo Héctor sin levantar la vista del suelo.

—Por favor, cuánta violencia para nada. Le estoy hablando educadamente, Román. Es cierto que nos hemos presentado de improviso aquí en su casa pero nuestra intención, mi intención es diáfana. Yo deseaba y aún deseo explicarle a usted mis proyectos…

—Nadie, que yo sepa, se presenta en casa de nadie a explicarle sus proyectos. Usted ha podido entrar en mi casa porque Héctor es amigo mío. Pero ha resultado usted ser lo que más detesto, un charlatán.

—Nos vamos —dijo Héctor poniéndose en pie.

—¡No! No nos vamos —declaró Bernardo sin moverse y sin aparentemente alterarse—. Salvo que me eche usted yo no me voy. ¿Va usted a echarme de su casa, Román?

—Debería echarle. Es usted un insolente.

—Vamos a ver, Román. Es cierto que ha habido un punto, por mi parte, de atrevimiento al plantarme yo en su casa sin avisar, sin su permiso, pero tenía y tengo un buen motivo. No solo deseaba conocerle, creo que a estas alturas de la vida tengo derecho a conocer a los amigos de Héctor personalmente, creo que me he ganado ese derecho.

—No sé de qué me habla.

Los tres están de pie ahora. Román tiene una intensa sensación de ridículo. Héctor, cabizbajo, está ya en la puerta del vestíbulo. Bernardo, que obviamente no desea marcharse, se vuelve hacia Román y dice:

—Me gustaría de verdad que volviéramos a vernos. Creo que esta situación en parte se ha enrarecido por culpa de Héctor. Héctor provoca asociaciones inadecuadas tanto en mí como en usted.

—Usted es un insolente, Bernardo. No se ve a sí mismo como yo le veo, desde fuera es usted un ex profesor de segunda enseñanza, mal vestido, poco aseado, con mucha labia. Es usted impresentable…

—Sí, pero estoy arrepentido. Ya no soy el que era. Héctor me ha perdonado. El hecho de que estemos aquí los dos juntos prueba eso. Que seamos amigos es la prueba. Que podamos ser amigos es la prueba de mi arrepentimiento ¿o no? Prescindiendo de que lo nuestro formó parte de un cierto tipo ácpaideia… es inadmisible.

—Usted no es más que un pederasta.

—No lo soy. Deberíamos hablarlo.

—¡Fuera! Fuera de mi casa.

Héctor ha abierto la puerta. Los dos están ya en el descansillo. Héctor dice:

—Te llamaré por teléfono esta noche.

Román cierra la puerta de un portazo. Se oye subir el ascensor.

Una ira líquida, como un sudor frío empapa a Román ahora que se ha quedado solo en su piso. Le han tomado el pelo. Se han reído de él. En realidad está muy agitado. Suena el teléfono. Es Elena que le llama por teléfono. Quiere verle esta tarde.

—Eso, ven a verme esta tarde, Elena. Estoy muy furioso y confuso. Dices que no lo crees. Yo mismo no lo creo. Por primera vez en muchos años me siento ridículo.