Por suerte —piensa Elena— nadie me ama. Está sentada en su consulta del hospital. Tiene delante un hombre de la edad de Román, algo más grueso quizá. Elena tiene en la mano la resonancia magnética de su rodilla derecha. Ha tratado de explicar a su paciente —que viene por Sanitas— el resultado de su resonancia. Elena sonríe, comprendiendo que la conclusión del departamento de radiodiagnóstico por imagen puede asustar a cualquiera: meniscopatía degenerativa en cuerno posterior de menisco interno y externo, con marcados signos de gonartrosis en ambos compartimentos femorotibiales. Condropatía rotuliana grado cuatro.
—No está usted del todo mal. Si no quiere, no tiene que operarse todavía. Yo le aconsejaría esperar y seguir con este tratamiento que hemos iniciado: alternando Condrosan y Glufan.
—La verdad, doctora, es que prefiero no operarme.
Elena es una médico muy vocacional en sus horas de consulta. Con frecuencia dedica a sus pacientes más del doble de los diez minutos que suelen calcularse por paciente. Este caso de hoy es característico.
Aparte de parecerse a Román, este hombre de unos setenta años, de mirada tan inteligente, se merece una atención más detenida. Quiere saber por qué el ligamento cruzado posterior de su rodilla derecha no tiene alteraciones. En cambio —lee en su informe—, el ligamento cruzado anterior se observa de forma discontinua, engrosado y con alteración de la señal en todas las secuencias. Hallazgos compatibles con edema y rotura fibrilar extensa. Elena se ha servido de las placas de la rodilla del paciente para hacerle ver qué es lo que le pasa. Elena se da cuenta enseguida de que hablar con ella tranquiliza a su paciente, que vuelve a repetir ahora: algunos días las punzadas son muy fuertes, la rigidez muy pronunciada, cojeo mucho al andar. Otros días, en cambio, casi puedo ir a mi paso normal de toda la vida. Casi sin dolores, sin cojear apenas. El agradable rostro moreno y largo de este paciente refleja ahora el bienestar que da —como Elena sabe de sobra— una relación médico-paciente satisfactoria. Por suerte —vuelve a pensar Elena mientras da la mano a su paciente—, nadie me ama. Tiene unos minutos de reposo entre paciente y paciente y piensa: he amado y amo muchísimo a Eugenio. Amo muchísimo a Román ahora, aunque con menos facilidad, con más sentimiento de culpa que al principio, pero ninguno de los dos, por suerte, me ama a mí tanto como yo les amo. Estoy a salvo. No hay nada peor —Elena prosigue con su rumia— que saberse amado y a la vez sentirse incapaz de amar a quien nos ama. Si nos constara que se nos ama sin reservas, con la ingenuidad con que según dicen aman las madres o los niños, si nos constara que somos amados de ese modo (Elena tiene un día repetitivo y obsesivo, por suerte sus duras horas de hospital no le dejarán mucho tiempo para sí misma), el sentimiento de culpa sería tan intenso que no podría soportarlo nadie, yo no podría soportarlo.
Entra la enfermera con el listado de las visitas para lo que queda de tarde. Eugenio, enmarcado en la puerta que la enfermera ha dejado abierta, entra un momento a saludar. Está anocheciendo ya. La próxima visita es una joven con una cadera desencajada tras un accidente de moto. Es una paciente que comparten Eugenio y Elena. Antes de atenderla, Elena solo tiene tiempo de echar un vistazo a través del cristal al jardín que rodea el edificio, a los coches aparcados en el aparcamiento que queda al fondo del jardín a la izquierda. Antes de que Elena se dejara atrapar por este asunto de Román, este secreto, las tardes así, invernales, cuando quedaban muy pocas horas ya de hospital o de guardia y se reunía con Eugenio para volver juntos a Madrid, eran tardes felices. La intensa autorreprobación que Elena ahora siente emborrona toda complacencia, toda auto-complacencia, toda posibilidad incluso de disfrutar ejerciendo su profesión lo que le queda de tarde y cenar después y ver un programa de televisión con Eugenio. La autorreprobación es un sumidero vertiginoso. Elena se vuelve bruscamente hacia su joven paciente, que tiene una expresión contraída y que ha logrado con dificultad instalarse en la silla con ayuda de sus dos muletas.
El amor de Elena no imprime en el corazón de Román ardor ninguno, solo una sensación floja de estar transgrediendo una ley no escrita, la del respeto por la pareja de un amigo. Ni Elena ni Eugenio plantean ya a Román preguntas muy radicales: le tratan un poco como se trata a un padre. No se le cuestiona ya, se le da en cierto modo por acabado o por gloriosamente realizado. No se tiene la sensación con un padre de que quede algo pendiente, todo está ya hecho. Y sin embargo Elena ha vuelto a enredarse en su afecto. Pero el Román de ahora, el jubilado, se ha fragilizado al perder su relación con la enseñanza: antes escribía muy poco pero en cambio tenía una intensa comunicación oral con sus alumnos: se reflejaba en ellos. Se le podía amar a distancia o incluso acercarse a él sin problemas. Era una figura en acción, un proyecto en desarrollo. Pero ahora Román está estancado y relacionarse con él es, sin que Elena lo vea ahora con toda claridad, tóxico. La última vez que ha estado con Román ha descubierto que todo el atractivo de su relación con él consiste en que no hacen el amor: este estado de suspensión del deseo sexual es la única forma que la sexualidad y la ternura tiene entre los dos. Pero este a su vez cohíbe a Elena. Todo lo relativo a Román, por ejemplo el deseo de reanimarle o hacerle sentir vivo de nuevo es un papel posible que a Elena le gustaría jugar pero que no le corresponde del todo. Román la hace sentir adolescente de nuevo, joven otra vez, veinteañera otra vez en el peor sentido de la palabra: indecisa, anhelante, cohibida, frustrada. Y encima a todo eso se añade el sentimiento de que está siendo infiel a Eugenio y que se está degradando un poco a sí misma, rebajándose un poco: es evidente que Román no la quiere: no la desea físicamente, le gusta su compañía. Pero su compañía no le trastorna y excita como cuando estamos físicamente interesados por una persona. El interés físico puede ser todo lo trivial y pasajero que se quiera. Pero es intensísimo. Es un gran arrebato que moviliza los lados más desactivados del alma. Hace ya años que Román no habla de filosofía o de la vida contemporánea como cuando Eugenio y ella eran aún estudiantes de medicina. Daba la impresión entonces de que ardía en Román una llama que se alimentaba desde sí misma, una inspiración pedagógica, una gana de persuadir, de dejarse persuadir, descubrir las nuevas corrientes juveniles, leer los nuevos libros. Leer los periódicos. Una característica pasiva de Román —que ha sorprendido tanto a Elena como a Eugenio— es su actual desinterés por el mundo digital. No es solo que no use el ordenador personal —posee uno, un último modelo, y lo usa para recibir o enviar correos— sino que está apegado al almacenaje libresco del saber. Le gustan los libros aunque ahora apenas lee. Da la impresión de no ser capaz de reconocer las ideas cuando se manifiestan en esa fulguración instantánea que tienen en las pantallas de Internet. No le gusta leer en Internet, ni siquiera los periódicos. Curiosamente al no utilizar apenas Internet, Román se ha instalado, ya desde antes de su jubilación, pero sobre todo ahora, en un momento, premoderno, preactual por definición. Cuando Román le contó a Elena que la sección que llevaba Héctor se titulaba Los inactuales Elena pensó que realmente el chico había dado, de pura chiripa, con el quid de lo que Román es en el fondo: un inactual. En una ocasión Elena discutió con Eugenio acerca del miedo que Román parecía sentir a competir con los demás. Una parte de su negativa a publicar más asiduamente tiene que deberse —mantuvo Elena en aquella ocasión— a que los contemporáneos de Román están escribiendo mucho estos últimos años. Incluso, copiándose o interfiriéndose los unos con los otros con mucha frecuencia. Sus libros dan la impresión, en ocasiones, de ser antologías temáticas más o menos bien organizadas. Eugenio y Elena han comentado en ocasiones, desde esa plataforma un poco especial que les confiere su profesión médica, que la cultura ensayística actual en España da la impresión de ser un caladero o vivero cerrado o solo abierto de tiempo en tiempo por uno de sus lados: todos los ensayistas, editorialistas, analistas, formadores de opinión dan la impresión de repetirse unos a otros y de servirse de un limitado campo semántico de opiniones que giran y giran, unas en torno a otras, y todas ellas en torno a la actualidad, sin avanzar nunca.
Elena y Eugenio han dado a veces vueltas a esta situación generalizada española, quizá mundial, sin atreverse a ir muy lejos en su diagnóstico. Para ellos, Román representó y aún representa todo el saber humanístico, toda la energía filosófica que ellos han entendido. Elena, sin embargo, a raíz de su triste reenamoramiento de Román (que no ha conllevado un encantamiento correspondiente sino solo un apego juvenil que se quedó y no se fue, y que es en parte tóxico) ha vuelto a preguntarse si no será que el empequeñecido ambiente intelectual de la universidad española en la democracia ha incapacitado también a Román para sentirse a gusto consigo mismo, con su sabiduría humanística, alejado de sí mismo por contagio con el alejamiento de toda la sociedad española de los proyectos pedagógicos exaltados y severos que Román conoció en su juventud como estudiante y que practicó después como profesor de filosofía en la universidad española.