La víctima

La relación ha ido deprisa. Entre finales de mayo y ahora, en noviembre, ha habido unos meses acelerados de habituación mutua. Román ha descubierto que Héctor tiene facilidad para acomodarse deprisa a nuevas situaciones, y Héctor ha descubierto que Román lleva muy mal la soledad. No está acostumbrado a estar solo, y cuando está solo se contrae, como una persona de edad que se sienta siempre en el mismo sillón, en el mismo ángulo de la habitación y permanece inmóvil, contraído, imposibilitado sin estarlo de hecho. Así que Héctor ha acabado por sentirse bienvenido y útil. Algunos fines de semana pasa la noche en un cuarto de arriba, separado del dormitorio más grande, de Román, por el cuarto de baño. Esos días Héctor tiene la sensación de estar de acampada en el enorme piso. Román le ha explicado que él tiene, como Heidegger según Sloterdijk, un horror a salir, «un furor del quedarse en casa». Héctor tiene la sensación de que aprende cosas con Román. Román mantiene, cuando está de humor, una conversación fluida, cultivada, repleta de citas, que unas veces Héctor entiende y otras no. Pero que constituyen un relleno, como el relleno —la armonía— en las piezas de música clásica de repertorio, cuyo objeto es, en parte, aumentar la sensación de continuidad entre melodía y melodía, entre las sucesivas prodigiosas ocurrencias narrativas musicales individuales, que por fuerza duran poco. Producir continuidad, que es tranquilizadora, por oposición a la discontinuidad intranquilizante e intensificante de las emociones. La armonía es antimoderna. Román mismo se volvió antimoderno en la última parte de su trayectoria pedagógica.

Héctor sintió de inmediato curiosidad por la trayectoria profesional de Román. Así fue como salió lo del furor heroico: como un relato de juventud de Román. Fue una larga tarde de sábado.

—¿Fuiste antifranquista tú, Román?

—No. No lo fui.

—Bien dicho. Ningún intelectual de tu calibre reconocería hoy semejante cosa. ¿Fuiste franquista entonces?

—No lo fui.

—¿Fuiste entonces apolítico?

—No fui apolítico, trabajé dentro del sistema educativo español de la época. Fui un hombre del sistema. Tuve, como es natural, opiniones políticas. Pero no fui un revolucionario.

—Ya, pero hubo una revolución en tus años de profesor universitario, la revolución de los estudiantes, en el 68, en el 70. Aparte de la lucha antifranquista hubo las luchas estudiantiles en Francia, en Estados Unidos, en Alemania… ¿Tomaste esas luchas en serio o te parecieron frívolas? ¿Tú crees que se daba un clima de innovación intelectual, de crítica, en la universidad franquista? ¿Había una atmósfera de libertad para los académicos, para los estudiantes? Te pregunto todo esto porque ahora vivimos una universidad átona, yo creo que como nunca en España. Y a veces tengo la impresión, por lo que oigo contar, de que la universidad franquista, incluso con independencia de las luchas políticas, fue más vibrante entonces. ¿Reconoces tú, Román, que el concepto de libertad implica la libertad de no producir nada útil, la libertad de equivocarse, la libertad de proponerse fines que nadie considera que tienen ningún valor? ¿Consideras que era válido el objetivo, aparente en Letras al menos de la universidad franquista, aquella torre de marfil, de buscar el conocimiento por sí mismo? Tú perteneces, creo yo, a aquellos académicos no comprometidos ni del todo con la revolución ni del todo con el régimen, académicos o tutores de filosofía que animaban a los estudiantes a buscar la sabiduría por la sabiduría. ¿No te avergüenzas un poco de tu pasado neutral?

—No fui neutral. Traté de ser un buen profesor de filosofía. Traté de parecerme, Héctor, al mejor profesor de historia de la filosofía que yo he conocido, Oswaldo Market. Con él aprendí lo del furor heroico. «Lo que exalta y diviniza al hombre es el furor heroico: El ímpetu racional por virtud del cual el hombre que ha conseguido el bien y lo bello, se desinteresa de lo que primeramente le tenía atado y no tiende a otra cosa más que a Dios.» Esto es Giordano Bruno, como sabes. Recuerdo a Oswaldo Market. Hace muchísimos años que no sé nada de él. Creo que expresaba aquel pertenecer y no pertenecer, estar y no estar, participar y no participar, enfrentarse y no enfrentarse al franquismo, y ser a la vez un excelso profesor de filosofía. Tuvo muchísima importancia para mí. Más incluso que Aranguren en un momento dado, sobre todo porque nos hizo trabajar a todo aquel curso en un proyecto colectivo de historia de la filosofía española. A mí me tocó el siglo XV español. Tuve que escribir cuarenta o sesenta folios, no recuerdo ya, acerca de Ramón Sabunde, y Fernando de Córdoba, que no es el Gran Capitán, sino un escolástico tardío que escribió un libro de lógica material titulado De supositionibus dialecticis y que trata acerca de cómo las palabras hacen las veces de las cosas. Un asunto tedioso. El entusiasmo con que yo escribí mi parte del trabajo da idea de la grandeza pedagógica de aquel profesor Market de mi juventud. Nos hizo sentir que sin nosotros, no obstante los grandes esfuerzos de Menéndez Pelayo, la historia de la filosofía española quedaría sin contar palabra por palabra. No tenía cuando yo le conocí más grado académico que el de Ayudante de Cátedra. Y había auténtico furor heroico en aquellos listados de bibliografía que invariablemente precedían a la inmersión en Averroes o en Maimónides o en Avicena. Leí Dinámica del saber como quien lee la oración de la verdad filosófica contemporánea, el texto de los niveles analógicos de la verdad y del ser. Que el ser se dijese de muchísimas maneras y que el saber del ser funcionase en niveles analógicos de creciente complicación sistemática, eso fue una revelación a mis 19 años. Le debo eso, insigne, a Oswaldo Market. Recuerdo la emoción de ir a verle a su piso en ese barrio de Madrid cuyas calles tienen todas nombres hispanoamericanos. La ventana de su diminuto despacho, atestado de libros, daba a la calle; era, creo, un sexto. Y abajo, trufada entre dos coches de la época, se veía la Isetta del profesor Market. Tenía un cartel que ponía «se vende» con el número de teléfono y me contó que la estrategia consistía en que el comprador llamase por teléfono y subiese al piso, porque Market confiaba en que aquel diminuto piso atestado de libros impresionaría al comprador y que le ayudaría a pagar con más facilidad lo que se pedía por la Isetta. En aquellos tiempos éramos ingenuos y pobres. Y a la vez, nuestra arrogancia intelectual era inmensa, nuestra grandeza intelectual. Por eso cuando alguien me pregunta cómo fue intelectualmente la vida durante el franquismo yo contesto: agobiante. Pero después recuerdo esto que acabo de contarte. El entusiasmo intelectual de entonces, de algunos.

 ¿Y si cambiáramos de tercio? ¿Estás tú de acuerdo, Román, con Roland Barthes, en que el ser amado es deseado porque otro u otros han mostrado al amante que su objeto es deseable?

—No, no estoy de acuerdo. Admito una cierta constitución social del objeto amoroso pero mantengo que, en última instancia, uno elige un objeto en función de su imposibilidad de elegir otro cualquiera. Uno elige el objeto destinado a ser elegido: la chica de enfrente. La elección de objeto es uno de los temas más vulgares de la psicología amorosa. Uno no puede evitar elegir el objeto dado: la libertad es una necesidad conocida.

—Tú me has contado que hubo un profesor tuyo que te inspiró el furor a ti, la gana de estudiar filosofía. ¿Quieres que te cuente yo de un profesor mío que me enseñó a mí otro heroísmo, un furor erótico, valga la comparación?

—Bueno, me encantará oírlo.

—Yo era un chaval guapo. Mucho antes de saber que yo era yo, supe que yo era un chaval guapo y encontré a uno, como tú encontraste a Market, en el colegio concertado. Las niñas se ponían faldas grises plisadas por encima de las rodillas y jerséis morados con el escudo del colegio en el pecho incipiente y yo pensaba en las piernas de las niñas desde antes de la rodilla hasta el interior de la falda entrando adentro hasta dar con la braga transparente, e imaginaba el pelo de la braga aún incipiente, el pubis de la braga aún entretela, aún salvaje, las lolitas. Se llamaba el tipo don Bernardo.

Román se asusta al oír estas palabras y dice:

—Esto que quieres contarme no sé si me corresponde a mí escucharlo, mejor lo dejamos y mantenemos esta relación en el nivel en que venía, una relación agradable en la cual tú me hacías compañía y también yo a ti. Pero sin confidencias.

—Tengo que contarte esto. Es lo más importante de mi vida. Y a la vez ya es un recuerdo, no un poder activo en mí. O quizá sí lo sea aunque yo no me dé cuenta. Este tipo se llamaba don Bernardo. Parecía un buen tío. Y yo era un buen tío también. Un chaval guapo de trece. Yo no era maricón. No lo era entonces, no lo soy ahora. Lo que yo soy, tú no lo sabes. Yo mismo no lo sé. Don Bernardo tampoco lo sabía. Y la sofisticación expresiva de ahora es en honor a ti, Roman, no lo de entonces. Lo de entonces eran más bien el paladar y los labios siempre dulces de chuches. Era muy impulsivo, era muy fuerte y muy travieso. Deseo que te fijes en esto. A los trece era yo muy travieso. Era un niño tonto y travieso. Ahí sí, sin embargo, en ser travieso, me reconocía. Pero, sobre todo, en don Bernardo. Es muy posible que tú mismo, Román, no entiendas bien del todo a qué me refiero. Habría treinta o más años de diferencia entre los dos, así que no había duda de que era una relación paterno filial, tutorial, algo así, yo qué sé. Don Bernardo era hermoso, esto es importante. Es importante que fuese físicamente atractivo. ¿Sabes en qué pensaba yo? En cómo sería su picha y si era grande. En aquel tiempo en los retretes comparábamos las pichas, lo lejos que meaba cada cual y los tamaños. Esto era precarnal en mi opinión. ¿Crees que era precarnal, Román?

—No tengo la menor idea, Héctor

—Era más guapo que tú porque tú te has arrugado con los años y eres frío y distante, como deben ser los mayores con la gente más joven. En cambio Bernardo había perdido conmigo la cabeza, era una sensación maravillosa eso: un ser arrebatado. Y me decía Est deus in nobis, Héctor, guapi. Bernardo decía que yo era el más brillante y el más triste y desolado, que yo era el más brillante de su vida y él era el más brillante y el más triste y desolado. Y que le daba miedo pensar lo loco que yo era, las locuras que haría: si vas y sales y te vas de aquí. Aquí estás bien, ¿por qué te quieres ir? Román, yo he visto la concupiscencia de los ojos en sus ojos y la gran renuncia ascética al amor. Era todo tan simple y fascinante, yo no me quería ir a ningún sitio y se lo dije y se le saltaban las lágrimas y yo le preguntaba por qué lloras y él decía: lloro porque te quieres ir y no te veré más.

Y yo decía no me voy a ir, siempre voy a estar aquí contigo. Era muy dulce ser amado, Román. Yo nunca olvidaré lo mucho que me amaba y me quería y me acariciaba y me besaba y me quería y yo a él. Yo también le quería y le amaba y le acariciaba y le besaba.

Y recuerdo que dijo de repente credo quia pulchrum est, credo quia absurdum est, que no sé qué significa en el contexto, aún no lo sé. Así que ahora ya tú sabes lo que me pasó, lo importante que fue, lo mucho que me gustó aquello. El furor heroico mío lo tuve por Bernardo y quizá aún lo tengo.

Román se asusta, todavía inmóvil, incapaz de sustanciar su rechazo por lo que acaba de oír.