Cuando Héctor llamó por teléfono Román sintió una sensación de incordio y una leve sensación de curiosidad. El incordio era que Román detestaba las entrevistas periodísticas y detestaba en general las relaciones con los medios de comunicación, que nunca había entendido. En esto era Román claramente preconstitucional también. También le confundió el acento andaluz del joven que llamaba. Y sobre todo le confundía lo inesperado de la llamada, el surgir de sopetón sin fundamento, sin que Román hubiese hecho ningún gesto público que justificase una entrevista pública: era un simple jubilado a estas alturas. Como una voz de un mundo que él, Román, nunca había frecuentado, como si se le ofreciera participar en una tertulia televisada. Y también le sorprendió el descaro del joven, que le dijo que tenía intención de incluirle en un semanario digital, en una serie titulada Los inactuales. Román había preguntado qué entiende usted por inactual. Y este personaje, este Héctor, había dicho: un inactual es un personaje que tuvo relevancia cultural, educativa o política y que la ha perdido un poco ya. Alguien que está en el day after. La expresión «day after» pronunciada con acento andaluz irritó a Román. Pero a la vez fue el origen de una cierta curiosidad por el entrevistador más que por la entrevista misma. Le preguntó si su entrevista iba a ser un revival y si creía que él, Román, necesitaba de un revival. Y este personaje, este Héctor, repitió que lo que le interesaba era la cualidad de este estar ligeramente Román en su momento de declinación. Este modo pedante de decirlo fue el remate. Venga usted entonces a las seis de la tarde. Este fue el origen de la entrevista que a continuación se expone:
—A los sesenta y cinco se empieza a sentir miedo. Miedo a no ser capaz de seguir haciendo igual, o mejor, lo que lleva uno haciendo bien toda la vida.
—Habla usted en general, supongo. No es algo que le pase a usted.
—Me pasa a mí también. ¿Por qué no?
—Porque no lo parece. No parece usted atemorizado. Tiene usted un aire olímpico.
—¿Es eso un cumplido?
—No, no. Perdón. Si fuera un cumplido, sería un atrevimiento. Solo es una descripción.
—Entonces es un cumplido fino. Es usted un chico fino. Un periodista fino. Quizá taimado.
—Siento molestarle. No deseo molestarle. Llevo una hora aquí, por teléfono me dijo que una hora. Me ha interesado todo mucho. Me ha interesado todo tanto, que ha pasado ya una hora y no hemos empezado todavía.
—¡Hum! ¿Entonces quiere usted empezar ahora?
—Me encantaría.
—Empecemos, pues. ¿De qué quiere usted hablar?
—Acaba usted de decirme que a su edad se siente miedo. Me gustaría entender eso bien.
—Es fácil entenderlo. Se teme estar, sin darse cuenta, perdiendo facultades. Escribiendo peor, hablando peor, hilando peor. Uno no hila ya todo seguido. Los textos, los pensamientos, los sentimientos, se deshilan, antes incluso de decirse, antes de hacerse incluso. La facturación sentimental empieza a ser repetitiva, y uno es impreciso. Tiene algo que ver, aunque menos de lo que se cree, con el eros decreciente. ¡Me mira usted sorprendido! El eros masculino es poca cosa. Y decrece pronto. A diferencia del eros maternal, del eros femenino, que se incrementa con los años. Nosotros caemos en picado. ¿No lo ve usted, joven? ¿No me ve?
—No. Sinceramente no. Ese no es su caso.
—Es usted un joven petulante. Creído y petulante.
—Dicen que suelo ser muy perspicaz.
—Y vano.
—Hábleme de su vejez. De su miedo a envejecer. Infundado, en mi opinión, pero, en fin, usted mismo.
—¡Hum! Sufro un cierto deterioro físico. Un poco como el rey. Menos pronunciado. Me he cuidado más, he tenido y tengo una vida más fácil. Solo es un año mayor que yo. Me fijo mucho en él. Una vez al año me inclino ante Su Majestad. Hablamos un rato. Aborrezco estar de pie. Aunque aguanto mucho tiempo de pie si hace falta, como el rey. Artrosis multiarticular, lo mío.
—Entonces, ¿su miedo es miedo a eso? Al deterioro, a la artrosis.
—Solo en parte. El verdadero miedo, la angustia, nunca se da toda a la vez. El terror de fondo es secreto. Es por partes. Tras la jubilación se adentra uno en lo invisible. El desamor de los demás. El desamor creciente hacia uno mismo, el tedio. El puro desamor que lo va convirtiendo a uno en un dejado, como las duras almas de Miguel de Molinos, un desocupado, un enajenado, un marginado, un depreciado, devaluado, un bobo. Sobradamente capaz aún, para mayor sarcasmo, de automoción y autarquía. Uno es a los sesenta y cinco aún autoportante, joven. ¿Esto le hace gracia?
—Sí. Con franqueza. Me hace reír lo que usted dice de sí mismo. Es usted tan divertido. ¡No he conocido a nadie como usted!
—Hum.
La entrevista queda a medias. Entrevistador y entrevistado quedan en reunirse de nuevo la semana próxima. Al rebobinarla y oírla esa noche, Héctor, como quien se sienta encima de un hormiguero, se ha visto invadido por todos los comentarios, acotaciones, objeciones y reservas que no manifestó en el transcurso de la entrevista. Está sentado en su cuartito, con los auriculares puestos, vuelve a oírlo todo. El carraspeo de la reproducción mecánica, unido a las repeticiones y ruidos e interrupciones de toda conversación, dan ahora un revelado, una figura no del todo olímpica, que se mezcla en la conciencia de Héctor con su propia figura, su propia posición, como una voz más de la grabación, como si se superpusieran tres voces impuras. El resultado es un objeto jaspeado, nítidamente presente a la conciencia de Héctor. ¿No es pretencioso compararse con el rey de España? Al escuchar la comparación en la reproducción mecánica, la voz suena recortada y envanecida, como la voz de un clérigo, como la entonación demasiado precisa de un clérigo. Pero la voz del entrevistador a su vez, la voz del propio Héctor, ¿no resulta servil, obsequiosa, taimada? La voz de alguien que disimulara sus verdaderas reacciones ante las palabras de alguien de mayor rango. Salió entusiasmado de la entrevista, y ahora, al volver a oírla, le resulta antipática. Esta colaboración irá a parar a una revista digital, a una sección que tiene asignada, Los inactuales. Se trata de capturar a personajes de la actualidad que han alcanzado ya su cénit y que ahora descienden o se difuminan o se hallan en situaciones limítrofes; o también a personajes de la edad del propio Héctor o algo mayores, que no han alcanzado todavía cénit ninguno, cuya trayectoria parece lastrada por dualidades insalvables o que implicarían actos drásticos de elección para realizarse del todo o unidimensionalmente. Individualidades que han alcanzado una cierta celebridad, cuyo momento ahora se diluye, e individualidades que se encaminan hacia la constitución de sí mismos, cuya trayectoria aparece aún muy confusa. Román sería un ejemplo de lo primero. El propio Héctor y algunos amigos de su edad, de lo segundo. El caso de Alex le parece ejemplar: a punto de terminar arquitectura, con un buen expediente, a punto de terminar el noveno curso de oboe, asambleario, odia comprometerse en una sola dirección, pero comprometerse con dos o más de dos, ¿no es demasiado? Cualquier camino que se elija excluye otros igualmente sugestivos. Y todos ellos, cada cual por su parte, exigen un esfuerzo inmenso que se verá, o no, premiado al final con el éxito. Esto resulta imposible saberlo de antemano.
Ahora, al hacer memoria de su primera conversación telefónica con Román y al repasar con la ayuda de la grabadora la entrevista, se sorprende Héctor de que Román le recibiera, aceptara ser entrevistado con tanto descaro. En la grabación, los ruidos desfiguran los matices. Héctor piensa ahora que sus propias preguntas carecían de gracia. Y sin embargo, cuando las formulaba, las vivió como un galanteo.
El caso es que Héctor ha vuelto a llamarle y Román ha aceptado una segunda entrevista. Aquí ha funcionado el tedio, las tardes se le hacen interminables a Román, y la curiosidad. El aspecto de Héctor es muy llamativo, su físico.
Están otra vez frente a frente. Héctor se inclina con los codos en las rodillas hacia Román. Tiene una grabadora en marcha y un cuaderno de notas abierto que no usa. Acaba de preguntarle si cree que se puede vivir dentro del entusiasmo y delirio divinos del Fedro y del Banquete para siempre y si él, Román, vive así. Y Román le ha preguntado, a su vez, si se cree con derecho a preguntar esa pregunta en términos que no sean teóricos. Pero preguntada en términos teóricos carece casi de interés. Solo tiene interés en términos prácticos.
—Me sorprende que diga eso. Platón no lo creyó así.
—Cierto, Platón creía que era posible establecer un paralelismo estructural entre el deseo sexual y el deseo de la sabiduría. Pero yo no lo creo.
—Cree usted entonces en una cruda separación entre el deseo sexual y el amor a la sabiduría. ¿No ve ninguna correlación?
—No la veo en mí mismo.
—Parece usted cansado esta tarde, permítame el atrevimiento de decírselo.
La curiosidad de Héctor ha aumentado mucho esta tarde. Y la curiosidad que siente por Román se asemeja superficialmente a un deseo amoroso. Es vulgar curiosidad sin embargo. Reflejo de la vulgar curiosidad que Román siente por él. Román le observa desde el otro lado de la mesa. Román está aburrido. Lleva así mucho tiempo, años quizá. Por una, para él incompresible, circunstancia de su manera de ser, aún resulta atractivo entre gente mucho más joven que él. Ha estado siempre protegido por estudiantes más jóvenes que deseaban escucharle, ayudarle, acompañarle a dar paseos. Román ha disfrutado de esa compañía como quien disfruta de un paisaje en una película, pasivamente. Sin verse arrastrado ni sentirse comprometido nunca por la vehemencia de gente más joven. Una vez más ahora con Héctor vuelve a sentir lo mismo: le distrae la charla, le hace gracia Héctor. Ahí acaba todo. A Héctor, por su parte, le está pareciendo ahora que Román disimula. Héctor no puede decir de sí mismo lo que decía de sí mismo Alcibíades: que estaba pagado de su belleza hasta extremos asombrosos. Pero sí es consciente de su atractivo físico. Eso le ha proporcionado siempre gran seguridad en si mismo. Le ha parecido desde muy joven que era un don que tenía que aprender a manejar. Hubo un tiempo, cuando aún era un bachiller, en que el entusiasmo que provocaba su belleza le parecía risible. Sus amantes le parecían risibles. Más tarde se dio cuenta de que se comportaba cruelmente sin querer, con sus novias, con sus profesores. Tan pronto como se daba cuenta de que alguien le amaba o deseaba, Héctor pensaba que era un personaje ridículo. Las compañeras que se desvivían por besarle sufrían un desprestigio automático. Como si sentirse deseado revelase una inmensa torpeza, un defecto físico en quien le deseaba. Era tan satisfactorio rechazar las caricias, separarse bruscamente del amante, la verdadera mejilla de Héctor era la equivocidad del rechazo con que acogía todo deseo amoroso venido de fuera.
Todo este reconocimiento autobiográfico recorre a Héctor ahora como una bocanada de aire. Le hace sentirse inseguro y al borde de una gran aventura. Pero pocas cosas se parecen menos a una aventura que entrevistar por segunda vez a una celebridad menor, como Román, para una revista digital.
—¿A qué viene esta segunda entrevista? Vamos, por cierto, a tutearnos. Yo te llamaré por tu nombre, Héctor, tú me llamarás Román.
—Vale, Román. No sé a qué viene esta entrevista. Creí que lo sabía cuando te llamé por teléfono. He creído que lo sabía durante toda esta semana hasta hoy. Ahora veo que no sé a qué viene.
—¿Significa eso que ya no estás interesado?
—Significa lo contrario.
—No puedo creer que estés interesado en mí por mí mismo.
—Estoy interesado en ti por ti mismo.
—¿Sabes lo que eso significa?
—Significa que estoy interesado en ti por ti mismo.
—Sé sincero, Héctor. Como lo fuiste por teléfono. Por teléfono dijiste la verdad, que te interesábamos los inactuales, los, en cierto sentido, fracasados o acabados. Estar interesado en mí significa de hecho que estás interesado en un personaje menor que puedes construir o reconstruir a tu gusto. Eso no se puede hacer con Vargas Llosa. Eso no se puede hacer con Felipe González, pero puedes hacerlo conmigo. No se puede hacer con Fidel Castro. No se puede hacer con García Márquez, pero puedes hacerlo conmigo porque no doy ningún perfil o apenas perfil en la Wikipedia.
—¡Oh, por favor!
—Estamos alcanzando un mal punto de encuentro. Esto ya no es una entrevista.
—¿Puedo venir mañana a verte? ¿Podría venir a verte cualquier día?
—Tendrás que llamarme por teléfono.
—¿Puedo venir a verte sin llamar por teléfono?
—No, chico, no puedes.
—No tengo nada que ofrecer, nada que darte.
—Eres gracioso.
—Dicen que soy muy guapo.
—No, no es para tanto. Sabes de sobra que yo no he llegado a ningún sitio. Por eso te interesa esta entrevista, por eso te intereso yo, porque no he llegado a ningún sitio.
—Estoy confuso. No puedo decirte la verdad, Román. Cualquier cosa que te diga ahora de mí mismo será una no-verdad.
—Barato. Ese es un recurso melodramático, estás perdiendo encanto.
—Pierdo aceite.
—Hum, no lo creo.
—No sé seguir.
—Entonces no has terminado tu entrevista, hemos perdido la tarde entera, la has perdido tú, sobre todo, no sabes quién soy. Tan no lo sabes que no aceptas lo que te digo yo de mí.
—Estoy confuso.
Héctor está de verdad confuso ahora, también está irritado. Le parece que Román está jugando con él, le parece un viejo insufrible. No tiene por qué aguantar a un viejo inaguantable. Todo lo que tiene que hacer es recoger su grabadora y despedirse cortésmente. Pero reconoce que no puede hacerlo. No ahora mismo. Se siente enganchado por un mecanismo deseante.
No se va porque desea continuar la relación con Román. Y Román lo sabe. Los dos saben lo que el otro sabe. Ahora le entretiene la entrevista. Ahora que no es una entrevista le entretiene charlar con Héctor. Sin embargo, se da cuenta de que le ha dicho la verdad al reconocer que es una celebridad menor. No lo ha dicho con melancolía. No lo ha dicho con un sentimiento de inferioridad, o como un hombre deprimido dice cosas negativas de sí mismo. Pero sí es cierto que, a la vez que Héctor le hace sentirse reanimado —el chico tiene su gracia: su propia velocidad, su propio ritmo intelectual, además de encanto físico—, le hace sentirse desanimado y cansado y desganado.