Nekane Carrasco enciende su décimo pitillo y dice:
—Joder, tía, tú estás por él. Que te quede claro que tú estás por él. ¡Chico, ponme otro chupito!
—Si sigues con los chupitos acabarás por no entender lo que te digo —dice Elena malhumorada apartando el humo con la mano derecha.
—Tía, te entiendo de cine. Los chupitos me dan el punto azul, el clic. Te acordarás en este contexto, chata, de Paul Newman en La gata, bebía y bebía hasta llegar al punto. Yo no estoy del todo en ese caso aunque algo sí. Por lo que sea no lo sé, pero tú estás por él, estás por ese viejo.
—No es tan viejo.
—¡Con sesenta plus, ya me dirás!
—Lo que te estoy contando, Nekane, es doloroso y es bello y es también estúpido. Me siento estúpida.
Es mediodía en ese Madrid de oficinas y ejecutivos gimnásticos. Un Madrid menor desconcertado por la crisis económica. Solo las muy buenas secretarias conservan sus puestos. Nekane ha conservado el suyo de sobra. Tiene una cara larga y vasca que enmarca eficazmente un pelo negro, como la cara de un caballo incierto. El canalillo que separa sus dos grandes senos vencidos, ostenta unas perlas de sudor y el final de una bisuta cara mexicana, un lapislázuli. Diez años mayor que Elena, siempre se han querido. Se han llevado bien. Se conocieron en el Madrid posmoderno, desvencijada ya la movida casi del todo. Se entendieron bien a la primera. Nekane dijo desde el primer momento: voy a ser tu puta madre, solo que mejor. Elena contestó: si vas a ser eso, no me vendrás mal. Mi madre, pobre, fue muy insuficiente. No por su culpa, desde luego, bastante tuvo con aguantarnos a todos y a mi padre. Con ella no podía hablar de mí misma ni de casi nada. Y dijo Nekane: pues conmigo hablarás más que una cotorra. Y más que tú, todavía, hablaré yo, juntas las dos cotorras, conversaciones de mujeres. ¡Eso son chats y no la mierda de hoy en día, digital! ¡Nosotras inventamos los chats y ahora los tíos que se empalman mal medio nos copian! Estas cosas que Nekane decía —todas juntas las dijo el primer día— siguió diciéndolas, como consignas, como ensalmos, a lo largo de todos los años de su amistad con Elena. Venían a ser como mantras. Núcleos duros de su manera de ser, de su haber crecido en un hogar maketo de Sodupe. Núcleo duro del culazo y las tetas y ser fea y simpática. Lo que ahora Elena le ha contado le parece escandaloso a Nekane Carrasco: está por un tío 30 años mayor que ella. En el imaginario de Nekane Carrasco esto es verosímil. No es sensato, no acabará bien, pero ella luchará por esto, signifique «luchar» lo que sea. Ser Nekane Carrasco y de Sodupe, eso es luchar aunque nadie sepamos lo que significa eso que tanto significa. Nekane Carrasco había hecho filología inglesa, no por Shakespeare, Dios no lo permita, sino por el inglés. Para aprender inglés perfectamente. No obstante, no tener a William Shakespeare en alta estima, recordaba esto: «We are such stuff as dreams are made on.» Y cada vez que hablaba con Elena tenía la sensación de que esta frase se verificaba, se plenificaba, cobraba todo su sentido. Una vez más ahora al contarle Elena lo incontable de su relación con Román y sus remordimientos al ser obvio que Román y Eugenio eran incompatibles dentro de un mismo corazón, Nekane se había sentido cerca del acontecer. En los tiempos en que el acontecer era aún visible —por usar la frase de un poeta que Nekane desconoce—. Lo que Elena ha contado es desconcertante para la propia Elena aunque —a fuer de posmoderna y feminista— casi no lo sea para Nekane Carrasco: que lleva un tiempo viéndose con Román. En casa de Román y en otros sitios, en el Campo del Moro. No ha pasado nada. Los dos han acordado que se ven por verse los días que Elena libra, que justo son los días que está de guardia Eugenio. Ninguno de los dos ha hablado de amor —eso hubiera sido una inmensa vulgaridad—, ni siquiera se han rozado, acariciarse incluso ligerísimamente, disimuladamente, hubiera sido una vulgaridad aún mayor. Elena está viviendo estos días un éxtasis de infinita pureza. Solo quiere hablar de eso. De la intensa pureza. Que el discurso de la pureza se enuncie ahora en el imaginario de Elena es sin embargo, a juicio de la propia Elena, monstruoso. Se siente deforme. Se siente fecundada por el pene deforme de un animal análogo al hombre, un babuino.
Posesa por su desviación que no comprende. Ensimismada en la penumbra de la curiosidad de sus deseos de abrazar a Román y saqueada, cada vez que lo desea, por la violenta censura de lo que la propia Elena denomina su mejor yo. Ha leído Elena en algún sitio —o quizá lo habló con Eugenio hace tiempo, en el tiempo en que hablar con Eugenio era cálido y maravilloso— que lo peculiar de la pureza estriba en que no puede ser pretendida ni realizada. Se la puede perder cuando se la tiene, pero no ganar cuando no se la tiene. El malestar de Elena ahora hablando con Nekane Carrasco, tan cómica, tan fiel, tan, probablemente, ignorante de lo que sucede, es intenso como un dolor artrósico, es un malestar óseo. Lo que está contando es que se ha vuelto a enamorar de Román y que vive este amor, este reenamoramiento, con una sensación de intensa pureza: por eso se pasean —cree Elena— por el Campo del Moro sin rozarse. Pero Elena sabe, por las cosas que leyó en tiempos con Román y no hace tanto tiempo con el propio Eugenio, que la pureza es un estado originario del carácter anterior al conflicto, anterior a la vida propiamente dicha, anterior a la experiencia y a la culpa. Elena sabe que ese no es su caso. Y sabe que al emperrarse en que este amor sea puro, se emperra en la mala fe. Y Elena sabe que consentir hablar de todo esto con Nekane Carrasco es engañarse a sí misma. Pero está enamorada. Nunca estuvo enamorada. Esta es la primera vez que está enamorada. Está enamorada de un hombre muchísimo más viejo que ella, un fracasado, un ángel caído, un ángel viejo. El ángel joven podría haber sido Eugenio. Román es un ángel viejo inmovilizado, el ángel de la muerte. Elena está enamorada del ángel de la muerte. Estas palabras —Elena reconoce— no expresan la intensa sensación de pureza de sus paseos por el Campo del Moro con Román los días que libra, los días que Eugenio está de guardia.
—Soy un monstruo, Nekane, soy un animal insensato y merezco la muerte.
—Eres imbécil pero no eres un monstruo —declara Nekane, y enciende su pitillo número mil en la cafetería de la plaza de Picasso, sombreada por la Torre Picasso en el Madrid insustancial de la crisis del PSOE y los ejecutivos agresivos.
Se puede ser inmóvil y activo. Eso es Román ahora. Eso fue Román siempre. La referencia al primer motor inmóvil aristotélico sería aquí inadecuada —sería pedante—. Pero es pertinente en una línea narrativa alejada de la ciencia estricta y rigurosa, inmersa en la inconsciente sabiduría analógica de los hombres de letras de la edad de Román. Aún Román producía acción en quienes hablaban con él, no obstante hallarse él mismo desangelado e inmovilizado. Esto para Elena era un misterio que le hubiera gustado poder discutir con Eugenio. Pero toda discusión auténtica con Eugenio queda ahora fuera de lugar. Todo queda fuera de lugar ahora. La infidelidad lo vuelve ahora todo equívoco e inauténtico, desunido. Más valdría morir pero, ¿quién desea morir cuando está tan enamorado como Elena? El efecto de reactivar el amor de Román ha sido desbaratarlo todo. Todo lo que era inteligible, discutible, todos aquellos asuntos por los cuales uno podía pelearse, ganar o perder, como quien apuesta por un caballo o un equipo de fútbol o un número de lotería en una porra en la oficina, ahora se habían nihilizado. Y había una vasta soledad embellecida por el inquieto corazón de Elena en el Campo del Moro, cuyas densas arboledas representaban la verdeante luz de lo que pudo haber habido, de lo que pudo ser y que no fue. Eso era Román: de ahí venía, de esa punzante nihilización procedía, el deseo de estar con él y traicionar a Eugenio (nadie en sus cabales, ningún bien nacido, hombre o mujer, tenía derecho a traicionar a Eugenio: serle fiel era un límite absoluto. Y Elena ahora lo había roto. Elena, como diría Nekane, la había cagado).
Entró en este devaneo por pura casualidad y solo por salvar a Eugenio de mayores males. Por eso llamó por teléfono a Román —hacía ya un año o quizá más— y le dijo que midiera sus palabras, que midiera los efectos que sus terribles palabras causaban en ingenuos como Eugenio. Y Román le dijo: ¿por qué, Elena, no vienes y lo hablamos? No estoy entendiendo lo que dices. Y me rayas. Me rayas porque me acusas de haber hecho un daño a Eugenio que ciertamente yo no quise hacerle. Solo un malnacido querría dañar a Eugenio. ¿Por qué no nos vemos y lo hablamos todo, Elena? Siendo tú, tan como eres, terapéutica, mismamente yo necesito una terapia ahora. Ajá, ven a verme y hablaremos de Eugenio y repondremos lo que se haya gastado, ennobleceremos lo infecto y desdeñable, abrillantaremos lo gastado, equilibraremos lo salado y lo dulce, Elena, nosotros dos, tú y yo, que somos equilibristas viejos, inmovilizados por el tiempo y al mismo tiempo florecidos en este burdo tiempo democrático y sin héroes. Y Elena, por teléfono, perturbada, dijo: me siento tan desventurada y desdichada, Román, no sé por qué. Eso es porque le adoras, dijo Román, adoras a Eugenio y eso te perturba, mi vida, porque ninguna adoración ha alcanzado nunca el absoluto cumplimiento. Te torturas porque, por más que le des, no puedes darle el absoluto. Así que ven a verme. Que lo hablemos, será casi lo mismo que el hacerlo pero sin ese punto cutre que el hacerlo tiene de joderlo. ¿Te acuerdas de cómo es correrse, Elena? Tan inferior y tan final, al fin y al cabo. Produce náuseas. Compara correrse con no correrse. Ser amado con no serlo. Ven a verme y lo hablamos, todo esto. Si lo hablamos lo aclaramos, digo yo. Tal vez no lo aclaremos, pero al menos habremos sido muy muy elocuentes como fuimos siempre. Lo nuestro es la elocuencia, la viva voz, Elena. El movimiento continuado de la conciencia hacia sí misma, verbalmente entregada a la delicia del cuerpo que se muestra y que se oculta debajo de las faldas de cualquier camilla. El primer día que libres me llamas por teléfono y quedamos. Esto fue el principio del fin como suele decirse. El mal es así, insonorizado y leve como un beso. Recuerdo —pensó Elena— haber besado a un chico a quien deseé besar durante todo un curso y cuando le besé, sus labios verdeaban torneados y la lengua torneada era como una mano diestra que me equilibraba el paladar. Yo dije: tampoco es para tanto.
Dado que Elena no se entiende a sí misma y dado que el lector tampoco entiende esta novela, haremos lo posible por esclarecer las dos partes. Pero no puede ser esclarecido el último tramo, al final no hay claridad posible. Lo último es un gemido incomprensible dentro del cual no cabe Dios, mas caben todos los sentimientos que expresamos día tras día y fueron desdeñados. Todo lo que fue malbaratado cabe en la muerte, no faltaba más. La nada está repleta de insensatos. Al pensar en su nueva relación con Román —llevan viéndose, sin saberlo Eugenio, un año largo— a ratos se abandona Elena al dramatismo. Pero otras veces, como ahora, se le disuelve todo en la ironía. Siempre que habla con Nekane —que no es nunca irónica y cuyo sentido del humor es muy limitado— le parece que bien podía tomarlo todo a broma. Es un alivio momentáneo tararear ahora: «Si tú me dices ven, todo cambiará, / si tú me dices ven, habrá felicidad». Recordar la canción, entrecruzándose con su propio caso, después de hablar del asunto con Nekane, la hace sonreír.
Elena se encuentra ahora al final de la calle Tutor, casi esquina con la plaza de los Cubos. Ha quedado con Eugenio para ver en los cines de Princesa, 3 una película en la sesión de las 10.30. Al cabo de un año, la relación furtiva con Román —a pesar de no ser nada y no haber llegado a nada— la ha embarrado. ¿Por qué es furtiva si no es nada? Si lo que hablan o hacen pudiera ser examinado por cualquiera, y en concreto por Eugenio, sin encontrar en ello nada raro, ¿por qué la relación, entonces, es furtiva? Que no se diga —se dice Elena, deteniéndose un momento en la esquina de Tutor con Rey Francisco— que es furtiva para que pueda ser más divertida. No es así.
Es furtiva porque lo que entre nosotros pasa no puede ser aireado sin destruirse. Si se airea, cambia de signo. Luego no puede airearse, luego es furtiva porque es secreta y es secreta porque es impura. ¿Cómo puede ser impuro algo tan repleto de pureza y entusiasmo como esto? ¿No es puro este impulso amoroso, este impulso que me arrastra a encontrarme con Román de vez en cuando y a contemplar con gran deleite su huesudo rostro de hombre guapo y canoso, delgado como un ángel que en su día fue cobrizo y moreno, casi agitanado?
Que tu ojo sea sencillo. Elena piensa que si en esto ve adulterio, verá adulterio en el pensar, en el desear, en el coquetear. Se adulterará el mundo si su ojo no es sencillo. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios, ahora Elena se siente limpia de corazón, ahora ve a Dios, ahora no ve a Dios. Ahora recuerda lo esencial de un texto sobre la pureza de la Ética de Hartmann: «Los extremos no se dan en la vida moral ni tampoco de modo actual. El ethos humano se mueve en la larga escala de los niveles intermedios». Cuanto más profunda, sin embargo, la consciencia de la culpa, tanto más elevada la valoración de la pureza. He aquí a Elena. Detenida todavía en el cruce de Tutor con Rey Francisco. Inmersa en su desolación y en su culpa. No puede dejar de pensar ni en Eugenio (a quien dejará por más que no le deje) ni en Román (por quien todo dejará, por más que nada deje). Todo lo que Elena recuerda, que es igual o muy parecido a todo lo que Eugenio recuerda, y que son los fraseos e impulsos de la plenitud de la juventud estudiosa y entusiasta de los dos, todas las cosas que hablaron con Román y que les hicieron decir «así seremos», y que les hicieron elegir carreras duras y esforzadas como la traumatología, que se absorbe en el horrible dolor concreto de la osamenta de los seres humanos, todo lo que les hizo amarse, ahora se le escapa a Elena y se le invierte y convierte en verdadero amor, auténtico amor por Román. Un deseo que sintió siempre, desde muy joven, y que cuando conoció a Román, un hombre ya de edad, tan alto y distinguido, le hizo sentirse cerca del latido del corazón del mundo.