La casa de Román

Hace frío esta tarde de noviembre. Huele a cerrado en casa de Román. A través de un ventanal sin cortinas, viene una luz dura, como la luz de un escenario expresionista. Están sentados frente a frente con una mesa entre los dos. Sobre la mesa libros y papeles y un teléfono anticuado de baquelita negra. Los papeles, los folios, escritos a mano, dan la impresión de llevar ahí mucho tiempo. Esa mesa ordenada da la impresión de usarse poco últimamente. Hay en toda la estancia un orden frío, escénico, que no invita al diálogo. Tampoco invita al descanso. Recuerda los despachos departamentales de la facultad. Y las librerías de madera recuerdan las estanterías de la biblioteca de un departamento. No hay detalles personales. Es un lugar sin clase. Román acaba de decir:

—Dices que querías verme. Ahora que me ves ¿qué ves?

Por un instante Eugenio añora el tiempo que precedió al tuteo. No responde nada. Hubiera deseado decir: deseaba saber cómo está usted. Verle con mis propios ojos. Deseaba añadir: no creo que sea verdad que esté usted escribiendo sus memorias. Pero queda obturado todo esto como un conocimiento ciego. Es lo inexpresado, aquello que quisimos decir, que sabíamos cómo decir y que no dijimos. Como una carta no enviada. Un conocimiento sin reconocimiento. Hace tiempo que Eugenio tiene esta sensación al hablar con Román: Román le conoce de sobra pero no le reconoce. En las relaciones amorosas esto se llama el desamor pero Eugenio y Román no han tenido una relación amorosa nunca. Siempre fueron amigos. Y la amistad ahora ha dejado de ser reconocimiento mutuo. Ahora funciona en una sola dirección, de Eugenio a Román y al llegar a Román rebota. De aquí que Eugenio prefiera verle con más gente en sitios públicos, en conferencias o reuniones. Verle en casa, estar frente a él, es este rebotar de la intención afectiva que se queda sin respuesta. Como si Román no oyera bien o estuviese distraído o estuviese ausente. Eugenio se acuerda de un abuelo materno que estaba así al final: había sido un hombre afectuoso, no muy perspicaz pero atento con los nietos, se acordaba de tener siempre helado en la nevera y cucuruchos. Eugenio recuerda cómo este abuelo, que se llamaba como él, el abuelo Eugenio, ponía el helado de tutifruti en el cucurucho de barquillo con una cuchara sopera. Y luego se quedaba mirándoles complacido. Eugenio recuerda el encanto del abuelo Eugenio viendo a los nietos dando lametazos al helado. De pronto, un año, al volver de vacaciones ya no se fijaba. Aún sonreía afablemente desde su sillón. Eugenio recuerda el alicatado de aquella pared de la casa estival y el sillón del abuelo y la inmovilidad del abuelo que sonríe ausente. Román no sonríe. Tan híspida es la situación ahora, los últimos tiempos, que puede descomponerse, o al revés: configurarse, mediante figuras geométricas: el rectángulo de la mesa cubicada, el quebrado de las sillas en las que cada uno de los dos se sienta. Hay una configuración de acrílico hiperrealista en el aire. El abstracto aire de la ausencia, de la demencia, de la negación. Eugenio se siente irritado ahora, así que dice:

—Tengo mucho interés en leer tu libro, tus memorias.

—No hay ningún libro, ni memorias, no sé escribir un libro, ni quiero, ni creo en la transmisión escrita del saber. Como recordarás lo nuestro fue siempre transmisión oral.

El retintín de lo nuestro funciona ahora como una pulla injustificada y Eugenio piensa que revela más lo enfermizo de su preocupación por Román que una intención real de este. Pero sin duda es un exceso de sensitividad, un estado mórbido, sentirse afectado solo porque Román hable de lo nuestro con un como retintín. Y sin embargo, el retintín, caso de haberlo en la frase de Román, no está del todo fuera de lugar. Lo nuestro fueron en aquel tiempo las clases de Román, sus clases de la facultad: dejaremos fuera los problemas que individualmente nos consumen —recordó Eugenio—, trataremos de alcanzar el vacío y el no-yo. Durante el tiempo que duren estos cursos nos ocuparemos de grandes asuntos, no de individuos, ni de vosotros ni de mí. Recordad que esto no es un curso de autorrealización personal, filosofar es un ejercicio de dejación de la vida personal, un desahucio del yo individual que conduce, con suerte, al borde de la conciencia transindividual, a la clarividencia y al sosiego.

—Tienes ganas de fumar, ¿a que sí? —comenta Román sin mirarle.

—Hombre sí, soy fumador. Ya sabes. Estoy tenso contigo, me apetecería echar un pitillo.

—Fuma.

—Gracias.

Eugenio enciende un Camel. Respira con dificultad. Recuerda, como quien lee un recorte de periódico, que el enamoramiento es un estado de facilidad respiratoria: un saber respirar o estar aprendiendo a respirar dentro de ese estado interiorizado y asfixiante en que el amor consiste. Cualquier clase de amor, incluso el amor filial, es asfixiante, quizá el más asfixiante de todos. Pero ahora está desbarrando, rebotando incomunicado en una situación intransitable. Al no haber transitividad ninguna entre los dos, al estar realmente solo Eugenio consigo mismo en aquella habitación, por más que tenga a Román físicamente enfrente, toda suerte de ocurrencias incontroladas emergían: evagatio mentis circa illicita.

Eugenio se levanta ya para irse. Cierra y abre con fuerza sus grandes manos de traumatólogo. Cree que está furioso y sobreactúa (una limitada serie de gesticulaciones reprimidas). Secamente sobreactúa el patetismo de este adiós que cree que será definitivo y a la vez lo contrario. Está furioso, no sabe qué le pasa. La imagen limpia de su despacho del hospital, su agotador orden del día, el cuidado de sus pacientes con sus rabiosos dolores de huesos se le aparece ahora como una salvación.

—Sé que estás desilusionado conmigo —dice Román—. Pero es injusto. ¿Qué esperabas? No he dado más de sí. Soy una celebridad menor con una obra literaria y filosófica exigua.

—¿A qué viene esto? Lo entiendes todo mal. ¿A qué viene esto que ahora dices? Tengo que irme, no puedo seguir aquí viéndote inmóvil. No sé qué hacer con tu inmovilidad. Creo que te inmovilizas contra mí.

En realidad Román se siente cohibido ahora. Lo que de verdad le ocurre en esta conversación con Eugenio es que se siente culpable y responsable y venido a menos. Siente respeto y ternura filial por este muchacho que ha llegado a ser un brillante traumatólogo y que siempre ha reconocido la deuda pedagógica que tiene con Román. Pero no puede hacer nada, no sabe qué hacer con él ahora, no se siente inspirado. La palabra inspiración es ahora relevante porque trae a la memoria de Román el tono de sus clases: lo cautivador para toda aquella generación fue que Román daba sus clases de introducción a la filosofía inspiradamente: les hablaba como si su discurso hubiera de transformarles y transfigurarles. Como habla un amante a su amado. Fueron los finales del franquismo, lo que llamaban el tardofranquismo. Un tiempo de agitación política. Y fue para Román, a contrapelo, un tiempo heroico. Román quería hacer ver con sus clases, con su ejemplo, que el compromiso político por vibrante que fuese, por actual y sincero que fuese, era menos importante, menos serio que el compromiso con la verdad tal y como se autoexpresa la verdad en los grandes sistemas filosóficos y, sobre todo, en la experiencia filosófica individual, que contiene siempre, si es pura, un grado de escepticismo y de ironía, de auténtico autoconocimiento y por lo tanto humildad también. Esta tarde de noviembre, Román recuerda su propia exaltación narrativa al ser escuchado por todos aquellos estudiantes del primer curso de filosofía. Esta tarde de noviembre, de pronto, al ver a Eugenio enfadado con él, recuerda su propia voz, alzada dos octavas, contando cómo la libertad es una necesidad conocida o cómo para Spinoza la fuerza de los afectos es equivalente a la servidumbre humana, cómo, aun viendo lo que para él es mejor, hace el hombre lo que es peor, como poseso de una enfermedad del alma, al experimentar un amor excesivo por objetos sometidos a muchas variaciones y que nunca podemos poseer del todo. Este recuerdo funciona en Román a contrapelo: no le hace sentir más afecto por Eugenio o más cerca de Eugenio, sino en cierto modo le enfría. Y agudiza su sensación de estar solo y no estar siendo entendido y estar siendo censurado. ¿No comprende Eugenio su desvalimiento? ¿Es que Eugenio es incapaz de comprender que ahora, al no tener a nadie a quien hablar, los alumnos, todo lo que dice o hace, tanto su elocuencia como su silencio, resbala hacia la insignificancia, hacia lo no reproducible, hacia lo indecible? Al no tener que dar ejemplo, al no tener que dar clase, ya no tiene nada que decir. Ahora que no ve a nadie y sus palabras no se amplifican en miles de almas o en cientos o en algunas, sus palabras se contraen, se arrugan, como un fruto reseco, deshidratado. Se siente Román deshidratado ahora, se siente odioso, y aborrece a Eugenio que le recuerda el tiempo sonrosado de la comunicación pedagógica. Eugenio está a punto de irse y de pronto se vuelve hacia Román y le dice:

—¿Por qué no escribiste más? A mí me da igual, para mí eres extraordinariamente importante, hayas escrito o no. Pero en cambio a ti no te da igual. A veces da la impresión de que estás resentido por no haber hecho lo que no quisiste hacer y eso es absurdo. Si hubieras querido escribir, lo hubieras hecho. Ese lado tuyo no se entiende. No te entiendo.

Eugenio se va desolado y Román se queda desolado también, espejeado, deslumbrado por la devoción de su antiguo alumno y, deslumbrado, sobre todo, ahora, por su propio desinterés, por la vacuidad de su alma. Se siente deslumbrado por este personaje inane que ha llegado a ser. Como si se asomara a un pozo y viese treinta metros más abajo, oyese, el eco de su imagen emborronado por el agua friísima y caliza.

La habitación, tan austeramente amueblada, este despacho como de un departamento de la facultad, tan impersonal, es ahora elocuente y dice eso: no hay nada. Hay solo lo que vemos. Y lo que vemos es nada o casi nada. La luz de noviembre se ha vuelto ahora una noche comparativamente cálida. Estancada. No hay ninguna decoración, eso es cierto. Y eso, esta ausencia de decoración es, a su modo, una verdad, pero muy vaga todavía. Es una habitación desnuda. La inmovilidad y la desnudez no son espirituales, no conducen a ninguna aclaración. Solo al vacío.

—Hablando no se entienden las personas —acaba de decir Eugenio.

—¿Lo dices por esta tertulia de la tele? —Elena está ahora mismo siguiendo un debate en Tele Madrid.

—No, claro. Quiero decir que las personas nos malentendemos a varios niveles, uno es ese del hablar todos a la vez y de querer dejar constancia de que cada cual es cada cual. Otro nivel es uno profundo, el de sentirse defraudado, desilusionado con alguien, relaciones que la conversación no ablanda, ni, por más que los dos hablen, se avanza un solo paso… El desafecto no se traduce a veces en distanciamiento o en silencio, sino en conversaciones que no se acaban nunca, como una pelota de ping-pong que rebota dentro de un envase de cristal, como un pez incomunicado dentro de un envase de cristal, como dos peces luchadores del Siam, de maravillosas plumas, agrediéndose mutuamente hasta quedarse los dos en las raspas…

Todo esto lo ha dicho Eugenio de un tirón, como entre dientes, cabizbajo. Elena baja un poco el volumen de la pelea televisada y dice:

—Vienes de ver a Román.