—¿Qué hace hoy el gran Boney? —pregunta a su hijo.
—Nuestro emperador arrasa en Austerlitz…
Roberta nunca le ha dicho a su hijo que uno de los lugartenientes de Wellington en Waterloo, lord Francis Skylark, es su tío. Ya le duele mucho a Will que el actual rey de Francia, Luis XVIII, antiguo conde de Provenza, y hermano del Borbón que degollaron, fuera uno de los antiguos «señores» de su madre. Dado el peculiar carácter de William, saber de ese parentesco ingrato, casi mítico, aumentaría la veneración por Bonaparte y su odio por lo que llama «pérfida Albión».
—¿Por qué no le escribes un día a Santa Elena?
—¿Y qué le digo, madre? «Mala suerte, amigo, a ver si la próxima vez que vuelvas lo haces algo mejor.» —Y como si se riera de su propia debilidad fanática, tan niño, levanta un índice y aboveda el tono—: Y volverá, délo usted por seguro.
Roberta Ferguson ríe con ganas y le llena de ternura el hecho de que, cuando aún era una criatura, William —y sólo William— estallase en risas sólo verla. El mero hecho de que ella existiera suponía el más grande motivo de felicidad. También es cierto que estuvo un mes, no esquivo, sino verdaderamente enfadado y sin dirigirle la palabra, cuando la vio hacer de lady Macbeth.
—Se va llenando la sala, ¿no lo oye, madre? —dice ahora William, dominando un espasmo, a fin de alejarla del campo de operaciones de Austerlitz. Ese modo de rechazarla fastidia a Roberta. No es nada perverso, desde luego, pero reconoce que le gusta seducir a su hijo, justo en el modo que desea seducir al único hombre, por llamarle así, que a veces le desprecia sin asomo de ira o de superioridad. Se limita a distanciarla como si le sobrasen las mujeres. Ha criado un castigador. Y qué diantre, su hijo de once años le vuelve muy femenina.
—Si quieres que te diga la verdad, Billy, visto desde aquí —y señala Roberta—, eso y eso otro…
—¿Se refiere a la formación del general Saint-Hilaire que tomó los altos del Pratzen y perforó sin piedad el centro enemigo?
—Exacto —y finge ella misma un carisma militar—. Ese despreciable y enclenque centro enemigo. Pues mira bien la formación de tu general…
Y William sólo mira a Roberta, y con impaciencia.
—¿No lo ves? —Y el índice de Roberta señala la formación de botones—: Si giras la formación, o la miras desde otro lado, ¿no te recuerda del todo a una flor de lis? Bueno, a dos. Una junto a otra. ¿Y no da que pensar la circunstancia de que Napoleón, sin darse cuenta, organizase sus ejércitos con forma de emblema borbónico? El emperador no se pudo deshacer nunca del estigma de los borbones…
—«Este ha sido el mejor día de nuestras vidas.» Eso dijo el emperador después de la batalla, madre. ¿Usted cree que en ese momento pensaba mucho en los borbones?
Roberta finge no escuchar —aunque lo del «mejor día» lo ha oído cientos de veces por otra boca— y añade:
—Además, la disposición de las tropas me recuerda también a un diván Imperio. O los ebanistas imitaban las estrategias de Napoleón, o Napoleón se inspiraba en sus ebanistas. Míralo bien: sólo falta que las recamieres, las josefinas y las paulinas se tumben sobre las líneas napoleónicas. Bueno, de hecho lo hacían.
—Yo no debería oír según qué cosas, madre…
—No, hijo mío. Tu obligación es disfrutar imaginando que ese mapa, esos botones y dedales son jóvenes destripados, inertes, verdosos, petrificados por la nieve. ¿No es esa la batalla en que cañonearon a miles de hombres cuando huían por un lago congelado, el hielo se partió y se ahogaron todos?
—Sí, pero era el enemigo…
—¿De quién? Miles y miles de muertos para que un retaco de Córcega se pasee ahora por otra isla aún más pequeña creyéndose que fue un gran personaje en otro tiempo.
William levanta la cabeza. La mira. Medita. Roberta ha sorprendido a su hijo con ese detalle de Austerlitz y va a aprovecharlo:
—¿Quieres que te cuente una batalla de Napoleón que desconoces? No es la más gloriosa, me temo, pero es la más importante.
—No, madre, agradecido, pero no. Me gustaría acabar la reflexión estratégica.
—Oh, desde luego… Pero te la voy a contar de todos modos. Estoy seguro de que Napoleón estará de acuerdo conmigo en un punto: cuando quien manda habla, el subordinado calla y escucha. Y eres un actor de mi compañía. Esta tarde, Roberta Ferguson, tu madre y jefa, ha aguantado un infame discurso sobre ballenas. Ahora mi hijo y empleado oirá un relato sobre conejos.
—¿Conejos? —William finge un súbito y desmedido interés con todo el sarcasmo de que es capaz, y Roberta le adora—: Oh, por favor, Mrs. Ferguson no calle nunca.
—De acuerdo, Mr. Ferguson. Si se empeña… Sin duda, conocerá usted al general Berthier.
Sorpresa en William. ¿Cómo sabe su madre el nombre del jefe de estado mayor de Napoleón, el general que marchó sobre Roma, tal que Alarico, Atila, Genserico y Odoacro?
—Pues Berthier, Louis-Alexandre —un mohín en su hijo, a quien le avergüenza que su madre pronuncie el francés «demasiado bien»—, uno de los combatientes, por cierto, bajo las órdenes de La Fayette de nuestra guerra de la Independencia, no sólo manejaba lo que hubiese menester en las batallas de Napoleón, sino que también organizaba actos protocolarios de índole, digamos, similar. Me refiero a cacerías. Así, a las afueras de París, en lo que habían sido cotos reales y en ese momento eran cotos imperiales, se organizaban fastuosas partidas de caza. No escaseaban los batidores, fusileros o escopeteros, o como se les llame y, lo más importante, cientos de conejos que para la ocasión el mismo Berthier había soltado por aquellos bosques. ¡Napoleón no iba a echar a perder la jornada tras una liebre solitaria y esquiva! El emperador necesitaba, como bien sabes, hijo mío, un auténtico frente… enfrente. ¡Ejércitos de conejos! ¿De acuerdo hasta aquí? Así que Berthier ha soltado los conejos que retozan entre la hojarasca. Pero, ay, amigo, al infalible jefe del estado mayor se le ha escapado un detalle. Y un detalle es primordial, y más en la puesta en escena de la grandeur…
—¿Cuál era el detalle, madre? —pregunta William sin mucho entusiasmo: le interesa más que su madre abrevie la historia que la historia misma.
—Los mismos conejos. No eran salvajes. Eran conejos de granja. Apacibles y blancos y algodonosos conejitos domésticos. Así cuando il grande Napoleone avanzaba con el arma cargada, el paso lento, la mirada sagaz, en busca de una presa, las supuestas víctimas aparecieron a su alrededor brincando de júbilo ya que le habían confundido con el granjero que las alimentaba. Y allí que se fueron los conejos, straigth to Boney, para que les diera su lechuga y sus zanahorias. Napoleón ve aquello y se confunde mucho, imagínate. Por un lado, aquel ataque de los conejos parece una carga de caballería del mismo Murat y, por otro, era evidente que no se puede disparar a unos animalillos que, en lugar de esconderse, desean comer en la palma de tu mano. Así que el emperador retrocede y ordena retroceder a, llamémosle así, su ejército. Primero, no muy deprisa por si los conejos cambian de opinión. Después, a la carrera, porque los conejos no sólo aceleran el brinco al ver cómo se les escapa el supuesto alimento, sino que, dejando una columna que perfore el centro, se abren en uve para rodear la vergonzosa retirada. Como una flor de lis, en efecto. A Napoleón sólo le queda el refugio del coche imperial.
Ahí es cuando Roberta sitúa el carrete de hilo azul en el centro del bosque imaginario y coloca tres hileras de botones: una ataca de frente y otras dos rodean el carruaje por los flancos. Y prosigue:
—Después de la maniobra, los conejos asaltan la diligencia. Asustan a los caballos, trepan hasta la cabina, hociquean por doquier, se suben al bicornio ribeteado de oro del emperador y buscan su lechuga colándose en las botas. Hecho una furia, Napoleón da la orden a Berthier de regresar a París a toda prisa y le maldice, al mismo tiempo que se sacude los conejos de la ropa o los va arrojando por la ventanilla. Ni la retirada de Rusia, hijo mío. Allí, en vuestra Santa Elena del alma, cuando medita en sus grandes errores, lo que le viene a la memoria es aquel ejército de conejos…
—Una historia que hincha los párpados y desencaja la mandíbula, querida madre. ¿Cuánto falta para la función?
—Un cuarto de hora…
—Pues dé una vuelta por ahí, Mrs. Ferguson, supervise la buena marcha de la compañía y, mientras emula la capacidad organizativa de Berthier, invéntese otra historia.
El asunto es que el espasmo facial de William ha desaparecido. Roberta ha comprobado que los remedios para ese mal transitorio se parecen a los del hipo. Un susto, tragar sorbitos de líquido, confundir a alguien con un relato que, de algún modo, altere la respiración… Lo gracioso es que ella no ha inventado la historia. Se la contó el que, de entre los muchos enemigos del corso, si no fue el más temido, resultó el más entregado a la causa: Martin Deville. Mientras entreabre la puerta que da al salón de actos para comprobar si se halla bien dispuesto el decorado —un remedo del salón de recepciones en el imaginario principado de Rasmidessen—, recuerda por un instante la cabezonería del español.