Mrs. Ferguson se viste de princesa y mira el océano. «De algún modo estoy en Inglaterra y esto será lo más parecido a Inglaterra que encontraré…» En eso piensa, antes de valorar su figura en el espejo: la imaginaria vestimenta de nobleza báltica es de un rojo inconveniente, excesivo, teatral, emblemático.
Como el público gusta, así debe ser.
De regreso a la ventana, las columnas de humo se elevan de las chimeneas, se entrelazan unas a otras y confabulan para qué Mrs. Ferguson no se haga idea cabal del paisaje: bello, plomizo, melancólico, exuberante o monótono, según la hora y las ilusiones de quien lo disfrute. El pueblo, Halifax, Nueva Escocia, es un cúmulo pardo de cantinas, factorías balleneras y de salazón y faros de cenefa roja en lo hondo de una bahía. En cada huerto de cada casa, revuelan gallinas crispadas por la murga de quien parece el mismo gallo: medio desplumado, aturdido por el mal del viento, envenenado de salitre… Ahí donde abundan historias de piratas y excéntricos marinos, cabría imaginar a ese desquiciado terror de los corrales con parche en el ojo y pata de palo.
La sala de actos del ayuntamiento será esta noche el teatro. Los querubines de la Alegoría del Comercio Marítimo en los murales, el único público aliado; el resto, una incógnita habitual: dueños de flotas pesqueras, profesores del King’s College y de Saint Mary, oficiales de navío y un surtido de esposas y señoritas casaderas. Una plaza engañosa, delicada, como solía decir su madre. Un lugar bien remoto.
A pesar de las inquietudes del estreno, en cuanto olvida la calculada agitación tras bastidores improvisados, Mrs. Ferguson se acoge al recuerdo y vuelve a Chantilly y a Versalles. La edad, los partos, las cinco mil tardes y noches de comedia, la silvestre espesura de la vida, América, han hecho que Mrs. Ferguson halle delicioso el fugaz regreso a paraísos perdidos. Así, el mar tiene el mismo color de los ojos que lo observan y de los salones de Chantilly. A lo lejos, con audacia, una ballena azul salta, se zambulle ladeada, como si se mofase de los pescadores que observan desde el muelle. Tras la caída y el sacudir de la cola, antes de hundirse, lanza un surtidor al cielo, aún malva y ya algo cobre. Y el agua se irisa en abanico, y en nada es neblina de espuma pulverizada. En el muelle, los pescadores fuman sentados en barriles, tejen redes, discuten graves asuntos y —eso imagina Mrs. Ferguson— se relamen los labios cuarteados al imaginar la captura de la bestia. De pronto, sin obligación ninguna, por mera superstición, se descubren los gorros de lana al paso de tenaces jesuitas. Los sacerdotes de la Compañía, renacidos por la bula Sollicitudo omnium ecclesiarum, diligencia tras diligencia, al viento la sotana, buscan desde hace días un vehículo que les lleve a tierra de algonquinos. Antes de que mil zozobras trasladen esa cabellera de la cabeza tonsurada al glorioso mástil de combate de un jefe indio, los curas remolonean junto a los barcos, piel blancuzca se derrama sobre el erosionado muelle en salpicaduras de leche agria.
Y conseguirán irse, sin duda. También esos jesuitas.
Ese mediodía, y según es costumbre de la empresa, las mujeres del teatro Ferguson se han paseado por la calle principal, contoneándose lo justo a la sombra bien inútil de parasoles, mientras los hombres encolaban pasquines en los muros y declamaban párrafos de la comedia que esta noche se representará con fabulosa decoración, elaborados trucos de tramoya y mucho efecto. La prudencia de los comediantes no ha sido óbice para que esas mozas rechonchas, universales, que al reír cubren la dentadura con la mano y se echan unas sobre otras en cariñoso ángulo, hayan repetido alguna rima como si fuese invitación a la lujuria.
A mitad del paseo publicitario, Roberta Ferguson ha creído inútil y ridículo el despliegue de parasoles. Por ello, en su condición de capitana, ha ordenado arriar velas. En Halifax el viento rebosa hedor de cachalotes despedazados en las rampas, esos huesos gigantescos que anuncian al europeo lo colosal del mundo americano. Así, cuando el paseo termina en las factorías balleneras y, como si el final del camino acechase una especie de muerte, los charcos son de sangre y el olor es de sangre cetácea, una alegoría, exagerada esta vez, de la gran carroña marina que emana de todo y todo lo impregna. Ante la curiosa mirada de los empleados indios, negros y noruegos, Roberta Ferguson ha llamado la atención a las actrices sobre el revuelo de faldas y el asomar de enaguas, no fuera que cualquiera de esos obreros, jesuitas, reverendos o pueblerinas llegaran a confundirlas por lo que, al menos algunas, no eran. El viento gasta sus bromas y, así, al final mismo de ese paseo, arrugados ya, saltando por las rocas y enseguida perdidos tras la cortina de niebla salada, se alzan al cielo los mismos volantes que los hombres han repartido más atrás: «La compañía teatral Ferguson de Boston, Massachusetts, en su tournée veraniega por las más distinguidas localidades, se complace y enorgullece en presentar la exitosa pieza del afamado y aplaudido autor Chester Winchester El buen visionario o Lo que sé de los vampiros».
Esa misma tarde, para aliviar suspicacias sobre lo decente de la comedia, el marido de Roberta le ha pedido que exhibiera en el salón del alcalde esas antiguas maneras, tan del gusto de villanos prósperos, que contase las bobadas de siempre pinzando la taza, el meñique erecto. Mrs. Ferguson, vestida de un gris puritano sin escote ni alhajas, se ha enfrentado a la Comisión de Espectáculos Edificantes, un juego de té, gastado mobiliario Chippendale, tapices y un aire de imposible nostalgia por esa Inglaterra donde jamás ha vivido ninguno de los contertulios. Mrs. Ferguson ha relatado por enésima vez el aura de presagio que rodeaba la melancolía de María Antonieta en los olorosos jardines del Pequeño Trianón. Una mentira que ha acabado por creerse —María Antonieta estaba hecha unas pascuas, confiada en los regimientos acampados por los alrededores—, del mismo modo que no le ha sido muy difícil creer el tipo de las jacobinas desgreñadas, melladas, gordas, brujas y asesinas. Además, y con ese gesto delicado de quien escucha con verdadero interés, ha soportado una amplia charla del alcalde, hijo de daneses, sobre el origen de la dinastía Rasmidessen —el nombre de la princesa que Mrs. Ferguson interpreta—, un recurso de cierta sonoridad que inventasen su propio marido y monsieur Deville, quienes firmaron la obra con el seudónimo «Chester Winchester».
Durante la soporífera velada, el alcalde ha creído oportuno informar sobre la producción del aceite de ballena en Halifax, sobre la necesidad de hallar métodos de conservación para la carne de crustáceo, sobre la importancia de sus dos universidades, sobre —y que, como francesa, le excusara— la buena paliza que en esos mares la flota del rey Jorge diera a las huestes ultramarinas de Napoleón. Deslizándose por sendas que ha creído del agrado de una empresaria teatral, el buen alcalde se ha extendido, con cierto alborozo, en el relato de la enorme cantidad de naufragios que se registran en la costa, cuyo invierno se ameniza con tempestades mayúsculas y corrientes imparables. Y algo bien curioso: ni un sólo cadáver ha alcanzado jamás las playas, pero en cambio los niños del lugar hallan distracción excelente en rescatar los numerosos objetos que el oleaje posa en la orilla: instrumentos musicales, cajas de sombreros, banderas, sextantes, relojes, bolsas de cartas que nunca llegarán a destino, sillas, vestidos antiguos, tableros de ajedrez y mesas de billar…
—Muy sugestivo… —se le ha ocurrido decir a Mrs. Ferguson.
Además, el alcalde se obliga a informar que Halifax es, por así decirlo, la antesala del legendario paso del Noroeste, el cual, a través de la inexplorada región de los hielos perpetuos, se inicia en Terranova y llega a Japón y a Rusia. Un descubrimiento que durante siglos trajo de cabeza a los más intrépidos aventureros y, al fin, tras muchas exploraciones y penares, ha quedado en nada. La autoridad municipal ha resumido el fracaso en que no hay rendimiento ninguno en el paso, exista o no: sólo las ballenas pueden cruzar el indómito corredor. Sin duda, los comediantes harían una magnífica obra con esa historia legendaria.
—¿Me sugiere su excelencia que interprete a una ballena?
Se ha atragantado el alcalde y un polvo de bizcocho ha saltado en carcajada de la boca de su consorte, la muy paleta. El tímido —y enamoradizo, vaya que no— decano Cronwell ha salvado la situación: los balleneros de Halifax aprovechan la fatiga de los pobres cetáceos quienes, exhaustos por el viaje a través de los hielos, descansan frente a las costas de Nueva Escocia, orgullosos de su hazaña, y allí chapotean y allí son arponeados. Algo de pathos sí posee la anécdota, eso no lo puede negar Mrs. Ferguson.
Enseguida, Mrs. Ferguson ha buscado su propio y útil paso del Noroeste en la conversación para alcanzar las playas convenientes: la mucha distracción que posee la obra que se va a representar durante las próximas semanas y, no menos importante, el sano didactismo que muestra. Triste en algún momento, descacharrante en ocasiones, con pathos a raudales, siempre amena, del todo edificante, muy completita, damas, caballeros, reverendo, excelencia.