Camina hacia atrás, las manos aferradas a su carpeta, y la carpeta a las rodillas. Es su espalda la que busca el consuelo de una pared, y al fin lo encuentra. Su mente, llena de mazmorras, vislumbra el abominable destino de Roberta, cubierta de harina, rodeada de espectros, vampiros, parodias…
No cuesta adivinar lo ocurrido. Han apresado a Rivette y, en su demente maraña de conjura, ha dado los nombres convenientes. Martín halla un indicio en la vaguedad del término «compañía Marceau», la única información sobre los comediantes al alcance de Baptiste. A cambio de unos nombres y unas direcciones, Rivette no sólo ha salvado su pellejo: ha maquillado aquel otro Rivette, el domador de reyes, quien conocía los pasos de la degradación y de la dignidad, los gestos perfilando en el aire un modelo futuro, ideas que en dos años se han vuelto polvo decrépito, espectros, vampiros, parodias…
Y Martín piensa enseguida: «No, no ha podido ser Rivette, sino Emmanuelle quien ha dado esos nombres. El mérito de la pureza. Una cuenta nueva, una limpia biografía. Lo necesario…».
Entregado a la tarea de una divagación urgente y confusa, no ha sido difícil para Martín ratificar la segunda sospecha, porque es la misma Emmanuelle quien ahora sale de la casa de la Rué Grenelle discutiendo, como es costumbre, sobre la necesidad. Un vestido verde oliva de cuello alzado, ojos de cielo parisino, la Amante de la Revolución, la convulsionaria rendida a la comedia de la carne. Los pintores retratarán esa figura con arrobo, lamerán el óleo del lienzo en cuanto logren la exacta sensualidad de la figura. Los revolucionarios del mañana —porque esta situación se regocija en no acabar nunca— celebrarán la memoria de su generoso coño si alguna vez el arte oficial abandona la mojigatería a la que ahora se acoge. Los poetas, sin duda, cantarán el martirio de la heroína a manos de un españolito repugnante.
Emmanuelle se separa del grupo. Quizá vuelva a los Cordeleros, satisfecha de su gestión delatora, otra culpa expiada. Ahora lleva prisa, no hay duda. Conoce demasiado bien el camino de las buhardillas de Tissot al convento de San Francisco, toma los atajos y se pierde en soledades de patios umbríos, la borrosa marca de casillas de una rayuela en tierra, charcos de orinales volcados, una colonia de sapos minúsculos, saltarines, las huellas de tacón perdiéndose en la primera esquina, pero no en la segunda. Martín la asalta en la soledad de una placita. «Espera, Martín, tengo que explicarte…» La empuja, tira de ella hasta la trasera de una herrería, desde el fondo llegan en silbido antiguas canciones militares, entre el rítmico chasquido en el tas. «No seas loco tú también, por favor…» Cuando la agita y los pulgares enrojecen el nacimiento del cuello, aturdido de su propia fuerza y de la mucha confusión, sin pensar, ni organizar las palabras en francés, Martín no pregunta, ordena:
—Roberta… Dónde… Ahora…
—No lo sé, Martín. Suéltame, por favor, no seas loco te digo. Llevo toda la mañana yendo y viniendo de un sitio a otro en cuanto me he enterado de lo que ha hecho Baptiste. Y me siento responsable…
—Roberta…
Asintiendo de forma repetida, exhalando esforzada el aire, Emmanuelle sigue con su relato:
—… Ha entrado jadeante, maníaco, en los Cordeleros en cuanto se ha sabido lo del armario de hierro y las cartas de Mirabeau. Venía con su historia bien aprendida y se la ha recitado como una lección al ciudadano Desmoulins. El ciudadano Desmoulins me ha dicho que no le creía del todo. Que no le creía casi nada, en realidad. Pero tal era la esencia de la historia que no importaba quién fuera inocente porque todos se volvían sospechosos. Mi marido te ha acusado de espía, de agente contrarrevolucionario, un aventurero que los prusianos enviaron en cuanto se inició la agitación en Francia. Te hiciste reclutar por Mirabeau y luego inculcaste a Baptiste las ideas más conservadoras envueltas en erudición clásica. Ha traído el manuscrito de aquel príncipe danés o teutón como si fuese un ideario. Un canto a la tiranía monárquica. Lo peor es que cree todo lo que dice. Su locura le ha convencido. Y estoy casi segura que siempre supo de nuestros encuentros y quizá por generosidad, por debilidad, por pura tristeza… Algo culpables somos…
«Sí, lo que faltaba…», se dice a sí mismo Martín, a quien nada importa la incongruencia demente de Rivette, antes de vocear y sacudir:
—¡Por Roberta pregunto! ¡Roberta!
—¿No ves que lo intento averiguar? ¡Y suéltame! Soy tu única esperanza, Martín, reflexiona. Y con el loco de Baptiste tengo bastante.
Emmanuelle lleva razón. Sin embargo, Martín ha de ser prudente con cada palabra de ella, con cada indicio de ese cuerpo que, de pronto, y con qué facilidad, le es del todo ajeno, aunque las caras estén húmedas y las miradas se rehuyan y los alientos se mezclen en la agitada respiración de antaño. Y en el callejón revuelen espectros, vampiros, parodias…
—Tú has ido a la buhardilla de los Marceau…
—Eso mismo, Martín. Para avisarles. Baptiste ha dicho que, si te enterabas del incidente del día, ya no tendrías valor para volver a la imprenta. Que irías directamente allí, que los cómicos también eran espías. «Su enlace», ha dicho. Y, ante la duda, les han inscrito en la lista de sospechosos. Yo me escondía de Baptiste, claro, como me llevo escondiendo desde hace meses. En cuanto me han explicado su delación y sus razonamientos, he ido a esa casa para, al menos, enterarme de algo por Leblanc. Y ahora, escucha. He tenido que fingir que maldecía al pobre Leblanc para subir hasta allí arriba…
—¿Quieres decirme de una vez dónde están?
—Allí no había nadie… No lo sé, Martín. No lo sé… Ni el viejo idiota estaba. Se han ido… Y tú has de irte también.
Y suéltame, por favor…
Martín, sin lograr tranquilizarse, mira en todas direcciones hasta que vuelve a los ojos de Emmanuelle, que no imploran, desde luego. Sólo muestran o simulan franqueza, pesar y alerta. Debe soltarla y mostrar confianza o, al menos, si es cierto que quiere ayudarle, no forzarla a cambiar de opinión.
—Gracias… —dice ella. Y mientras se arregla el cuello del vestido y mira también en todas direcciones, informa—: Le han detenido…
—¿A quién?
—A Baptiste, por supuesto. «Es necesario…», han dicho.
Y no se lo han llevado a prisión porque su historia sea absurda. Ese estar fuera de sí y la misma extrañeza de todo lo que cuenta hace verosímil el testimonio. Además, para Mirabeau han trabajado muchos, el mismo Desmoulins sin ir más lejos. Venía por casa… ¿te acuerdas? Pero la necesidad razona de modo muy tajante. Por eso le han dicho a Baptiste que si durante estos años ha reunido pruebas suficientes para denunciar a un espía realista y no lo ha hecho, eso es delito…
—Roberta, quiero encontrar a Roberta… —a Martín le importan muy poco los legalismos y sus paradojas.
—Puedo ayudarte a escapar, Martín.
—Escucha, puta. ¿No eras tú quien decías aquello de que pasara lo que pasara me aferrase a mi hija? Pues ahora pasa todo lo que puede pasar… Ahora «es necesario» que la encuentre.
—Me has entendido mal, Martín. Cuando hablaba de ti, hablaba también de ellos. Os ayudaré a todos. Pero tienes que pensar y decirme dónde se esconden. Algún lugar que ellos supieran. Donde pudieran estar seguros si alguien les avisaba con tiempo. Y les han avisado con tiempo…
Enseguida, como si notara que unos costurones en el pecho trazaban un mapa, Martín se lleva la mano al corazón y lo palpa y entiende. Enseguida, palidece y entonces las manos ascienden lentas a la cabeza.
Emmanuelle comprende cada uno de esos gestos y exclama, quizá sincera:
—Ay, no, Martín, no me digas que piensas lo que estoy pensando…
La mucha comunión de los cuerpos, sus silencios, ha dado un fruto inesperado cuando más falta hacía.
Por ello, tras una apresurada carrera por París, y un vistazo infructuoso a los muelles del Sena, quemando una última esperanza de encontrar a los comediantes en una situación que, sin abandonar el peligro, no resultase fatal, agazapado aquí, volando allá, miradas circulares y retrocesos súbitos a embocaduras negras, la insignificancia física de Martín se agolpa enseguida, y con no poco riesgo, ante la librería-imprenta Bainville. Entretanto, Emmanuelle ha ido a los Cordeleros para, según juramento forzado ante el crispado Viloalle, hacerse con una orden y la firma necesarias.
Ahora, el dibujante, la carpeta ante la cara, simulando trabajar, se ha refugiado entre un corro vengador de esa mayoría del vecindario que ahora se explica sin asomo de duda la excesiva prosperidad de Baptiste Rivette, el gran tartufo. Ante ellos, una bandería de sans-culottes amontonan en carros piezas de maquinaria y en el suelo pilas de libros y periódicos. Y vuelven a leerse nombres en la puerta de la librería-imprenta Bainville, listas que se perfeccionan con algún detalle de oficio, «Legandre, Gastón, abogado», o de nación, «Deville, Martin, español». La compañía Marceau se ha desgranado en nombres particulares y se han recitado incluso los de aquellos que ahora mismo combaten en el frente del Rin. De vuelta de los Cordeleros, Emmanuelle, quien tiene a Martín en un puño, y ambos lo saben, entra en el que fuera su hogar sin buscarlo ni un momento en la abigarrada multitud. Sale pronto, anudándose en la cintura un chal de lana que ha rescatado del saqueo: indaga, observa, hace valer su encanto y quizá por ello consiga informaciones. Pese a la generosidad de su sonrisa, llena de promesas, no ha podido evitar que unos espontáneos empujen a los mirones hacia los extremos de la calle para abrir un espacio en torno a las pilas de libros. «Acrisolemos el estiércol de esta pocilga contrarrevolucionaria», vocea un instruido y se prende la hoguera. Las pavesas de Cartas a mis lectores, Della Magnificenza ed architettura de’romani, La herencia de Graco, El pueblo contra el pueblo ascienden al cielo en voluta caprichosa, últimas chispas melancólicas. Y de nuevo sale Emmanuelle por la puerta, sin lucir esta vez sonrisa, y exige a todos aquellos que apaguen las hogueras y el cese inmediato del saqueo bajo amenaza de tomar nombres en la orden de detención que trae firmada por el ciudadano D’Anton. Al parecer, piensa Martín, han vuelto las lettres de cachet, aquellas cartas rogativas en blanco con sello real que los nobles guardaban en sus despachos y con las que mandaban encarcelar a quien les viniera en gana. Otro gran avance, pues, hacia la felicidad… La respuesta del cabecilla de los vándalos a las exigencias de Emmanuelle sólo es un gesto de arrogancia y, al instante, la no tan dulce montañesa le pide su nombre. Esta vez, entre el típico y soez regaño de la chusma, el cabecilla manda parar, salir, apagar. Cuando ve satisfecha su exigencia, Emmanuelle hace un aparte con ese hombre, le formula una pregunta, y desde su escondrijo de cuerpos, Martín entrevé una negativa silenciosa. Cuando la marea humana, magnetizada por el continuo frisar, sigue la marcha de los carros y se despeja la calle, algunos índices señalan a Martín, alguien se acerca a golpearle y, sin reflexión ninguna, el de Viloalle se lanza contra el acusador. Afortunado en la sorpresa, lo derriba sobre las ascuas de la hoguera, y en la confusión de la quemadura y el hollín, el hombre se paraliza. El de Viloalle golpea con un adoquín y, al primer golpe, recuerda que siempre saludaba a ese hombre de ahí abajo con una sonrisa y, al segundo golpe, recuerda que se llama Laurent, y hasta su apellido, Carriére, y el tercer golpe le informa que es comerciante de vinos y que más de una tarde jugó a la baraja con él y Baptiste en la trastienda de esa imprenta desolada. La cara es masa ensangrentada y los ojos, sueltos, recuerdan dolorosamente los de un loco jesuita misionero en una bandera de enganche de Hannover.
El de Viloalle arroja la piedra y se incorpora muy despacio sin dejar de mirar el patetismo de la cara desposeída de todo gesto, y aún suplica la boca hinchada en el rostro ciego que, por favor, detenga el castigo, por favor, que alguien detenga a esa pequeña bestia pelirroja, iracunda, por favor, desesperada.
Martín entra en la tienda entre abucheos de espectros, vampiros, parodias…
—¿Quieres que te maten, por furia o por ley? —le pregunta Emmanuelle, muy turbada por ese arranque inédito de furia, mientras corre el tablón de la puerta golpeada.
—Roberta… —es lo único que pronuncia Martín, incapaz de dominar el temblor de sus piernas, levantando una silla rota que encaja en la pared.
—Aquí no están, Martín. Puedo conseguirte un coche y un pasaporte. Decídete ya.
—Dame algo de beber, Emmanuelle. Algo fuerte…
—¿No me oyes? Debes irte. Esta misma madrugada como muy tarde…
Martín se levanta y sube la escalera. Entra en el salón a por la botella de aguardiente. En torno a los restos de la araña desparramada en el suelo, muebles desfondados, marcos desarmados, grabados pisoteados, velas espachurradas. Pese al caos del registro a fondo, hallará el licor: los saqueadores pueden quemar libros, vestidos, cualquier objeto que el criterio más anómalo valore contrarrevolucionario, pero no pueden beber. Al menos, tienen prohibido robar botellas. Y ahí está, en su mano, en su garganta, un empalagoso regusto de hierbas medicinales, la quemazón astringente que ha de serenarle. Emmanuelle, al pie de la escalera, exclama:
—Es inútil, Martín. No puedes encontrarlos. Hazme saber dónde te diriges y yo…
No la escucha. Sigue bebiendo a gollete. La tarde se refleja en el vidrio de la botella y rebrilla y oscila el salón azul, malva y cobre. Todo está hecho una ruina. Una auténtica ruina.
Sale al pasillo y le grita a Emmanuelle, que sigue en la imprenta:
—¡Esto es un desastre!
—Ya… —es la respuesta. Emmanuelle camina de un lado a otro. Por la ágil cadencia de sus pasos se deduce que no se detiene ante nada, en nada posa la vista, no observa, ni examina. El de Viloalle la entiende demasiado bien.
Martín llega a su cuartucho donde ha pasado un vendaval: la cama está al revés, los cajones de la cómoda por el suelo y boca abajo. Sin reparar demasiado en su acto, recoge su lámina del Campo Vaccino con la huella de una bota y lo guarda en la carpeta. El agacharse hace que repare en el suelo, y al mirar las tablas sonríe y casi grita de alegría al arrodillarse. Porque su escondite asoma tras hacer palanca con el lápiz y ahí está la bolsa de oro sin el oro que ya ha gastado en el último año. Sin embargo, el descubrimiento le lleva a una deducción: la ineptitud de los saqueadores es su cómplice. La rigidez de las normas de registro, esa pureza llevada a lo metódico y policial es amiga de Martín: «la mente es un sofista que lleva la virtud al cadalso». Así es: obedecen órdenes tajantes, un reglamento. Y esa idea acompaña como una estela a Martín mientras corre por el pasillo y al entrar de nuevo en el salón, y al evitar, casi con respeto, el retrato en el suelo del difunto monsieur Bainville, Martín pega el oído en la pared, abre la puerta de doble hoja y desliza el panel.
—¡Emmanuelle! —grita, porque no puede gritar «¡Roberta!» al descubrir a los cómicos apretujados, y a Roberta con ellos.
Y los comediantes respirando hondo, cautelosos aún, se sorprenden de tanta alegría —y Roberta, la que más—. Y enseguida preguntan qué sucede, por qué llora, que se explique.
—He vuelto a destrozar la cabeza de un hombre y eso no está bien… —es lo único que se le ocurre decir.
—¿Tú? —pregunta Rosella, casi en burla.
Y él quiere asentir y busca palabras. Es necesario que salgan del escondite despacio. Y los cómicos estiran los miembros y sacuden sus ropas como quien se desprende telarañas, espectros, vampiros, parodias…
Es Rosella, por supuesto, quien le separa del abrazo a Roberta, y es el enano, cómo no, quien da la nota cómica al requebrar a Emmanuelle y su escote en el momento menos oportuno, mientras ella se agacha a recoger decorosamente el retrato de su padre.
Rosella da instrucciones a Catherine y a Roberta para que acerquen una silla a Benvenuto. Desde luego, Emmanuelle no sólo despierta la suspicacia siempre en guardia de Rosella Fieramosca. Quizá le reconcoma el odio que deriva de esa imagen engañosa que ve en ella, la situación que le supone; quizá lo que Rosella hubiera soñado, un halo de poder y decisión, una hermosura menos refinada que inevitable. También le fastidia lo que representa. Pese a ello, y sin dejar el interés que la ocasión requiere, su cortesía no deja de serlo al preguntar:
—¿Es su padre, señora? —y cuando Emmanuelle afirma en silencio, Rosella prosigue—: Un caballero apuesto, serio, come Dio comanda. —Y sin que venga demasiado a cuento—: Ahora dicen que cambian los tiempos. No sé… Esta mañana, el señor Leblanc nos ha avisado del peligro sin detallar mucho. Se fingía firme, inalterable el ánimo, como si le amparase una razón poderosa sobre algo. ¿Qué ha sido de él?
Ni Emmanuelle ni Martín contestan. Al cabo, a Rosella tampoco le importa mucho obtener una respuesta. Y sigue explicando:
—Hemos cruzado París para venir aquí, donde Martino. Hemos llegado y no había nadie. La puerta abierta y nadie. Era una casa fantasma. No había pasado ni un cuarto de hora, cuando hemos oído un bullicio, ya sabéis, «ese» bullicio. El mal zumbido. He mirado a los míos y les he dicho: «Estos no son anticuarios, pero son libreros. Y padre tenía su escondrijo para las láminas guarras en el salón. Hemos subido, hemos buscado. Y ahí estaba. Ha sido mi padre, Benvenuto Fieramosca, quien lo ha señalado, ahí donde le ven, il poverino…»
Y Benvenuto, la boca torcida, la mano alzada, la palma extendida, lleva tiempo reclamando la atención de Martín en solicitud imperativa de un óbolo. Y Martín entiende al fin que sólo él provoca ese gesto en el anciano. Pero no es ahora momento para indagar motivos.
—Bueno… —advierte Martín—: Hay que irse…
—¿No es este buen escondite? —pregunta Roberta.
—Tú, calla… —censura Rosella, y enseguida hace la misma pregunta. «Hablo yo y nadie más» es el mensaje. Y enseguida, al tanto de quién lleva el mando de la situación y quién dispone de la influencia necesaria, se dirige a Emmanuelle—: Señora, sé que en el pasado no he sido muy afectuosa con usted. Le pido disculpas. Díganos qué hacer y así lo haremos.
Emmanuelle mira a Martín como si fuera él quien tuviera que decidir por todos. Una magnífica elección: el de Viloalle lo ignora todo más allá de las puertas de París, la situación de los caminos, cuál es el grado de afección revolucionaria en los distintos pueblos y ciudades, dónde se hallan los puestos de vigilancia…
Emmanuelle dirige la vista al suelo un instante y ahora el refugio de esas lágrimas contagiosas son sus hermosos ojos. Sin arrebatos de duelo, sin un sollozo siquiera. Esa mujer no puede hacerles ningún daño. Traga saliva, explica:
—La situación es esta. Todas las puertas de París están cerradas y en días como el de hoy se requiere un salvoconducto especial sellado por la Comuna. Os lo conseguiré esta misma noche. A partir de ahí, y no es mi deseo ser malinterpretada, es cosa vuestra si os detienen, o que sepáis distinguir a quién se muestra ese salvoconducto y a quién no… Se puede dar la circunstancia que os detenga alguna partida de realistas. Sobre todo, si os dirigís al norte para cruzar las líneas. No os recomiendo esa posibilidad. También es posible que mañana ocurra algo que sea consecuencia de lo de hoy. La mayoría quiere procesar al rey. Es lo debido. Pero algunos planean asaltar el Temple y arrastrar al gordo Capeto por todo París.
Los comediantes guardan cabizbajo silencio ante esa referencia despectiva al monarca.
—Aquí, el ciudadano… —Emmanuelle señala a Martín cuando se dirige a Rosella—: …me ha insinuado en alguna ocasión que su mayor deseo es dirigirse a Inglaterra.
—No se equivoca… —y Rosella, muy en su papel, aunque ya algo sobreactuada, añade—: ciudadana benemérita.
—La mejor decisión sería ir a Bretaña. Los de allí no son los puertos más cercanos, pero es la región más desafecta a la revolución. Nos llegan quejas continuas de que los contrabandistas del lugar se enriquecen haciendo llegar emigres a los barcos ingleses del cerco naval. —Emmanuelle les mira uno por uno como si hiciese recuento y dice—: Son cuatro mujeres y tres hombres. Les haré un salvoconducto con seudónimos… Deben recordarlos, es importante. La guardia y los soldados suelen usar el truco de llamar a la gente cuando está de espaldas, casi en susurro, y esperan que se vuelvan en el acto. Si no lo hacen, o dudan, les prenden. —Emmanuelle sigue pensando, la mirada en el suelo, y siempre en el suelo, evita valorar dónde se halla, qué ha pasado con su vida. Y dice—: También les haré llegar unos libretos con comedias revolucionarias. Siempre les ayudará a… a decir la verdad. Que son cómicos que se dirigen a Bretaña a representar obras que adoctrinen a los elementos refractarios del país. Los salvoconductos insistirán en su condición, no se preocupen.
—Además —añade Martín—: siempre nos podremos ganar la vida mientras buscamos a los contrabandistas.
Rosella le mira sin decir palabra, un mohín algo prepotente. Roberta se limita a secarle la baba a su abuelo, quien ha encontrado mucho gusto a la insistencia en pedir limosna.
—Cuando salga, atranquen la puerta. No enciendan una vela. No hagan ruido.
—¿Cómo sabremos que es usted quien llega? —pregunta Rosella.
—Lo sabrán…
Martín acompaña a Emmanuelle hasta la puerta. Admira como se desanuda el chal, se lo lleva al cuello y, luego, se ajusta las horquillas del pelo, los brazos alzados en rombo, en catapulta el pecho exuberante que comba el corpiño de algodón. Martín va a decir algo y no lo dice; quiere acariciar y besar, pero no se atreve, ni sirve ya de nada, salvo para estimular un rechazo o una mueca inoportuna. Y se desvanece la idea, la intención y su huella cuando Emmanuelle dice:
—No se fían de mí, Martín. Y menos se van a fiar cuando no me vean esta noche.
—¿Qué dices?
—Que si consigo los salvoconductos, no puedo venir. Tengo que simular que es algo que no me atañe para que nadie pueda deducir nada. Y esa mujer, Rose, no se fiará. Si llega el caso, si hay dudas y reproches, haz lo que debas, pero piensa que esto lo hago por ti, no por ellos. Y que es tu hija también.
—¿Y quién vendrá?
—Se llama Gustave… Un ciudadano de toda confianza. Es de Tours, a medio camino, y dirá en las puertas que visita a su familia y os lleva hasta allí, aprovechando la ocasión. Dará tres golpes largos y tres cortos —y con su mano sin alianza, sin anillos, ni pulseras, Emmanuelle remeda la contraseña para que no quepa duda—: Salud, que te vaya bien.
Martín lo ha comprendido todo. Por eso, le sujeta el brazo. Ella le mira como si no entendiese, o fuera Martín quien no comprendiera sus explicaciones.
Sin añadir palabra, liberado ya el brazo, Emmanuelle sale a la calle, mira a ambos lados y a las ventanas del edificio frontero y echa a caminar. Martín oye el desvanecerse de los pasos mientras atranca la puerta. Es entonces cuando llegan hasta él voces de vecinos. El tono, estúpido. El sentido, indefinible. Alguien hace callar a golpes los ladridos de un perro y el perro gimotea. Martín sube la escalera, mientras la tarde de otoño se apaga de un soplo. En la mecha carbonizada de la prima noche bailan espectros, vampiros, parodias…