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Ni todos los cordeleros serán unos manazas eróticos, ni Emmanuelle se habrá detenido en la búsqueda de un amante ideal, «El Jacobino Cumplido», porque deja de visitar la buhardilla poco después de que, casi por accidente, una tarde les rozase con sus plumas el ala de la franqueza. El fastidio de Martín es agudo, pero sordo. ¿Lloró en una ocasión al verla desperezarse en el lecho? Sí. ¿Llora al recordarlo? A veces, sí.

Pero en la nueva situación, la pérdida es dolorosa, pero llevadera. Y no es sólo la presencia de Roberta como silenciosa misión: en verdad, Martín nunca ha sabido estar «en la época» y ese fingimiento de unánime ebullición junto a Emmanuelle, sobre caricias, besos, fricaciones, succiones y hendiduras, se debía a un motivo único y anterior a todas las épocas, a todos los orígenes y a todos los fervores. Era su última oportunidad como hombre y basta. En cambio, el nuevo lío de Emmanuelle Bainville se hallará traspasado de ese clima efusivo: hazañas y sacrificios del rito inestable al que aún llaman Revolución y avanza sin rodeo hacia un horizonte de felicidad y virtud tan esfumado como otro cualquiera, siempre más allá de campos de brutalidad en días señalados. Emmanuelle y su nuevo amante. A ellos sí les ha criado la Revolución, a ellos sí les ha juntado. Sea.

A consecuencia del conveniente sesgo político que Martín otorga al fin de su liaison, el abandono de Emmanuelle se alivia con otras meditaciones a que dan lugar los acontecimientos que jalonan los días y son fuente de una indiferencia nueva como todo lo demás: la que genera el cambio perpetuo. Por lo que ha visto y ha dibujado en el papel, el de Viloalle cree tener una idea sobre los sucesos como algo que vuelve en elipse y en réplicas aumentadas de un hecho matriz que ya vivió cumplidamente. ¿Quién ha de llevarle la contraria si afirma que la repugnante infamia con máscara de nobleza que exhiben los émigrés, la flamante máquina degolladora del Carroussel, las matanzas de curas y realistas, ese aire de esfuerzo por alcanzar un elevado y violento estado de ánimo en todo aquello que concierne a lo público y lo privado, no estaban ya el 6 de octubre de 1789 en el Pequeño Trianón?

Y no se aviva el coraje o se aviva el temor cuando examina las incongruencias de aquella jornada. La memoria sólo guarda un rastro de caracol donde a veces brilla una gama de orgullos menores, y ya degradados. Porque ahora, cuando después de tantos caminos y tantas expulsiones Martín abandona la pegajosa compañía del miedo, a su alrededor imperan órbitas de más miedo, o un uso sagaz de su naturaleza: miedo a la corte, miedo a las listas negras, miedo a la prensa, miedo a los clubs, miedo al populacho y, sobre todo, miedo a la guerra, que ya se vislumbra en la amenaza exterior, oficial y acuciante. Porque el duque de Brunswick ha declarado: «Habrá una represalia militar en la ciudad de París si esta comete la menor violencia o infiere un ultraje a SS. MM. el Rey, la Reina y la familia real».

Los militares del Norte, aquellos aristócratas indolentes, hundidos en el tedio y la obediencia a una férrea línea sucesoria, dejan de mirar el Gotha y los tableros con soldaditos de plomo donde simulan batallas del Grande Federico y hallan al fin ocasión de gloria ante esas hordas plebeyas. Y es un duque de Brunswick, sobrino de aquel otro Brunswick —el vencedor de Minden: el mismo que sublimara la nostalgia de sus ayeres guerreros con esoterismos y simulacros tácticos sobre un cartón—, quien manda los ejércitos invasores, ataca y aplasta la desorganizada defensa revolucionaria. Y en París la explotación del miedo también se vuelve juego, y el juego cambia sus reglas de modo caprichoso, es aire de conjura. Y si no es esta noche será mañana por la noche cuando sombras realistas nos degüellen a todos. Por ello, en cauta represalia, se pasa a cuchillo a los encarcelados, se celebran aquelarres, se canta un himno de guerra cuyo último verso dice a las claras: «Que la sangre impura riegue la tierra de nuestros surcos». Si querían que la moneda moral fuese la sangre, ahí están la sangre y el vaho de sangre intoxicando los gestos y las mejores intenciones.

Y es un niño de veinticinco años, macabramente llamado San Justo, quien vocea en la Convención para despojar al monarca de todo derecho a juicio. Requiere la degollación inmediata por decreto. Si las monarquías extranjeras amenazan en nombre de Luis, han de ver ultrajado a su Luis, y han de verlo a conciencia y con ceremonia. Luego, que dicte Providencia. La Nueva Providencia, desde luego.

Las voluntades se derrotan ante esa audacia de niños macabros como Saint-Just que saben cómo jugar al nuevo juego. Y Voz, Brazo y Mirada son ahora una vitalidad excesiva, imparable, que lleva a los niños que alborotan en la Convención y en la Comuna a hacer trucos malabares con las obligaciones que han vencido a los hombres. Y los hombres llevan en la mirada su culpa por abandonarse al arbitrio de esos niños macabros quienes harán Historia porque se regocijan de ser Historia. Ha desaparecido esa Ninfa Superior que reconfortaba el alma de Welldone al asomar la cabeza del agua en los remansos de un Tiempo sin Principio ni Fin. El gemelo muerto de Martín, aquel Felipe, está en esos espíritus infantiles alucinados, ansiosos de la pureza indiscutible de la destrucción, extasiados por la necesidad de volver al Origen y, una vez allí, borrar el Pecado Original para entonces ser buenos. Y es necesario matar por el camino a quien les impida ser buenos y puros y heroicos. Y los hombres lloran a escondidas ante el fracaso que no se reconoce, ante la humillación constante del sentido común, ante la demencia que husmea ilusiones y escarba traiciones al menor indicio. Al fin y al cabo quienes ahora ordenan y mandan son niños, y la ilusión es la marca del niño. Y esa ilusión se hace ofrenda y trofeo con la guerra que inflige la soberbia de Europa.

Y en las calles flamean banderas que pasan ondulando ante los balcones como culebras voladoras. Y se mira a quien las lleva con precaución y curiosidad: aullido épico, hipogrifo violento, anca reluciente, casco musical, bruñido cañón. Luego, cuando los guerreros del pueblo se esfuman en la lejanía, sólo se ven banderas entre ebulliciones de polvo y el trotar de los caballos suena como el derrumbe en una santera. Y molestan las campanas y asustan los secos estampidos de ceremonia como asustan los portazos del viento.

Baptiste Rivette necesita sortear las consecuencias de la guerra y de las habladurías esquinadas y pide auxilio a su colega Camille Desmoulins, bien situado en la nueva jerarquía de los intocables; de ese modo logra seguir publicando las crónicas de la Convención en el tono y los contenidos que ahora se aconsejan, y así hurta su imprenta a la fácil suspicacia de quienes dirigen las hordas de sans-culottes.

Y Martín acompaña a Rivette a los Cordeleros, y en el ánimo de los dos sólo cabe entrever el rostro de Emmanuelle, quizá la identidad de su amante. Sin éxito. Sólo oyen la campanilla que llama al orden una vez y otra a quienes hormiguean en la nave del templo vaciado de la fe y el rito antiguos. La luz que entra por los rosetones sin vidrieras ilumina el altar donde se halla la mesa adornada por gorros frigios y la estatua de la Libertad, impávida ante la disonancia de las voces, ráfagas indignadas que anuncian la unánime exaltación. «Vamos, hijos de la patria, el día de la gloria ha llegado.» Y como se aprende el himno de memoria, se aprende el modo de andar a ciegas el camino que lleva al drástico «Es necesario…». Y de vuelta a casa, Martín quiere ver en Rivette la náusea, pero sólo le oye decir una y otra vez «Es necesario…» cuando le interpelan y «Dicen que es necesario…» en la imprenta que ya sólo da trabajo a ellos dos. Cuando la jornada concluye, Rivette se sienta a la mesa donde un par de años antes dirigía inacabables simposios, manos agitadas, pies balanceados sobre las rodillas, nudillos repicando en la mesa, risas arqueando las espaldas. Solo en su rincón, Baptiste hunde la cabeza en el pecho y, no la levanta, sólo la mueve, cuando Martín le informa de que va a reunirse con «la cómica».

Y cada tarde, Martín se derrite ante su hija. El azar beneficioso, las posibilidades que ha de proteger, el bien que ha de procurarle sin olvidar la reforma del falso terciopelo que han sumado la educación entre fantasías nobiliarias, la retórica servil de Chantilly y Versalles y una picaresca de lo más ínfimo. En ese pedestal tapizado de liquen, Rosella ha erigido una estatua de mármol rosado, ajeno a esas espinas que clava Naturaleza para que uno se las saque y aprenda.

Esa misma tarde han ido a despedir a Marcel, a Charles y al moro Alí que marchan hacia el frente. Se ha prohibido cualquier actividad festiva en los muelles hasta nueva orden y ahora se llevan a esos tres a engrosar las filas del casi espontáneo ejército nacional que anteayer temblaba en la fortaleza de Verdún y hoy ha caído.

—Nunca más les veremos —anuncia Rosella en la buhardilla, mientras sigue remendando vestidos y disfraces y, al agitar las telas, esparce por el ámbito olor a encaje antiguo apilado en desvanes.

—Es necesario que vayan y sobrevivan… —a Martín no se le ocurre más, salvo añadir—: Ese duro carácter cincelado en los caminos les habrá de servir para luchar con bravura. Saben, contra lo que digan esos petimetres, que no es héroe quien muere por su bandera, sino quien hace que el enemigo muera por la suya.

Ni él mismo se lo cree, ni Rosella escucha. Rosella niega aquello que no ataña a su propia quimera:

—Hija mía, la decisión está tomada. Iremos a Inglaterra sin Alí, sin Marcel y sin Charles. Estoy segura de que lo comprenderán. Es la ley más antigua de los comediantes…

Y tras ese ladear la cabeza que en ella significa la pena que inspira la continua hiel de la madre, Roberta mira a Martín porque intuye su mirada. «¿Qué puede hacer por ellas?», parece preguntarle. Eso es todo lo que significa Martín. Y el dibujante sólo parecerá un charlatán cuando diga:

—Rosella… —y rectifica ante el amago de enojo, una ceja alzada, luego otra—: Rose… Es muy difícil que vayáis a Inglaterra ahora. La armada del rey Jorge bloquea las costas…

—¿Y dando un rodeo? —inquiere Roberta.

—Las tropas de la coalición se extienden por la frontera norte y Verdún ya es del enemigo. En la frontera de Saboya los realistas están al acecho.

—Pero nosotros somos realistas… —afirma Roberta—: Que se lo pregunten a la reina…

—Hija mía… —corta Rosella—: Métete en la cabeza que no somos ni del rey, ni de la reina ni de nadie.

Pero Roberta no se da por vencida:

—¿Y España?

—España está muy lejos y también en guerra —contesta Martín, muy a su pesar. No ignora cómo las pestañas de su hija baten la esperanza, cómo implora el claro verdor de los mismos ojos que su hermana Elvira—: Las fronteras llevan cerradas mucho tiempo.

—Pero ¿usted no es español, señor de Viloalle? —Y Roberta expresa el deseo de coger las manos de su salvador cuando sólo entrelaza los propios dedos. Esa misma esperanza invencible, corroída por el tiempo y los reveses, será la obsesiva demencia de la madre. Hay que evitarlo.

Ahora, Rosella deja su labor en la mesita, y como si ese hombre que comparte con ellas la velada sólo fuera un lastre y no quien las mantiene y, al mantenerlas, se ha arruinado, aconseja:

—¿Por qué no callas de una vez, Roberta, hija mía? Como bien sabes, nuestro amigo es francés, no de nación, pero sí de documentos. ¿Me equivoco, monsieur Deville?

Y Martín afirma con la cabeza. A primeros de septiembre le ha sido concedida la Carta de Ciudadanía. Dio su nombre al escribiente del Palacio de Justicia y aquel enemigo de lo complicado le rebautizó como «Martin Deville». Su nombre le abandona otra vez y lo despide sin disgusto.

—¿Monsieur Deville? ¿Martin Deville? Es serio, bonito, me gusta… Le llamaré de ese modo, con su permiso —anuncia Roberta, quien no desea lo que intuye; el inmediato sarcasmo de la madre, enredado en efluvios alcohólicos.

—Además, hija mía, que yo recuerde, monsieur Deville no puede regresar a España, ni darnos allí recomendación ninguna. Siempre puedo equivocarme, pero creo recordar que quien se hacía llamar Martín de Viloalle fue desterrado hace mucho, mucho, mucho… Porque entonces ya era todo un revolucionario, el hombre que desafiaba los poderes terrenales y celestes. ¿Ando muy errada, monsieur Deville?

«Siempre ha sido así. Ese es su carácter», piensa Martín de Rosella. «De la misma cepa que tu padre. Y tu cosecha será la que será.»

Pasan las semanas y quienes divulgaban la indignación y el asco que les daban los cordeleros, aquella inconsciencia púber, la terca negativa a la evidencia del desastre que se avecinaba al enfrentarse a la suma de los ejércitos de toda Europa, ahora no sólo deben callar, sino temer por su vida, cuando llega a París el anuncio de la victoria en Valmy, y los gorros frigios y los tricornios y los cestos y las hortalizas y los verdes abanicos y los parasoles de papel vuelan por los aires y se respira euforia y alegría y, enseguida, el afán de venganza y el júbilo de la venganza en la figura de los reyes y de sus secuaces. El regocijo se vuelve en algo que era Voz, Brazo y Fuerza y ahora se llama Orgullo Nacional cuando las tropas francesas aplastan a los austriacos en Jemappes y los expulsan de Bélgica. Sin embargo, cuando se vislumbra la victoria, hay que ser más juicioso que nunca: la supremacía de los niños macabros será degolladero para quien dude o, en palabras de Saint-Just, más ángel que santo, «La mente es un sofista que lleva la virtud al cadalso». Cualquier conjetura será penalizada, y cualquier incidente, por nimio que sea, condenará la vida de los grandes, de los medianos y de los menores.

Así, un cerrajero cambiará el destino de muchos.

No han pasado dos semanas de los festejos tías la victoria de Jemappes cuando un tal Gamain denuncia la existencia de un armario de hierro en el palacio de las Tullerías, de donde los reyes fueron desalojados hace un año para confinarlos en el Temple. «Está en una hornacina emparedada en un corredor. Yo mismo cerré, escondí y tapié», ha dicho Gamain. En el Palais-Royal, un Martín acobardado por vez primera en mucho tiempo oye la noticia en boca de unos correos que abrevan la caballería: «Si ese cerrajero no llega a hablar, jamás se hubiera encontrado el armario, jamás sabríamos la verdad, ciudadano».

—Y que lo digas, ciudadano —concede Martín, simulando el temblor de voz, justo antes de echar a correr.

Porque el dichoso armario contiene la correspondencia secreta entre el rey y el difunto Mirabeau. Ahí —sólo según el rumor, pero a Martín le basta y le sobra con el rumor— constan los pagos que el rey hacía al tribuno. Ahí se certifica que, si las acusaciones contra Mirabeau eran resultado de la envidia, la envidia no era mala informadora. Ahí, en esas cartas, Mirabeau exponía el esfuerzo que sus secretarios y colaboradores estaban haciendo con el dinero generosamente donado por el rey para que este saliera fortalecido de los vaivenes de la época. Ahí se evidenciaba, si cabía duda, que las maniobras del rey contra el avance de la revolución eran continuadas y diáfanas. Ahí se precisaba que Mirabeau y quienes trabajaban para él eran beneficiarios del mismo soborno, eran corruptos, eran traidores. Y de nada valía argumentar que esa era la opinión general de ahora, no la de entonces, no la de dos años antes, cuando se buscaba la monarquía constitucional que ya nadie desea. La traición es el único pensamiento de los niños macabros, eufóricos porque las calumnias de ayer son ahora intuiciones y vaticinios, deseosos como siempre de jugar a ese juego de limpiar, limpiar y más limpiar.

Antes de salir del Palais-Royal, medio cubriéndose con la carpeta de dibujo, Martín oye su nombre, de reojo percibe que alguien le señala. Y ya en el mercado, dos vendedoras comentan que los restos de Mirabeau serán exhumados y su busto cubierto con un pañuelo negro. Y Martín piensa que no faltarán pañuelos negros para cubrir alguna cabeza más, y de carne y calavera, que los restos de Mirabeau no irán a parar solos a la fosa común.

Corre Martín hacia el Sena, y más allá, se aproxima felino y cauto hacia Croix Rouge. Finge que examina con interés las fachadas de las casas y hurta así el rostro a los viandantes, y al cruzarse con alguien conocido —y muchos lo parecen— gira sobre sí mismo, como si alguien le llamase a su espalda y aguarda presentir a quien pasa por su lado. Y la gente le mira, y le mira mal, hasta que repara en que la gente le mira porque él mira a la gente. Y la gente sólo ve en su rostro el peso de la amenaza. Por eso ahora va mirando el suelo y recuerda pasajes entre edificios, atajos, rodea puestos de la Comuna. A veces, se mezcla con enjambres humanos donde nadie mira a nadie, porque todos miran al frente y al cielo y alzan puños, de camino a Santa Genoveva, el mismo Panteón Nacional, para que se les haga entrega inmediata de los zancarrones del cadáver de Mirabeau y someterlos a ordalía.

También se pide la cabeza, menos monda, de La Fayette, de Talleyrand, de Dumouriez y de otros corresponsales secretos del rey, de sus servidores, de los servidores de sus servidores, de los hijos de los servidores de sus servidores… El afán de pureza es contagioso y pureza se demanda cuando Martín, el puño alzado, batiendo de reojo los costados, porque si alguien le reconoce acabará en lo alto de un farol con la soga al cuello, se pregunta sobre el conocimiento que Rivette tenía de esos sobornos, y sin duda lo tenía, porque recibía de Mirabeau importantes sumas de dinero para imprimir el periódico y otras publicaciones, para distribuirlos por Francia, para modernizar las máquinas y pagar a los empleadas. Y sin que sus allegados se hicieran preguntas, adquirió el tribuno su palacete y la biblioteca del sabio conde de Buffon. Por ello, deduce Martín, lloraba Rivette el día de la muerte de su benefactor; por ello sombras de conjura le acosaban; por ello no se atrevía a reclamar sus derechos sobre la pródiga Emmanuelle, porque si lo hacía, ella quizá hablara, porque ella sabía, ella podía consignar los hechos. ¿Dónde está ahora ese completo desventurado? El mismo que podía haberle avisado con tiempo para que Martín hiciese lo que ahora debe hacer sin preparación ninguna, salvar a su hija, salvarse. Pero Rivette desconocía la existencia de lo que todos llaman ya con fama «el armario de hierro», o estaba en el secreto de la dificultad de su hallazgo, y nada sabía de la hija de Martín. «Que los sofismas de mi mente no me lleven al cadalso», se obliga el de Viloalle y mira a su alrededor.

Ignora dónde se halla el tumulto del que es centro, porque todos los que le rodean miden más que él. Y sin que su boca deje de pronunciar la voz «¡Vuelve a morir, Mirabeau!», se retrasa en la multitud, para que nadie le enfrente la cara. Y la multitud le sobrepasa, y al ladearse y buscar el resguardo de los edificios, le empujan y le tiran y le pisan y con dificultad recupera la carpeta de dibujo. Nadie le auxilia mientras gatea hacia un pasadizo. Sólo le asiste la imagen de Roberta. Ya no soporta nada que no sea el movimiento necesario cuando llegue a las buhardillas, y él, que hasta ayer se mostraba suficiente y orgulloso, declare con pena que se refugiará allí hasta nueva orden, porque le buscan los sicarios de la Máxima Virtud. Y disimulará su culpa por haberles dado dinero a cuentagotas, como si lo hubiera ido ganando y no poseyera desde el inicio el total para dejar que su hija embarcara con la madre y su troupe rumbo a Inglaterra, cuando aún no había peligros ciertos y aún menos para los cómicos. Porque ahora sabe lo que es querer, y querer es seguir queriendo más allá del sinsentido de los otros. Y si la hija debía seguir a su madre, a la madre hubiera debido seguir. Tendría que haberla salvado, verla partir segura. Pero sólo quiso ganarse su admiración agotando el oro de Fabianus en los alquileres, en la construcción del Nuevo Mundo. ¿Para qué? ¿Para hacer que en Roberta nacieran unos anhelos equívocos y fugaces? Quiso decirle: «Tu verdadero padre es suficiente padre para ti. No hace falta que te entregues a la chifladura de tu madre merodeando por las tapias y setos del castillo de lord Skylark, esas torres antiguas, esas distantes agujas, esas gárgolas musgosas de mirada pétrea, impávida y avara».

En las callejuelas, cruzando patios de vecinos que se asombran al verle correr y enseguida bajan la mirada, rebosante de tedio, cuando les grita «¡Hay que matar a Mirabeau por haberse muerto solo!», Martin Deville reconoce que de bien poco le ha servido saberse en posesión de buen sentido o reconocer la insania de las pasiones desde su mismo brote. Todo lo ha hecho para nada.

Cuando quiere darse cuenta se halla en un pasaje que da al patio trasero de la vivienda de los cómicos, la antigua puerta de servicio del marqués de Tissot. Un sans-culotte le enseña a sus compinches una cimitarra que, al parecer, ha encontrado en algún lugar del edificio. ¿Será de Alí? El sans-culotte ladea el arma, la eleva y admira el filo a contraluz, la sonrisa misma del diablo. Ante la súbita expectación de quienes valoran el ingenio asesino de los orientales, Martín se embosca más aún, se pega a la húmeda pared y vuelve a asomarse muy despacio para ver cómo aquellos, y otros, siguen bajando baúles, y cómo ríen y bromean los supuestos guardias o policías o, simples vengadores, ante la serie de disfraces que, esta vez no hay duda, son propiedad de los cómicos.

Dentro del edificio, en el vestíbulo que comunica las dos puertas, se oyen voces de admiración y carreras y, enseguida, Martín ve cómo hacen faltan cuatro forzudos para sacar al patio su Mundo Nuevo. Ahí, en los límites del ladrillo ahumado, a la sombra de una acacia, se forma un corro de curiosos que miran, husmean, tocan, intuyen, adivinan y ríen o exclaman: «Les romains!». Martín aprovecha ese jolgorio para salir de las sombras, volver a la calle lateral y rodear el edificio hasta mezclarse en la Rué Grenelle con los muchos observadores, a lo peor delatores, apiñados frente a la fachada donde se lleva a cabo el registro.

Martín casi le reza a las ventajas de su insignificancia. Al menos dos de las vecinas que merodean y susurran en el otro lado de la calle le han mirado sin dar muestras de reconocerle. Martín se intercala entre filas de mirones y, de puntillas, asoma la cabeza entre hombros para averiguar qué sucede y no dar por supuesto aquello que le haría incurrir en delación accidental. En la puerta, en los escorzos de los patios delanteros, se distinguen hombres y mujeres, sans-culottes y sans-jupons que obedecen órdenes y se crecen en la tensión del momento. Otras figuras, de aspecto menos llamativo, discuten por ver quién manda más y quién, de los iguales, fraternos y libres es más igual, fraterno y libre que los demás. Martín concede una particular atención a las voces y a los gestos de quienes llevan papeles en la mano, papeles que son listas, listas que son nombres. Nombres que se formulan como en conjuro para que tome cuerpo la magia del miedo.

Y se dice «Leblanc, Maurice» y maniatado entre dos guardias aparece el mismo Leblanc que alquilara a Martín las buhardillas por recomendación de Rivette. Y al decirse Leblanc y aparecer maniatado y cabizbajo Leblanc, la multitud, fascinada, alza al cielo el asombro en forma de vítores. Sin embargo, en cuanto el ciudadano Leblanc sube a una carreta entoldada, la multitud percibe el truco y ahora se pregunta si ese Leblanc no es el Leblanc que tanto ha trabajado por su departamento. Si no es el mismo quien, hace años, en aquel brumoso ayer, y a través de su periódico, les abrió los ojos y enseñó a mirar la injusticia. Si no es el mismo Leblanc que les arengó, el que exaltó sus corazones, quien ya fue encarcelado por ello, quien les otorgó la garantía del valor para tomar la Bastilla. El mismo Leblanc que mediaba con los poderes y conseguía viviendas para los desprotegidos, el que fijó la oportunidad de las sucesivas decisiones que han llevado al día de hoy. ¿Por qué se llevan entonces al ciudadano Leblanc y qué ha hecho? Sin duda, algo habrá hecho: ¿o no era él quien privilegiaba a sus amigos y, cuando les visitaba, bebía su vino y comía sus pasteles? El mismo quien, si le hubieran dejado imitar a Mirabeau, hubiera violentado a sus hijas, a sus esposas y hermanas, a sus cuñadas y hasta a sus madres y suegras. Ese era Leblanc, desde luego. Siempre se supo. El Leblanc que se vendió a los reyes con Mirabeau. Pero el hechizo se ha desvanecido. Al menos, con Leblanc, hecha trizas su reputación en otra unánime ordalía, tildado de malévolo y tiránico, insultado y menospreciado, digerido y cagado, ya sin misterio.

Cuando a ambos lados de la calle, los fervientes discutidores exigen más, en la puerta de la antigua residencia del marqués de Tissot aparece un muchacho esmirriado, quien si hasta ese día no habrá destacado en ningún campo de la sociedad, no hay más que fijarse en la barbilla alzada para darse cuenta de que ahora es alguien a considerar en ese ejército mágico del miedo.

El alfeñique gasta el gesto preciso, de oro cada ademán. Ordena a los sans-culottes que impongan silencio y, sin falta, los mosquetes disparan al aire y una salva de humo negro invade la calle. La multitud se ha hecho silencio, y ese silencio vibra en el aire cuando una tórtola cae en el adoquinado, herida de muerte. Sin inmutarse por ese augurio que, en tiempos de la Roma antigua, hubiese detenido toda represalia, el hombrecillo alza una mano, examina a la plebe con cierta cordialidad y, sin demasiada ceremonia, anuncia que a continuación recitará una serie de nombres. Todos ellos son afines al repugnante legado del infame Mirabeau y serán entregados a la justicia para que esta abra la diligencia oportuna. Aunque se comprende muy bien la indignación, en ningún caso se actuará con anarquía. Si se inflinge daño a cualquier nombre de esa lista, los agresores pagarán las consecuencias. Sólo los comités castigan, que se sepa. Y lee el tipejo redicho, cita nombres por orden alfabético y concluye. En la lista no están ni Martín de Viloalle, ni Martino da Vila, ni Martin Deville, ni siquiera Baptiste Rivette. Y respira aliviado el dibujante y la duda viene en el aire mismo que llena sus pulmones: «Si esos de ahí sólo han venido a buscar a Leblanc, ¿por qué han saqueado la buhardilla de los cómicos? ¿Y por qué no aparecen por ningún lado?». Y ya se replica Martín que el saqueo habrá sido otro exceso y los cómicos siguen arriba, humillados por esa chusma, cuando otro pálido monigote, que reposará cada noche sumergido en agua con lejía, se acerca al recitador de listas y sisea al oído. «Es verdad…», se oye, y rebusca el heraldo en los bolsillos, demanda otra vez silencio y así se hace. El hombrecillo recita una lista secundaria. En ella figura toda la compañía de comediantes Marceau y el tal Martin Deville.