Llegan a una pieza única que ambiciona decoro mediante chucherías, un vago y dudoso reflejo de migas cortesanas. Martín evita mirar el jergón cubierto de vestidos a medio remendar y el gesto resignado de su anfitriona al encender una vela entera.
No ha sido la erosión de los vientos y el frío del Norte, o el cuartear de la intemperie del Sur. Tampoco son surcos o tajos hechos por el hambre o la enfermedad. A Martín le parece que ese rostro deforme, hinchado y descarnado que sólo conserva una extraña vivacidad en los ojos húmedos y brillantes es consecuencia del abuso de la cosmética barata y del vino. Han sido resplandores y humo de chimenea en las posadas, el trasnoche indefinido, quizá la pena y la rabia. Culpa no parece: nunca fue el rasgo más agudo de aquella conciencia ancha y magnánima.
Cuando se atreve a mirar a Rosella Fieramosca, necesita esquivar el rostro de la primera mujer con quien se complació: le está recordando a una calabaza.
—Rosella… ¿Qué ha sido de tu vida?
—No me llames Rosella… Desde que mi padre dejó de hablar, nadie me llama así. Madame Rose de Marceau. Ese es mi nombre… Este vino es fuerte y pasa bien…
La incómoda situación varía dos copas más tarde, cuando Martín ya le ha comunicado a su anfitriona que apenas entiende el veloz romanesco en que le habla:
—¿Llevas en París muchos años? Tu francés es muy bueno. Aunque a veces te sale un deje bronco. ¿Tudesco? ¿Bátavo?
—Tudesco… —y sonríe Martín sin contestar a una de las preguntas. Aunque le apura salir de ahí, necesita satisfacer su curiosidad en un par de puntos.
Mientras beben, rondan extramuros de sus biografías hasta que se da un leve flujo de afecto entre esa mujer mayor y este hombre mayor. Es algo bien distinto a la antigua y casi infantil galantería, cuando mentar el pecado era mayor condenación que el pecado mismo. Se refieren el uno al otro como si lo hicieran de parientes lejanos. Desde luego, han oído hablar, cada uno en su casa y con afecto, de aquel Martino da Vila, de aquella Rosella Fieramosca…
Al tercer vaso, la lengua de Rosella se desata. Quizá busca compasión. Quizá no haya podido hablar así a nadie en mucho tiempo.
Y Rosella cuenta que tras la marcha de Martín —«de un día para otro, sin más»— lord Robert Skylark, a quien sin duda recordará, volvió a Roma desde Nápoles, compró a Fieramosca algunas láminas y dejó embarazada a Rosella. Con ayuda, y aun solicitud, de la deshonrada, hay que decirlo todo. Y madame Rose de Marceau suelta una carcajada que asustaría a un bandido, mientras las palmas sacuden los anchos muslos y la cabeza se inclina ávida hacia el vino. Por no mostrar la torpeza de sus andares, al quinto trago ordena a su hija de un berrido que pida a Pierre, Marcel o Catherine una botella para «nuestro salvador». Y cuando Roberta-Héloïse entra con una jarra, la orgullosa madre pellizca su trasero y anuncia mordaz:
—¡Buen trabajo el de lord Skylark, a quien Dios haya confundido aún más si cabe! —y la muchacha no se asombra, desde luego, al oír el nombre y los comentarios sobre su padre natural.
El buen y gentil lord Skylark y su bearleader de nombre olvidado embarcaron a Inglaterra. El embarazo, unas pocas libras y unas promesas aún más exiguas, pero, al fin, promesas, fueron su legado en la Ciudad Eterna. Cuando Fieramosca se enteró del estado interesante de su hija, y de quién era el padre, fingió desconsuelo el tiempo necesario para hacer sus cálculos. Así que medió con el aduanero Masseratti de Civitavecchia para que Rosella, lejos de las habladurías romanas, se alojase en el hogar de aquel hombre cuya edad y larga viudez predisponían a soslayar la condición de la muchacha si un trato seguido llevaba al afecto. Esos mismos días, la situación en casa de Fieramosca se complicaba tras la boda de su hija mayor. Un embrollo malvado, insano. Su hermana Giulia (sí, la recordaba), recién casada con el primo Ludovico (por supuesto, el jorobado) y parida ella también pocos meses antes de un vástago del cardenal Tornatore, quiso tomar, casi al asalto, y por despecho, el negocio de Benvenuto con ayuda de su dócil marido. La pareja hizo un buen par de jugadas en el palazzo, donde Giulia aún servía y barraganeaba. De ese modo, sin saber muy bien cómo, pero desde luego cristalino el porqué, Benvenuto veía a diario que los ingleses llegaban al próspero comercio levantado con sus manos tenaces, y exigían la presencia de Ludovico. Sólo les interesaba la mercancía de Ludovico, sólo de Ludovico se fiaban. Era el desprestigio en toda regla. Así que ese viejo que ahora babea en la puerta, el antaño duro, aunque flexible cual florete, Benvenuto Fieramosca, decidió sujetar las riendas de ese destino que siempre fue suyo. Basta de maquinaciones y pamplinas: fuera de su casa Giulia y Ludovico. Cuando Rosella —quien ya había parido sin mayor dificultad ese pimpollo consanguíneo de los Skylark de Gloucester— intimara con Masseratti, y se fingiesen un matrimonio de años, Benvenuto la traería de vuelta a Roma para que heredase el negocio.
Buen intento. Audaz. Baldío.
Porque fue entonces cuando la guardia vaticana prendió por falsificación a un tal Jenkins, inglés que vendía dibujos y pinturas en un negocio próximo al Coliseo. Y el tal Jenkins, sin que le torturasen mucho, juró que trabajaba para Benvenuto Fieramosca, quien exigía mitad y un tercio de cada venta, hecho que obligaba al fraude. Aunque verosímil, desde luego, la acusación era tan falsa como los botticellis del mismo Jenkins. Por ello, y al instante, Benvenuto, el Señor de su Futuro, se encaminó con paso vivo al Palazzo Tornatore para que su muy eminente protector oyera, reflexionase e intercediera. Desde la altura de su silla cardenalicia, Tornatore escuchó para mostrarse enseguida anegado de aflicción. Ayer mismo había llegado a sus manos un informe sobre los sucios manejos que habían hecho de Fieramosca un próspero mercader. Y no sólo eran falsificaciones, ni sólo era contrabando, ni sólo eran intrigas para hundir mediante caricaturas y libelos a destacadas figuras de la ciudad, honradas muchas veces, cristianas casi siempre y, en el peor de los casos, hijos de Dios. También le deshacía el ritmo de los pulsos saber que Fieramosca había escondido a un jesuita español y que la menor de sus hijas tuviera un bastardo de un lord inglés. Pero no era nada de eso en particular lo que acuchillaba para siempre su confianza en Fieramosca. Era la suma, la aberrante suma.
Y entonces Fieramosca enloqueció y su boca devino fuente sulfurada. Estaba claro que era su propia hija, la muy servicial Giulia, quien difundía unas acusaciones toleradas desde siempre por el cardenal, su mayor beneficiario. Quizá a la curia le interesase el dato y arrancara una investigación. Benvenuto sacrificaría su vida y su honor en la más dura de las mazmorras, pero Tornatore no saldría indemne.
Su Eminencia contempló el desafío de Fieramosca como quien ve revolverse a un perrillo tras la verja y, sin transición que le fuera dado recordar, Benvenuto sufrió una primera apoplejía en una de las puertas de servicio de palazzo, mientras se limpiaba de fango el traje de abate y la ira teñía sus facciones de un púrpura —vaya por Dios— cardenalicio.
Cuando se reponía junto a Rosella en casa del algo inquieto aduanero Masseratti, embrollado como el que más en esos turbios asuntos, la doliente boca torcida de Benvenuto repetía una y otra vez la misma frase:
—Aaaaah… ¡Aprendo, aprendo, de la infamia que me enseñáis! ¡Y mal habrá de irme para que no mejore la lección!
Martín, algo anonadado, ha visto cómo madame Rose de Marceau, al decir esas frases, se ha transformado de un modo casi milagroso en un Benvenuto más joven, con la boca torcida y el habla descompuesta, pero aún lleno de fuego y de anhelo por recuperar un destino sobre el cual se había soñado amo y señor una mala noche del alma.
En esas, un abrumado Masseratti, ante la posibilidad dique alguien tan airado cometiera una locura que diese al traste con su vida de servilismo, renunció a cualquier posibilidad de boda. Así que redactó un pasaporte a Génova para el padre, la hija y la nieta.
Mientras se hace noche cerrada la perpetua noche del callejón, los vasos se llenan y se vacían, Marcel entra con un fromage envuelto en trapos, obsequio para «el salvador», y Roberta-Héloïse se asoma a preguntar si necesitan algo. De obedecer al sentido común, hace ya un buen rato que Martín hubiese hecho mutis de aquella historia sórdida que envenena la sangre y vuelve el pelaje de los Marat faros de justicia y decencia. Pero hay algo más allá del sentido común que le interesa. Demasiado le interesa.
Al llegar a Génova con Benvenuto y la pequeña, Rosella escribió una carta tras otra a lord Skylark con su esmerada caligrafía y en un grado ascendente de indignación. El hecho que se exponía era la existencia de una bastarda con su mismo nombre. La deshonrada estaba segura que milord no dejaría al azar del infortunio la sangre de su sangre et sic cæteris…
Por su parte, y con nombre supuesto, Benvenuto enviaba cartas a Roma destinadas a imponer el caos mediante chantaje. Por ello, unas figuras mal encaradas con acento romanesco empezaron a hacer preguntas por toda Génova, hecho ineludible que obligó a buscar nuevo refugio en Turín. Fue entonces cuando Rosella exigió a su padre que hiciese algo por conseguir la subsistencia en su oficio de siempre, y no mediante inútiles y peligrosas amenazas: comerían y nadie les volvería a molestar. Entretanto, Benvenuto cuidaba de Roberta, mientras Rosella salía a la calle a hacer lo que podía y sabía. Y eso, el hacer lo que podía y sabía, le costaba un volcán de insultos de regreso al precario hogar.
Fue en esa misma época cuando Fieramosca se coronó de espinas, ya que la desgracia material facilita en grado sumo reconocer la desgracia moral. Benvenuto se hizo asiduo a la capilla de la Sábana Santa donde se arrodillaba, los brazos en cruz, y solicitaba el Perdón, la Expiación, la Redención, la Salvación, como si fuesen términos superlativos que contrapesaran la indignidad de una vida, que lo hacen, desde luego, pero hay que arrepentirse. Y fue allí, orando mucho, donde conoció a ciertos devotos anticuarios quienes reconocieron enseguida su nombre y su prestigio. Así que accedió a intermediar con antiguos clientes de París la venta de unos diseños originales sobre papel del mismísimo Guarino Guarini, el arquitecto de aquella capilla. Y Fieramosca partió hacia París con los dibujos.
Pasaron las semanas y los meses sin noticia de su persona.
Con esta última sorpresa, la situación de Rosella se volvió insostenible. Y su modo de vida, para todo hay límite, inenarrable por soez y penoso.
—¿Cuántos años tenía ya la niña? —se interesa Martín.
Y Rosella le responde airada:
—¿Qué insinúas, desgraciado?
Y Martín que nada insinuaba prefiere ignorar lo impensable.
—Hasta que llegó a mi vida un hombre santo… —sigue Rosella, y al seguir y recordar, olvida la afrenta de la que se ha supuesto víctima—: Un santo de pelo en pecho. Arthur Marceau, el mejor cómico de Francia, quizá del mundo. Tragedia, comedia, farsa, recitado en diversos idiomas… «Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oídos, pues vengo a enterrar a César, no a alabarlo…» ¿Conoces eso?
—Pues no… Y me interesa, la verdad…
—Una obra inglesa… Trágica con fantasmas… Un día vuelves y te la digo entera, que la llevábamos en el repertorio.
—¿Has sido comediante, Rosella? Siempre quisiste ser comediante…
—Madame Rose de Marceau, por favor… Sí, soy comediante. Y muy buena… En esa obra, yo misma hacía de Julio César y nadie se daba cuenta de mi muy femenina condición…
—Hay que poseer grande talento para ello…
—Nada comparado con Arthur. Una mosca soy yo, una cagada de mosca, nada, al lado de Arthur. Sin embargo, mi hombre nunca fue bastante reconocido: demasiado humilde para ser un cómico de fama, demasiado orgulloso para ser, precisamente, un cómico de fama. Tampoco demasiado apuesto, hay que mencionarlo. Y bebía mucho. Sin ponerse nunca violento, pero tragaba en un día,-Dios Te guarde, como diez sargentos al año. Pero era un hombre. Murió aquel seis de octubre en Le Hameau del Pequeño Trianón. A mazazos. Tú, «salvador», olvidaste salvar a mi hombre. Para él nunca llegó la ciudadanía ni el derecho de matrimonio…
Ante el asombro de Martín por el conocimiento de las nuevas leyes, Rosella chasca la boca tal que si hablase con el ingenuo de antaño.
—Me lo ha dicho mi hija ahora mismo, al anunciar tu salvadora presencia…
Arthur la conoció en Turín cuando llegó a la ciudad con su compañía ambulante.
—No me hizo la mínima pregunta. Sólo quiso ser un padre para Roberta, aunque sabía que el destino de la niña era otro, más alto…
—El santo era san José, digamos… —se burla un poco Martín.
Los ojos de madame Rose de Marceau se achican hasta volverse diminutos. Valora con un fiel muy preciso la broma de Martín hasta que el dibujante se disculpa.
—Fuimos por toda Francia. Unos meses la cosa iba mejor y otros peor. Unos cómicos entraban en la compañía y otros salían. El gremio es voluble. En unas ciudades éramos acogidos con entusiasmo y casi hacíamos en dos semanas la bolsa para el invierno, pero otras veces tuvimos que salir de ciertos lugares de uno en uno y de noche…
Martín sonríe y recita:
—Brandenburgo, Magdeburgo, Hamburgo, Oldemburgo, Rastemburgo…
—¿Ya estás borracho?
—Con todo el respeto a la memoria del difunto ciudadano Arthur Marceau, ¿este relato acaba en alguna enseñanza, moraleja o información?
—¡Oh, desde luego! ¡Y te interesa!
Martín deja el vaso sobre la mesa, se cruza de brazos, frunce el ceño ante el fuerte aroma del queso sudoroso y atiende.
Y Rosella vuelve a la animada vida de los cómicos, y a sus anécdotas chispeantes, hasta que la compañía Marceau lleva a Chantilly la nueva comedia de monsieur Carón de Beaumarchais y, allí, unos comisionados del autor se personan tras bastidores para exigir un diezmo de la taquilla, según Dios sabe qué nueva ley. Marceau se plantó y dijo que se fueran con viento fresco, que ese impuesto, una lacra más de las muchas que sangraban Francia, no sólo mataba de hambre a los cómicos, sino también al teatro, porque nadie que no fuese el propio autor representaría sus obras si, encima, tenía que pagar por ello. Así que no habría función en Chantilly, ni recaudación, ni comida ni alojamiento. Fue entonces cuando la compañía recibió un recado de Louis-Joseph de Borbón, príncipe de Condé, quien tenía un gran palacio en las afueras. De hecho, la ciudad estaba en las afueras de palacio. El príncipe ordenaba que la compañía Marceau representase Las bodas de Fígaro en sus jardines y, si Beaumarchais deseaba cobrar algo, sería divertido ver cómo lo exigía en persona. Obedecieron y el príncipe les reprochó la vulgaridad de la obra, pero no tuvo más remedio que asombrarse del singular talento de la pareja que representaba los papeles de Fígaro y Susana. A partir de esa admiración, hizo una oferta inmejorable: habitar la «aldea de novela» que acababa de construir en aquellos jardines, recrear «Naturaleza» y, de vez en cuando, actuar para sus invitados.
—Roberta-Héloïse creció en ese mundo idílico, que entonces, y de eso hace sólo ocho años, parecía nuevo también, y desde luego inalterable y para siempre. Sólo entonces dejé de escribir a su verdadero padre y renuncié a sus derechos. Ella crecería en aquel lugar, allí se casaría y allí tendría sus hijos… De algún modo, ese era su destino…
—Pero ¿de ahí a Versalles…?
—Ten paciencia… En Chantilly representábamos a Goldoni, a Marivaux y hasta alguna tragedia inglesa que a los nobles franceses, ignoro por qué, cuanto más trágicas son más les hacen reír y más se burlan. Un día, la reina fue de visita. Quedó fascinada con la aldea y con nosotros, los aldeanos. Dijo que en cuanto volviese a Versalles mandaría construir algo similar en el Pequeño Trianón. El príncipe se vio en un compromiso y no tuvo más remedio que regalarnos… A Arthur le hicieron cómico-jefe de Le Hameau, un cargo que sólo supervisaba el Gran Chambelán de Ceremonias y Festejos…
Eran perfectos en lo suyo: Arthur, ella misma, su hija, ya una muchachita, todos… Sobre sus obligaciones agrícolas, que eran pocas, y además las hacía algún labrador de verdad, su talento hizo de la misma Comédie un grupo de gañanes. La reina actuaba con ellos en el teatro que construyese ahí mismo.
Y llegó la jornada en la que el rey Luis, haciendo uso de la divina taumaturgia, curaba por imposición de manos a los enfermos, escrofulosos por norma, en la galería del Trianón. «Dios te cure, el rey te toca.»
—Íbamos allí a aplaudir a nuestro rey, asistíamos a las imposiciones. Su Majestad se acercaba al grupo de harapientos malolientes sin prevención ninguna, les imponía su mano sagrada y repartía ungüentos y jarabes… ¡Era maravilloso! Y la maravilla lo fue menos —o más— cuando oímos entre los enfermos a uno, con la boca de medio lado, que empieza a gritar: «Miracolo! Miracolo!» para turbación general, y la mía sobre cualquiera.
—Benvenuto…
—Que ahí mismo, mientras el rey cura, sacudido por el exceso de emoción, tiene su enésimo ataque… Por respeto a Arthur, los guardias nos dicen que hagamos algo. Y, bueno, somos cómicos… Empezamos a gritar nosotros también: Miracolo! Miracolo! y nos lo llevamos en volandas a casa.
—¿Qué le había pasado en ese tiempo?
—¿Cómo quieres que lo sepa, si quedó lelo? Sé lo que me quiero creer… Que su desprestigio en Roma había llegado a París cuando fue a vender los dibujos de aquellos anticuarios turineses. Que alguien emitió a su nombre una lettre de cachet y le prendieron cuando hizo alguna gestión. Eso fue lo que Arthur me obligó a creer. Tengo más versiones, si quieres oírlas…
No, Martín sólo necesita oír por qué Rosella le ha contado su vida.
—Le mataron con un mazo. El seis de octubre… A Arthur… Así que he vuelto a escribir cartas a lord Skylark… Sin respuesta. Pero iré a Inglaterra en cuanto consiga el dinero para el pasaje. Sin embargo, tengo la única herencia de Arthur: su carga y su honra. Y esa carga y esa honra quieren que me lleve conmigo a Inglaterra toda la compañía. Y que quienes seguimos en esta casa, Marcel, Catherine, mi padre, todos, lleguemos a buen puerto. Allí entregaré a Roberta a su padre, quiera o no… En Inglaterra se me hará justicia.
—Me parece muy loable tu empeño Rose… Ahora, con permiso…
Sin apenas cambiar el gesto, Rose coge la mano de Martín e impide que se levante:
—¿Te parece extraño que nos volvamos a encontrar? A mí no. Estoy segura de que gran parte de estos años hemos vivido en la misma plaza con los mismos jardines y los mismos vertederos. La plaza de la envidia, de la cobardía, de la lujuria mezquina, de la avaricia, de la hipocresía, de la cólera, del desamparo… La plaza que sólo muestra esperanza para estrujarla… La plaza donde fuimos arrojados. ¿Por qué no íbamos a encontrarnos? Te veo y pienso: le ha ocurrido lo mismo que a mí. Lo intenta, lo sigue intentando, pero nunca le han dejado ser quien era. No querían dejarnos ser quiénes éramos, Martino…
«Y como diría Welldone: tenemos la herida», piensa Martín. Pero ¿cuál era su herida, puesta al lado de la de esa pobre infeliz? Y madame Rose de Marceau resopla como un toro antes de llegar a la enseñanza de su historia:
—Hace muchos años, mi padre te acogió. Supongo que también fue suya la culpa de que te fueras. No lo sé y no quiero saberlo. ¿Adónde fuiste, por cierto?
—Al Norte con aquel señor de Welldone. No sé si le recuerdas…
—Claro, el viejo impúdico… En fin… Lo que quiero decir es esto: en el fondo de tu corazón sabes que me debes algo… Que la historia de mi vida te diga más de lo que dice. El difunto Arthur Marceau, mi hombre, lo explicaba siempre: antes de hacer o declamar, mira el fondo de la historia y los gestos y las palabras saldrán solos. Mira el fondo… Ahí, en el fondo, Martino. Que te diga algo y te obligue. Piénsalo y haz lo que puedas.
—Dame tiempo, Rosella… —No te olvides el queso, Martino…