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Nadie duerme.

En la noche de París, las luces y su danza de sombras ondean hasta el alba, ya en salones con lámparas de cincuenta caireles, ya en buhardillas de techo oblicuo y vela exhausta. Se canta, se baila, se discute, rasgan el papel diez mil plumas enardecidas, tiemblan los dedos que las sostienen: no hay silencio en la ciudad que merezca tal nombre. Sólo cuando las calles vacías retienen el aliento hasta la aurora, de alguna mansión, y por la puerta de servicio, asoman figuras con bultos que van y vienen de una carroza azul con blasón tallado —chef-d’oeuvre de un ebanista menor— mientras el tiro mastica heno para un largo viaje. La carroza abandona la ciudad al galope por callejones vacíos, chispas en los cascos. El rápido vehículo evita el Sena y las plazas principales, elude el paso ante las Tullerías, donde el coche sería reconocido por algún miembro de la ya menguada corte; y, desde luego, los viajeros evitan el Campo de Marte como si fuera la misma puerta del Averno, porque allí la chusma prepara festejos absurdos. Al paso fulgurante, la carroza atropella borrachos, salpica cieno, esparce el zumbido de insectos dementes que ya no distinguen el día de la noche, azúcar de charco o de boñiga.

En la Rué Saint-Séverin, sobre la librería-imprenta Bainville, Martín goza sobre el cuerpo lindo y firme de Emmanuelle Bainville de Rivette. La piel suave centellea y exhala fragancias de gusto, más ondulada que cualquier llama y más ardiente: una vocación infatigable por los derechos y deberes de la propia carne y un talento único para satisfacerlos. Martín ha gozado muy poco en su vida y nunca de mujer tan hermosa y entusiasta; por ello, la confianza y el placer dominan la vergüenza. Su honor y su orgullo es disfrutar y hacer disfrutar; aunque el tiempo de ese honor y de ese orgullo, con Emmanuelle o con otra, ya sea menos que más.

Cuando se pulveriza la conciencia resulta fácil olvidar todo designio moral en esa belleza generosa, absorbente, formidable, desbocada, vibrátil, temible. En cambio, le parece que Emmanuelle —quien fue también novicia— vincula la entrega a un raro acto de fe. Para ella, holgar es a un tiempo condenación y salvación. Y aunque entre sábanas Martín no quiera pensar, algo piensa, y cada mirada al gemido ahogado de la boca golosa, a los perdidos ojos azules, abre una gaveta de ideas y evocaciones.

Martín recuerda entonces una vieja instrucción de la Compañía sobre el pérfido, engañoso y al fin vencido jansenismo; luteranos encubiertos que creían en la incapacidad de hacer el bien sin la ayuda de la Gracia. Y evoca al rector de Villagarcía de Campos en lecciones que ya son filigrana de humo teológico. Y aquel hombre que una vez creyera bueno se internaba en la doctrina de Jansenio como en una selva oscura, desafiaba con el vértigo de su oratoria a las vírgenes locas de Port-Royal. Monjas convulsionarias: una devoción que se derretía de gozo al tañer de las campanas o a la vista de un crucifijo. Almas torturadas. «¡Alerta, hijos míos! ¡La herejía ha arraigado bajo varias formas en claustros y parroquias de esa Francia alucinada!» En verdad, su misión era atemorizar a los futuros centinelas de la autoridad papal sobre cierta esencia femenina, confundida sin remedio, desde el Origen sospechosa. Pero ¡cómo embelesa esa agitación si el clamor por la Gracia se inclina ante Venus!

Y esa noche, la víspera del primer aniversario de la toma de la Bastilla, es de ellos, de Emmanuelle y de Martín. Y no deben preocuparse, como suelen, ni de los oficiales de imprenta, ni del aguzado oído de periodistas que entran y salen, ni del ojo de halcón y la capacidad inventiva del vecindario. Ni del esposo siquiera se preocupan. Esa noche, Baptiste Rivette, más influyente cada día, pasa las horas junto al conde Mirabeau en el ensayo definitivo de la misa que el obispo Talleyrand celebrará mañana ante miles de personas. Al parecer, el obispo desconoce la liturgia, y si ofició misa alguna vez, ha olvidado qué hacer y cómo. En cambio, Mirabeau, laico como una espada, aprendió los períodos y ademanes por mera distracción en una de las muchas cárceles que le han tenido como huésped. Baptiste cuenta que Mirabeau y Talleyrand fingen sagrario la chimenea del salón, mientras en los sillones ríen los invitados de la risa de Talleyrand por la clamorosa indolencia de sus ademanes. Y su perrita, al ver al dueño en púrpura, ladra como si se lo hubiesen cambiado, se agita, excita, salta y estira a mordiscos el fondillo del hábito.

En cuanto despunte el alba, los amantes habrán de separarse, acicalarse y dedicar esa jornada de aniversario al gran día que todos esperan: la Fiesta de la Federación.

Pero la claridad aún no se insinúa, ni se ha desovillado la pareja, cuando oye el volcarse de una cerradura, y enseguida ruido en la trastienda, aletear de pruebas secándose en el cordel y crujir de tablones. Martín mira a Emmanuelle, quien asiente y ni se inmuta: su gesto comunica indiferencia de cuanto pueda ocurrir si los amantes siguen juntos cuando esos pasos suban la escalera y Rivette descubra la infamia. Por un momento, los ojos de Martín, anegados de urgencia, se hunden en la mirada concisa y apacible de una loca. Del todo encogido, sale con facilidad de entre ella y evita el epíteto que ahora le merece el descarrío de las convulsionarias. Coge sus ropas, se asoma a la puerta y, en efecto, los pasos de Baptiste Rivette se acercan. El de Viloalle cruza el pasillo y, ya en la mansarda, oye rumor de exclamaciones. Se viste, mientras deshace la cama y la arruga y se revuelca sobre ella, y abre la ventana como si ya hubiese ventilado. Los pasos de Baptiste resuenan de nuevo, se aproximan. Ahora, en una jugada saga/, se desabrocha Martín la camisa que acaba de vestirse, se tumba en la cama, esparce los dibujos de su carpeta, y con ellos se cubre el rostro, las gafas descabalgadas. Se hace el dormido, finge un ronquido y otro, y oye:

—¡Venga, español, que aquí no duerme nadie! —exclama Rivette, quien debe agacharse para cruzar el umbral—: ¡Las multitudes nos esperan! ¡Hoy Francia se casa con Francia!

Simula despertarse Martín y ve a Rivette ceremonioso, la pipa humeando en la mano, el rictus torcido en los labios que esperan de nuevo la boquilla. Martín siente la vergüenza de los desnudos y cierto recelo cuando ve que su anfitrión da un paso al frente y se dedica a contemplar las paredes de la buhardilla, la estampa del Campo Vaccino, como si una de las figurillas en la lámina —esa que le entrega a otra un haz de leña— pudiera disipar la duda.

—¿Es tan imponente como parece? —pregunta Baptiste señalando con la pipa el antiguo foro romano.

—De noche. De día, corrales… Parecen corrales…

—Ya… ¿Sucede algo? Estás brincando, español…

Y aunque suceda, y mucho, quizá no importe. El de Viloalle no descarta morir un día de esos sin necesidad siquiera de un exceso de remordimiento o por mano de marido. Agotado morirá. Porque lleva meses en tan diaria agitación que el hábito de las situaciones no puede llevar de ningún modo el nombre de rutina.

Así, por las mañanas, recién amanecido, asiste a las sesiones de la Asamblea en el antiguo picadero de las Tullerías. Mientras redacta una crónica de la sesión, admira a esas damas que, con el mismo regocijo que van al teatro, acuden ahora al sínodo civil para admirar al coloso Mirabeau. Y no sabe Martin qué le ven al provenzal de rostro cada día más inflamado y ceniciento las de Beauvau, de Coigny, de Poix, de Hénin, de Simiane, de Gontaut, de Astor, de Castellane… pero ¡cómo suspiran y ríen al ocultar su rubor tras abanicos cuando el tribuno magnífico se incorpora de su banco para lanzarse, sin papel ni apunte, a una intervención que en su boca de bóveda se torna casi musical arenga, lejana del todo a los chirriantes, sosos o tan sólo concisos parlamentos de sus rivales! La voz atruena cuando acompaña el espontáneo fluir de un discurso de prosodia exquisita y armadura compleja que vuela sobre montañas de grandes ideas, cae en picado hacia los valles de la situación, rodea con habilidad matices delicados, y se posa como el águila en la más alta de las rocas para divisar desde allí un auditorio hechizado. Entretanto, dice lo que quiere, contesta de antemano las posibles réplicas, enmascara puntos débiles, acaricia a los contrarios, los obnubila para, al fin, desgarrarlos. Cuando planea por su geografía retórica, Mirabeau oye el secreto anhelo de su audiencia en el silencio, en el latido, en el murmullo, y responde a tono. ¿Por qué no decirlo? La oratoria de Mirabeau posee energía y vocación erótica. Es el amante de la Voz.

El asunto que discute la Asamblea esos días es la expropiación de algunos bienes de la Iglesia, la necesidad de que los sacerdotes juren la Declaración, que las mermadas arcas del Estado se nutran gracias a la cristiana generosidad, olvidada por las altas jerarquías desde no se sabe el siglo, mientras se ligan a una Revolución fiel como ninguna al principio igualitario que anima los evangelios. Enseguida, Martín resumirá las arias de Gabriel Riquetti, conde de Mirabeau, para el periódico del mismo Mirabeau, haciendo hincapié, según las líneas maestras que dicta el parlamentario, en la urgente necesidad de hacerle ministro. Es tarea de Martín adornar el asunto con las debidas referencias: «El excelente Mirabeau conoce demasiado bien la corta distancia entre el Capitolio y la roca Taipeya»; «El sin par Mirabeau se tendrá por nuevo Escipión, de hacer oídos al constante difamar, a los rumores de traición, que inútilmente llueven sobre su persona»; «El general La Fayette no quiere que Mirabeau sea ministro por miedo y envidia: ese pobre general de una guerra ya olvidada en América se tiene por César Augusto y sólo se queda en Augusto, blanco payaso».

Durante el resto de la mañana, Martín aplica en Emmanuelle el ars amandi aprendido en la oratoria de quien, según consignas, desea gobernar, aunque esos alivios de mediodía se cumplan en la asfixiante oscuridad de la antigua cámara de libros prohibidos. Entretanto, Baptiste Rivette va de un antiguo convento dominico —o Jacobinos— a otro franciscano —o Cordeleros—, busca apoyos, aviva unos rumores y desmiente otros. Así la Voz será más Voz que nunca cuando impulse en la calle el nombramiento de Mirabeau. Porque la Revolución empieza a tener un solo nombre —¿Mirabeau?— y Rivette es su más fiel ayudante en cuestiones divulgativas.

Y cada día, al regresar Baptiste de sus gestiones, Emmanuelle y Martín le acompañan al Campo de Marte para nivelar con palas y azadones la gran llanura; preparan con otros muchos el gran día, hoy, la Fiesta de la Federación. Porque desde este alba y durante una semana —lo acaba de mencionar Rivette en vez de pegarle un tiro— se celebran las bodas de Francia con Francia: las federaciones de los nuevos departamentos verán consagrada la Revolución en el Altar de la Patria. «Cincinato abandona la labranza para dictar las leyes de la Nación», según ha titulado Martín uno de los artículos que luego Mirabeau corrige y firma.

Por eso, de día y de noche, guardias nacionales y abates, distinguidas señoritas y fruteras, albañiles y peluqueros, mozos de cuerda, aguadores, carboneros y jardineros auxilian a los veinte mil obreros de los Talleres de la Caridad, apisonan y baten suelo, elevan taludes para las gradas. Las orquestinas miman a los voluntarios, se cantan himnos, y de pronto se detienen música y labor cuando alguien da una nota excéntrica: la duquesa de Laynes desplaza gravilla en una carreta de caoba, tallada à propos.

Baptiste reparte periódicos, la infatigable Emmanuelle le da a la pala y Martín —cada día más seguro de que su mano logra en cada intento un «Viloalle», aunque sólo él lo valore— plasma el júbilo de la multitud en las obras de un puente sobre el río, en un palacio a la romana, en un triple arco de triunfo y, por encima de todo ello, en la gran pirámide que mide lo menos cien pies y será Altar de la Patria. Y en sus dibujos, Martín comprueba que, en sólo dos semanas, esa multitud laboriosa ha pasado de cierto recelo ante el anuncio de la peculiar ceremonia al más grande entusiasmo, como si empeñara en ello un honor nuevo y saludable.

Y hoy, catorce de julio, el trío sale de la librería con sus mejores galas bajo amenaza de lluvia. Rivette asegura que el cielo no aguará la fiesta: ese año la misma lluvia ha dado fe de espíritu revolucionario al regar la magnífica cosecha; el cielo ha jurado sobre la Declaración. Añade Baptiste que decía en broma lo de la alianza revolucionaria del cielo cuando en la esquina misma de Saint-Séverine, los Rivette y el de Viloalle ya son átomos en la muchedumbre que camina al Campo de Marte.

Vibra en el aire un ahogo de exaltación cuando hombres y mujeres ven que no son miles, sino cientos de miles. Nadie ha contado nunca tanta gente. Es fácil sentir excitación, y del todo imposible volverse hacia el mar de sombreros y tocados y niños en los hombros de sus padres y asegurar con petulancia que han sido vanos los esfuerzos de la Voz y el Brazo. Es cierto: la Historia no ha visto nada semejante. Y a empujones entre la Historia, Emmanuelle y Martín siguen a un eufórico Rivette hasta el cartel que reza: «¡Imprenta, antorcha primera de la Libertad!».

Ese es el lugar idóneo para seguir la marcha de la ceremonia.

Los reyes y el delfín saludan desde un pódium distante, pero magnífico, y al hacerlo, los cientos de miles se descubren. Oficia la misa el obispo Talleyrand, tal como la lleva ensayada y aprendida. La Fayette hace caracolear su caballo blanco ante una ovación que, a buen seguro, ha de oírse en toda Europa. Una madre, la Madre, asciende los escalones de aquel mismo Altar con su recién nacido en brazos, y allí el niño reclama por boca materna su dignidad de hombre y de francés, toma posesión de la patria, entra en la esperanza y jura fidelidad a la nación, a la ley y al rey. Y entonces, y al unísono, los cientos de miles juran, mientras en cada plaza de cada pueblo de Francia se jura. Retumba el cañonazo, suena la música y aplausos y sollozos y escalofríos de emoción conmueven la Tierra.

Al terminar la primera y más importante ceremonia, mientras el gentío se desordena y aglomera en torno al Altar para acariciarlo y besarlo, los Rivette animan a Martín para que les acompañe a una recepción en el palacete de Mirabeau. El de Viloalle elude el compromiso y se cita con ellos para la cena. Debe cultivar una paradoja que le ha venido a la cabeza durante esa fiesta inaugural: allí, en ese Campo de Marte, y a día de hoy, el ritual masónico de iniciación se ha mezclado con el sentimentalismo de Rousseau y sus epígonos, y ha pasado de ceremonia secreta a la más grande de las celebraciones que se haya visto nunca. ¿Conclusión? O los designios de Providencia son ciertamente inescrutables, o Providencia está borracha como una cuba. Una melopea de las alegres, sin duda, pero colosal melopea. Acto seguido, el de Viloalle se impone borrar de su mente esos silogismos como enredaderas que se diluyen en vanos sofismas: las conclusiones han de dictarlas sus dibujos. Por ello dice a los Rivette que le gustaría esbozar los detalles de ese día, capturar los rasgos decisivos de la jornada, lo inexcusablemente bello: esa cualidad por donde asoma, tal que en la prima aurora, la cresta de lo monstruoso. Los Rivette se encogen de hombros y le dicen que sí, que très bien.

No ha mentido el de Viloalle. Sin embargo, otro de sus objetivos es dar un paseo por los atestados muelles del Sena para cerciorarse de un chisme tan insólito como otros muchos que acumulan esos meses. De ese modo, sancionará la idea del mundo que le ronda, y por rondarle le encuentra y, por muy elevada que se desee, y a su pesar, es caricatura.

Quizá no tenga suerte. Es difícil apreciar nada entre la aglomeración de parisinos y federados de provincia y extranjeros. Todos gozan al ver a comediantes revivir las escenas que han culminado en este día de júbilo, con tragafuegos y acróbatas que saltan y vocean en puentes y muelles, y ante hileras de barracas donde algunos feriantes manejan una máquina óptica de estampas, vieja conocida de Martín, el Mundo Nuevo. Mientras se abre paso, el de Viloalle oye cómo la plebe se informa de la cena para los federados con veintidós mil cubiertos en los jardines de la Muette. Y que en otros jardines, los del Palais-Royal, se consigue el público atractivo de ciertas heroínas revolucionarias. Y las mismas mujeres que reprochan la abundancia del amor de pago se conducen, ya sean guapas o feas, con la soltura de quien emana carnalidad. Las de quince, las de veinte, todas hermosas. Hasta las de edad —¡treinta, cuarenta!— mueven las caderas insinuantes y pasean la ligereza de vestuario que promueve el día veraniego. Comen golosinas y helados, ríen, unen las mejillas encendidas^ se burlan o se asombran ante los charlatanes, quienes en ese Día de Luz, y por la cuenta que les trae, no dedican su verborrea a la oscura profecía, como suelen, sino que ajustan la oferta de elixires a un verbo de esperanza y gloria. Todos ellos visten a la moderna, son modernos los gestos y los quiebros oratorios. Salvo ese de ahí, el de leve acento alemán, quien luce, y bien triste, peluca a la antigua, larga, rizada y azabache, ajada casaca con hilo plateado, calzas y zapatos de morado tacón. De una edad aproximada a la de Martín, el charlista aguanta la mofa con alzada barbilla y se anuncia inmortal, Señor del Tiempo y del Espacio, algo menos que un dios y algo más que humano. Una vez y otra repite su nombre y consideración. Sí, ha vuelto a París el conde de Saint-Germain para traer a los franceses la buena nueva, tras un viaje que le ha llevado a capturar el misterio de Oriente.

Citoyens! ¡Dejad que este viajero de siglos y continentes dé la excelsa noticia! ¡Me lo anunciaron los adivinos de la alta cordillera donde se oculta el legendario Tíbet o Bod Zizhigu, gente de mucho respeto y poca comedia! ¡Un movimiento humano, inédito hasta la fecha, renueva la sangre de las naciones! ¡Todos sabéis que Alarico cogió a Roma por el cuello y la soltó con desdén! ¡A nadie sorprenderé si recuerdo que Atila se acercó a esas murallas derruidas, las olfateó como un lobo y se retiró! ¡Fama es que Genserico acometió la Urbe por el flanco, asesinándola! ¡Y grande tragedia que Odoacro desenterró los restos con sus uñas para roer los despojos! Ahí acabó, ciudadanos, lo que era Ciudad Eterna, Eterno Imperio. Sin embargo, mirad hacia ese Altar, parisinos, franceses, europeos, americanos… Mirad la nueva sociedad que será eterna esta vez, os lo juro. Porque el milagro ha ocurrido y de entre las ruinas de la Antigüedad brota un árbol cuyo florecer se ha paralizado durante siglos. Y yo, conde de Saint-Germain, que he visto con mis propios ojos la furia de Alarico, el salvajismo de Atila, la barbarie de Genserico y la bestialidad de Odoacro, desde aquí y hoy me reafirmo en que hay Eternidad en este mundo. Y si hay Eternidad, ¿por qué nuestra carne putrescente ha de ser ajena a tal maravilla?

Mi elixir, anticipo, no os volverá más jóvenes, sólo ha de aplacar los estragos del tiempo a la vez que os mantiene sanos y voluptuosos para uniros a esa fuerza irrevocable de los venideros días… Por eso no lo expendo por mil, ni quinientos, ni cien reales. Ni siquiera por cincuenta, ni treinta, ni veinte… Diez reales bastan para asomaros fecundos y alegres como panderetas al balcón de los siglos… Hace sólo dos mil años que tomé mi ración. Quizá demasiado tarde, lo reconozco, pero…

Dónde, se pregunta Martín, oiría ese memo a Welldone. ¿En Brandenburgo, Magdeburgo, Mecklemburgo, Rastemburgo, Angeburgo, Oldemburgo…? Entretanto, las propias carcajadas no le dejan seguir la oratoria del charlatán, mientras habla a su interior: «No se pueden vigilar las consecuencias de los propios actos, Welldone: las semillas caen donde caen y el viento las deja donde las deja».

Y el nuevo Saint-Germain, cuyo parecido fisonómico con el otro es igual al de un besugo y su raspa, sigue con la monserga:

—¡Libertad y Juventud os prometo! ¡Futuro os prometo! ¡Sobre todo, ahora, parisinos, cuando os debo agradecer la expulsión del país de mi archienemigo, el siniestro conde Cagliostro, con quien he entablado a lo largo de los siglos una lucha cuyo único parangón es el combate entre Satanás y el arcángel Miguel! Esa escoria yace encadenada en lo más hondo del castillo de Sant’Angelo, y su mujer, la ramera Lorenza Serafina Feliciani, se halla a buen recaudo en un convento, bien rapada, obligada al voto de silencio y a la imposición del velo. Sólo, de vez en cuando, en el barrio que llaman del Trastevere se oye la voz de su alma perdida aullando por los callejones, rogando por su salvación. La belleza pervertida. ¡No olvidéis la lección, franceses…!

Y en Martín surge un brote de pensamiento ajeno:

—«¡Babuino! ¡Despierta y deja de reír!» —imagina que le dice Welldone—: «¡Di a esos bellacos que arrojen al Sena al engendro y así den fe de su in-mor-ta-li-dad! ¡Venga! ¡Propón!».

Y Martín ríe. Todo es copia de copia de algún original extraviado. Así que si el príncipe de Schleswig-Holstein quiso aprovecharse de Welldone con su manuscrito por siempre inédito, ¿por qué no va a hacerlo ese pobre infeliz? ¿No celebramos hoy la Igualdad?

Tanto ha reído Martín, mientras jugaba a discutir con Welldone, que el charlatán le encara y pregunta:

—¿Qué pasa, ciudadano? ¿No me crees? ¿De cuánto he dicho, qué no crees?

—Todo lo creo de punta a cabo, ciudadano Saint-Germain. Yo, el ínfimo Viloalle, librepensador y cosmopolita, soy acérrimo creyente en la inmortalidad en este mundo y aspiro a ella. Loado por siempre seáis, famoso conde. Tomad los diez reales y arrimad uno de esos frascos que, al menos, me dejará como estoy por los siglos de los siglos…

Y el impostor agradece la bien trazada reverencia de Martín. Se lleva la mano al pecho y guiña un ojo. Al punto bebe Martín el elixir, que es vino rancio con algo de canela. Y la concurrencia, que hoy todo lo aplaude, aplaude.

Llega a casa de los Rivette y, mientras sube la escalera, oye cantar al marido, mientras el agua resuena en el barreño. Llega al salón donde se cenará, ya que hoy es día festivo, y ve cómo Emmanuelle dispone los cubiertos. Cuando le descubre, la mujer mira por un instante hacia el expansivo canto de su marido y susurra: «Esto se ha acabado para siempre y de una vez y de verdad. Él —y señala más allá de la pared— es mi hombre».

Y si Martín quiere comprender, comprende; y si se quiere confundir, no le faltan argumentos.

Cenan los tres y comentan la jornada: el amor que los franceses profesan a su majestad, algo a tener en cuenta; la oportunidad del sol, que ha salido tras el juramento; y cómo se ha discutido con rabia chez Mirabeau la nueva trampa política de los rivales del tribuno: La Fayette conseguirá que se apruebe una ley que prohíba ser ministro a un miembro de la Asamblea para impedir el ascenso de Mirabeau, a quien temen los güelfos y temen los gibelinos.

Cuando mondan peras, Rivette, sin decir nada, se levanta de la mesa. Martín, que aún no las tiene todas consigo desde el incidente de la mañana, busca la mirada de Emmanuelle. Ella baja la vista y alza los hombros. Rivette vuelve al instante con un objeto forrado en papel de seda:

—Ábrelo… —le ordena a Martín.

—Hoy es la boda de Francia, no la mía —bromea el de Viloalle, desconcertado. Mientras rasga el envoltorio, Baptiste le dice que es un colaborador indispensable. El mismo día en que Martín llegó a esa casa, vio como el español prendía con cuidado una deteriorada lámina del Campo Vaccino en una pared de su buhardilla. Así que ha hecho ciertas indagaciones y…

Martín descubre un gran cartapacio rectangular forrado en cuero granate con filigrana dorada y dorado título: Della Magnificenza ed architettura de'romani. Son grabados de los más lamosos monumentos dibujados por Giovanni Battista Piranesi.

—Tú, que eres dibujante y estuviste en Roma, ¿llegaste a conocer al gran Piranesi?

—No, decían que llevaba loco no sé cuánto… Pero en Roma, la gente habla mucho… Y en Roma…

No puede seguir, casi le ahoga un sollozo. Una vez más, entre la vergüenza y la emoción, opta por el silencio. Se levanta de su silla, abraza a Rivette y dedica a Emmanuelle una reverencia a la antigua. Siente un pinchazo de dolor al darse cuenta de que tras decenios de viaje y desventura, sus manos endurecidas sopesan candor y generosidad.

Emmanuelle llora y Rivette, algo emocionado también, no soporta el silencio, y, mientras insta a brindar con vino borgoñés por sus hijos borgoñeses que vivirán en la mejor de las épocas, comenta lo que ha oído en casa de Mirabeau:

—Esta tarde, uno de los federados, al acabar el informe de la jornada para su departamento, ha escrito: «Así acaba el mejor día de nuestras vidas». —Y Rivette añade—: Amigo, esposa, ciudadanos, compatriotas: con el mejor día de nuestras vidas, este catorce de julio de 1790, damos fin a la Revolución.