—Toi, et toi aussi, de ce côté! Vous, de ce côté-là! Au fond du jardin, en courant!
Un amanecer de octubre del año de Gracia de 1789, Welldone domina la mirada de Martín, quien vive y ve el saqueo de Roma. Puntada a puntada, la mano de una chiquilla traviesa, la Ninfa Mayor, borda el engañoso tapiz de la Historia.
En el mil ciento sesenta y tres de la Fundación, y ante sus murallas, Alarico declaró que un impulso santo y secreto le dirigía hasta el Umbiculum Mundi. El rey de los godos creía ciegamente en el más empinado destino, y esa euforia anuló la sumisa devoción que los invasores sentían por el áureo nombre de la Urbe. En los campos en torno a la ciudad maltrecha, la barbarie devoró los blancos bueyes que Roma guardaba para unos triunfos que nunca llegarían.
—Au fond du pré! La où sautillent les vaches! Égorgez-les! Les aristocrates à la lanterne!
Martín corre hacia los jardines de Versalles con la carpeta de dibujo sin mirar esa mole del palacio que extiende los brazos hacia el patio de armas como un titán. Ha perdido el sombrero y le fatiga y le ahoga seguir la marcha de los aulladores. A veces, por alguna ventana asoma furioso un guardia de corps que dispara al bullicio tras la verja. Y se oye al instante el embravecerse de la marea humana que es Uno y Voz y Brazo y Rabia.
—Le Hameau de l’autrichienne! Brûlez Le Hameau de la chienne! Au fond du jardín!
Llaman perra a la austriaca María Antonieta con fácil juego de palabras. ¡Fama al ingenio que iluminó la ocurrencia! Pero de hacer caso a los lemas, de servir a la Igualdad, ellos son tan perros como la reina, una jauría libre hermanada en el estado canino, la Voz y el Brazo.
Hace algunos meses, Martín vio y disfrutó por primera vez la Nueva Circunstancia en el sitio que hasta entonces era coto real: hombres y mujeres cazaban liebres y conejos ante los atónitos guardias forestales. Lo que hasta el día anterior era condena a muerte se volvía despliegue de trucos de furtivo, exhibido con impudor en la filtrada luz del bosque. Trabucazos y cantazos certeros; mínimas piruetas de agonía a medio palmo del suelo, aquí, allá y más allá, como si cayesen de los árboles conejos, como si granizasen conejos, y la vista sólo descubriera peluches moteados al golpear la hojarasca. Los revoltosos atrapaban a puñados conejos que los forestales alelan para que el rey se crea gran cazador. Ebrios del placer de lo inaudito, aquellos hombres y mujeres recogían conejos, les partían el espinazo y formaban montañas de conejos y liebres en una de las primeras y espontáneas fiestas en los profanados cotos reales. Eran blancas aquellas fiestas: como los conejos blancos, como los blancos bueyes dorándose en la hoguera junto a la muralla de Roma.
—Au Petit Trianon! Au trou de la chienne!
Al llegar al jardín inmenso, Martín se detiene, asfixiado de tanto correr, sobrecogido por la belleza del lugar, esa perspectiva que el alba descubre en la bruma plateada. No es buena idea la de quedarse solo; pero ya no es joven y hasta el miedo fatiga. Y como ya no es joven, sabe que nunca más verá esa estampa formidable al amanecer; líneas de oro, verde inmensidad, acuáticos remansos y níveos bustos de nariz completa.
El cansancio y el goce le llevan a un banco oculto en el margen de un soto. Alguien ha hecho de las suyas en aquel lugar, porque Martín ve sangre tornasolando una charca, y allí mismo, un guante, un lazo negro y una bota espolada… En el banco, Martín se ajusta los lentes, abre la carpeta y, con un lápiz en los dedos, observa con atención los parterres, simétricos como cuerpos, como nos gustaría que fuesen la vida, los mapas y la Historia. Mira con los ojos de Welldone.
Desde las ventanas de palacio —aunque quizá no sea el palacio aquella mole, porque allí unos edificios se unen a otros en fantástica enormidad de piedra— se arrojan espejos, búcaros y cariátides. Así que los bárbaros ya campean a sus anchas en las estancias del Capitolio, en el Templo de Saturno, en toda Roma. Martín quisiera dibujar la Fraternidad Humana chapoteando en las fuentes y en los estanques, bailando giróvaga en las cúpulas. Eso quisiera dibujar…
Pasa una cuadrilla de rebeldes que entona vivas y mueras. Ojos rabiosos le examinan con desconfianza. No hay qué temer: la mugre del camino de París es salvoconducto probado; las cinco escarapelas tricolores que a Martín le prenden del chaleco delatan insurgencia. Además, si no fue siempre la suya, hace mucho que gasta cara plebeya. Y los balcones vomitan porcelanas y una mesa de billar…
Cuando algunas gotas de lluvia salpican el papel y las carreras chapotean en los barrizales —y caen lámparas, bustos, cómodas…—, Martín descubre el motivo para un nuevo dibujo: la gran boca del cuerno de la abundancia da un último aliento y desde un ventanal brotan en remolino gasas y medias rosadas de mujer, sedas de la China, guantes, pelucas y sombreros que, en lugar de venirse al barro y a la hierba, flotan y ondulan a media altura como indecisas cometas: lenta serpentina de floreados y rayados, encajes de Bruselas, faldas y casacas azul pálido. La dulce nitidez de colores ilumina la mañana. El de Viloalle se sabe vivo al admirar la dinámica de la ropa en esa luz. La Línea de Gracia sucumbe a los tiempos, pero aún se esfuerza en el último suspiro y oscila en el aire, huye entre veredas que llevan al Pequeño Trianón, mientras los bárbaros zampan carne de buey.
Mira con los ojos de Welldone la guirnalda aérea de vestidos lujosos, una danza de amantes sin amantes, el alma exhausta de lo que ya no podrá ser. Las figuras se han desvanecido y sólo los sombreros y sus vestidos quedan y se ovillan, flotando en el aire.
Con agilidad dispone Martín los trazos y acepta enseguida que sólo dibuja un embudo de ropa. Otra vez será: ya se dará el logro, aunque el tiempo apure… Ya no es joven Martín y los pequeños goces de la destreza se hundirán mañana con los escombros de esa huidiza temporada, el exceso de novedades y, por encima de eso, el hallazgo de fabulosos placeres lascivos que, si certifican deshonor, le han hecho crecerse cuando sólo se sentía pura insignificancia, un elaborado mequetrefe.
Antes de que vuelva el desasosiego por su mala cabeza en el holgar con quien no debe, guarda Martín las lentes y el lápiz y se abandona a un brincar que sólo se acepta en los niños: va hacia ese tirabuzón de ropa que sube, caracolea y se enreda en arbustos, surtidores y estatuas. Sigue la senda por donde vaga la indumentaria vaporosa de nobles cortesanos que ahora, tras los muros, sufrirán un miedo inédito, recóndito, algo que ni los antepasados a quienes deben cuna y privilegio sintieron en el umbral de la batalla, cuando la tierra huele a sangre aún no derramada. Los vestidos al viento le rodean, oye los propios pasos en la arena crujiente, goza el mero instante, ese lugar tan claro. Por eso corre tras las puntillas y las medias rosadas de alguna damisela como si cazase mariposas hasta un cruce donde han clavado un diáfano aviso para caminantes.
La cabeza de un guardia de corps, ensartada en una pica, con la media colgando de la nariz, le mira tuerta. Minúsculos gorriones escarban la melena. Los pájaros libres devoran su buey a alfilerazos.
Martin coge la media con mucha suavidad para no ahuyentar a los gorriones. Enseguida, dibuja la cabeza degollada del oficial —varias cicatrices de duelo señalan su rango— mientras piensa en aquella Cabeza de Medusa cuya copia vio hace mucho en el estudio de Fieramosca. Si se decide a comparar, reconoce que aquel Michelangelo da Merisi lo hacía algo mejor. Aunque allí la fantasía desbocada se sumara a la capacidad. Porque, con la mitología a favor, la Cabeza de Medusa del de Caravaggio se horrorizaba más allá de la doble muerte por decapitación y por miedo. Martín sólo retrata a un degollado con pajaritos.
Unos pasos le superan. Una cabeza —unida en esta ocasión, y por fortuna, a un cuerpo móvil— se vuelve y le grita: —Au fond, mon frère! Au Trianon de la chienne!—. Los guardias de corps llegaron hace unas semanas para detener por la fuerza la buena marcha de la Asamblea Nacional, para recuperar el orden antiguo, para humillar cabezas. Eso fue lo que se dijo, lo que multiplicaron los rumores y la Voz sentenció. Porque, en esos meses, lo que se dice, y se dice mucho, se mejora y se ansia creer en la medida que logre de los rumores y opiniones la Voz necesaria, todos más fuertes en la Voz única Quizá lleven algo más de una semana en Versalles los regimientos de Flandes, pero fue hace dos días —eso ha dicho la Voz— cuando esos invasores celebraron otro banquete, y la reina, nueva Mesalina, bajó a brindar con los ángeles custodios de su lujuria, según dicta la Voz desde los tiempos del asunto del collar. Fue María Antonieta quien repartió escarapelas blancas —borbónicas— y negras —¡austríacas!—. Fue la perra quien brindó, enardecida cantinera de las huestes enemigas. Y el rey obeso a todo se avenía y, al sonreír, aceptaba. Ante los ojos del Gran Buey Decimosexto se celebran orgías con escarapelas invasoras mientras a sólo cinco leguas —según aúlla la Voz— el pueblo muere de hambre.
Martín no pasa hambre, y cuando vivía en Roma tropezaba en una mañana con más harapientos y mendigos que en su año y medio en el grandioso París; y si no vio tanta pobreza en los estados alemanes o en Schleswig fue porque de noche los vagabundos morían congelados o, como bien supo, eran reclutados a la fuerza para perder el cuero cabelludo en ultramar. Aunque también es muy cierto que los vagabundos de Roma no supuraban la humillación, ese odio reseco, de los mendigos parisienses. Y de los no tan mendigos: albañiles, carniceros, artesanos… Oyen voces de Igualdad, y se miran, y miran a los otros, y no ven en lugar alguno lo que ellos entienden por ser iguales. Y Martín ve cómo aumenta y se extiende ese enfado que surge de la misma víscera de la emulación, de la envidia y, sobre todo, de la calamidad y de la Rabia. Los sucesos impulsan el arrojo de la canaille y su desafío continuo a la policía, a los soldados mercenarios, a los mismos gigantes que guardan la sombra del rey.
Pero, en efecto, Martín no pasa hambre ninguna, y el sentirse alimentado, vigoroso, le permite acercarse cada mañana a los jardines del Palais-Royal, el populoso cuadrilátero donde vive el turbio duque de Orleáns y merodean los oportunistas. Allí, se entera de noticias grandes y pequeñas: desde los amoríos de Mirabeau hasta la incontinencia urinaria que aún recuerdan en Rousseau los más viejos. Hace unos años que redujeron a un tercio los jardines al construir las arcadas y, por ello, talaron el Árbol de Cracovia en cuya corteza, delatora de falsedad, Welldone construía a veces su nido de metáforas. En aquel centro populoso, Martín hace averiguaciones que le encaminan a lugares convenientes. Eso mismo hizo ayer, a buen paso, en cuanto empezaron a repicar todas las campanas de París. Allí fue donde la Voz, multiplicada, pero una, se levantó al cielo: «¡A Versalles! ¡A Versalles!». Y el de Viloalle, la carpeta bajo el brazo, siguió la marcha de los demás, quienes hechos Voz, se volvieron horda y multitud. Así supo que las frecuentes expansiones y las falsas alarmas cuajaban por un día en suceso de mérito. Como en julio, cuando la Bastilla —acontecimiento al que no dio importancia, y la tuvo—, ayer el aire de revuelta confirmaba el rumor y la Voz se hacía Brazo. Y sólo cuando ya marchaba con otros y era Uno hacia Versalles, supo Martín por qué hacía lo que hacía, el confuso origen de aquel acto. Horas antes, vendedoras de los mercados habían iniciado desde el ayuntamiento una procesión cívica en solicitud de pan. Iban a exigir pan a su rey porque algo ocurre en la ciudad con el abasto de harina. Y el apresto de esas mujeres se volvía Voz y Brazo, y mientras ellas caminaban y eran horda y multitud, las campanas de todas las iglesias seguían tocando a rebato, se asaltaba el ayuntamiento y se quemaban los archivos en la plaza.
La multitud, Voz y Brazo, caminó bajo la lluvia las cinco leguas que separan Versalles de París, la Rabia saqueando tabernas de Auteil y de Sèvres, porque validaba la certeza del rumor de intrigas palaciegas que buscan aplastar la Igualdad, cerrar de nuevo esos ojos que Voz y Brazo han abierto. Los prados a la vera del camino son, a lo largo de esas cinco leguas, un enorme campamento militar, y es fácil concluir que sólo la abundancia de mujeres impedía que esos mercenarios embistieran sin Rabia, sin Voz, sin Brazo: la disciplinada violencia de siglos basta para arrasar con todo y con todos una vez se da la orden.
Martín no ha llegado a ver ninguno de los sucesos que anoche se desarrollaron en la verja principal. Sólo le fue dado comprobar a distancia cómo relucían los tricornios de los jinetes de la Guardia de Corps, mastines inquietos ante la verja de palacio.
Y la Voz dijo: «Una delegación de mujeres está hablando con el rey». Y la Voz dijo: «La Asamblea se desgañita sin objeto en el salón de Menus Plaisirs». Y la Voz dijo: «Sólo Mirabeau sabe imponer el orden, sólo él maneja soluciones y sólo a él respetamos». Y la Voz cotillea: «El vino encharca la Asamblea y en sus bancos se revuelcan unas y otros». Y la Voz dice: «Europa se dispone a aniquilar la Revolución, todos los imperios, reinos y principados se conjuran, aterrorizados por el supuesto monstruo que crea la Igualdad». Y Martín sabe que la Voz exagera en las formas, pero no en el fondo. Lo ha visto en Schleswig-Holstein: limpiar la cara del príncipe. Lo vio en Roma: soplar el mecanismo polvoriento del reloj. Lo vio en España: expulsar a los jesuitas, chivos expiatorios de una época que se dice ilustrada y se quiere absolutista. Y en todas partes lo ha sufrido y sabe que no hay compasión cuando se traza una línea y uno queda al otro lado.
Anoche, dispararon desde palacio, y en la vega se elevaron al cielo los aullidos de Rabia. Sin embargo, aún olía más a sudor y a mierda que a pólvora. Y se encendieron antorchas y hogueras, y para los más espabilados hubo jamón, pasteles y aguardiente. Fue entonces cuando la Voz anunció la llegada del general La Fayette con la Guardia Nacional. Como hormigas de un hormiguero en llamas, la multitud se enredó, se abrió, estalló en carreras y acometidas, y un azar logró que Rivette divisara a Martín entre el gentío.
Baptiste Rivette estaba con los suyos: el atelier periodístico de Mirabeau, un grupo al margen de la canaille y de sus vaivenes; tinta en las uñas, fruncido el entrecejo de los avisados. Junto a ellos, madame Rivette, de nombre Emmanuelle, con esa mirada que logra que el azul parezca fuego y, si no se usa, incomoda. Hace unos días, Martín confirmó a esa mujer que no aguantaba más el trajín venéreo que compartían, no sólo indigno de ella, sino humillante para el hombre que le ha dispensado un hogar y un trabajo que ignora el capricho de los poderosos.
—Por mí lo dejamos ahora mismo. ¿Qué te has creído? Si ni siquiera me gustas… —replicó Emmanuelle—: Es tu cuerpo enclenque y vicioso el que me pega malos usos cortesanos. Estás enfermo de aristocracia…
Y aún tenía la falda levantada Emmanuelle al decir eso, mientras escalera abajo oían silbar a Rivette y crujir la impronta. Se hallaban en la antigua cámara secreta donde Rivette, y antes su suegro —monsieur Bainville—, ocultaban los volúmenes pornográficos. El lugar se halla en una pared del salón, tras un retrato al óleo del ya difunto Bainville cuyo severo rostro ahuyenta cualquier afán de registro. Ahora, cuando nadie persigue esas publicaciones, en aquella guarida el verbo se hace carne.
—Sí, Emmanuelle. Esto del joder es pura cortesanía… —ironizaba Martín, envuelto en el embrujo de ser deseado, o al menos en el azar que le hace instrumento de la fogosa hembra.
—Ni el libertino Mirabeau hace ya estas cosas. Se ha redimido. Es la lealtad y la decencia la que nos separa de esos gusanos enjoyados…
Y aún era agitado el aliento y el calor de aquel nicho les hacía sudar y resbalar uno en el otro:
—Seamos leales y decentes, Emmanuelle. Pero mañana…
Y repitieron. Y al acabar, hicieron votos que formaban parte del juego mismo de profanarlos, y creer así que una fuerza más imponente —una Providencia más en días de trascendentes providencias— les hacía volver a la mórbida delicia de la traición. Así no tenían miedo ni vergüenza; de algún modo se justificaban y su fervor crecía con el fervor general. Eran gotas de agua burbujeando en la olla de los tiempos.
En la verja de Versalles y sólo divisar a sus anfitriones, Martín se abrió paso entre el gentío hasta llegar al círculo de libreros, tipógrafos, impresores, periodistas… Entonces Rivette le dijo:
—Siéntate y descansa, españolito. ¡Contempla la Historia…!
Aunque Rivette sea diez años menor, a Martín no le enfada ese trato condescendiente. Aprecia la valía de Baptiste y aún le quiere más porque le engaña.
El de Viloalle rechaza la invitación a sentarse mostrando el lápiz y la carpeta de dibujo.
—Todo quieres dibujarlo, españolito.
—Son mis garbanzos del alma, Rivette. ¿Y vosotros?
—Estamos aquí para contar la verdad…
—¿Se os ha ocurrido mencionar a nuestro amado conde de Mirabeau las afinidades entre esta jornada y la caída de Roma? Aunque quizá eso ayude a que nos tilden de bárbaros… Sería mejor buscar un símil con la valentía de las sabinas, quienes después de su rapto por los romanos intercedieron entre su pueblo y Rómulo… Y esa intercesión fundó la prosperidad de la futura metrópolis.
—¿Veis? ¡Este pelirrojo aventurero es impar y versátil…! —Y enseguida Rivette despliega su facundia entre los allegados, cuenta la vida de Martín a quien quiera oírla, y pocos quieren. Pero Rivette es tenaz y una autoridad en lo suyo; por eso continúa sin obstáculo la charla incesante del impresor y periodista Rivette. Y no es culpa del biógrafo, pero sólo hay una cuarta parte de verdad, o aún menos, en ese elogio del «españolito».
Como en la del resto de ese grupo, si a eso vamos: escritores de ningún éxito hace nada, rousseaus de ruisseau —o rousseaus del arroyo—, caricaturas de un philosophe que, si ya gozaba de gran prestigio, los últimos acontecimientos le han brindado carisma divino. Esos epígonos, acosados hace nada por la lobuna justicia, repudiados de cualquier protección y de toda renta, ven renacer estos días las ilusiones que les trajeron a París y afianzan en su rostro la convicción de ser artífices del momento. Crean la Voz y lo saben. Como lo sabe el propio Baptiste Rivette, otro filósofo de la manada procelosa, oriundo de las afueras de Dijon, en la región de Borgoña. Mientras la turba filosófica pasaba hambre y penurias, Baptiste tuvo la suerte de emplearse con monsieur Bainville en su librería-imprenta de la Rué Saint Séverin, contraer nupcias con la exclaustrada Emmanuelle y heredar el negocio del suegro. Martin sabe que hay dos hijos de ese matrimonio, al cuidado de los abuelos borgoñones y de quienes nunca se habla. Tampoco ha preguntado mucho. Cuando Martín llegó a París, Rivette imprimía libros de toda clase en la más estricta legalidad y, más de tapadillo, algún panfleto y novelas pornográficas que escribían Mirabeau y sus amigos. Esta última circunstancia, su pericia y, hay que decirlo, un talento literario que se ajusta como un guante a la oratoria del ahora famoso tribuno, han ayudado a Rivette a ser centro en París de las Cartas a mis lectores del propio Mirabeau, un periódico que se distribuye en las ciento cincuenta y dos sedes jacobinas de toda Francia; esos clubs son en su mayoría antiguas logias masónicas donde ahora se debate sin precaución ni secreto ni la ridícula parafernalia. Cuando Martín le dijo a Rivette que si no llegó a maestro masón fue por la malévola arrogancia senil de Federico el Grande, dio al impresor motivo de elocuencia:
—¿Federico el Grande? ¡Eso sí son malas compañías de las buenas! Atiende, Viloalle: lo raro aquí es no haber sido masón. En los últimos años, lo masónico ha sido como una epidemia para quienes han leído tres libros o se aburren demasiado. Hasta la reina ha sido masona, creo… Y el de Orleáns, ya lo ves, masón de masones, y revoltoso a ultranza para ser rey en lugar del rey. La misma moda masónica de hace unos años debilitó su razón de ser; los ardides tenebrosos del conde Cagliostro y el asunto del collar la desprestigiaron; la agitación de los tiempos ha acabado con ella para siempre. Los franceses hemos dejado esa cháchara salomónica para los tarumbas del Norte: literatos germanos que se desgarran a todas horas o príncipes hechiceros como ese tuyo que no paga… En Francia sabemos que la única masonería eficaz la forman la codicia de los señores, los intendentes, los rentistas, los cobradores de impuestos, los poderes judiciales, la Iglesia con su diezmo y la policía en todas sus ramas… La avaricia y la indecencia eran su compás y su cartabón, españolito… Pero no lo digamos… ¡Escribámoslo!
La ilusión de Rivette le ha estimulado a sentirse importante. Y sus diálogos en la imprenta se zanjan muchas veces con ese imperativo: «¡Escribámoslo!». Y aunque Martín participa, es Rivette quien escribe:
La tiranía imprime un carácter de bajeza a toda clase de producciones. Ni la lengua se halla a cubierto de su influencia. ¿Es indiferente para un niño oír alrededor de su cuna el murmullo pusilánime de la servidumbre, o los acentos nobles y orgullosos de la libertad?
He aquí los pasos necesarios de la degradación:
Al tono de fineza que compromete sucede el tono de fineza que se recata. Y esta cede sitio al halago que inciensa, a la duplicidad que miente con impudicia, a la rusticidad desmandada que insulta sin disimulo o a la oscuridad circunspecta que vela la indignación.
Ahora, por contraste, os mostramos los gloriosos escalones de la Libertad.
Aquellos sueños destruidos por la mofa de la injusticia cobran una vida que nunca les imaginamos, porque ya nunca más viviremos en su mundo, sino en el nuestro. Ya no ocurrirá el someterse al diario yugo. No descartaremos un pensamiento, no hemos de callar una palabra, y si es menester, no abandonaremos al éter de la fantasía el morir por la defensa de la magna carta de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Queremos comprender y comprenderemos, queremos hablar y hablaremos, queremos decidir y decidiremos.
Así se hace la Voz.
Martín pasó la noche con aquel grupo en la verja de palacio. Y rieron, declamaron consignas al resplandor de hogueras y hachones, y lanzaron vítores de entusiasmo por ser la Voz cuando esos mismos lemas iban de corro en corro hasta batirse en la lejanía de muros invisibles.
«¡Nos llevamos al panadero, a la panadera y al aprendiz!», inventaban, y con ello sugerían no sólo una conjura real para matar de hambre a los ciudadanos, sino también que nadie volvería a París sin que delante de la multitud marchasen, alelados por siempre del funesto Versalles, el rey, la reina y el pequeño delfín.
Entretanto, Emmanuelle, la antigua novicia, musitaba los nuevos rezos laicos y se distanciaba del grupo para unirse a otras mujeres y enardecerse con ellas y en ellas disolverse. Incansables aquellas hembras hasta esa hora del lobo en que sonaron los tambores, y el españolito, que necesita sus garbanzos del alma, se unió a las turbas que forcejeaban en la cancela y penetraron en los jardines a la tercera o cuarta embestida del Brazo.
De nuevo el cruce de senderos. Los gorriones han seguido su labor en la cabeza ensartada y ahora las orejas del degollado son colgajos de engrudo. ¿Quién es capaz de algo así? Es entonces cuando Martín oye un piafar temeroso, se vuelve y descubre entre álamos a un caballo tordo que se roza con un árbol para deshacerse de la silla. Recuerda que, esa misma noche, la turba asaba la carne de los caballos de la Guardia de Corps. Gloriosas llamaradas en los muladares de la Revolución.
Avanza Martín sobre el lecho húmedo de hojas caídas.
—Has tenido suerte… —le dice al caballo, mientras da un lento paso, se cerciora de que el caballo le mire y no se asuste, y da otro paso.
—Ven, que te voy a llevar al Pequeño Trianón. Algo inigualable, me han dicho… —y cabecea el caballo mientras le mira y oscila la rienda—: A ti no te va a comer nadie. Ahora soy tu dueño y te voy a defender.
Hasta ahí sólo llegan, apagados, clamores en la verja y algún alarido desde el Pequeño Trianón. Sin embargo, y con cautela, Martín mira en todas direcciones, no fuera a ser que nuevos gritos asusten al magnífico ejemplar.
Morir de una coz en los jardines de Versalles, ¿hubiera apostado por ese final?
Está delirando con la locura de Welldone, pero ya sujeta las riendas. Martín se desprende una escarapela de la solapa y con ella condecora el bocado del animal, mientras recita tres avemarías, el tiempo necesario para que los caballos se hagan al olor de uno. Aprieta Martín su cuerpo contra aquel lomo y lo acaricia como si acariciase a Emmanuelle, en las manos el vigor y el anhelo atesorados en la vida. Sujeta la carpeta a la silla, se calza el estribo, y el caballo, un buen caballo, le lleva a campo abierto como si el animal entendiera y sintiese curiosidad por los lujos y exageraciones que cuentan del Pequeño Trianón, cabalga por los versallescos jardines, mientras Martín de Viloalle sabe que el Momento de la Libertad es hoy, es ya, ahora, justo aquí… Y se avendría a ese único recuerdo mirando como mira con los ojos de Welldone.