3

Eckenfiorde, 15 de octubre de 1781 Penoso babuino, enano traidor:

Si creyera en el Destino, estaría tentado a proclamar que llama a pruebas. En los días y noches de una época no demasiado afortunada, a veces oigo aullidos espeluznantes. Y míos no son. Por eso me obligué a averiguar su causa. Al fin, los empleados de la fábrica de papel me dijeron que los molineros, sea por el Tango que encharca el suelo en invierno o en verano, sea por la mucha cerveza, caen al agua brava del canal y, vencidos por la corriente, son triturados por aspas y engranajes. Imagino que lo mismo sucede en cualquier lugar donde haya molinos, industria que abunda. Así que no asuela Eckenfiorde un horror demasiado original. Mas lo cierto es que tanto dolor ajeno perturba el mío, y tanta mutilación, la abundancia de mancos y cojos, merma la producción de papel y excusa su falta de calidad, hechos que ignoran en Gottorp y en Louisenlund, donde en pliegos exquisitos se inscriben tus garabatos soeces y tu lavar cabeza de asno. Pero ya hablaremos de asnos. Mucho. ¡Y lávate! De momento, me excuso por la pobreza del papel, el cual se dignifica al soportar mis justas palabras.

Esta misiva ofrece una idea tan simple que hasta el llamado Martino da Vila la entenderá, de esforzarse: hace mucho que soy tú y tú nunca serás yo. Como tiendes a retorcer y a malentender el concepto más sencillo, según eres y según te enseñaron, quizá llegues a tomarme por un charlatán obsceno, amparado en el mismo pensamiento que te regalo.

Dios.

Sí, hablemos de Dios un poco.

Alza la vista de la carta y verás de nuevo a una muchacha con la rosada tez y la esbelta figura de las paisanas; eso si no se ha fugado a la carrera al husmear el azufre, más bien azufrillo, que emanas. La chiquilla es Dios. Te lo repito: Ella es Dios. Tengo el honor de presentarte a la Altísima.

La Altísima es omnisciente. Ella sabe que antes o después le causaremos repulsión. Ese es nuestro papel en la mala obra de la vida, tan dada a lo detonante y al estruendo, y a su vez tan floja y sin enjundia, que merece haber sido escrita por un necio francés, muerto hace poco. Pero volvamos a la auténtica comedia en la que unos lo hacemos bien, otros mal y otros ni sabéis por qué salís a escena, enredados en palabras y gestos que carecen de significado, ciegos y perdidos, hasta que cae el telón y os aplasta. Yo soy, acaso, Arlequín. Tú, Pedrolino de nacimiento, triste Gilíes, petit Pierrot, serás el tonto del pueblo y de la ciudad y de los salones, conciencia aletargada y mezquina, eterna prisionera de su confusión. He ahí algo CIERTO. Y quizá sepas que algunos jamás sabrán de la existencia en la tierra como burla de moza; y de que otros ovillarán la cuestión hasta complicarla del todo, o del todo retorcerla, o manipularla; y de que muchos no han de tener ni tiempo, ni entendimiento, ni carácter para discernir el asunto y encararse al espejo: serán cucarachas que, en vez de corretear por las esquinas, seguirán quietas en la silla del comedor de porcelanas de Louisenlund, asintiendo a la primera vaciedad, mientras fingen, y fingen mal, que no oyen los azotes.

No estoy dolido, Pierrot. Dolorido es lo que estoy.

Sigamos hablando de Dios, y donde digo Dios, digo Naturaleza y digo Ella, la criatura con pechos de miel y jugoso hoyuelo en las carnes lumbares que he oído suspirar cada segundo de mi tiempo; mi propio segundo de mí propio tiempo. Ella no desea que nazcan ni vivan haraganes disfrazados, embozados jesuitas, nobles descastados, charlatanes, impostores, desertores, arlequines y pierrots; especies a las que tú y yo pertenecemos. Hay algunos por ahí que a eso le llaman pecado original. ¡Pecado original! ¡Serán aburridos! ¡Pero si sólo es la broma original! Una broma soez y violenta. Sólo hay una ninfa; y se burla de nosotros hasta que decide matarnos. ¿Cuál es entonces la misión? La misión es encontrar cómico ese destino. Tomar sin escrúpulo el aliento con que la ninfa nos obsequia, el anhelitu puellarum, que según Joham Heinrich Cohausen, médico del obispo de Munster, prolonga la vida. Diré más: incendia esa vida, la exalta. Y es ahí donde nos perdemos. Ese es el dilema: o se burlan o nos perdemos. Y si nos perdemos, también se burlan. La misión no tiene sentido.

Dejemos por ahora los asuntos divinos y volvamos a los que son como nosotros. Nosotros: «los que somos tolerados». Los que entre nobles revolotean hasta que les hastían, estrictamente deshonrados allí donde el honor supone el grande y blasonado escudo. «Los que somos tolerados» discurseamos en cualquier idioma, pero en verdad sólo conocemos un idioma único de gestos, de reconocimiento, de mutua precaución, de competencia. Son nuestros los más estudiados cumplidos. Somos los originales. Los fingidores. Los que, en verdad, creemos, desgraciados, en el imposible oficio de labrarse una reputación por uno mismo y que esa reputación revista interés. Tú, por cierto, no eres interesante.

De entre nosotros sobresalen algunos con cierta calidad. No hablo de talento, sólo de una cierta calidad peculiar. Son los que tienen el estigma.

Te hago saber el ejemplo de un estigmatizado.

El hecho sucedió hace unas décadas; no tantas para que sea imposible demostrar su veracidad. Me lo han contado voces diversas con diversa intención en diversos tonos. Supongo que la versión que doy se ajusta a lo ocurrido.

He ahí, pues, un burlón, un quisquilla temerario. Pero un gran dramaturgo: un trágico aplaudido y agasajado, una cima de ingenio, el Gran Poeta. Un Gran Poeta no muy bello, ni demasiado joven, pero capaz de encandilar salones con su verba amena. El Gran Poeta ha sido encarcelado alguna vez por sus mofas al regente Orleáns, pero como si ello fuese tan sólo una broma sutil que respondiera a otra broma sutil. Hay cárceles y cárceles. «Los que somos tolerados» siempre acabamos en alguna. Yo mismo he conocido varias. ¡Sorpresa, novicio! Tú mismo has sido desterrado y con gran valentía asumiste el destierro. ¿No es así? Un coraje similar te impulsó a engrosar las filas de los casacas rojas en Hannover, a sacarle los ojos a un misionero francés, a un indefenso jesuita. En verdad, a «los que somos tolerados» no nos hacen mucho caso; ni en la cárcel, ni en los destierros. En realidad, y en lo hondo, nunca nos hacen caso. Pero volvamos al famoso Gran Poeta, al no tan joven, pero aún vivaz, Gran Poeta. Un homme de lettres a quien repugna la magia, pero hechiza con su ingenio.

París. Nuestro Gran Poeta conversa con una Cómica en el teatro. El Gran Poeta no suele perder tiempo hechizando Cómicas, si no han de ser cerradura por la que se acceda a puerta de Nobles. Porque siempre encontrarás al Gran Poeta entre Nobles. No hay reproche que hacerle: los Nobles gustan de su compañía. El Gran Poeta se aventura en Arcadia en cuanto posa el culo en la butaca de un salón y de su boca sale una ocurrencia tras otra. Y ríen los Nobles. Y otros Nobles ríen menos, porque el ingenio siempre encontrará envidias. ¡Qué importa! No hay paso que se dé que no haga fruncir un ceño, al menos.

Pero hay un Noble en particular que se enfada mucho con el Gran Poeta. Este Noble cuelga de una rama de los Rohan. Muy antiguo, muy poderoso linaje el de los Rohan. Quizá hubo un Rohan listo alguna vez. Quizá hubo un Rohan que no rebuznase. El que menciono, quien nos interesa, es de los que rebuznan. Este Rohan —tío del que ahora es Gran Limosnero de Francia y quizá el Más Tonto de ese Reino—, al ver al Gran Poeta con la Cómica, se acerca a él: «Pero ¿cómo te llamas en verdad?», pregunta. Y le da a elegir entre dos nombres: uno, el del Gran Poeta; otro, aquel que el Gran Poeta llevaba antes de ser Gran Poeta. Sin inmutarse, rasgo esencial en quienes viven del gesto, el Gran Poeta se vuelve al de Rohan, le mira up to bottom durante ese segundo fatídico en el que es posible oír en un susurro el vuelo de pájaros africanos y contesta: «Señor, yo empiezo mi apellido, y vos, vos acabáis con el vuestro». No es de las mejores ocurrencias del Gran Poeta. Y si lo es ¡vaya Gran Poeta! ¡Y vaya profeta! Porque al morir sin descendencia el Gran Poeta, murieron su nombre y su rabia, y por Francia siguen coceando alegremente los rohanes. Pero entonces, allí, en aquel palco, frente a la Cómica, el de Rohan queda boquiabierto y ofendido. Nunca me ha sido dado comprender por qué. Este Rohan es imbécil como cualquier Rohan. Ergo, se halla a la altura de su linaje. Ergo, no ha debido ofenderse. Es una calamidad este Rohan, con todos los vicios normales y muchos de los anormales. Pero ¿quién no los poseía durante aquellos buenos tiempos de la Regencia en los que tan poco nos pensábamos a nosotros mismos?

Bien, hemos dejado al Gran Poeta con la Cómica, que oculta su bello rostro tras el abanico desplegado y aleteando para que el de Rohan sólo intuya que la respuesta del Gran Poeta ha dado en la diana. El Gran Poeta ha dejado en ridículo al de Rohan ante testigos. El de Rohan se enfurece como sólo saben enfurecerse los muy sabios o los muy brutos.

Un día sucede a otro y ahora el Gran Poeta se halla en un comedor de porcelanas cualquiera animando el banquete de unos Nobles. Recita, fabula, sentencia, proclama, susurra, argumenta, insinúa, nada le detiene. Todos ríen, todos halagan al Gran Poeta. Entonces, un lacayo se inclina al oído del Gran Poeta y comunica que alguien espera en la puerta con recado urgente. El Gran Poeta excusa su presencia y se anda hasta el vestíbulo. Allí le dan el recado de la siguiente forma. Dos hombres muy robustos alzan en volandas su triste figurilla hasta el estribo de una carroza entorchada, el nocturno resplandor de los poderosos. Luego, le golpean a conciencia. Cuando la somanta dura un rato y a ver quién encuentra ahora el lunar y los dientes del poeta y cómo duelen los costados y un cuervo picotea la peluca junto a un surtidor, por la ventanilla de la carroza asoma Rohan y exclama: «¡No le deis en la cabeza, que a lo mejor sale algo bueno!». Ocurrencia digna del cochero más que del pasaje; aunque así era Rohan y nada haremos para mejorar nuestra historia. Los golpes continúan hasta que a Rohan le cansa el espectáculo, a despecho de que la venganza es, de todas las distracciones, la más amena. Lo cierto es que Rohan se aburre enseguida y quiere irse. Así que dejan al Gran Poeta en el suelo medio muerto, o casi.

Aunque ya no es muy joven, como he dicho, el Gran Poeta tampoco es un viejo. ¡Tiempo tendría para serlo y a conciencia! Y por no ser viejo, el Gran Poeta se levanta del suelo. Muy enfadado, o con el enfado que puede, regresa a la casa donde hace muy poco adulaba, ingeniaba, sentenciaba y todos reían. Entra en el salón y la concurrencia ve el aspecto del Gran Poeta, tan parecido al de una cama deshecha donde hubiera menstruado una osa parda. Con la voz entrecortada por el pasmo, farfullando por la súbita ausencia dental, el Gran Poeta explica lo ocurrido. Y que ha visto perfectamente al de Rohan. El mariscal Rohan-Chabot, ahora recuerdo. El Gran Poeta pide justicia a sus amigos, que le respalden en la denuncia a su agresor. El Gran Poeta suplica indignación por parte de aquellos que saben de sobra que el mariscal Rohan-Chabot es un vicioso, un simple y, sobre todo, un cobarde. ¿Tiene que venir ahora el Poeta, ya no tan Grande, a explicárselo sin una pizca siquiera de ingenio? ¿O esa indignación es parte de algo muy gracioso? Eso debe ser, porque los Nobles ríen. Y continúa la velada, se suceden los juegos y la música. ¿Qué hace aún allí el Poeta con ese lamentable aspecto, mirándolos como si no les conociera?

El Poeta comprende al fin y se va. Al día siguiente, envía padrinos a Rohan para batirse en duelo.

Deja de leer esta carta ahora mismo, Martín, y aplica el oído al aire: ¿no llegan a ti las risas que aún emana toda Francia cuarenta años después del sucedido? ¿Un duelo, dices? ¿Entre Quién y Quién? Insisto: aún se oyen las risas de todo París, de Versalles, de Francia, de Europa entera. Una risa inmensa, atronadora… Ese duelo supuesto entre un Rohan y un Poeta hijo de notario es la mejor ocurrencia del propio Poeta. ¡Esta sí que es buena! ¿Pero qué ha pasado, en realidad? Bien poca cosa. Una ocurrencia del Poeta dirigida a un Rohan ha sido tomada por ofensa. La ofensa ha sido reparada.

Un didáctico enuncia: «Los palos han sido mal dados, pero muy bien recibidos».

Fin del cuento.

¿Fin del cuento? Nada de eso.

Por una vez, el Poeta no agradece las risas con leve ademán. Toma lecciones de esgrima con el propósito de que su honor sea reparado. El Poeta que nunca aburría se ha hecho todo un valiente, y eso aburre. Pero es mucha la insistencia, y el propósito del Poeta Maníaco, del Plúmbeo Poeta, se difunde por París en cien versiones. Al fin, tanto anhelo llega a oídos del propio Rohan, que ni recuerda ya de quién le hablan. Como única medida, el de Rohan le comunica al regente que si no desea ver un Poeta muerto, le libre del cargante que pronuncia su nombre el día entero con esa boca sin dientes. Y el regente Orleáns primero encierra al Poeta y luego le hace llegar el siguiente mensaje: «Yo no digo que te vayas de Francia, pero ¿qué haces aquí?». Y el Plúmbeo Poeta marcha hacia Inglaterra. Y allí todo lo aprende. Todo lo bueno, si alguna vez su persona contuvo algo bueno. Y en la misma Inglaterra escribió las cartas que tanto te gustaron en su día. El Plúmbeo es Voltaire, por supuesto.

Y siempre quedará estigmatizado por algo más que la humillación.

Lo único nuevo, Martino, es la historia que ignoramos.

Y desde hace mucho se sabe que el Fuerte puede y el Débil sufre lo que debe.

Veamos ahora otro caso de «los que son tolerados». Una historia tiene relación muy directa con la otra. Y ya que hemos llegado a Inglaterra, aquí mismo iniciaremos el nuevo relato algunos años después. Esta historia la protagoniza un violinista. Un violinista que también es curioso del Arte y de la Filosofía. El Músico Humanista.

Cuando queremos iniciar nuestra historia, el Músico Humanista tampoco es demasiado joven, uno de esos caballeros que desde hace mucho y durante mucho, más allá de Ahora, parece habitar años intermedios. Un ojo puesto en la juventud y otro en la muerte. Demasiado inquietos si son inquietos; demasiado tristes si son tristes; demasiado celosos de su soledad si gustan de ella y creen que la soledad les hace libres. Más ingenuos que nunca, si eso es lo que son. Una edad de importantes decisiones, de resignaciones, de arrogancias y hasta de locuras. La falsa noción de que ya se sabe todo y lo que uno sabe disgusta. Mozos otra vez de un golpe. Mozos ridículos esta vez.

El Músico Humanista es ducho en su arte. Como ha estado en Alemania, adora la música de Bach, Juan Sebastián, el que vivía en Leipzig. Intenta sin éxito que otros se deleiten con ella, pero la ligereza llena el aire de la época y nadie quiere saber nada que aúpe por encima de ese aire. Olvidemos aquello, pues. Gustemos de lo que hay. Gustemos o muramos de hambre.

El Músico Humanista trata con Sabios y Nobles. Y lo hace mucho más allá del modo servil que requiere su oficio, ya que ha sido invitado a veladas de la Royal Society y también le han aceptado esos grupos, algo secretos, que se reúnen en banquetes tras una ceremonia previa en honor a la alquimia, la geometría y la arquitectura. Las experiencias con el sonido y el color. La certeza de que se es uno de los elegidos al ver tonalidades en el aire cuando suena la música. El Músico Humanista filosofa sobre ello en los banquetes. Como otros elegidos, percibe sensación de inminencia, la llegada de una nueva Edad de Oro. Esos amantes de lo furtivo parecen creer en lo que Píndaro decía de los misterios de Eleusis: «dan cohesión al mundo y le impiden caer en el caos». Ellos desean representarse como herederos de una estirpe muy antigua que se reúne en lugares donde se busca la idea perfecta: «Ni gobernar, ni ser gobernados». Los sótanos donde se respiran «antiguos sueños de reforma universal». ¿Cuántas veces, en cuántos tonos y declinaciones, se pueden enunciar «sueños de reforma universal»? Aquellos ingleses lo hacen al modo cándido.

Así que nuestro personaje se gusta y gusta. Comparado con Bach quizá es un caricaturista de la música; o con Haëndel, que vive en el mismo Londres, pero a quien nunca visitará por admirarle demasiado, por no ser digno. En resumen: el Músico Humanista nunca tuvo, no tiene, no tendrá, mala idea. Ni la tienen los poemas que él mismo escribe para que su música los acompañe: «La doncella hecha paloma», «¡Oh, sí supieras qué clase de encanto!», «¡Qué alegría cuando vi el rostro de mi Fanny!» y el más importante de todos, «El destierro a uno mismo». Una premonición, como toda pieza en verdad artística. También una mentira: no hay «uno mismo» donde desterrarse.

Londres huele a carbón y a lana mojada. Es un lugar sucio, áspero, brillante, delicioso. Tanto tienes, tanto vales, sí, pero te dejan en paz. Al menos, esa es su fama; porque las luchas por la corona, las guerras escocesas entre los Hannover y los Estuardo, desembocan en la supresión del habeas corpus y los extranjeros empiezan a ser tratados como enemigos. Los católicos, en particular. El Músico Humanista es allí un extranjero. Y católico por bautismo. Muy poco se sabe de él; ni de su origen, ni de su verdadera misión en Inglaterra. Empiezan a interrogarle en la magistratura. Los Nobles y los Sabios, aunque se hallan convencidos de que sólo es un Músico Humanista, mantienen la distancia hasta que el asunto se aclare. El Músico Humanista ama la soledad, pero no esa soledad. Y como se ha acostumbrado a beber en las muchas cenas con brindis innumerables, ahora bebe para soportar la incertidumbre, la amenaza. Bebe para envalentonarse, para soportar los interrogatorios con entereza y, por qué no, cierta arrogancia. Bebe también porque no le dejan interpretar su música, ni la música de otros. Se dedica entonces al color de esa música; busca intensidades que el plebeyo gin facilita. Los únicos que no le dan la espalda son sus hermanos secretos de la logia. Y es fácil imaginar por qué. Algunos de ellos son también católicos, aunque eso no lo sepan otros hermanos. El secreto es, sobre todo, la máscara que hace indistintos a unos y otros. O, al menos, lo era en aquel tiempo. Un día, tras una reunión y la cena consiguiente, el Músico Humanista se excede en las libaciones. Cuando se excede, el Músico Humanista no tiene miedo, es otro, y porque es otro cree ser el de antes. Tras el banquete y siguiendo un debate inacabado, el Músico Humanista visita el laboratorio de alquimia de un miembro de la hermandad para seguir hablando del color y de la óptica. Al llegar al laboratorio se encienden los candelabros, se hace la luz y el Músico Humanista queda fascinado con una cuba llena de un líquido verde como esmeraldas, el más puro verde veronés… Nunca ha visto nada igual: del verde de esa cuba emana una nueva música brillante y poderosa que debe hacer suya. Antes de que su amigo pueda advertirle, el Músico Humanista hunde las manos para que se tiñan de ese tono fabuloso sin reparar en los ácidos que la solución contiene y ve cómo los encajes de los puños se vuelven pardos, humean, llamean. Cuando comprende, ya no requiere esa provechosa facultad. Los chillidos de dolor rompen las copas, las vitrinas, las bujías. Las llamas de todas las velas estallan y estallan los cristales del mundo. Eso sucede al menos en el blanco resplandor del que cree morir. Para quienes pudieran oírlo, sólo sería otro lamento lejano, como los que oigo llegar a veces desde la fábrica de papel.

El Músico Humanista se ha quemado las manos ferozmente: tardarán meses en curar y, al fin, semejarán las de un pato. El Músico ya puede despedirse del violín. Con el tiempo, pondrá de moda los guantes de cuero.

Y ese no es, Martín, el Verdadero Estigma del Músico Humanista, a quien desde ahora sólo llamaremos Humanista.

El amigo en cuyo laboratorio tiene lugar el accidente se preocupa por él con gentileza. Es un hombre bueno y se siente responsable de la desgracia. A partir de la nocte horribilis, el Alquimista Aficionado se encarga de que nadie moleste al Humanista y le lleva a la casa de campo familiar. El servicio le cuida y, por las tardes, al calor de la chimenea, mientras duelen las manos vendadas, una prima del Alquimista Aficionado, una dulce criatura, se encarga de leer en alta voz cuanto el Humanista desee.

El Humanista no está para efusiones líricas, ni elegías pastoriles, ni intrigas aventureras; estas, esas y aquellas le traen, por extrañas sendas del pensamiento, el recuerdo de su desnortada conducta en los últimos meses y la nefasta culminación. El Humanista busca en la Historia ejemplos que le rediman. Por eso la muchacha selecciona libros de la espléndida biblioteca y lee para él relatos de Polibio, de Tácito, de Flavio Josefo, de Salustio, de Suetonio, Amiano Marcelino, de Tito Livio, de Maquiavelo, de Hobbes, de Locke… Al Humanista le place esa lectura; sobre todo, porque es Ella quien lee. En cuanto a la joven, no es sólo esa combinación fascinante de tez blanca y cabello negro, tan raro en la isla, ni son sólo los atributos esféricos, magníficos, tangibles, que dan ganas de decirle a Newton: «Ven y mira qué ha hecho aquí Naturaleza con tu mezquina ley de la gravedad». Son también sus silencios, su modo de pasar páginas, de arrugar la naricilla en sus reflexiones. La voz algo ronca de la muchacha se superpone como una mano que acaricia la piel al crepitar de la leña, a la lluvia en las copas de los árboles y las ventanas, a las rápidas carreras de los criados, su chapoteo y sus jergas lejanas. A ella le gusta leer porque el Humanista comenta con la muchacha sus impresiones como si lo hiciera con otro hombre. Ella no está hecha a ese trato y lo valora de muy caballeroso y honorable. En esas veladas, los dos comparten la sensación de inminencia de una nueva Edad de Oro y al propio tiempo dudan de su llegada. Algo entusiasmados por su mutuo descreimiento, especulan, distinguen, examinan.

Tras leer hechos antiguos y modernos, y distintas interpretaciones de esos mismos hechos, acaban pensando que no es necesario tejer anécdotas sobre el pasado y mostrarlas una tras otra en una sucesión de tiempo que siga una línea quebrada con altos y bajos, que se repiten como síntomas de una enfermedad o de mejoría de la misma enfermedad. Por un lado, el pasado sólo es una aventura edificante por nuestra voluntad de moldearla a su pretendida lección. Y por otra parte, ¿tiene el pasado un final más allá del presente?, ¿tiene sentido?, ¿un plan trazado por alguien?, ¿la Providencia? Que la tiranía de César hizo que le asesinaran y el regicidio trajo más tiranía no quiere decir que derrocar a un tirano traiga siempre más tiranía; ni significa que vaya a traer menos; ni que gracias a ello la fe de Jesucristo pueda extenderse por un imperio. Es ameno, pero no es fundamental. Lo fundamental es hacer buenas preguntas y entrar con gallardía y paciencia en la selva de soluciones. Lo fundamental es ¿por qué el Humanista es perseguido en Inglaterra como extranjero y como católico? Planteada la cuestión, nos remontaremos hasta el asesinato de Julio César, y si carecemos de buen sentido, quizá enlacemos de modo íntimo un suceso con otro. En cualquier caso, habremos descubierto algo: lo inmenso, lo inagotable, de nuestra ignorancia. Y quizá disminuyan los temores de cada día, mientras crece nuestra humildad. ¿Hay en todo ello lugar para la constante permanencia de la Razón? De ningún modo. Sólo hay pequeñas razones y grandes azares. O viceversa. Pero no hay un solo Azar como no hay una sola Razón. No caminamos a tientas sobre el filo del Eterno Sable Justiciero, ni navegamos por un mar calmo hacia el Paraíso con el viento de popa de la razón hinchando las velas. Los sucesos de la Historia, liberados del tiempo, forman un paisaje con colinas y bosques, con pantanos y fangales. A veces, la visión es deformada por una tenue neblina; otras veces, escalofriantes tormentas lo oscurecen todo. Y uno camina por ese paisaje sólo Ahora, porque el mismo paisaje será otro paisaje cuando vuelva a caminar por él, cuarenta años después y con otro modo de mirar a los hombres y su temple ante la adversidad.

Así, que una tarde, Ella y el Humanista, a partir de un comentario a Tito Livio, traman una sucesión de certezas, ese zambullirse derecho y sin trabas en el magma del caos hacia una revelación, elaboran una ley similar a las leyes de la filosofía natural, que siempre se cumple y siempre se comprueba.

Este es el inicio de la ley:

Si uno se esfuerza verá con los ojos de los muertos, verá sus colores, y será Poncio Pilatos o Cayo Julio César, o su esclavo. Pero eso nunca se hace, porque somos vanidosos y nos avergonzamos de nuestro pasado, cargamos con él. Por ello, con el paso del tiempo, y para sanarnos, hacemos que los hechos imprevistos se vuelvan inevitables. De ese modo, lo que llamamos Historia, la explicación de los hechos de los hombres, influye sobre las cosas, pero no expresa su naturaleza verdadera. Adán sabe que está desnudo porque ha mordido la manzana. Luego, sabe. Luego, se esconde porque sabe. Luego, inventa una falsa sabiduría. Luego, esa sabiduría es un bálsamo, pero una mentira. El hombre se enmascara para no avergonzarse del mismo azar de ser hombre, de su mínima importancia, de que sólo es deudor de la nada. Por ello se traiciona a sí mismo. Bebe la sangre de los antiguos, no para alimentarse, sino para reafirmarse y reconfortarse en su idea de hombre según convenga. Y esa conveniencia hace que el hombre se vuelva vampiro.

Y si el hombre no sabe a ciencia cierta de su pasado, si lo ha corrompido engañándose, ¿cómo aprenderá de sus lecciones?, ¿cómo razonará su presente?, ¿cómo aventurará su futuro? Es incapaz. Todo en él será sorpresa, incómodo asombro, y más beber sangre con que sanar la sorpresa. Lo imprevisto será inevitable, sí, pero seguirá perdido en el Tiempo y en el Espacio. Ese es el cómico y trágico equilibrio del mundo. Días con sus noches. Hombres con sus vampiros. Lo imprevisto, inevitable.

Esa es la ley.

Y la llaman «Ley del Vampiro». Convencidos, como les ha ocurrido a tantos muchas veces, de que esa idea no existía antes de que ellos la pensaran, de que estaban viviendo un momento único, irrepetible.

¡De qué modo intenso y delicado se miran al darse las buenas noches la muchacha y el Humanista! Sólo dormirse, el Humanista tiene un sueño. Te lo ahorro. Al despertar, el Humanista se halla muy animado. Diré más, ya que algo se echa de menos: empalmado como un semental.

Durante esa semana, el Humanista y la dama no leen una línea. Bullen con delicia de apetitos que nunca parecen saciarse. Sobre la hierba, tras los rosales, de un diván a otro, en una cueva artificial del fresco jardín et sic caeteris… La inminencia de una cosa trae la plenitud de otra distinta.

El mayordomo cabalga hacia Londres con la boca llena de secretos.

Muy pronto, y con gravedad en las facciones, llega el señor a la mansión, el Alquimista Aficionado, el primo de la muchacha, bendito sea. Sin más comentario, deposita una bolsa con monedas en las manos vendadas del Humanista y lo acompaña a una diligencia que se encargará de llevarle a Ipswich. Ahí embarcará hacia Ámsterdam.

El Humanista es expulsado, pues. Le han arrebatado a Dios. No se lleva de Inglaterra ni su violín. De nada puede servirle. Pero el Humanista no se siente vejado aún. Ese no es el estigma.

Como alguna moneda de la bolsa posee valor considerable, el Humanista llega a Roma sin más sobresaltos que los propios del viaje. Ahí, se dedicará al estudio de la Historia Antigua, que sólo puede traerle recuerdos de Ella. En Roma conocerá las maravillas del Arte. Ahí acompañará a los viajeros ingleses, alemanes y algún francés.

Y aunque no son muchos, hay personajes de interés, vaya que no. Como el marqués de Marigny, el hermano de otra Ella que ya no es Ella. Lo habría sido unos años antes, no hay duda. El marqués de Marigny era superintendente de Bellas Artes de la corte francesa por gracia de su hermana, la marquesa de Pompadour, favorita del rey, por si no lo sabías. Como el dibujante Cochin y el arquitecto Soufflot, su académica escolta, se hallan desorientados en aquel país. Tanto como en el propio, al menos. El Humanista acompaña por Italia al de Marigny, le hace partícipe de su sabiduría, no sólo en materias artísticas, sino también industriales y, por encima de ellas, la que hace referencia a la fabricación de colores. El Humanista inventa aquello que ignora y tras la partida del marqués y alguna vaga promesa, creída a pie juntillas, le escribe a Versalles, porque ya no dan más de sí Roma, Florencia o Venecia, y el Humanista, según su criterio, lleva una vida que no merece. Así que, tras un intercambio epistolar, y renovadas, aunque no muy calurosas, promesas, se dirige a París.

De ese modo, otro Aventurero llega al lugar idóneo para alcanzar lo más alto o acabar como un mendigo. Pero el Humanista cree poseer la chispa y la experiencia que llevan hasta el cobijo de los poderosos. Aún tendrá que escribir muchas cartas al de Marigny, donde le sigue expresando su más rendida admiración, para que este acceda hospedarle en el castillo de Chambord. Allí, el Humanista, mientras solicita quimeras sobre ciudades nuevas y cubas con tintes maravillosos a un Marigny cada vez más esquivo, instruye a sus discípulos en el arte del color. Y si en verdad nunca ha adquirido los conocimientos necesarios sobre la materia, hay que reconocerle que, en su día, sus manos pagaron por ello un alto precio. En esas semanas, entreveradas incertidumbre y calma, el Humanista aprende de sus discípulos lo que debería enseñarles: los rudimentos del tinte, viejas fórmulas. También recopila algún truco en antiguos volúmenes. De algún modo, halla los contornos de un nuevo personaje: el Tintorero Esotérico. Pero sus discípulos, con ser buenos artesanos, no ven música en los colores. Tampoco les interesa. De hecho, ni a él mismo le interesa ya esa fantástica visión y la revive pocas veces. Finge, finge mucho, azuza la competencia, da por bueno lo obvio, y cuando no comprende algo dice simplemente que debe trabajarse más. ¡Qué fácil es convertirse en un mal maestro, atento siempre a no ser atrapado en un renuncio, y sólo a eso, y creer uno mismo que sabe algo! Debe escapar cuanto antes, porque sus aspiraciones son más altas que andar todo el día con ceño de suficiencia del que sabe lo que ignora.

Marigny no contesta sus cartas. Así que el Humanista aprovecha las artimañas que ha practicado en Chambord con sus pobres discípulos: el decir solemne y saber desdecirse, el callar con misterio, el asombrar en lugar de enseñar, la impostura. Y se llega a los jardines del Palais-Royal armado con el escudo de la simulación, la armadura del secreto bien guardado y, hay que decirlo también, con la espada de doble filo de un saber conversar y algún conocimiento verdadero. Ahí, en aquellos jardines, se limita a exhibirse y sonríe sin más comentario ante alguna burda fabulación de las que se difunden bajo el Árbol de Cracovia, aquel cuya corteza debería crujir cuando se dice una mentira. Con sus mejores galas, casaca y calzón ceniza, chaleco brocado, sombrero de pluma blanca y guantes rojo sangre, se cuela en alguna recepción, atrae sobre sí la curiosidad tanto de viejos escribas jorobados de ojos encallecidos por observar seres irregulares, superpuestos unos a otros en el tiempo, cien veces olvidados y cien veces recreados, como de las damas que, en los jardines, bajo una sombrilla, paladean gelati con cucharilla de plata. Todos se preguntan ¿quién es ese hombre?, ¿qué pretende?, hasta que les puede esa curiosidad tan inflamable y le invitan a sus salones con el único propósito de pasar la tarde con una nueva diversión. Es entonces, cuando el Humanista ya lleva contadas un par de fábulas aquí y allá, y un rumor se expande entre los Nobles, cuando el de Marigny se encela y reclama su descubrimiento. Le llama pues a Versalles y le presenta a su hermana, la Pompadour, quien se encanta con las historias del Humanista. Así que la Pompadour, a su vez, le presenta al rey, el decimoquinto Luis.

Ya está ahí dentro el Humanista. Ha escalado la más alta tapia. Veladas en el Trianón con los más allegados a la Favorita: Gontaut, la de Brancas y el cardenal Bernis, ministro todopoderoso, al menos hasta el punto que marca la Pompadour. Nada le cuesta al Humanista aprender los ritos cortesanos en las antesalas; era lo mismo de siempre, sólo que más lento el ademán: leer en los gestos mínimos, en los hombros tensos, en las manos impacientes; valorar las dosis de veneno en cada tono, dónde se arrojan las miguitas de un chisme y dónde no; cómo y cuándo se recogen y por qué se transmiten; las calidades de los lazos sin amistad, de las aversiones sin odio, del honor sin virtud, del respeto por las apariencias y las verdades sacrificadas. Lo necesaria que es la estudiada maledicencia para mantener unido ese dorado corral, el gran mundo entre los grandes mundos. El significado de las volutas y de las espirales, líneas de gracia que limitan las paredes y los techos estucados. Cada ornamento es un floreo político.

Como al parecer el rey se divierte con el Humanista, a este le llueven invitaciones de las mejores casas parisinas.

No es mala vida la del Humanista. Sin embargo, la curiosidad ajena es una alimaña bifronte, que besa o que muerde; y aunque quizá no sea argumento de general aplicación, afirmo que si una de esas cabezas parece insaciable, la otra, la que muerde, lo es sin duda. Los aforismos cuestan lo que valen: nada. Pero continuemos, que me estoy alargando para bien poca cosa: instruirte aún, avisarte. Decirte que soy tú y tú nunca serás yo.

El Humanista, pues, ha restablecido la armonía con el mundo que el Violinista perdió. También ha descubierto nuevas disonancias en su ambición redescubierta, ahora inagotable. ¿Escogerá el arte de callar o le arrastrará la pasión de asombrar? Quizá el remedio sea callar algo para asombrar mucho. Además ¡es tan fácil asombrar! Un ejemplo. En sus viajes, el Humanista se acostumbró a vivir con muy poco. Y se ha dado cuenta de que el escaso alimento, bien elegido y bien dispensado, robustece más que lo abundante. Así que recomienda a la viuda y luego a otras damas el comer nueces y alguna hortaliza, carne poca, no excederse con el vino o abstenerse de él, sobre todo en las cenas. Como el Humanista ha visto la salud de algunas aldeanas, y por no provocar una mueca de rechazo en aquellas marquesas y condesas con su villana fuente de conocimiento, inventa al punto un misterioso médico árabe que recomienda largos paseos sin la tiranía del corsé, lavándose antes y después con agua, jabón y, para despistar, una cucharada de sangre de nutria agonizante. Las damas que siguen sus consejos en sólo un mes parecen figurines. A eso le llaman Medicina Hechicera. Ravissant…!

Cuando en los banquetes, donde no prueba ni el vino ni los licores, el Humanista explica sus versiones de la Historia, su Ley del Vampiro, tal como fue elaborada en aquella casa de campo en las afueras de Londres, nota un cierto rechazo. Alguien le da a entender que sus comentarios se pueden malinterpretar: la gente recela porque toda anécdota histórica suele tener una moraleja inconveniente, algo subversiva. Y nadie le invita para que haga discursos inconvenientes. Por tanto, ya que la nobleza de otros obliga, cuando le toca lucirse en las conversaciones, el Humanista finge del modo más natural un raro estado de duermevela, cambia el tono de voz y simula ser poseído por alguien que vivió hace mucho ¡Y en verdad lo hace a la espera de una inteligencia que aprecie el auténtico significado de sus palabras! ¿Reacción primera? Ovación, risa, exclamaciones maravilladas, brindis en su honor. ¿El segundo resultado? Quien habla es él mismo; seguramente en algún momento consiguió el secreto del elixir de la eterna juventud. ¿Una tercera opinión? Miente como un bellaco, pero es muy divertido. Tan divertido al menos como su sobrenombre. Así, lo que antes era inapropiada política, ahora es magia potagia. ¿Hay algo más sensual para esas llamas que seducir al mismo Médico Hechicero que visita y aconseja a la Pompadour?

¡Cómo gozó!

Y el mucho goce vuelve imprudente, congrega vanidad.

Es difícil expresar de qué modo imperceptible el Médico Hechicero ha sido moldeado por la pereza mental de los demás, y ya no repara en su hacer y decir, no sólo en cómo es, ni siquiera en cómo se ha fingido ser, sino en cómo ellos al fin le han supuesto. Imita el error de los demás. Se anticipa a sus deseos. Es una figura de fango viviente desde que se levanta hasta que se acuesta, y mientras las monta a todas ellas, y cuando sueña. Una estafa de sí mismo que no acaba ahí, porque siendo como los otros han querido que sea, al fin les aburre.

Esa es la única magia de la vida.

Una magia bien triste.

Sobra mencionar a estas alturas que el Médico Hechicero soy yo. Y entonces yo era el conde de Saint-Germain.

En ese punto me agita otra farsa, aún más vulgar. Una especie de anfibio, mitad francés, mitad inglés, a veces tahúr, a veces espía, parásito del barrio del Marais, recorre las tabernas haciéndose pasar por mí, armado tan sólo con cuatro chismes de lacayos. Antes se ha hecho llamar milord Gor y, cuando no va pintado como una muñeca, es vendedor de forrajes. Así, el conde de Saint-Germain se convierte en un ser inmortal, «dicen que ha cenado con Jesucristo y ha llenado el aguamanil de Poncio Pilatos». La malévola chismorrería de la corte y de los salones se vuelve boñiga en la cara cuando la maneja plebe beoda. Además, cuando un personaje está en boca de Nobles, Curas o Plebeyos, Ricos o Pobres, no hay quien no tenga una historia que contar, o mejorar, hasta que esté a la altura del personaje. Así, por enseñarte una de entre las muchas columnas del templo de mi ignominia, citaré la que dice que el Inmortal Médico Hechicero es un estafador que practicaba en las cortes italianas el timo del prisionero español de acuerdo con una bella joven inglesa; y es un alquimista que sabe hacer oro español; y es un petimetre vestido siempre de color tabaco español; y colecciona lienzos de maestros españoles; y nunca se saca esos guantes de cuero español, porque entre los dedos lleva las marcas del diablo… En fin: quien dice ser un alumbrado noble español no es más que otro petit espagnol con abundante descaro. ¿Lo era? En verdad no era de lugar ninguno. Pero a ti, Martín de Viloalle, te sucede lo mismo.

De ese modo, y por empacho, sin variar una palabra o un gesto, el conde de Saint-Germain que era sabio y divertido, de la noche a la mañana se ha vuelto un charlatán. Y aunque no todo el mundo lo crea, porque no todos son estúpidos, lo único que muestra el espejo es el constante y espantoso reflejo, ese basilisco ruin y deforme, esa inextirpable sospecha que mata sólo mirarte.

¡De qué modo torpe y tardío regresó la convicción que siempre tuve, por un tiempo arrinconada! Uno es lo que los demás hacen de ti. Ese es el único valor, y en mi caso, el único patrimonio. Al conde de Saint-Germain le da por filosofar, que consuela mucho. Y lo que filosofa el conde de Saint-Germain es lo siguiente: un mundo, unas cortes, donde el máximo valor es la apariencia y el máximo dolor no es la ignorancia, ni la esterilidad moral, es un mundo fracasado. Al mismo tiempo, ese mundo grita por medio de sus mejores bocas: «¡Sed razonables y seréis felices!». Me río yo de eso. Prueba a razonar y a ser feliz en un mundo en qué Razón y Felicidad son tan vulnerables a la devastación del ridículo. La felicidad razonable es delicada como el cristal, no es nada solemne, y a todo se expone. Y no me gustaría hablar demasiado de ese afán de razonable felicidad en los mismos philosophes que la propugnan. En lo más hondo, esos individuos no soportan lo que vocean y si lo vocean sólo es para darse importancia: razón, felicidad. Unos y otros, esos y aquellos, sólo sienten una calma enfermiza cuando termina la fiesta, cuando el instante se agota, cuando todos miran a todos. ¿Y qué ven? El fin del baile. Los músicos se han dormido tras arrojar los violines al parqué. Chorretones de polvo y de pintura se deslizan cara abajo y revelan pieles lívidas, enlodadas, el eficiente espectáculo de muchas vanidades rotas. Esa es la paz. Sólo eso enlaza corazones y libera. Y así camina el mundo, porque así ha de ser y será. Un mundo que desea marcar a fuego el destino de «los que son tolerados», de «los que toleran» y de todos aquellos infelices que, agazapados en la noche, miran ese mundo desde el otro lado de los ventanales. Pero, insisto, así ha de ser. ¿No ha sido siempre así? Y porque así ha de ser y ha sido siempre así y algunos carecemos de fortuna personal o la hemos derrochado, y ni poseemos un retiro donde refugiarnos del mundo, o lo hemos sacrificado por orgullo, por todas esas causas seremos vanos, y de los pedazos de nuestra vanidad rota surgirá una nueva vanidad. Porque si he de confesarme fingidor, también lo seré de mi vanidad. Por eso es tan exagerada, Martín, porque no sabe ser.

¿Una situación terrible? Ni mucho menos. Aún me queda Versalles, aún tengo el favor de la Pompadour, y como si tal cosa, el rey me dirige unas palabras amables, siempre hablando de sí en tercera persona, siempre llamándose «Francia»:

—¡Ay, Saint-Germain! ¡Si Francia tuviera que hacer caso a todo lo que no le dicen que se dice de él…! Por eso, tantas veces Francia toma una decisión, comunica la decisión contraria y luego hace algo que sorprende incluso a Francia…

Supongo que aquellas palabras de Su Majestad perseguían algo más que mi consuelo. Por el tornar de ojos de la Pompadour, imaginé que el rey la acusaba de filtrarle o negarle según qué infamias y calumnias, dando a entender que Francia, él, tenía oídos en diversos lugares y siempre podía actuar en consecuencia. La Pompadour me sorprende cuando interpreto con la debida prudencia de gesto la insinuación del rey y la reacción de la misma cortesana. Con no pocos rodeos en la conversación, me hace algo así como su consejero. Otro más, magnetizado por esa suerte de cofradía a la que llaman Secret du Roi: el secreto puesto en abismo, recreándose desde Versalles en nuevos secretos, cajas dentro de cajas que alguien debe llenar de confidencias.

La Pompadour también le comunica al ministro de la guerra, Belle-Isle, que me escuche como antes me escuchaba el de asuntos exteriores, Bernis, que sólo lo hacía, en realidad, cuando interpretaba para su diversión exclusiva el papel del espíritu de Augusto declamando: «¡Varo, Varo, devuélveme mis legiones!» al enterarse de la derrota del bosque de Teotoburgo.

«¡Carlos, Carlos, devuélveme mi espalda!»

Entretanto, la guerra. Ese es el motivo de que el cardenal Bernis haya sido depuesto y Étienne François de Choiseul se ocupe ahora de la alta diplomacia. Un mediocre, Choiseul, pero tan malvado que ni los demonios se han atrevido a llevárselo de este mundo.

Corre el año de Gracia de 1760. La guerra está siendo nefasta para Francia. Es imprescindible llegar a un acuerdo de paz. Pero ¿paz con quién? Francia se enfrenta a Inglaterra y Prusia. Belle-Isle, de quien soy confidente, quiere la paz con Inglaterra. Choiseul, en cambio, la quiere con Prusia. Informo a Belle-Isle que me precio de ser amigo del inglés que antaño fuera Alquimista Aficionado, el primo de Ella, quien ahora es uno de los hombres decisivos en el posible fin de esa guerra. Le soy sincero comme-ci comme-ça; has de comprender que no puedo serlo más a esas alturas y en ese ambiente. Dicho lo dicho, por orden del mismo rey, que es una orden de la Pompadour, Belle-Isle me envía en misión diplomática secreta. Esa nueva vanidad otra vez, Martín. Esa esperanza de elogios, de asombro, de una renta quizá, de restituirme en mi voluntaria máscara. También la esperanza, la ilusión, no me avergüenza admitirlo, de la Ella primigenia. Así que parto hacia La Haya donde buscaré los enlaces apropiados.

Las paredes no oyen, Martín. Basta con que oiga la Pompadour. Digamos que la Favorita juega con los naipes trucados. Sin verdadera malicia, en realidad. Los mismos aciertos que le han llevado a mantener su condición, pese a que el rey ha perdido hace mucho el apetito por ella, le hacen tomar decisiones similares en asuntos más graves. Todo lo iguala en su mente la rara condición de mujer advenediza que gobierna en la sombra y puede dejar de hacerlo en cualquier momento por la mera voluntad de «Francia». Todo por reinventarse a sí misma de forma constante y según la circunstancia. Para no aburrir, sobre todo.

Un ejemplo.

La Pompadour suministra nuevas amantes al rey en vez de reprocharle su falta de interés por ella; así domina al monarca sin empacharlo, oye las noticias de sus, digamos, empleadas, y sigue donde está. De igual modo lleva algunos asuntos de gobierno. Como mueve los hilos de los que se aparean, mueve las rivalidades políticas. Por decirlo de otro modo, baila con Belle-Isle, que es protegido suyo, y baila con Choiseul, a quien también protege. Y los dos se engañan al entender que cuando la Pompadour les hace una confidencia, el otro acaba de caer en desgracia. No es así. Simplemente es un baile. Un coqueteo. Una guerra convertida en minué. ¿Ves como tenía razón al hablar de Federico y sus estrategias militares del modo en que hablé? ¿Hablaba por hablar?

—Así que Choiseul se entera de la secreta misión inglesa y, sin mostrarlo, desde luego, se enoja, se siente humillado, postergado. Como sólo sabe de mí lo público, y eso es grotesco, recaba la sabiduría de su amigo Voltaire, ahora señor de Ferney. Este, que no tiene idea de mi existencia, se informa con sus visitas, que saben lo que sabe la plebe, ni más ni menos. Cuando le cuentan, interpreta la historieta a su modo nada original, estalla en carcajadas, y como la fortuna de su país en esa guerra le importa menos que ser ingenioso, le escribe a Choiseul a vuelta de correo: «Saint-Germain, claro, ese hombre que no muere y que lo sabe todo».

«Ese hombre que no muere y que lo sabe todo.»

¡Admirable! ¡Se ha enterado con un año de retraso de lo mismo que sabe cualquier mesonero, y al punto nos parece que esa maldad tan divertida haya sido inventada para la ocasión! Con lo demás pasaba lo mismo.

Si el desastre fuera corto, Voltaire, en su retiro de Ferney, se ha convertido en una máquina epistolar. Por eso escribe de inmediato a Federico de Prusia, para delatar la misión secreta, al mismo tiempo que la convierte en una especie de broma. Si la convierte en una broma, la misión sólo puede ser una broma. ¿Y quién puede cometer alta traición si ha interpretado como broma lo que sólo puede ser una broma?

Martín de Viloalle: ese es el estigma.

El corazón se me partirá en dos cuando oiga la historia completa, el hecho de que ese cotilla se haya burlado de mí de tal modo, con tanta saña encubierta y tanta malicia. «Antes tenía mejores motivos para que se le partiera el corazón, más dignos», dirás. Y quizá tendrías razón si supieras, y habrías de saberlo ya, que uno no elige el modo, el lugar y la forma en que tendrá lugar ese quebranto. Las desgracias se cuelgan de uno, pero sólo le devoran pasado el tiempo, cuando ellas quieren, cuando menos lo esperas. El hecho es que me acaba de delatar uno de los hombres a quien este estúpido mundo considera más sabio. Y por si lo estás pensando, te responderé que sí: eso borra cualquier impureza egoísta que pudiera tener mi misión, cualquier mentira dicha, cualquier suplantación de mi propia persona.

Y sigo preguntando ¿por qué esa envidia y ese ansia de aniquilar a quien no se conoce? ¿Por qué esa facilidad para el juicio liviano que sólo valga otra sonrisa de los poderosos? Si hay un rencor maligno, ese es el de los triunfadores. Desde Ferney, el señor de Voltaire se hace el desterrado, pero sigue entremetiéndose en lo que puede, destruye cuanto se le antoja. Hace mucho que ha descubierto que no hay nada mejor en cuanto a ganar oro y prestigio que la osadía con las espaldas bien cubiertas. ¿Quieres otro ejemplo? Será instructivo y, además, eres el hombre idóneo para comprenderlo. ¿Recuerdas las reducciones jesuíticas del Paraguay? ¿Te hablaron de ellas? ¿Oíste alguna vez de un supuesto rey jesuita y de otras barbaridades que se satirizan sin piedad en el Candide?

En realidad, esas reducciones eran un modo de cristianizar a los indios, pero al propio tiempo salvarlos de la esclavitud, y en lo que yo sé, el modo de organizar una sociedad libre. Exactamente lo mismo que Voltaire blasona mucho tiempo después haber hecho con sus campesinos en el, ay, señorío de Ferney. ¿Qué le han hecho a Voltaire los jesuitas, además de educarle? ¿Es el afán de poder de la Compañía, su talante hipócrita? ¿O es que, en aquel tiempo, Voltaire ha invertido una fuerte suma en la expedición militar cuyo objeto es acabar con las reducciones? No pongas en marcha esa máquina formidable, tu mente: la verdad se halla en el último supuesto.

La cólera de Voltaire, enmascarada de sarcasmo, se dedica en exclusiva a todo aquel que no tiene verdadera influencia, ni se presentará nunca ante su casa con unos matones y una carroza entorchada. Y ya no tenían esa influencia y esa fuerza los jesuitas cuando les aporreaba una y otra vez con sus bromitas, y tampoco la tuve yo tiempo después. Todo acto generoso que no se le ocurra a él, que no protagonice, sólo puede ser obra de un farsante. Un farsante que, por ejemplo, se cree inmortal y que lo sabe todo. ¿No hay aquí una variante del «quien se excusa se acusa»? Quien acusa se excusa. Voltaire no sólo había sido un farsante, sino que aún lo era en la medida de sus posibilidades, como una puta vieja que se hace la virtuosa porque ya nadie la desea. En la primavera de 1760, Voltaire aún sangra por sus estigmas.

Me detuvieron por espionaje en La Haya en cuanto los ingleses recibieron carta de Federico. Seguí manteniendo ante mis interrogadores el motivo de mi presencia en la ciudad y de mis entrevistas con algunos señores ingleses. Pero mi deber, según supe más tarde, era negarlo todo y sacrificarme. En Versalles, desde luego, todo lo negaron. La misión secreta, como tal, nunca había sido misión. Como mucho, delirios de un impostor. Choiseul se salió con la suya. Belle-Isle perdió algo. El rey se lavó las manos, le dio un beso en la mejilla a la Pompadour y se fue a joder con otra al parque de los Ciervos. Uno menos en el Secret du Roi.

Me entregaron a los ingleses. Lo que había imaginado como gran regreso, una visita a la prima del Alquimista Aficionado, quizá un amor renacido para un hombre nuevo, sólo fue más ridículo. La misma vergüenza que sentiste tú en aquel acantilado, camino de Schleswig. El antiguo Alquimista Aficionado vino a verme con gesto de condescendiente desprecio: «Si yo fuera Arlequín, también saltaría», venía a decir su cara. «Eres tan risible que ni espía puedes ser», aseguraba su silencio. Como el antiguo Alquimista Aficionado era quien era y ocupaba el cargo que ocupaba, me contó la historia, el modo en que el gobierno inglés se había enterado de mi existencia: «Saint-Germain, claro, ese hombre que no muere y que lo sabe todo». Desde entonces, odio la mentira, pero la soporto. Lo que no soporto es la asfixia que provoca el maligno veneno de lo verosímil.

Cuando acabó la guerra, casi tres años después, me soltaron para llevarme de nuevo a Ipswich. Así se sale de prisión: sin oficio, sin beneficio, sin talento definido, con la dignidad y el honor pisoteados, aunque, eso sí, con una conciencia inalterable, de acero, y cuatro ideas generales que a nadie le importan y una elocuencia que se esforzará en fingir importancia.

Con ese barco inglés que parte de Ipswich sale también una línea demasiado quebrada que llega a la puerta del Palazzo Farnese, en Roma, donde el cardenal Bernis, el antiguo ministro y ahora embajador de Francia, practicaba y aún practica sin rubor el libertinaje, mientras mantiene una apariencia digna, como todos los que una vez fueron y se resignaron a dejar de ser: trampeando con secretos antiguos que pueden ser otra vez nuevos con sólo pulirlos y echarles el aliento. Desde aquel puerto a esa puerta, en esa línea demente, hay mil trabajos y esfuerzos y, voy a decirlo, engaños. Engaños que hice y que me hicieron. Un camino de Ipswich a Roma que pasa por San Petersburgo y pasa por Cádiz y Madrid. Será fácil imaginarte las penalidades, revivir las falsas esperanzas. Polvo y viaje, ¿pero desengaño?

Nunca estuve engañado respecto a mis verdaderas aspiraciones.

¿Por qué nadie va a construir, ni quiso nunca construir, la Ciudad del Hombre y por qué lo sé? Porque nadie quiere reconocer la extrañeza, la incomodidad que le produce pensar en la felicidad completa. Esa noción ideal se vuelve repulsiva conforme te vas acercando a ella. Y los poderosos sienten vergüenza de esa incoherencia, de ese propio repugnarse. Mi suposición siempre ha sido que fingirían interesarse y en ese fingimiento estaba mi salvación, mi protección. De hecho, lo ha estado en períodos intermitentes. Se podría decir que he puesto a prueba la mala conciencia de los príncipes. Pero no olvido nunca que esa repugnancia por la felicidad completa es una curiosa variación de nuestra Ley del Vampiro. El hombre no se imagina feliz. No sabe. Y de vez en cuando debe actuar en consecuencia. Mi poder, mi inquietante poder es que les recuerdo eso, el vampiro que son y no los hombres ideales que se figuran.

Ya soy Arlequín y, al llegar a Roma, le explico a Bernis un cuento árabe tras otro. No se cree nada. El astuto Bernis sólo sabe dos cosas: que se ríe mucho cuando exclamo como en trance: «¡Varo, Varo, devuélveme mis legiones!», y que he venido a cobrar algo indefinido, viejos secretos que la edad y el vicio le hacen ir olvidando. Aunque uno sea un galgo de la Real Casa y otro un mil leches, hay épocas en las que perro no come perro. Así que me da su protección.

—El resto ya lo sabes.

Sólo una cosa más y nos despedimos para siempre. Cuando me odiabas en las diligencias, mientras me dejaba estafar por tratantes de caballos, al morir el viejo Dimitri, más grande y puro que la suma de tu honra y de la mía, has de saber que yo disfrutaba. No tu confusión, desde luego, eso era sólo algo inoportuno. Los campos y las cacerías lejanas y los rojos ocasos y la renovada existencia de la luz, del agua y del aire. Pasa uno entre pinares y ha pasado y quizá vuelva a pasar. Las castañas en el suelo, heno recién segado, tilos enjardines de mansiones donde no soy necesario. El rubor de Ella que te descubre al salir de un terraplén, con el canasto de ropa en la cadera. Que la mirada de Ella sea la de siempre hace que en todas las diligencias suene la misma campanilla y los relinchos sean los mismos. Esa conciencia de lo exacto en tanta complejidad que brinda Naturaleza, de la consecuencia trágica y maravillosa de esa visión continuada, es vivir sin la codicia de lo eterno, y por ello es vivir eternamente. Ahora. No resignarse es no morir nunca. La última dulzura de una vida equivocada como todas.

Hubo polvo y viaje, lo sigue habiendo, lo habrá; pero no hay desengaño. Porque he sido prolijo y rimbombante y estoy medio loco, cito al falso de Cicerón en su única verdad: Non ignoravi me mortalem genuisse. Nunca he ignorado mi esencia mortal. Ich habe mein sterbliches Wesen nie ignoriert. I have never ignored my mortal essence. Я никогда не проигнорировал мои смертной сущности. Je n’ai jamais ignoré mon essence mortelle

Entretanto, oigo aullidos. Al poco, una mujer gime desolada, resuella, sube la colina: otro mutilado en el molino. No quiero oír. El cuero cruje al taparme los oídos. Cierro los ojos. Fantaseo con la aurora boreal, cenizas de una Roma que morirá definitivamente conmigo. La vivacidad de Su cara joven, la ligereza rítmica de Sus caderas, Su aroma, mi Consuelo. Una vez fui un niño: un estanque. «¡Hay un criado que sabe morderse el codo!» Antes y después: Roma. Yo soy Tú. Tú no eres Yo.

NO VOY A ENVIARTE ESTA CARTA.