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—¿Alquimista, señora? ¿Me llamáis alquimista? ¿Insinuáis que he sido alquimista? —Alza y agita Welldone sus manos enguantadas, mientras lanza preguntas a la marquesa de Krenker como una partida de caza disparando a una liebre esquiva—: ¿Me ve la señora marquesa como un hombre que se aleja del mundo por gusto, que se aparta a una aldea remota, a una mísera tintorería, por ejemplo, para renunciar a las pasiones agradables y desagradables, que todas tienen su esencia y son mejor que nada? ¿O acaso me semejo a aquel que abandona esos altos y esotéricos estudios después de afirmar con la tez pálida, con las mejillas hundidas y cenicientas, briago de melancolía, ya en el gradiente de la locura, «Esto no le importa a nadie, ni a mí mismo»?

—Le ruego… —inicia una disculpa la marquesa de Krenker llevándose una mano cargada de anillos y de pecas al escote, al collar o al corazón.

En vano.

—¿Me imagináis, señora marquesa, como aquel que afirma: «A quién le importa este sacrificio cuando tanto estudio habrá de corromperse entre charlatanes, se disolverá en la sesera de los ineptos, cuando una noche feliz de hallazgo sólo sea abono para la vulgaridad de sus recaderos»?

—Querido amigo, mon cher… —la de Krenker lo prueba de nuevo.

Ni caso.

—¡Alquimia! Paralizados ya, consumiremos nuestra vida en esos amargos laberintos de retortas donde bulle el agua regia, mientras de ultramar llega verdadera abundancia y se construyen palacios y las mujeres son cada día más hermosas y el sabor de sus pechos más dulce y más salado y más picante, y el sabor del café indescriptible, y el tacto de la seda más rico y variado, y el vino, tan distinto a este que nos han servido, más gustoso, pleno, delicioso y vuelve menos estúpido y obsequia con horas de sueño excelente. ¡Abandonemos la alquimia, marquesa! ¡Mire al pobre Newton! Toda su vida estudiando para que al final sólo se aprovechen cuatro tonterías que urdió en su juventud… Para que este mundo te tome en serio no es necesaria la ciencia, sólo el esprit y unas cuantas clases de danza en París con el vivaracho Marcel. Así que adiós a ese carácter huraño que da el estudio, al papiro amarillento, al espejismo de hondura con que nos engaña el solitario retiro. Sustituyámoslos por unas sentencias chispeantes oídas aquí y allá, mucha galantería y, sobre todo, mucho silencio. Otro silencio, claro… Vista de halcón, paso de gato, diente de lobo y hacerse el bobo. Un bobo con esprit, claro es.

—No he entendido una palabra de lo que ha dicho, señor de Welldone —replica la marquesa—. Pero si le he ofendido al interesarme por su pasado, solicito una disculpa. No hacía más que repetir…

—Si permite echarme ahora mismo encima suyo, la disculpo del todo y verá, de paso, qué contenta se pone. ¿No hay más vino? ¿No hay más comida? ¡Se me antojan lombricillas Vuestras Mercedes!

El aire se tensa en el comedor de porcelanas donde se sigue celebrando el cumpleaños de Luisa. El banquete mezcla las risas juveniles de la infanta María y sus amigos, con las miradas de los curiosos y la decepción de aquellos que, por favorecer la etiqueta, han sido alejados de los príncipes y del de Brunswick, y por ello han de aguantar a algún mamarracho. Es el caso, verbigracia, de la marquesa de Krenker, quien con la entraña confundida requiere en ese mismo instante, y con urgencia, sales para el mareo.

Al contrario que el resto de invitados y de su propia costumbre, el señor de Welldone zampa y bebe como nunca. Martín ha tenido ocasión de aprender sobradamente que esa corte es de una austeridad rigurosa. Además, este año la cosecha no ha sido buena. Como a buen seguro los siervos y no tan siervos pasarán algo de hambre no es cuestión el hacer ostentaciones. El duque de Brunswick ha elegido mal año para veranear en Louisenlund. Sobre la mesa, dos corderos asados y sus entrañas hervidas, varios pavos, unos pichones rellenos, y sólo una montaña de salchichas. El vino es áspero y, sin duda, esos rostros rubicundos agradecerían con gusto unas buenas jarras de cerveza, con la única excepción del reverendo Mann, quien sólo parece alimentarse de hielo triturado.

Martín desea que la ceremonia concluya cuanto antes: ya ni mira a las muchachas, quienes le habrán vinculado a ese brujo ridículo. Necesita volver al sosiego de la rutina, paladear su éxito con la linterna mágica. Además, el hecho de tener como vecino de mesa al reverendo Mann no sólo le cohíbe a la hora de hablar, que ni piensa en tal audacia; también le impide escuchar, examinar, valorar. En toda la velada, Mann sólo se ha dirigido a él para preguntar sobre un asunto que Martín creía olvidado: «¿Desde cuándo conoce a ese majadero?». Tras mentir mucho, ha echado cuentas verdaderas. El resultado ha sido tan severo como el negro vestido de gala del mismo Mann.

Welldone provoca que se burlen de él y enseguida reacciona a esa burla de modo disparatado. Así, contumaz, enciende la leña de la propia pira quien aún será Gran Venerable. Y mientras Carlos y Luisa cruzan miradas de resignación desde ambos confines de la mesa, el de Brunswick, por el contrario, goza con cada tropelía verbal de quien llama Saint-Germain. Por eso, si Welldone, tras su perorata sobre el alquimista renegado, expresa su deseo de echarse encima de la marquesa de Krenker, que ya son ganas, todos callan y se miran, hasta que el de Brunswick ríe. Y si el de Brunswick, por mero gusto de calibrar el grado de adulación que hay en la mesa, decide que el llamado Saint-Germain es el hombre más brillante que ha conocido, Saint-Germain refulgirá. Lo malo, lo peor, es que Welldone es brillante. La ira estimula su ingenio. Y Martín conoce demasiado bien esos caballos desbocados en la noche del alma, apocalípticos caballos que ahora se precipitan por los abismos del vino rancio.

—¡Es usted de lo que no hay, Saint-Germain! ¡Un burlador! —exclama el de Brunswick—: Toda Europa sabe que dejó la alquimia porque al fin consiguió el secreto del oro y el elixir de la vida. Que el elixir le ha vuelto inmortal y el oro le ha permitido vivir desde hace mucho en óptimas condiciones. ¿O voy errado?

—Pocas veces yerra su excelencia, salvo en aquella carga a destiempo en la batalla de Minden, la cual retrasó lo indecible…

—¿Y consiguió sus hallazgos en este siglo? Yo creo que no… —interrumpe súbitamente el duque de Brunswick para dirigirse con gesto amplio a los comensales—: Me contaron que, una vez, en San Petersburgo, formularon al conde de Saint-Germain la misma pregunta sobre el secreto de la inmortalidad, y aquí, el amigo, sin inmutarse, llamó a uno de sus criados y le preguntó: «Dimitri, ¿cuándo conseguí yo el secreto de la eterna juventud? A veces, no les extrañará, la memoria me falla…». ¿Y saben qué contestó ese tal Dimitri? Pues el criado contestó: «Desde luego, excelencia, no lo ha hecho en los cuatrocientos años que llevo a su servicio».

El comedor estalla en carcajadas, y hasta ríe Martín, que imagina el impávido rostro de Dimitri emitiendo esa gansada con la mayor naturalidad.

—No creo, excelencia, que haya hablado, hable ahora, o en el futuro, del elixir de la eterna juventud, porque todos sabemos de sobra que no existe. ¡Qué más quisiera la señora marquesa de Krenker! Pero quizá… —susurra Welldone y, muy enigmático, mira en todas direcciones—: …les interese saber la fórmula del oro. El oro español… —enseguida cambia el tono para restarle importancia a lo que va a decir—: La fórmula es muy sencilla…

En la mesa, se detienen chasquidos y tintineos. Desde luego, hay sonrisas avaras y rostros expectantes.

—Memoricen la fórmula, damas y caballeros, altezas excelentísimas, porque no he de repetirla. Vamos a ver… Cobre bermellón… Vinagre… Sangre humana… Y no quisiera molestar a Herr Da Vila al mencionar que es obligado que la sangre pertenezca a un pelirrojo. No le miren así, señores. Con lo diminuto que es, no hay para todos… Además, la sangre hay que secarla y macerarla, con lo que mengua mucho. Prosigo. Cobre bermellón, vinagre, sangre humana… ¡Ah, sí! ¡Y ceniza de basilisco! Si se fijan, el patrón de la fórmula es, como todo en el universo, de una simplicidad absoluta. Agua, viento, fuego, tierra… En este caso, sangre y ceniza… Vida y muerte… Nada más fácil.

—La ceniza de basilisco es difícil de encontrar por estos pagos… —ironiza el príncipe Carlos, que ya tiene ganas de volver a la batalla de juguete—: Los basiliscos escasean en nuestros bosques.

Aún no ríen los aduladores cuando Welldone ya replica:

—Y los bosques escasean también, mi amo y señor… —y enseguida añade—: Pero del mismo modo que los árboles se pueden plantar y las ciudades construir, los basiliscos se pueden criar. Coja su alteza un huevo de gallina, si os place, claro es, y su augusta figura no ve un tanto ridícula la propia estampa con un huevo en la mano y el aire de los pensativos en el rostro. Después, haga que ese huevo lo empollen sapos alimentados con pan. Cuando se rompan los cascarones, saldrán polluelos machos, exactamente iguales en todo a los polluelos de gallina. ¡Eso es lo que engaña a muchos! Ven la apariencia y dicen «bah, otro igual que aquel», quien a su vez era igual a un tercero y yo ya lo he visto todo y más, et sic caeteris… Nada de eso. ¡Las apariencias engañan a quien se apura, a quien no tiene imaginación! El asunto es que al cabo de siete días a esos polluelos les crecerán colas de serpiente… ¡Y tendrá su basilisco!

El príncipe Carlos dirige la vista a una fila de jarrones de Sèvres en un estante y, de paso, se mira un poco en el espejo del salón. Luego, une las palmas de las manos y se reconcentra. Busca las palabras. Aún es joven, es serio y razonable, no es malicioso, carece de sentido del humor y pretende educar a quien no tiene remedio:

—Señor de Welldone, o conde de Saint-Germain, o como se llame… —al príncipe le duele cada palabra que dice—: Quizá usted haya sido un sabio y tanta dedicación haya… —pero Carlos interrumpe su paciente discurso y exclama—: ¡No existen los basiliscos!

—¿Y qué? Tampoco existió la batalla de Neisse… —y Welldone señala la puerta del salón donde se halla el juego de mesa—: Ese cartón que hay en el salón dorado es la única batalla de Neisse que ha existido, existe y existirá…

—Vamos a dejar eso… —El príncipe Carlos mira al de Brunswick y su mirada dice: «De este bobo me encargo yo».

Pero antes de que el príncipe abra la boca, Welldone añade por pura provocación:

—Bueno, la batalla de Neisse jamás existió, pero, si vamos a ello, tampoco existió nunca la batalla de Leuthen…

Hasta los criados emiten un «¡Oh!» de sorpresa. Todo el Orbe sabe que Leuthen es una de las más altas ocasiones que han visto los siglos.

—¿Que no existió la batalla de Leuthen, cretino? —El duque de Brunswick, por muy salomónico y burlón que sea, también ha perdido la paciencia.

—No se enojen sus altezas y observen…

Y ante el estupor general, Welldone coge una vela roja del centro de la mesa y derrama la cera en trazos sobre una servilleta de lino blanco. Cuando la sustancia se endurece, Welldone pinza la servilleta con sus dedos de cuero negro y la levanta para mostrársela a los comensales. Algunos invitados avisados, quienes han servido en el ejército, sobre todo, abren la boca y casi levantan las orejas. Martín sólo entiende que los chorretones rojos han dibujado el siguiente croquis:

—Como ven, y saben de sobra, esta línea vertical del centro es el ejército austríaco acampado en las afueras de Leuthen. Y la curva superior en horizontal… —Welldone señala otra de las flechas—: …el ataque de distracción de la caballería prusiana: «¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?» y bla, bla, bla… ¡Qué gran hombre! L’audace, l’audace, toujours l’audace. Los blablablás de Federico.

—Tintorero…

En el silencio común, el príncipe Carlos, más que nombrar, amenaza. Pero Welldone no se inquieta y sigue con la explicación:

—Y esta línea diagonal es el famoso ataque de la infantería prusiana. El famoso orden oblicuo. ¿Es que nadie ha visto nada? ¿Nadie ha notado nada? ¡Miren las paredes, damas, caballero, excelencias! ¡Contemplen los frisos a su alrededor!

Y todos miran. Y quien comprende emite un «¡Oh!» de estupor.

Es un buen truco, no hay duda. Las molduras en los frisos de las paredes son idénticas al dibujo que Welldone ha emborronado con cera. Y unas y otro son idénticos a su vez a la figura de la consola de un arpa o quizá a la tapa de un clavecín. Así, la estrategia de Leuthen se repite cien veces por los frisos del comedor de porcelanas como si el ámbito lo hubiese decorado un guerrero maniático. La emoción y la gloria del espacio.

La corte ríe, aplaude, y aún mira a su alrededor esa extraña representación del esquema estratégico de Leuthen. Entretanto, Welldone golpea su copa en la mesa y ordena alegremente a un criado.

—O haces más viajes, o traes una copa más grande… —Y todos siguen riendo con las bufonadas del bufón.

Welldone vacía la copa de un trago y, de pronto, deja caer el mentón en el corbatín como si el vino le hubiera causado un efecto fulminante. Es la costumbre de no beber, está pensando Martín, cuando esa cabeza se alza con ojos desquiciados. Welldone, puesto en pie, exclama:

—¡No habéis entendido nada! Si Federico venció en Leuthen no es porque se trate de un genio militar. En su mente sólo había volutas y tedio convertidos en ambición. Y, sí, el ataque de Leuthen parece un arpa y la tapa de un clavecín. Y es una reverencia, y el movimiento del polen en el aire, y el vuelo de la seda. La batalla de Leuthen es El embarque a Citerea del maestro Watteau. Los soldados, da lo mismo que mueran o muestren orgullosos las cicatrices, sólo son danza espiral de unos jóvenes amantes en busca de una isla inalcanzable.

La maniobra de Leuthen es melancolía de fêtes galantes. ¡Qué idea más sugerente! ¡Qué inútil! ¡Cuánto sinsentido! ¡No, damas y caballeros!, nadie ha hallado nunca el secreto de la inmortalidad, pero desde luego está bien clara la fuerza del tedio, de que con argucias decorativas, con mentiras heroicas, neguemos lo que es en sí mismo inevitable, nuestra condición vacía de significado, la ausencia de un destino.

Un silencio confuso. Y es en ese mismo silencio, entre admirativo, estupefacto y algo molesto, donde quizá Welldone tema el fracaso de su único cometido: fastidiar. O donde ya nada le importe y decida que sus afanes son ahora esas caras, ese silencio, esa negligencia del espíritu, tan lejos de cualquier objeto, de una pizca de gloria… Por eso, su voz surgiendo como un surtidor desde el centro del banquete, añade:

—¡Y qué invitación, de paso, a recordar que todas esas onduladas curvas por las que se chifla Federico evocan las espaldas arqueadas de sus jóvenes oficiales! ¡Qué gesto de amor degenerado!

Increíble.

—¡Ya basta…! —musita el príncipe en el repentino silencio. Y enseguida alza la voz—: ¡Guardia!

El príncipe Carlos se ha puesto en pie. Y esta vez, ni la seña de Brunswick, un «como si nos descubriera algo nuevo…», evita que salte el frágil resorte de la noble ira. Dos soldados entran en el comedor de porcelanas ante el silencio general y un gesto desdeñoso del príncipe es orden suficiente para que cojan a Welldone y lo saquen a rastras de allí. Porque Welldone se resiste y declama:

L’audace, l’audace, toujours l’audace!

Cuando se ha asegurado de que los guardas acallen al que será castigado, el príncipe Carlos se levanta y mira a Luisa, en lo opuesto de la mesa. Todos leen el reproche en quien celebraba su cumpleaños. Sin embargo, Carlos interpreta ese gesto como quiere y sale del comedor de porcelanas.

Se musitan frases sueltas entre vecinos de mesa, apuradas, sin sentido, hasta que un silencio sepulcral espera que un imaginario gran reloj dé la hora. Llegan por fin, como una liberación, y por este orden, el gemido ahogado del príncipe, el latigazo y el aullido de Welldone. Otro latigazo y otro grito. Y así siguen, puntuales, rítmicos. Se oyen carreras en las losas del patio, se oyen olas rompiendo en el muelle. La princesa Luisa sigue comiendo, gacha la cabeza. El de Brunswick juega con unas migas de pan. Algunos invitados no evitan estremecerse a cada latigazo; a otros se le dibuja un rictus simultáneo, la sonrisa cruel. Y el pastor Mann recita:

—«Aunque se consuma mi carne, Dios es la roca de mi espíritu, mi lote perpetuo…».

Y Martín, que ve en la memoria de ese salmo una brizna de caridad, prosigue el recitado del pastor:

—«Sí, tú destruyes a los que te son infieles. Quienes se alejan de ti se pierden».

Y al concluir, Martín sabe: no es caridad lo que guarda el salmo. Encima, Mann aclara:

—Ahora, esa parte no es de recibo. —Y tras meditar un instante, pregunta—: Y tú, ¿por qué conoces tan bien la Biblia?

En el rigor del silencio, la pregunta, aunque en apariencia inocua y muy susurrada, se percibe como el choque de una copa contra el suelo. La princesa Luisa mira a Martín. Pero no es sólo ella quien le mira. El supuesto italiano recibe la atención general.

En esa circunstancia, Martín toma su copa, bebe un sorbo corto y preciso, la devuelve a la mesa. Desea explicar que soporta esas miradas porque no le atañe lo que sucede en el patio. Esa noche existe más allá de su persona.

Quizá por agradecimiento, la princesa Luisa alivia la incomodidad que pudiera sentir el de Brunswick, mientras intenta que las miradas se aparten de Martín. Por eso habla con Helwig, el maestro de páginas del duque.

Herr Helwig, el otro día no pude evitar oír una extraña historia en torno a Neisse… Se la contaba usted al duque y al príncipe, mientras jugaban a ese pasatiempo suyo…

Y mientras Helwig se ruboriza y se dispone a contar, siguen los latigazos:

—Cuéntalo, Helwig… —anima el duque, y en su tono parece claro que considera excesivo el castigo al viejo loco.

—Alteza, graciosísima princesa, su humilde servidor era, allí en Neisse, oficial bajo el mando sagrado del rey Federico. Me gustaba llevar un diario de campaña porque tenía ciertas ínfulas literarias que cesaron con el tiempo y la lectura de los mejores. Ahora, como veis, invento juegos… Antes de retreta, me gustaba pasear entre fogatas y escuchar historias de soldados. Como reclutas que eran, la mayoría se quejaba por todo, y como la posibilidad de amotinarse en nuestro ejército era seriamente reprimida, se dedicaban al ensueño. Después de un rancho, al parecer insuficiente, uno decía: «Me comería un cordero», o «Me comería una piara de cerdos» o «Me comería una ballena». Y fue así, por el ansia exagerada de comerse una ballena, cuando unos y otros empezaron a contar historias en torno a ese asunto. Una de esas historias, mi preferida, era sobre la Ballena Más Grande de Todos los Tiempos. Un ruso solía repetir la aventura, quizá quimérica, de cuando estuvo enrolado en un ballenero que faenaba entre el puerto de Vladivostok y las costas de Japón. Fue allí donde los tripulantes divisaron la mayor ballena que hubieran visto en su vida o de la que hubieran tenido noticia. Hacía diez veces su barco. Aun así, se aproximaron por mero vicio de curiosidad, asumiendo todos los riesgos; y sólo aproximarse a su fastuoso ondear por las aguas, decidieron virar y alejarse de sus proximidades con el mejor viento posible, tomar la ruta que fuese, huir a toda vela. Mientras se iniciaba la maniobra, a aquel mismo ruso que después fue recluta de nuestro amado Federico sólo le fue posible mirar por el catalejo y descubrir algo escalofriante. En el lomo de la ballena se distinguía una cruz de enorme tamaño, con la altura y el ancho de una iglesia, que parecía marcada a fuego con un colosal hierro para reses. Pero ese no era el único asombro. La cruz había sido hecha a arponazo limpio. Se distinguía cada descarnadura como si fuera un pequeño punto, y la suma de cada punto era la cruz. Además, un tipo de alga había anidado entre las brutales cicatrices, una especie que fosforecía. Conforme a eso, y según se alejaban, lo que el ruso aquel iba viendo era una iluminada cruz latina que se sumergía y emergía de las aguas…

—Estupendo, Helwig… —dice el de Brunswick, quien se percata enseguida de que, por muy formidable que sea, una historia de lomos marcados no resulta la más adecuada cuando chascan latigazos.

El mismo Martín, tan acostumbrado a oír con paciencia las historias más desmesuradas, ya no escucha a Helwig y sólo se concentra en los latigazos y el espanto de los pájaros que revolotean en los jardines. Martín distingue el aleteo de la copa de un árbol a otro, desquiciadas las aves por el lacerante silbido que restalla en la noche.

Lo único que Martín comprende es que el tal Helwig, eufórico por su casual protagonismo en la velada, no se ha dado cuenta de la sugerencia de callarse que el de Brunswick ha insinuado. Y continúa:

—El asunto es que aún no había acabado el ruso de contar su historia y se deleitaba con la longitud de las barbas de la ballena, con el descomunal tamaño de sus aletas y volvía de vez en cuando a la cruz luminosa de los mares, cuando un irlandés se levantó y le acusó de grande mentiroso. El irlandés, contradiciendo, al menos de momento, la fanfarronería de sus paisanos, dijo que él no había sido nunca marino y que, de hecho, el agua le daba miedo. Dijo también que tenía buenas razones para ello. Era de un pueblo de la costa, Galway, donde los barcos naufragan y las ballenas se varan. Eso sí, de ser la ballena de la que hablaba el ruso la Más Grande de Todos los Tiempos, y lo era, la playa de su pueblo era la Más Hermosa del Mundo. Por lo que no es extraño, dijo, que la ballena Más Grande de Todos los Tiempos quisiera morir en su playa. Era la misma ballena, lo juraba por sus antepasados, los O’Riordan. Él mismo había trepado a ese lomo y podía decir que dentro de esas heridas, que cicatrizaban en cuña, como enormes surcos, cabía un niño de diez años. Según el irlandés, el ruso había oído leyendas y se las daba de experimentado, pero mentía. Porque aquella ballena existió, sí, pero sólo pudo ser atlántica. Ya se iban a matar el ruso y el irlandés, cuando otro de los reclutas, un francés, un tal Deville, musitó: «El paso del Noroeste». Y eso fue lo único que dijo antes de estremecerse una vez y otra en la extraña forma que solía. Como saben, mucho se habla entre viajeros del paso del Noroeste que ha de comunicar el Atlántico y el Pacífico, aunque nadie lo haya encontrado o precisamente por eso: el enigma, el misterio, desata la lengua fantasiosa. No en este caso. No me pregunten Vuestras Mercedes por qué, pero el hecho de oír esas tres palabras, y oírlas precisamente en esa boca que nunca hablaba, fue para el ruso y el irlandés como oír un conjuro. Se callaron y volvieron a sentarse muy despacio porque, de algún modo, no sabían, sino que sentían, un conocimiento profundo y doloroso, imposible de explicar, dada su humilde condición. La ballena conocía el paso del Noroeste, el paso del Noroeste existe, y el paso del Noroeste de algún modo es la muerte.

Silencio en el comedor de porcelanas, latigazos en la intemperie del jardín. Nadie aplaude a Helwig. Sólo el curioso Brunswick comenta:

—Diga, Helwig, ¿un niño de diez años irlandés equivale a uno de seis germano?

Ausente su espíritu y su atención de la sala, ignorante de lo que ha narrado Helwig y de cuanto ahora se susurra, Martín nota el temblor creciente de su mano conforme intenta dar un sorbo a su copa, lo que sucede cada tres latigazos. La gran velada con la que ha fantaseado durante meses ahora sólo es náusea. La vergüenza asoma de nuevo. Y Martín piensa: «Ojalá le mate».

Tampoco la infanta María ha prestado atención a la historia del funcionario Helwig, y ahora alivia cómo puede el enfado de la princesa:

—Es una auténtica lástima que nuestro señor padre haya decidido tomar una justa decisión en este día señalado.

Pero Luisa replica:

—No sé a qué viene todo esto, la verdad. Sentamos a este hombre a nuestra mesa para que diga locuras. Y las dice… ¿Hemos de castigarle por ello y amargarnos la velada? —Cuando nadie lo espera, Luisa alza el cuello y sonríe. Y está sonriendo a Martín—: Lo que no he de olvidar mientras viva, Herr Da Vila, es la deliciosa velada de linterna mágica. Esa mirada de los infantes… Mi gratitud será eterna…

El elogio llega demasiado tarde. Basta con inclinar la cabeza.

Descansa el látigo y se oyen veloces órdenes del príncipe. El duque de Brunswick, infatigable, endurecido por cien batallas, ajeno a cualquier sentido de la sensibilidad ajena, carraspea y se dirige al señor Helwig:

—Y dígame otra cosa, Helwig, usted que estuvo allí. ¿Hay algo de cierto en lo que ha contado ese hombre sobre la batalla de Neisse?

—Algo hay, excelencia, si se quieren retorcer los hechos. Yo estaba en el pabellón de oficiales con Von Scheppenburg y otros. Descubrimos un libro de problemas, o hicimos la variante de uno, ahora no recuerdo. Lo que recuerdo como si fuera ayer es que, como no supimos resolver la cuestión sobre el papel, formamos las compañías para demostrarlo en el terreno. Salimos al campo junto al río. Estallaron unos cañonazos que venían de la orilla austríaca. Nos dispersamos, dispusimos la defensa. Y ahí acabó todo… Se acobardarían, como siempre. Luego nos enteramos de que los austríacos habían convertido en grandiosa victoria aquellos cuatro cañonazos que ni siquiera hicieron bajas… Por tanto, nuestros generales pusieron las cosas en su lugar y contaron la verdad. La victoria debía celebrarse porque era nuestra. Lógico y razonable…

—Desde luego. ¿Cuál era el problema matemático?

—No lo recuerdo, excelencia. Sólo sé que, con los años, y por distraerme, he imaginado la batalla que pudo haber sido. Y he calculado todas esas variantes y he construido un juego con ellas. Así que he acabado creyendo en una batalla de Neisse como aquellos reclutas creían que las ballenas y sólo las ballenas cruzaban el paso del Noroeste, y que lo hacían para morir muy lejos de casa. Si es que tienen casa las ballenas…

—Muy cierto, Helwig… —afirma el de de Brunswick, da un sorbo a su copa, mira a los comensales y añade—: Además, al príncipe le fascina su juego… Me ha pedido, y ha insistido, en que le felicite del modo más efusivo.

Martín repara en que Helwig también ha sido invitado a contrapelo. Ahora el inventor de batallas de cartón quizá dude sobre la conveniencia de acercarse hasta el lugar donde el príncipe acaba de aniquilar a un viejo para allí besarle los pies.