2

Welldone y Martín siguen por un corredor al canciller y al reverendo. En la incertidumbre, aumenta el deseo de Welldone por oír su propia voz:

—Hazme caso, Martín: si quieres ganar el afecto de alguien, esfuérzate en descubrir su mejor virtud, si la tiene, o su debilidad más notoria, que esa la tienen todos. Y algo le pasa al príncipe. Le cuesta disimular su afán de horizontes más amplios…

Se abre una puerta de dos hojas y entran en la biblioteca. El umbral queda flanqueado por dos lacayos que apenas aguantan la risa.

Entre estantes polvorientos, mapas y una figura en madera de un ídolo con casco alado, el gobierno de Schleswig-Holstein se entrega a tareas de importancia, a juzgar por el cúmulo de legajos y la precisión con que canciller y reverendo buscan en lugares inverosímiles.

Entretanto, Welldone explica a Martín, y sólo para que oigan los otros, quién es la figura de madera:

—Es Odín, dios de muchas cosas, pero también de la sabiduría. Los dos cuervos que están en sus hombros son Huginn, el pensamiento, y Munnin, la memoria. Los dos lobos a sus pies son Geri, la ansiedad, y Freki, la glotonería. Ahora saca las debidas conclusiones, mientras sus eminencias hallan el aval de mi prestigio suficiente.

El canciller se hace con un documento, se pinza la gafa, carraspea:

—Vamos a ver… Leo: «Nueva lista relativa a varios artículos de comercio que son tan importantes como nuevos».

El canciller mira a Welldone por encima de las lentes para obtener reconocimiento de autoría. No hace falta, en verdad, que Martín emplee métodos jesuíticos de nemotecnia para retener lo que ahí se dice, porque las palabras contenidas en esa voz son las que ha redactado entre mil y dos mil veces durante los últimos seis años, la misma epístola que ha hecho crecer en vigor el servicio postal de los reinos germánicos. Frases que, como si fuera el pequeño infante Christian, se le aparecían en sueños: manadas de unicornios que eran jesuitas enarbolando cruces por las playas de Córcega, por ríos de sangre que se llaman Kentuki… Tinta que mancha años perdidos y señala cicatrices de lo estéril.

Koeppern da a su lectura un énfasis de sorna, se desliza con agilidad entre los cepos de un oportunista:

—«Primero: procedimiento para el blanqueado absoluto del algodón, del lino, del cáñamo y sus tejidos, infinitamente superiores al de Haarlem, en Holanda, que no ataca las telas como aquel, y que exige muy poco tiempo. Segundo: procedimiento para lavar la seda, por el cual la seda italiana, superior a todas las sedas del mundo, deviene más brillante y más resistente. Tercero: procedimiento de mejora de las pieles de cabras de angora, de suerte que se puede hacer con ellas brillantes camelotes que no se desgarran como los antiguos, mientras que la piel deviene casi tan flexible como la seda. Cuarto: procedimiento para teñir las pieles y el cuero en azul, verde, negro, verdadero rojo púrpura, verdadero violeta y gris fino, de gran belleza y calidad. Quinto: preparación de colores inmutables de una belleza perfecta en pintura amarilla, roja, azul, verde, púrpura y violeta. Sexto: preparación de un blanco para cubrir de calidad insuperable. Este color, que se ha buscado en vano en todos los tiempos, permanece siempre blanco, se une a todos los buenos colores con que se mezcla, los embellece y conserva. En resumen, este blanco es una verdadera maravilla…».

—¡Bravo! —exclama el reverendo Mann en mal español o en mal italiano. El canciller le mira un momento por encima de las lentes, sonríe y prosigue la lectura a mayor velocidad como si ya le fatigara tanta innovación:

—«Séptimo: modos de preparar el cuero negro con el color purísimo y bellísimo sacado del azul de Prusia sin ningún otro añadido. Esto da un cuero negro inimitable, de notable belleza y de gran calidad. Octavo: preparación de tejidos de cáñamo de un amarillo de inimitable pureza en diversos tonos, y brillante, lavable al agua de jabón y que no se estropea al aire. Noveno: preparación de muy bellas, muy duraderas y nuevas telas de seda. Décimo: preparación de trenzas en plata, al menos un tercio más baratas y mucho más blancas, más brillantes y más duraderas que las más bellas trenzas de Lyon. Los asuntos que conciernen a la agricultura los reservo para más adelante. La ejecución de este nuevo plan industrial sirve a la economía política en el más alto grado, produce beneficios incalculables y conduce a la edificación de ciudades de abundancia, libertad, paz y filosofía para el fomento de la sociedad y la felicidad del pueblo. Estas ciudades se situarían junto a la corte. Me es muy grato poner bajo el atento examen de su inteligencia, preclara y admiradísima desde siempre, el proyecto de su construcción y trazado en la lámina que adjunto. Sobre otros puntos, no puedo decir nada aquí por razones diversas. Es reservado, et sic caeteris. Firmado: Señor de Welldone…».

El canciller Koeppern toma aliento. Mira a Welldone, pregunta:

—¿Cómo he podido leer este documento, del que, por cierto, han llegado veinte copias en distinta fecha, sin enviar un emisario a galope tendido para que implorase tu presencia? Y, vamos a ver… Aquí está la lámina para que mi preclara y admiradísima inteligencia se estremezca…

Como si fuese una media sucia, el canciller sujeta la lámina con dos dedos y enseguida la vuelve para que sea reconocida como prueba de un delito. Martín se aturde: uno de los dibujos es sección de la muralla principal de una ciudad imaginaria; en lugar de torres de vigilancia, las esquinas se hallan rematadas por pirámides. El segundo dibujo, la planta, mantiene un orden simétrico y parece un tablero de tres en raya. El alzado exalta la innovadora importancia de las misteriosas pirámides, y la perspectiva amplía su objeto a una utópica ciudad industrial: de las pirámides sale un humo espeso, alrededor de las murallas se organizan bosques en semejanza y reflejo a la planta de la ciudad. Los edificios, de manifiesto carácter romano, son añoranza de tiempos más cívicos.

Los dibujos son muy diestros y el último, el de la perspectiva, magnífico en todo: organización de volúmenes, resolución de espacios, inventiva…

Y ninguno es obra de Martín.

Cuando busca a Welldone con la mirada, tropieza con sus ojos y una sola palabra:

—Dimitri…

Y Martín no da crédito, ni puede darlo.

Pero Koeppern está reclamando la atención de Welldone.

—Tú, mírame… «… su inteligencia preclara y admiradísima desde siempre». Contesta. ¿«Desde siempre»? ¿Desde cuándo? Dime, ¿desde cuándo admiras mi inteligencia? ¿Quizá serví a tus órdenes? Responde a lo último…

La cuestión parece absurda. Sin embargo, Welldone da un paso al frente y explica justamente aquello que nadie ha preguntado:

—Ya que tiene esa lámina a la vista, excelencia, me gustaría llamar su atención sobre la armonía que propongo en la Ciudad del Hombre: el lugar donde brotará la riqueza, se mostrará una humanidad al aire libre, y a jóvenes hermosas y a muchachos valientes y savants… La vejez no conocerá el invierno de la vida… Imagine su excelencia ágoras de virtud, ágapes de templanza y sabiduría… De camino hacia Schleswig, mi ayudante, el autor de este dibujo, y un servidor, tuvimos la oportunidad de admirar terrenos cuya apariencia… ¿sencilla?, ¿sobria?, no engaña al ojo experto. En ese lugar, con algo de empeño, creo yo que…

—Calla y responde. ¿Cuándo he servido a tus órdenes?

—En verdad, excelencia, no comprendo en absoluto esa pregunta suya. Bien, continúo: ¿por un acaso duda que, desecando pantanos, allanando el páramo y canalizando debidamente las aguas, no conseguiríamos un inicio para esta maravilla de proyecto que no sólo colmará de prestigio a sus excelencias, Koeppern y Mann, sino que será guía de todos los reinos de Europa?

—¡Que te calles!

Y Welldone calla.

El canciller abandona las lentes con desprecio en los legajos que abarrotan la mesa. Insiste:

—Vamos, vamos, contesta: ¿me admiras porque serví a tus órdenes…?

Ante esas palabras, Welldone mantiene un silencio absoluto.

—¿Por qué no respondes? —pregunta el canciller Koeppern.

—El excelentísimo canciller no se dirige a mi persona con la dignidad, los honores y el rango que merezco. —Y para estropear más la situación, Welldone añade—: Me refiero al tratamiento.

—Al tratamiento, ya… —El canciller vuelve a coger la gafa y con ella le señala como si trazase una imaginaria vertical sobre la túnica estrellada. Luego, se la cala para leer otro papel—: ¿Y cómo debo llamarte entonces? ¿«Señor de Welldone»? ¿«Señor Schoening»? ¿«Señor Varner»? ¿«Daniel de Wolf»? ¿«Gran Venerable Proteus»? ¿«Gran Maestre Sisifus»?

¿«Conde Ragozki»? ¿Cuántos nombres utiliza su «excelencia»? ¡Bah! ¡Un arlecchino eres tú! ¡Un botarate! Oído en alemán, «botarate» duele mucho. Pero el canciller Koeppern no se queda ahí. Añadiendo al sarcasmo una pizca de ira sibilina, pregunta:

—¿O acaso he de llamarte conde de Saint-Germain? Pero ¿cómo te atreves? ¡Ahí deseaba llegar yo! ¡A eso me refería! ¿Sabes que he tenido el grandísimo honor de servir bajo las órdenes de Claude-Louis, mariscal y conde de Saint-Germain?

Welldone mira de nuevo a Martín como si dijera: «Me incomoda que vivas esta situación». Replica:

—Me alegra de veras la admiración que el excelente canciller Koeppern dispensa a mi amigo el conde Claude-Louis. Eso le honra… Tuve el goce de mantener conversaciones la mar de animadas con el gran mariscal, hace ya años, en el salón de Madame de Pompadour. Sí, la misma Madame de Pompadour que su excelencia imagina ahora mismo no sé cómo. Porque Madame de Pompadour sólo hay una. Sin embargo, entre los muchos Saint-Germain que me ha sido dado conocer, y sólo por citar algunos, podría hablarle durante horas del Saint-Germain artista, a quien se apoda «el Mississipiano» sin que él se queje; el Saint-Germain que fue director de la ópera de París; el naturalista Saint-Germain; el Saint-Germain gobernador de Limousine, aunque este sólo era marqués, como Alexandre d’Oilleasson y el gobernador de la Marca. Ninguno somos el mismo, obviamente. Durante mucho tiempo, señor canciller, mis aspiraciones industriales estaban reñidas con los deberes de linaje. Por eso abandoné el título para llamarme Welldone que, como no se le escapa, significa «Benefactor» en el idioma inglés.

El canciller mira al reverendo y el reverendo al canciller. Ese cruce de miradas enuncia que nunca se ha visto en Gottorp tanto descaro.

—En verdad que me gusta hacerte preguntas —masculla el canciller a media carcajada—. Ahora, dime, ¿ese linaje ancestral te da derecho a contraer deudas en veinte estados alemanes, que sepamos, cuyas cartas ha recibido el banquero Tronk, cuando mantuvo la rutinaria correspondencia comercial al serle solicitado un crédito?

—No son deudas a mi cuenta, canciller. Mi honor y cierto juramento me impiden hacer referencia a ese punto…

El canciller mira de nuevo al reverendo y, esta vez sí, estalla en una carcajada que nadie secunda en la biblioteca. Cuando se le pasa, replica:

—Si por mí fuera, Benefactorus, o como te llames, ahora mismo te ibas a la horca. Y contigo se iría el conocimiento mundano que exhibes y cualquier cochero supera. Por no hablar de la mujer del cochero. Sin embargo, el príncipe Carlos es magnánimo, caritativo… También es cierto que mi trabajo y el del reverendo Mann, aquí presente, es alejarle de informaciones que pudieran disgustarle. Como la escasa simpatía que te profesa Federico de Prusia, quien fuera mentor de nuestro buen Carlos y es su modelo. Así que ten cuidado con los pasos que das. El príncipe ha ordenado que ocupes la antigua tintorería del llorado Otte en Eckenfiorde. Si no te avisamos, no pisarás ni Gottorp, ni el palacio de verano en Louisenlund, ni siquiera la ciudad de Schleswig. Como cortesano que eres, no recibirás salario, pero sí nuestra protección y un cordial ajuste de cuentas con el dueño de El Oso Feliz y el banquero Tronk. La deuda es tan insignificante como el deudor, al fin y al cabo. A todos los efectos, pues, serás el tintorero del príncipe. Aunque no quiero que en la tintorería se mueva una maldita cuba o se realice un mal experimento, ni se lleve a cabo un proyecto de nada, ni se envíen cartas y menos a palacio… El contenido de estas láminas y los oscuros motivos que se ocultan tras ellas no saldrán de aquí. A partir de ahora, aquello será tu casa y estarás a la disposición del príncipe cuando se te requiera. Aguarda en el pasillo…

Mientras Welldone, impávido el rostro, sin una voz de gratitud, da la espalda con vuelo desdeñoso de la estrellada túnica, Martín retrocede inclinando la cabeza. Pero el reverendo Mann le ordena detenerse; así, cuando uno de los ujieres deja pasar a Welldone y cierra de nuevo la biblioteca, el reverendo se acerca a Martín:

—Soy el reverendo Mann, preceptor de los infantes. Preséntate en mi gabinete mañana. A las ocho.

—Reverendo… ¿A cuánta distancia está ese lugar… Eckenfoerde? Porque si he de viajar esta noche y volver mañana…

—¿No comprendes? Te quedas en palacio. Los infantes necesitan un profesor de dibujo… Ha sido a ti a quien se ha visto dibujar por toda la ciudad. Todas esas cajas milagrosas y esos planos son obra tuya…

—No todos, a fuer de sincero. Además, estoy al servicio… Estoy asociado al señor de Welldone y mi deber…

—Mañana me dirás qué entiendes por deber y las credenciales que guarda tu oscuro pasado. Uno no termina con un sinvergüenza a menos que oculte algo… ¡Y más vale que tengas dotes pedagógicas!

Tras el aviso del reverendo Mann, el canciller Koeppern añade entre dientes:

—Los príncipes, alabados sean, ven a un italiano y creen que… ¡Bah!

—Ya he sido preceptor antes, señores… —explica Martín.

—Reverendo y excelencia está mejor… ¿Qué haces ahí parado? Acompaña a tu antiguo socio a El Oso Feliz, coge tus cosas y, cuando vuelvas, un criado te mostrará una habitación.

Cuando Martín sale de la biblioteca, encuentra a Welldone con el arcón en los brazos ante la impasible descortesía y las risas sofocadas de los ujieres.

—Se quedan con mis invenciones y me devuelven el baúl… —informa Welldone, mientras hace amago de ofrecer el arcón para que Martín lo cargue. Martín carga con el baúl sin rechistar, y precisamente por hacerlo, una delatora expresión asoma a su rostro. Welldone, que la ve, guarda silencio hasta la carroza. Ya en marcha, Welldone mira muy seriamente a Martín y pregunta—: ¿Qué te ha parecido?

Diga Martín lo que diga resultará delicado:

—¿Qué me ha parecido qué, señor?

—La presentación ante los príncipes… ¡Ha sido mi obra cumbre…! ¡Aprovechar que esos majaderos creían que había un malentendido con la edad de los infantes! ¡Que había pedido audiencia a unos niños por error! ¡Ja! ¿Y el tempo? ¡Una límpida esfera de música! Siempre un paso por delante, he sacado oro de esos niños dorados… Si Federico viera eso… ¿a qué olería, el desgraciado?

Martín no sabe qué decir y por eso dice:

—Federico no le merece, señor.

—Ni estos paletos… Pero a ti sí te merecen. ¿O me equivoco?

—No se equivoca, señor. Lo siento mucho…

—¿Qué has de sentir si ya eres cortesano, si se acabó el ir de acá para allá?

—Eso vale también para Vuestra Merced…

Welldone no le hace caso.

—Ten mucho cuidado con esa gente. Y recuerda las cosas que te he enseñado. Cuanto más pequeños, más intrigantes, ignorantes y arrogantes. Tienes los parabienes de la princesa. No por tu porte, no fantasees. Es a ella a quien le han hablado de tus dibujos y ha supuesto que eres el autor de todo y yo un saco de artificios que se aprovecha de ti. Y serás… ¿qué? ¿Dibujante del príncipe? ¿Ingeniero? ¿Repostero?

—Profesor de dibujo de los infantes…

—¡Vaya! ¡Un criado! ¡Un criado fino, pero sólo un criado! ¡Recuerda eso!

—Señor de Welldone, hablando de criados… ¿Es cierto que esos dibujos son obra de Dimitri? Porque de ser así…

—De ser así, te daba cien vueltas y no ves la necesidad que, ya en Roma, tenía de aproximarte a mi círculo para contar con tus servicios…

—Hubiera preferido decir eso yo mismo, señor.

—Los años castigan el pulso y la vista, Martín. Sobre todo, cuando debes repetir la misma lámina miles de veces… Y Dimitri vivía de su pulso, de su vista, y también de una idea muy particular de la lealtad y del honor, lo reconozco. La Gran Concepción, por llamarla de un modo justo, era mía, claro. ¡Deberías haber visto nuestra «Ciudad de Salomón Reconstruida»! ¡Allí el viejo ruso consiguió una obra maestra! Pero tuvimos que vendérsela a Fieramosca, que se la endosó a un inglés como obra del joven Piranesi. ¿O ya no es tan joven?

—Está loco, según decían…

—¿En Roma decían eso y tú lo transmites como una verdad? ¿Aún no has aprendido nada? Dimitri, como Piranesi, era un artista del espacio. Tú, Martín, sólo explotas tu imaginación, exagerando y burlando. El talento de Dimitri requería grandes esfuerzos que merman con la edad. Tú podrás seguir dibujando tonterías hasta que la sopa aguante en la cuchara mientras la llevas a la boca. No necesitas más pulso ni más concentración. En fin, a ver cómo te las arreglas…

La carroza llega al patio de El Oso Feliz. Hans les recibe. Welldone exclama con énfasis:

—Buenas noches, generoso y discreto Hans… —y Welldone da un beso en la frente al posadero—: Te veo contento, Hans. ¿Ya te has enterado de todo? ¿Ya sabes que te van a pagar? ¡Ten mucho cuidado con las cuentas que presentas! ¡Soy el nuevo tintorero del principado de Schleswig-Holstein!

Y se vuelve a Martín:

—No bajes. Haré que envíen tus cosas. Recuerda. La gente de ese palacio ignora que sólo estás por tus dibujos. Pueden urdir y relatar cualquier cosa. Sobre todo, no cometas un error que nos valga la cabeza… Ya has visto cómo tiemblan el canciller y el reverendo ante cualquier innovación. Se sienten amenazados. En verdad, esa pasión por lo inmutable hace que las cosas no cesen de cambiar. Corrigen, se adaptan y luego perecen en la riada de la idiotez. Y la idiotez trabaja noche y día, no conoce los festivos y siempre tiene pariendo a su madre… A mí dame tiempo. Aún puedo demostrar mucho a esos patanes…

—Estoy seguro de ello… —dice Martín sin hacerse aún a la idea del gozo que supone librarse de Welldone una buena temporada—: Quizá no ahora, pero más adelante le mirarán con los ojos adecuados y habrán de avergonzarse y corregirse…

—¡Bobadas! ¡Quieren al bufón! ¡Y sabe Dios que lo tendrán!

Welldone entra en la posada abandonando al paso un lúbrico mordisco en el cuello de una camarera. El grito de la moza espanta a los caballos, mientras el coche vira de vuelta a Gottorp.