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En ese estado de ácida pesadumbre, se suceden los días y las noches hasta que, una mañana borrascosa, la diligencia toma el sendero junto a unos acantilados, queda a merced del más rudo de los vientos. Aunque disipe la niebla, esa fuerza del aire desquicia los caballos, y los desquician las olas que baten el vértigo del fiordo. El chillido de las cuatro bestias resuena aún más que el silbar de la tempestad y recuerdan la súbita ceguera de un misionero francés. Ante el peligro, el señor de Welldone ordena al cochero que se detenga con unas palmadas en la cubierta del carruaje. Sin decir nada a Martín, puesto que desde Hannover no se dirigen la palabra, Welldone abre la portezuela, libra la capa a las turbulencias del aire y se cala el tricornio. De acuerdo con sus hábitos, alisa y sacude la casaca, estira los brazos, expande el pecho y se acuclilla una vez y otra.

Desde luego, Martín no sigue la rutina, evita cualquier amago de orden. Una voz interior repite que, puesto en la adecuada perspectiva, su entero existir ha sido el de un imbécil. Esa es la idea que cada mañana le despierta, y su deformación fantasmal es el pensamiento último del día. ¿Qué resta? Fango, decepción y vergüenza siempre.

Tras ejercer las manías gimnásticas, el señor de Welldone extrae un catalejo de sus ropas y divisa el mar: ni una nave, ni un signo de vida en el tumulto grisáceo de aguas violentas. Enseguida, Welldone varía su campo de observación y algo le impresiona en el horizonte. Martín, sumergido en el más crudo de los fatalismos, asoma la cabeza por la ventanilla y descubre un páramo infecundo, ciénagas, un camino de boñigas y fango serpenteando hacia el horizonte. Y en el mismo horizonte, sobre la insinuación de una loma, el único signo de vegetación en varias leguas: un árbol encorvado por la constancia del viento.

Su gemelo Felipe muestra algo en la pared mágica. Algo le ordena su gemelo Felipe.

Martín obedece y se acerca al acantilado, barrido por un viento lacerante, amo y señor de cualquier existencia entre el cielo de plomo y el barro inhóspito. El clima de estas tierras impone una gélida humedad que se clava con dolor en cada hueso del esqueleto. Seis años de caminos. Treinta años de infamia. El vigor, el honor y el sentido de la belleza, ulcerados, masacrados y perdidos. Debe saltar, pero no ante Welldone, quien sólo añadiría grosería a su decisión. Y Welldone se acerca despacio y con tono amistoso le pide:

—Mira por el catalejo, Martín.

Del cuerpo de Martín se eleva un ángel. El ángel abre los brazos en el vacío y cuando parece que sigue ascendiendo a los cielos, cae como una lanza al fragor del abismo y se esfuma en los rompientes.

—Que mires por el catalejo…

Su gemelo Felipe queda ahí abajo, tan lejos de casa, en los remolinos de espuma blanca que desbordan las rocas y se filtran en su erosión. Ahora Martín es sólo un idiota despojado de rabia.

—¿Quieres mirar por el catalejo, diantre? En aquellas virutas de humo, más allá de esos alcores, al fondo de otro fiordo, se halla Schleswig. La ciudad abraza una isla como si fuera las patas de un cangrejo. Y en la isla, el castillo Gottorp. Allí, aunque sean germanos de idioma y tradición, rinden vasallaje al rey de Dinamarca. Su príncipe es Carlos Federico Augusto Guillermo de Hesse-Kassel, una promesa de la política mundial, un hombre ambicioso. ¿Y dónde está? En un castillo danés entre la niebla, Martín. En nada se parece este príncipe Carlos al de una tragedia del inglés Shakespeare que ocurre en un lugar parecido. Allí, el protagonista ve fantasmas, odia, duda. Y entre lo mucho que duda, duda si no acabar con la propia vida ante la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que hombres pésimos infligen al mérito pacífico, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y los quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos y el desprecio de los soberbios… Pero hay más personajes de Shakespeare donde elegir. Mírame, Martín…

Y Martín mira a Welldone:

—En otra de sus vulgares obras, aunque con buenas frases, que ganan dichas en inglés, Shakespeare hace que un personaje exclame: «Si vivimos, vivimos para pisar la cabeza de los reyes. Si morimos, hermosa muerte si con nosotros mueren príncipes…».

El rostro de Martín se muestra inexpresivo. Pero Welldone recoge esa falta de expresión con el cuidado de quien levanta a un recién nacido de la cuna y toma un brazo de Martín:

—Con los años, uno debe fingirse más tonto de lo que es… Los hombres siempre se quitan la vida por vergüenza. La vergüenza, ese es el veneno del tiempo. Pero la vergüenza se olvida, Martín. Olvidemos nuestra vergüenza como los demás nos olvidan a nosotros. Con el tiempo…

—Los demás olvidan todo, menos la causa de la vergüenza…

—Quizá, quizá… Pero la noche se nos viene encima y estás al borde del acantilado. Sube al coche, te lo ruego. Sin rencores y sin vergüenza…

—Lo haré, pero sólo porque ya soy idiota entero, bobo cumplido.

—No es ese tan mal recomenzar como parece, Martín. En verdad te lo digo…

Facile credemus quod volumus