Hay feria en Hannover. No queda alojamiento en las posadas, ni siquiera en los establos. Hacen noche extramuros, más allá del río Leine.
Cuando Martín despierta a la mañana siguiente, ve una muchedumbre de viajeros extendida por la pradera; tampoco ellos han encontrado acomodo en la ciudad, y antes de cruzar las puertas de la muralla, los chamarileros, cómicos, quincalleros, músicos y tragafuegos buscan hierbajos y agua con los que alimentar a mulas y caballos, restauran los cercos de piedra ahumada en torno a los que anoche cenaron, cantaron, se emborracharon y pelearon, y ahora desayunan. Hasta Martín llega olor de hojas quemadas y crepitar de tocino en las sartenes.
Dimitri, quien parece no dormir nunca, se adentra en un pinar y vuelve con ramas para freír unos pajarillos que ha cazado. Después de entregar a Welldone un puñado de nueces y abrir una silla de campaña —en la que este se arrellana sin más comentario—, el anciano ruso intenta prender las ramas con una lupa. Sin embargo, la mañana, nubosa y fría, no se presta al juego de los rayos solares del mismo modo que Welldone, en un acceso de soberbia, no se brindó a los juegos de Federico de Prusia.
—¡Cosaco necio…! —murmura Welldone es la primera vez que abre la boca en una semana—: ¿Por qué no vas y pides unos tizones a cualquiera?
Como se da cuenta de que ha hablado, y con el propósito de simular la infinita contrariedad que le subleva, Welldone se decide a seguir parloteando como si nada hubiese ocurrido, aunque haya ocurrido y duramente:
—¿Te he contado alguna vez, Martín, que una de mis misiones en San Petersburgo fue modernizar el país? Sí, hace ya algún tiempo. Pero mis deberes no se ceñían tan sólo a supervisar cómo cortaban las barbas de esos salvajes. También mostraba a los nobles cómo asearse, cómo saludar, cómo dialogar de un modo, ni siquiera galante, sino simplemente eficaz para que dos personas del mismo rango llegaran a entenderse. Que no hablasen al mismo tiempo a ver quién grita más, en definitiva. También les enseñé a subir a una carroza, pues en cuanto vieron una, tomaron la costumbre de correr hacia ella y empujarse y golpearse unos a otros, ya que temían quedar sin asiento. Hablo de la nobleza…
El malhumor de Welldone no se halla en una furiosa cima, sino en una hondonada de pesadumbre y fútil añoranza. Ha sido rozar la ocasión de poder y de influencia cuando un viento de disparate ha cerrado aquella puerta de silencio en la logia de los Tres Globos, quebrándole los dedos sin remedio y para siempre. Y Welldone mira a un lado y a otro desorientado, como si no supiera dónde se encuentra, ni hacia dónde va. Ni siquiera se halla al mismo nivel de los feriantes que le rodean, porque vende algo que nadie está dispuesto a comprar. Sólo es un anciano alejado de la marcha del mundo y de sus cortes, atrapadas a su vez en necias intrigas que son consecuencia —ahora lo comprende— del esfuerzo por construir la reputación legendaria de unos monarcas ridículos y caprichosos quienes, en compensación, legitiman a una recia pirámide de parásitos. Y Welldone está excluido. El de Viloalle también.
—¿Acaso repta por mi cara una salamandra bifronte? pregunta Welldone ahora sin que Martín conteste:
—¡Pues deja de mirarme! Hace frío… ¡Dimitri! ¿Qué haces ahí, chismorreando como una vieja?
Dimitri negocia con unos buhoneros. Al parecer, se halla muy interesado en que le den unas hojas de gaceta con las que cubren los fondos de sus cacerolas para preservar el bruñido del metal. Martín observa de lejos la discusión, y cómo Dimitri vuelve con una antorcha en una mano y unas hojas de gaceta en la otra. Su rostro, por lo común impávido, como se ha dicho aquí varias veces, se halla muy alterado, y su caminar se acelera hasta la semejanza con los primeros pasos de un niño. Dimitri desea transmitir el contenido de unos papeles al señor de Welldone. Martín ignora que Dimitri supiera leer.
El criado extiende las hojas ante Welldone, quien se limita a señalar las ramas amontonadas en el cerco de piedra. Dimitri dice algo en ruso que puede significar «Lea lo que aquí dice…». Welldone acepta de mala gana, inicia la lectura, pero enseguida la interrumpe y grita:
—¡Dimitri! ¡Chivo inútil! ¿No te das cuenta de que las ramas están mojadas? No hay quien aguante este humo…
Tras agradecer de tan gentil modo los esfuerzos de su criado, Welldone se pone en pie. Busca su lupa en el chaleco hasta que repara en que la tiene Dimitri. Maldice y exhibe nuevas debilidades cuando fuerza la vista para descifrar la lectura; la punta de su nariz roza el papel, mientras sacude el humo con la mano libre. Levanta la mirada con ganas de que el demonio se lleve a esos músicos ambulantes que marchan hacia la ciudad al son de tambores y panderetas. Sigue leyendo, comprende al fin el significado de la noticia, levanta la cabeza y su mirada sigue el curso del río hasta el horizonte. La sensación de que algo importante ha sucedido dura sólo un momento, porque enseguida Welldone niega con la cabeza y enuncia una serie de reparos:
—Tú no puedes entenderlo, Dimitri… No hay que hacer caso de unas majaderías que seguramente avienta el mismo protagonista. Cuando va a hacer una de las suyas, ese artero gusta de propagar rumores… Lo mismo pasó en 1753, en 1760, en 1762… Corre la noticia de su muerte, unos meses más tarde aparece un libelo firmado a nombre de otro, pero, claro, no hay lector que ignore lo inimitable de su estilo. No ha muerto, sigue entre nosotros. Más ingenioso y más cáustico que nunca…
Dimitri no está de acuerdo con Welldone. Mientras empieza a toser a causa del humo que provoca la combustión de ramas mojadas, abandona su actitud sumisa y, algo en verdad excepcional, empieza a hablar en francés para decir:
—Léaselo al joven Viloalle. Léaselo. Es una gaceta de la semana pasada… Esos gitanos vienen de Leyden y me han dicho…
—¿Y qué sabrán en Leyden?
—Quizá más que en los campos alemanes, señor… La villa holandesa es foco del periodismo más novedoso.
—Esto no puede ser verdad, Dimitri. Todo es demasiado perfecto, demasiado claro. Una muerte perfecta para una vida perfecta. —Y Welldone lee—: «Tras la muerte del Luis decimoquinto y de levantarse el edicto que le prohibía residir en Paris, el célebre dramaturgo François de Arouet de Voltaire, señor de Ferney, llegó a la capital francesa el pasado diez de febrero para alojarse en casa de su gran amigo el marqués de Villete»… —la carrerilla de Welldone gana en acritud y los comentarios empiezan a salpicar la lectura—: «La Academia y la Comedia mandaron diputaciones a saludarle…». ¡Adefesios ignorantes! «Los nobles y príncipes de sangre acudieron a rendirle homenaje…» ¿Por qué? ¡Que alguien me lo explique, por el amor de Dios! ¿Ya no quedan cuerdos en el mundo? «Benjamín Franklin llevó a su nieto para que recibiera la bendición de François de Voltaire…» ¿Quién es ese? ¿Un alemán? ¿Un estúpido alemán que ve a una cotorra y la cree el Mesías? «El dieciséis de marzo asistió a una representación de su Irène…» ¡Será otra indigestión de gambas, la tal Irène «Durante tres meses ha paladeado el triunfo y la gloria, hasta que Untas emociones han hecho mella en su débil constitución y ha muerto santa y dulcemente en la noche del treinta al treinta y uno de marzo…»
Welldone no levanta la vista del papel. Su gesto pensativo acepta el hecho poco a poco, y enseguida inventa una convincente falsedad.
—Con una gran muerte modelan la que pronto será una gran vida. ¿O me equivoco, Dimitri?
Dimitri sacude la cabeza, porque el mudo asentir es su única opción: el rostro, lívido por el humo, contiene un acceso de tos. Welldone, poseído por la inquietud, suspirando con tuerza, mira el suelo y los muros de la ciudad. Luego, arrufando las hojas de la gaceta, se dirige a Martín:
—Tu admirado François de Voltaire, señor de Ferney, nos ha dejado. Sí, al fin se ha reunido en la tumba con sus añorados dientes. Ha muerto de una vez y para siempre. En verdad estaba empezando a pensar que ese granuja, además de saberlo todo, era inmortal.
Sin entender por qué ni de qué, Martín ve cómo esos dos viejos ríen con desmesura. Intentan contenerse. Pero se miran y vuelven a reír, desde la risilla mojigata al rugido y la palmada en el muslo.
Welldone se levanta y se agacha. Inicia una danza que requiere mucha agilidad, pues al tiempo que mantiene los brazos cruzados, da saltos de batracio y lanza al aire, con singular alternancia, una pierna y luego otra.
—Repite conmigo, Dimitri. ¿Es inmortal y lo sabe todo? Kasachof! Es inmortal y lo sabe todo, kasachof. Inmortal es y todo lo sabe, kasachof. Todo inmortal y sabe que lo es, kasachof…
Dimitri, de hinojos ante la hoguera, no tiene más remedio que echarse hacia atrás, porque le resulta imposible contener la risa y una tos violenta. Welldone ríe de la tos de Dimitri. Y, sin dejar de toser, Dimitri ríe de la risa de Welldone.
—Doscientos, trescientos años de Voltaire… ¿Hay quien los imagine? —masculla Welldone, y ya se enzarzan los dos viejos, uno en difícil equilibrio malabar, el otro abanicando el denso humo, por ver quién ríe y tose más.
Martín se avergüenza de esa compañía que, tras dormir al raso, se burla de un gran hombre. Le abochorna la mofa resentida cuando las manos de Welldone zarandean sus hombros:
—¿Qué haces, idiota? ¡Ayúdame! —exclama muy alarmado.
Martín se sacude las manos de Welldone con gesto brusco, mientras averigua en qué debe ayudar. Y es entonces cuando ve a Dimitri tirado en la hierba, las manos en el pecho. El rostro de Dimitri ha pasado de la lividez extrema a la penúltima palidez. Los ojos blancos se velan por el humo de la hoguera que no ha llegado a prender y una baba amarillenta surge de unos labios morados. Algunos viajeros, que se han percatado de la singularidad del trío por las voces y las risas, se aproximan al oír el desgarro en la voz de Welldone y descubren a un viejo fulminado sobre la hierba.
Un mozo de cuerda, sin reparar siquiera en el estúpido pasmo de Welldone y Martín, coge a Dimitri en brazos y lo lleva hasta su carro. Welldone sigue al mozo y le susurra unas palabras. El mozo se detiene un momento y, sin disimular apenas el grado que los separa en la jerarquía de los hombres, mira a Welldone con desprecio. Desde lejos, Martín distingue unas palabras del mozo: «Posada de El Ciervo Azul». Mientras el carro sale hacia la ciudad, Martín carga los fardos y los baúles en los caballos y, al atarlos en recua, serena a los pobres animales, que hurgan, relinchan y cabecean, olfateada ya la muerte.
En El Ciervo Azul, Martín se abre paso entre los curiosos que se amontonan en la puerta. Sin dejar de mirar los baúles, intenta hablar con una de las posaderas, pero ella maneja un oscuro dialecto. Además, cuando trata con mujeres, los gestos de Martín suelen ser torpes, inconclusos; así que da gracias al cielo porque la muchacha entiende al fin lo que él es incapaz de explicar: le ayuda a encerrar los caballos en el establo y señala un pasillo.
Martín llega a un comedor donde un grupo variopinto se amontona en torno a una mesa de banquete. Alguien trae velas, porque las caras que se pegan a la ventana por el lado de la calle oscurecen el ámbito hasta lo nocturno. Martín empuja y pide paso hasta que ve, tirado sobre la mesa, a un Dimitri moribundo que coge la mano de Welldone. De la débil mirada del ruso surge una chispa de afecto. Dimitri musita: «Spasiba». Reúne fuerzas, resuella y dice: «Spasiba… Spasiba, chto priejala v takji dal…». Welldone asiente como si el moribundo recitase un poema que él ya supiera. De pronto, descubre a un público y se echa a hablar y gesticula con la mano libre. Por no variar, se da aires:
—Spasiba significa «gracias» en ruso. Y el resto quiere decir: «Gracias, gracias, por venir de tan lejos…». Este buen hombre, porque eso le ha distinguido siempre, su bondad, me agradece los años a menos que le han sido regalados. Le conocí hace ya algún tiempo en la nueva San Petersburgo. Nueva, sí, pero muy lejos de ser aceptable. Esa misma que lleva el nombre del primer zar Pedro y donde ahora reina la magnífica Catalina. Dimitri es hijo de una familia de vodkateros, pero ciertas lecturas y su voluntad de aprender le elevaron por encima de su condición hasta integrar mi servidumbre primero, y luego mi círculo más reservado. Al conocerle, descubrí para mi sorpresa que, más allá de su apariencia tosca y desgarbada, era un gran conocedor de la antigua Roma. Me refiero a la de los Césares, no a la de esos monstruos con rabo y cuernos a los que llaman papas. Un gran conocedor de la antigua Roma, como decía, pero que nunca había estado en Roma y todo lo había aprendido en las hojas de mamotretos pulverizados… Así que viajé con él hasta allí para que contemplara lo que hasta entonces sólo conocía por láminas. Y desde ese mismo instante en que le caía la baba ante la visión del Coliseo no ha hecho más que darme las gracias. Spasiba por aquí, Spasiba, por allá. ¿Qué puedo decir ahora? Que yo también te doy las gracias, Dimitri. Por tu bondad, por tu docilidad, por los servicios que has prestado a una gran causa: aquella que habrá de edificar ciudades perfectas, una industria, y hará que los hombres regresen a esa Edad de Oro, la Gran Equidad…
Welldone se interrumpe, porque ese público, que no es tal, indica que Dimitri ha fallecido a medio discurso. Que le suelte la mano ahora, porque dentro de nada será imposible hacerlo.
Mientras suceden estos hechos, Martín reflexiona muy en serio y con celeridad sobre dos asuntos.
El primero es que al decir Spasiba, el hermético Dimitri, pese a encontrarse moribundo en la mesa de un garito llamado El Ciervo Azul, se ha visto asolado por el reflejo de un instinto que muchos se apresurarían a calificar de humano: la idea de que su muerte tuviera cierta dignidad, que hubiera en ella algo de paz. No lo ha conseguido y ha muerto como sólo mueren los humanos: del modo más ridículo. Esa era la auténtica gratitud de Welldone.
El segundo pensamiento de Martín se relaciona con una serie de imágenes. El cuidado de Dimitri con las ropas de Welldone, el modo que tenía de abrir la tijera de la silla de campaña y asentarla con cuidado y decisión en la tierra húmeda. Su silencio, su eficacia, que holgase a sus años con la primera vieja que encontraba…
Según se deducía sin dificultad, ese cuerpo sin vida fue testigo en el pasado de ciertas desgracias ocasionadas por el espíritu maligno que domina a Welldone, la constancia de su envidia, su pasión por el fracaso. Y Martín se admira al recordar cómo Dimitri protegía el mal humor de su amo cuando esa furia desmedida quedaba expuesta a los reproches del mundo. Y tras ese recordatorio, llega el presagio: si es cierto lo que Welldone acaba de relatar, o al menos una parte, la cuestión es cómo llega un hombre de tal calidad a criado de ese charlatán, de ese orate, de ese comedor de babosas…
«Salgo de una caverna y entro en la siguiente», piensa Martín. Si una ilusión se desvanece, ahí está Welldone para moldear otra más vana. Uno se convierte en su criado porque ya no hay atrás y no hay delante; sólo una oscuridad que dice: «¿No viste una vez y dos y cien veces que estaba loco? Entonces camina, sigue caminando con este loco».
La noche anterior, acampados en las afueras, no había ilusión ninguna. Entonces, todo está visto y todo oído. Ningún plan, ninguna borrosa expectativa, ninguna falsa noticia alterará la decisión. Martín sale del corredor, enfila el pasillo y hace una seña a la moza para que traiga su caballo. La posadera se admira cuando Martín monta y, como sin querer, muestra sus habilidades de jinete. Es un caballero, sí, es un Viloalle.
Con la rienda corta, pica espuela, levanta de manos al caballo, lanza un beso a la atónita criada y recorre la calle a medio galope, mientras los lugareños acuden en manada a El Ciervo Azul para ver el flamante cadáver.