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Aunque el logro haya supuesto largos y duros años, sólo son necesarias unas horas para que un mensajero a caballo traiga carta de Charlottenburgo, que como Martín ya sabe, es antesala de Berlín, de Potsdam y de la selecta corte de Sans-Souci. «Sin inquietud», no hay más que decir. También sobra mencionar que Welldone conoce el éxtasis. Y hasta el de Viloalle se ilusiona, aunque la humillación de la noche anterior se mantenga en el paladar como un regusto amargo. Así de variable es su estado y así escucha a Welldone entre el traqueteo de la diligencia:

—¡Y pensar que hay débiles seguros de que Fortuna es caprichosa y estúpidos que sufren la implacable tiranía de Cronos! ¡Urgencia! ¡De todo padecen urgencia!… Ahora, amigo y hermano, galopamos hacia Fortuna, la tuya, la mía y hasta la del pobre Dimitri. Te diré la verdad. En estos años, nuestro exclusivo empeño ha sido convencer a quien va a protegernos y enriquecernos que ha tenido una idea única: reclamarme en su palacio. Y siempre creerá que fue decisión suya, cuando soy yo quien ha manejado los hilos en su cabeza. El mérito no importa, sino la finalidad. El asunto es que he hecho mi Fortuna y no al revés. Por eso puedo decir: estoy orgulloso. Por eso digo: lo merezco. Han sido años sin perder de vista el objetivo. ¿He tenido prisa? Ninguna. Y ya no soy un hombre joven… Llegar adonde vamos era mi idea desde el principio. Ay, Martín de Viloalle, hombre de poco temple…

Welldone suspira y por un momento su cara alberga una expresión soñadora, quizá nostálgica, hasta que llega a un espinoso paraje del recuerdo. Y se sobresalta, enredadera de sí mismo, pelea con su memoria hasta que vence o cree vencer. Luego, prosigue su lección:

—Si vas a París alguna vez, Martín, acércate al Palais-Royal. No hay que buscar mucho para hallar en sus jardines el llamado Árbol de Cracovia, un gran nogal donde se reúnen les nouvellistes de bouche, los chismosos de la ciudad, quienes comentan, llevan y, sobre todo, traen noticias que afectan a la corte. Lo que se lee en libros prohibidos y en libelos, lo que se dice en salones y en sociedades secretas, las impertinencias que llegan de antecámaras… Dicen que cuando alguien cuenta una mentira a la sombra del árbol de Cracovia su corteza cruje… ¡Ya lo quisiera Dios! Lo importante, Martín, es que en cada corte, en cada ciudad, en palacios y cabañas, brota un arbolillo de Cracovia. Por eso hemos ido esparciendo nuestra semilla tanto en forma epistolar como en reuniones amenas. Pero el objetivo no era una respuesta a vuelta de correo, no soy tan ingenuo. Cada vez hay más aventureros y las cortes se han cerrado… Los poderosos ya no se fían sino de sus iguales… Se acabó la edad de los advenedizos, de los brujos de las finanzas, de quienes intervenían de modo palpable en algún asunto de estado —ahí Welldone vuelve a suspirar—. Se acabó porque los mequetrefes abusaron, la competencia era muy dura y los siete años de guerra secaron muchas arcas. Ahora sólo es tiempo de brujos, de hipnotizadores y de adivinos que entretienen a viejas damas. Tiempo de rameras y de sicilianos con verruga… La idea, además, nunca ha sido acabar sirviendo a un obispo minúsculo o a un príncipe lelo… Había que buscar al mejor dejando que el mejor nos encontrara. Pero el mejor no es el más blando. La experiencia enseña a quien desea aprender y ese personaje ha protegido a alguna de las mentes más retorcidas y mermadas del siglo… Y ha escarmentado. Pero no podía dejar de sentir curiosidad por las noticias que habrá ido recibiendo en estos años sobre unos viajeros singulares con planes magníficos y sólidos. Era demasiado intensa la atracción de saber por qué la misma flor salía cada mañana en su árbol de Cracovia sin echarle al menos un vistazo… Que el árbol de Cracovia diga cuán lindos y justos somos, qué omnipresentes y todopoderosos. Poseemos un prestigio, no insigne, pero sin duda decente, porque no hemos hecho enemigos. De ahí el aburrimiento, la lentitud, el tener que morderse la lengua más de una vez. Eso también hay que decirlo. Y tú… ¿Creías que entregaba mi vida a arrastrarme de ciudad en ciudad hasta la agonía? ¿Que sólo era un vagabundo con escuadra y compás al cuello? Nada de eso. Y mientras tanto, el bueno de Viloalle, hala, de banquete en banquete… ¡Cuánto no habrás visto! Pero recuerda que yo he visto mucho más, porque he vivido más. Y Dimitri, que es una momia rusa, ha visto lo que nadie asimila…

Eufórico, Welldone asoma la cabeza por la ventanilla y la vuelve hacia el pescante donde, según es costumbre, se halla Dimitri, el hierático. El señor de Welldone vocea unas frases en ruso sobre el chirrido de las ruedas y el galopar de los caballos. Martín oye las carcajadas del anciano criado, expansivo por una vez, contagiado de esa alegría general.

—¡Arre, cochero, arre! Schnell! Schneller! —grita Welldone y su cabeza reingresa en la cabina, retoma su lugar en el asiento—: Por lo visto a Dimitri le hubiera gustado ver la mitad y palpar el doble… Pero esta noche le será negado lo que tú y yo admiraremos. Cuando se ponga el sol, Martín, visitaremos la Gran Logia Madre Real de los Tres Globos y dirigiré una ceremonia de iniciación al grado de maestro. ¿No sientes curiosidad por saber quién será el nuevo maestro? Te lo diré: el hermano Libertus.

—¿Cuál de ellos?

—Tú mismo.

Martín reflexiona un instante y pregunta:

—Señor de Welldone, ¿cuáles son las ventajas de ser maestro?

—¿Esa es toda tu alegría, toda tu ilusión, toda tu curiosidad?

—Ya habrá tiempo de alegrarse cuando las ventajas fructifiquen…

—Oh, qué práctico, qué razonable, qué sensato… Te diré cuál es la ventaja. Porque sólo hay una, pero viste mucho: siendo maestro francmasón te condenas al abismo más hondo del infierno.

—Es un honor… —Martín cree que Welldone bromea y, en verdad, es tiempo para la broma. O la media broma. Por ello sigue preguntando—: ¿Tendré acceso al Conocimiento Secreto?

—Desde luego, desde luego…

Y, por primera vez desde que se conocieron, Martín ve reír a Welldone. Y ríe como una monjita. Se cubre la boca con un pañuelo, enrojece… Martín sigue indagando, ya que la circunstancia es favorable:

—¿Y por qué es usted Gran Venerable?

—¿Por qué, dices? Pues porque soy veterano en este oficio… Me pasa como a ti con tus caricaturas…

Y para molestia de Martín, el de Welldone mueve los dedos de cuero negro como un pulpo sus tentáculos, y parodia:

—Son mis garbanzos del alma… No puedo vivir sin ejercer mi cometido…

—¿Y ese cometido es…? —pregunta Martín algo molesto.

—El que siempre he afirmado poseer… —y tras la oscura respuesta, Welldone varía de asunto—: He trabajado durante años, he soportado necios para encontrarme cara a cara con el monarca que, so pretexto de mecenazgo, encerró a tu querido Voltaire en un gabinete con monas y cacatúas de madera. Aún tiene que llegar el día en que el llamado señor de Ferney, el gran irónico, amanezca sobresaltado porque al fin ha cogido la broma. Monas y cacatúas… Esa es la intuición de un gran señor: trazar a primera vista la calaña del personaje que tiene enfrente.

El vejestorio busca una y otra vez que le provoquen:

—Si me permite, señor de Welldone, en los cientos de reuniones a las que he asistido gracias a su generosidad, he comprobado una y otra vez cómo se difunde el espíritu de quien usted llama señor de Ferney… Y no sólo el espíritu, sino la valiente protesta cívica en lo que respecta a la tolerancia con los otros. Recuerde el asunto de Jean Calas. Écrasons l’infâme… Ese es su lema.

—¿Aplastemos al infame? ¿Y quién es el infame? ¿Aquel que nunca dará de comer al señor de Ferney o quien ya no le da de comer? ¡Y de qué espíritu hablas! ¿De uno con ideas propias y una conducta acorde con ellas? ¡Voltaire no ha tenido una idea en su vida! No ha hecho más que vulgarizar, con ese hiriente desenfado suyo, la importante obra de algunos sabios ingleses… Y en cuanto a la conducta…

—Como quiera. Pero un día tendrá que explicarme esa tremenda y, si me permite, exagerada animadversión hacia una de las más insignes figuras del siglo. No me negará que Voltaire sí gasta prestigio. Y del bueno…

—No creo que se dé esa circunstancia. La circunstancia en que yo me vea obligado a darte explicaciones, quiero decir… —el señor de Welldone se halla exultante—: Aunque puedo explicarte ahora mismo, si así lo deseas, las burlas y las bromas que un día y otro Federico infligía al filosofillo. ¡Y vaya si las soportaba! ¡Le nombró chambelán para martirizarlo! ¡El mariscal de la Razón convertido en perrito faldero! Con esa rabia característica de los perritos falderos…

Mientras bordean el lago Wansee, el de Viloalle sospecha las razones de esa repentina admiración por Federico de Prusia. Un derroche de elogios que sabe forzado porque ese mecenas es su único mecenas. Inmejorable, desde luego, pero único:

—Mira, Martín, nos acercamos a la guarida del rey de las frases memorables: «Audacia, audacia, siempre audacia», «Yo empiezo la guerra; los diplomáticos se encargarán de demostrar su justicia», «La guerra es la política por otros medios», «¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?».

—No, la verdad.

—Es otra frase del rey, no una pregunta.

—Pues no es Marco Aurelio este rey, que digamos…

—No, pero es mucho más amado… Desde el primer noble al último campesino. ¿Y sabes por qué? Porque estos años son de publicidad a ultranza, que se lo digan al prestigio de Voltaire… Habitamos en bosques de árboles de Cracovia. Y, aquí, en Prusia, las gentes aman a su rey porque creen mérito pisar la misma tierra que él pisa. Y te diré algunos favores que ese rey ha hecho a esa «sangre de su sangre». Merced a unas cuantas guerras, llevó a sus hijos al matadero y, después de la última, traicionó a los oficiales que no eran nobles. Despreció a la baja nobleza por su rusticidad. Pulverizó la capacidad de la alta nobleza. Lleva su reino como un cuartel. Hace y deshace a su antojo, pero consigue que cualquier nacido en estas tierras se crea, no sé, prusiano, supongo, como si eso fuera distinción… ¿Y por qué crees que ha decretado libertad de culto? Porque así no hay luteranos, ni católicos, ni librepensadores… ¡Sólo hay súbditos! ¡Fieles al rey! ¡Prusianos! Sí, hermano Libertus, esta noche, uno de los testigos de tu nombramiento como Maestro será Federico II. De hecho, es el Gran Maestre Honorario de esa logia. Sin embargo, y por real deferencia, yo mismo dirigiré la ceremonia. Después, le mostraremos cómo acelerar la prosperidad de su estado mediante la industria, le contagiaremos el sueño de la Ciudad del Hombre… La Gran Equidad… He esperado mucho para esto… —y Welldone golpea el puño enguantado en la otra palma. Mientras echa un vistazo al indistinto camino, repite—: Mucho…

Llegan a Charlottenburgo, y un sirviente de aquel cortesano tuerto les aloja en una mansión frente a los jardines de un magno palacio. Se visten, y al anochecer, el frenesí sometido a duras penas, salen hacia la Gran Logia Madre de los Tres Globos, la cual se ofrece a simple vista como la más lujosa que Martín haya conocido.

De buenas a primeras, el de Viloalle no distingue al rey de Prusia entre los convocados. Las ventanas del recinto están cegadas por piedra y fango, pero hay mármol por doquier, jade, tapices y sedas, mucho gasto. Las estatuas de Ceres y Proserpina flanquean el lujoso salón y la alfombra es magnífica como magnífico es el lienzo tras el altar que figura un arco iris sobre el océano. Bajo los caireles de la enorme araña, se hallan hermanos de todo origen que emplean la lengua francesa con diversos acentos. Hablan de la desecación de pantanos y de la rebelión de las colonias inglesas en ultramar, mientras se intercambian tabaqueras de plata con el compás y la escuadra en uno de los cantos. Unos lacayos van apagando velas, y sobre los murmullos, Martín oye la voz de un anciano que proclama a quien desee oírle —y al parecer, desean oírle— que en ese lugar huele a muérdago o a perfume de limón o a trucha asada. A la espera del rito, siete músicos, quienes se llaman a sí mismos Colonne d’Harmonie, interpretan la Marche de la Grande Loge, como reza en el cartón donde se indica el orden del día. Acto seguido, un tenor canta La chanson des Maîtres. La potencia de su aliento, unido al de clarinetes, trompas y fagotes, hace oscilar y casi extinguirse la llama de cuarenta cirios dispuestos en candelabros que, como un ardid de Welldone, modelan de forma indirecta y con mucha habilidad el chiaroscuro.

Calla la música y, tras un lapso calculado, Welldone aparece en la tribuna con el aplomo de un trágico, vestido de raso en casaca y calzón, bordado Beauvais de seda azul y chaleco de blanco e inmaculado tafetán: un lujo alquilado horas antes al mejor sastre de Berlín. Este último detalle quizá sea, al fin, el secreto mejor guardado de la masonería.

Frère Libertus! —avisan, y según las instrucciones previas de Welldone, Martín se adelanta hasta un catafalco donde la mínima claridad no impide distinguir una forma humana tendida y cubierta por una sábana negra. Pese al subir y bajar de una respiración acompasada, es necesario creer que se halla en presencia de un muerto. Según ha dicho Welldone, a continuación él mismo hablará sobre Hiram-Abi, que arquitecto fue de Salomón, y el de Viloalle sustituirá al «muerto» para renacer simbólicamente a la vida. Entretanto, unos maestros harán una alegoría, quizá risible, sobre la vida y muerte de aquel primer Maestro. Luego, entre varios cargarán a Martín y lo elevarán por los aires a las voces de «Vivat! Vivat! Semper vivat!».

Welldone tendría que bajar con gran pompa los escalones de la tribuna reservada al Gran Venerable. Pero como Federico se halla en el salón, sólo se desliza con humildad por una rampa lateral hasta situarse en el lado opuesto del catafalco, frente al muerto imaginario. Martín, que se halla en pie del otro lado, percibe que Welldone sigue muy excitado; sobre todo, porque uno de los presentes, con voz cascada de vejestorio, no cesa de comunicar a sus allegados que en ese lugar apesta a lechuga carbonizada, o a magnolia o a leche agria. Y cuando Welldone va a abrir la boca, se oye:

—Oye, tú, el que llaman Gran Venerable…

Es el viejo de olfato desorientado quien interrumpe sin el mínimo decoro. Martín, que se dispone a sustituir al individuo bajo la negra sábana, vuelve la vista y distingue al cortesano de la cicatriz, muy turbado, junto al viejo de marras: desaliñado, tan enclenque como petulante. Enarbola quejoso un bastón y gimotea:

—¿No me digas que vas a dirigir la ceremonia con guantes de cuero negro y no con los que se precisan en esta logia? En verdad, me parece una falta de respeto.

Obviando la intromisión del chiflado, Welldone recita con su tono más enfático:

—Hiram-Abi se halla al servicio del Sapientísimo, Altísimo y Magnánimo Salomón…

—¡Contesta ahora! —ordena el viejo.

Al oír aquello, y porque sabe de sobra de quién es la voz, Welldone sacude la cabeza como si una mano invisible le hubiese palmeado la nuca. Enseguida, se esfuerza en sonreír, al propio tiempo que el salón entero oye su saliva en la garganta. Por su lado, Martín identifica a buenas horas al despojo chepudo cuya altanería se conjura contra sí misma. Es el propio monarca Federico II, a quien se suele representar más vigoroso en las estatuas ecuestres que se reparten por Prusia con un tajante Der Grosse en el zócalo. Como en la logia no hay uno que sea más que otro, Welldone simulará que el monarca no es monarca. Pero como el monarca sí es monarca, en definitiva, ha de ser muy cauto:

—Los guantes, hermano, son el resultado de las heridas causadas por los experimentos cuyo éxito final traerá beneficio incalculable donde sean aceptados. Compárelos Vuestra Merced, si le place, con las heridas de un soldado en el campo de batalla.

—No me place, pero que nada. ¿Quién eres tú para comparar los sagrados temblores de la guerra y… qué sé yo? En fin, sigue, sigue… Huele a vinagre de Módena, ¿verdad?

«Oui, oui…», se confirma en todo el salón. Y Welldone recomienza:

—Hiram-Abi se halla al servicio… —aquí una pausa con cierto significado—… del Sapientísimo, Altísimo y Magnánimo Salomón… En prodigiosa magia ondulante, las columnas por él construidas se elevan con fuerza al cielo, mientras descienden a un tiempo a lo más profundo de la tierra. Sólo él, Hiram-Abi, conoce esa suerte de hechizo profundo, la Palabra Magistral, clave de la Construcción, la que ahora hemos de llamar Palabra Perdida. ¿Y por qué se perdió la Palabra? ¿Por qué sucedió tamaña catástrofe? Sólo hay una respuesta, que son tres. Ocurrió por la Ignorancia, ocurrió por la Codicia y ocurrió por el Fanatismo que dominan el mundo de la Apariencia…

—Oye, tú, Gran Venerable, tengo otra pregunta: ¿en qué mundo dices que reinan la ignorancia, la codicia y el fanatismo? Porque ese mundo de las apariencias que nos rodea es el mundo de Prusia. Y aquí no reina otro que el segundo Federico de la casa Hohenzollern.

Es el monarca, pero no es monarca. No es el rey, pero es el rey. Y encima habla de sí mismo como si fuera otro. Le gusta juguetear y juguetea. ¿No hacía lo mismo con Voltaire? Eso indigna a Welldone en mala hora. Sus ojos brillan en la penumbra, su mentón se alza en perfil demente. Un orgullo maligno.

—¿Mundo? ¿Me preguntas a qué mundo me refiero, hermano? —y a Welldone le cuesta respirar, mira la hebilla de sus zapatos, mueve los pies como si se quejara de las apreturas del calzado y luego murmura—: Seis años…

—¿Qué dices? ¿De qué hablas? Pero ¿estáis viendo? —pregunta Federico.

Welldone se descalza como si se hallara sólo en su estancia y sigue murmurando, al propio tiempo que sube de nuevo a la tribuna, esta vez dándole la espalda al rey y por la escalera principal:

—Seis años completos. Nieve, sol y el tiempo de las lluvias. ¿Qué haces, Welldone? Espanto vampiros. ¿Por qué haces eso, Welldone, si no existen los vampiros? Si crees que no existen los vampiros es que hago bien mi trabajo…

Sobre la confusión que sucede a las delirantes palabras de Welldone, se oye la voz del rey:

—Aquí huele a herrumbre de tachuela.

—A herrumbre huele solamente, hermano… —replica Welldone, y el aliento general se detiene.

Welldone sigue paseando descalzo por la tribuna, sigue con su demencia:

—Quiero ser un espantavampiros y sólo soy un leopardo. ¿Por qué? Porque el leopardo muere con sus manchas… —Y de pronto Welldone alza la cabeza, mira al rey y le habla como si no fuese rey—: Oye, tú, hermano viejo, si te encontraras en breve, y por un casual, al segundo Federico de los Hohenzollern, además de preguntarle si huele a hormiga africana o a cola de carpintero bizco, avísale de que, a diferencia de un francés que se las da de sabio y que huele a alfombra barata porque eso es exactamente, el Gran Venerable, señor de Welldone, hace mucho que decidió cómo mirar el mundo, y en consecuencia el mundo se le aparece día y noche según esa mirada. No es el mejor mundo, desde luego, pero es el suyo. Que sepa el segundo Federico que si hay un destino, si la vida tiene objeto, el del Gran Venerable señor de Welldone ha sido alcanzar la certeza de que morirá sin la codicia de lo eterno. Y que morirá tras vivir eternamente. Luego, cenizas. La muerte le hará eso. Sólo eso, nada más. Ahora imagina, viejo, imaginad todos, lo que hará con Federico, con sus hazañas, con su leyenda, con sus sentencias, con su inconmensurable olfato y su no menor eminencia. Ahora, si alguien ve un vampiro en la sala que levante la mano… ¿Nadie la levanta? ¡Perfecto! He cazado al vampiro que había entre nosotros…

En la logia parece que se haya cerrado un enorme portalón. Sin embargo, lo que retumba en las paredes es el silencio absoluto. La tensión no halla escapatoria por las ventanas cegadas. La respuesta ha sido insolente, desde luego. Y equivocada, al parecer.

—¿Qué dice? ¿Qué dice este chalán? ¿A qué huele? ¿Tanto huele?

El rey Federico, el de las mil sentencias ingeniosas, sólo formula cuestiones insensatas. Se vuelve a los cortesanos que le rodean y mira con cierta saña al del costurón en el rostro. «¿Por qué me has traído aquí?», le reprocha. El cortesano se encoge de miedo hasta que el rey hace un ademán con la muñeca que señala su típico desdén, causado esta vez por la grotesca distracción que le han preparado unos cortesanos que ahora tiemblan. Sin dejar un lapso de silencio para que Welldone se retracte —y menos mal— Federico indica una salida con el bastón.

El hermano cubierto con la sábana negra, quien no ha podido evitar oír la escena, por muy muerto que se fingiese, asoma al fin, mira a Martín y se limita a sacudir la mano. El aviso mudo no puede ser más claro: «La que os espera…». A Martín, quien ya no será maestro, sólo le alcanzan las fuerzas para elevar los ojos al cielo y enumerar con unción los cien nombres de Cristo.

Ahí arriba, en la tribuna, la sonrisa incisiva de Welldone quiere desaparecer. En vano. Federico y su séquito abandonan la logia con acelerado taconeo por un oculto pasadizo tras la estatua de Ceres. Aún sigue el silencio cuando un latigazo espolea el arranque de una carroza de seis caballos en el mundo superior, quizá aparente, pero más aireado y de más sutiles perfumes.

Unos ahorros de Dimitri permiten hacerse con unos caballos seniles que cacarean en vez de relinchar. Es el Zeitgeist, que dicen por esos pagos. Martín, Welldone y Dimitri cargan los baúles y salen de Charlottenburgo muy aprisa. Sólo un milagro mantiene derecho en la montura al señor de Welldone, y la sonrisa que esbozó durante la —llamémosle así— conversación con Federico se establece como un parásito en su rostro. Si uno desconoce la circunstancia en que fue animada, esa mueca convierte al Gran Venerable en el amado tatarabuelo de sí mismo. No hay mucho ánimo para arrojarle a la cara los motivos de su fracaso, ni para indicarle que no ha fracasado él solo en los seis años que acaba de echar a la basura. Que aún pueden vagar por los caminos hasta que se los trague la tierra. Martín se pregunta por qué no sacude a Welldone por los hombros y le pregunta ¿por qué? ¿Por qué no ha soportado la impertinencia y ha adulado, y por cierto, adulado mucho? ¿Tan mal le hubiera ido? ¿No se da cuenta de que por ofender al rey han podido acabar bailando sobre las tapias, el cuello en una soga? ¿Que ni ha salvado su honor de la arrogancia del príncipe, ni ha alcanzado el objeto perseguido tanto tiempo?

Tampoco cabe el sarcasmo de mencionar que Welldone llevaba razón en un asunto: Federico es uno de los poderosos a quienes la Providencia dota con la facultad de intuir al primer vistazo la calaña del individuo que tiene enfrente.