Facile credemus quod volumus…
La sentencia nos advierte: una noticia se asimila mejor cuando anhelamos creerla. Así pudo ser el destierro romano, y sin duda fue un soplo en la misma nuca de la amenaza del potro o de la hoguera… Una causa y otra hicieron que Martín se esforzase por ver en Welldone al sabio cuyo amparo le granjearía mérito y posición en esa Europa ubicada desde siempre en el mejor de los mundos.
Eran abundantes los conocimientos de Welldone y diligentes sus maneras. Martín concluyó que, allá en el Norte, se ponderaría el ingenio del caballero y sus insólitas y vivaces iniciativas. A fin de cuentas, ¿no eran esos reinos brotes de la antigua Roma, espolvoreados por el continente como semillas al viento, esquirlas del lejano imperio de Carlomagno, boscosas fronteras incendiadas donde sonaba el cuerno de los germanos en el pavor del ocaso?
Hubo muchos viajes, o un viaje inacabable, aunque no imprevisto, ya que nada lo es de así quererlo el amor propio. Sólo iniciar la marcha que les haría cruzar Europa, los avisos de Welldone azuzaron macabras fantasías. Evitaron embarcarse porque iba a ser mucha la suspicacia de los centinelas con aquellos viajeros que lucieran ojos alumbrados por una misión divina y un divino rencor. Tomaron, pues, el arduo camino de tierra e hicieron noche en posadas de muy mediana catadura. En la modorra del alba, Welldone negociaba con tratantes de caballos, ya que por remediar de antemano un incidente escogía la compra al alquiler, y esos bribones de voz áspera no sólo alheñaban el pelaje de las bestias para simular las mataduras y general decrepitud; en el regateo, y mientras palmeaban al jamelgo con ternura, como si deshacerse del bicho rompiera su corazón, le clavaban una aguja en el lomo para que el animal levantase las orejas en triste simulacro de vigor. Quien se decía experto en el comercio y la industria, en la filosofía natural y moral, en la política, en las artes y en la historia antigua, el señor de Welldone, no se daba cuenta de nada. Dimitri, testigo del desaguisado, buscaba intervenir, pero Welldone se lo impedía alegando la incurable buena fe del criado ruso. Así, aquellos picaros le estafaban una vez y otra…
Y una vez y otra la rueda del Tiempo pasa por los mismos recodos, por los mismos fangales y peñascales. Se fue el verano, llegó el invierno y en esas posadas mugrientas, al calor de la chimenea y entre susurros maliciosos y soplidos de fuelle, las noticias sobre la Compañía de Jesús apuntan mal augurio: el breve Dominus ac Redemptor ha suprimido la orden de san Ignacio de modo definitivo. «Que sean lo que son o que no sean», dijo el Papa, y ya no son. En las herrerías lo ratifican, y en cuadras hediondas, los mismos tratantes de siempre aseguran que, para vengarse, los malvados jesuitas le han dado al Papa el acqua toffana. Que el Papa Ganganelli está muriendo envenenado y eso exige venganza.
—¡Muerte a los jesuitas! ¡Degollación de los criptojesuitas! Mamma mia, p’acqua toffana! El caldo marchante, la muerte lenta, fórmula secreta de María de San Nicolás de Bari, signore. Así lo hacen rameras y los hijos de ramera de la Compañía de il Diavolo. Arsénico y belladona, la tofana. Sabe a pimienta y la confunden entre pimienta, la tofana. A uno le envenena despacio la tofana, excelencia, como la vida misma envenena, y al fin parece que te hayas muerto de un mal de pecho, del hígado, de la barriga… Y todo lo untarán y embadurnarán con ponzoña, los jesuitas. Y echarán a volar la peste y el cólera y las viruelas para devastarnos, los jesuitas. Y algo han hecho, los jesuitas, que en el corral la gallina picotea sus huevos, y en el umbral de las casas los perros escupen y luego te miran de frente como un hombre mira a otro. Como antes de la desgracia de Lisboa, sire, del terremoto. Lo mismo a cada hora. Este fabuloso corcel era de una de esas garrapatas, de un jesuita. Le rajaron el gañote la semana pasada en la frontera cuando intentaba hacerse pasar por músico. Se puso a hacer cabriolas y a tocar el laúd, pero no se la daba a nadie… Vamos, alteza, ¿le haréis ascos a este pura sangre? Que estoy perdiendo dinero, que le estoy sacando a mis hijos el pan de la boca por respeto a su excelencia. No se hable más: ¡le regalo el laúd…!
Día a día, semana tras semana, un mes siguiendo a otro, Welldone, Martín y Dimitri evitan lo estricto de las aduanas. Siguen la orilla de torrentes entre farallones donde el selvático verdor oculta ruinosos acueductos y devastadas figuras en piedra de antiguos dioses fluviales. Al día siguiente, a la semana siguiente, el tiempo sólo días y noches ya, se ven encorvados sobre aquellos jamelgos monótonos y cansinos, por sendas no más anchas que el dorso de una mano, entre inmensos trigales donde hileras de segadores avanzan y se desploman bajo el sol de verano, o manadas de lobos olfatean el aire en invierno. Y el polvo, siempre el polvo, tiñe de pardo el foulard que les emboza.
Temerosos de un asalto, eluden los bosques. Y cuando la busca de alimento empuja a penetrarlos, Welldone alza a cada instante y muy despacio el negro guante. Llegado ese punto, los jinetes discuten el porqué de una rama quebrada sin llegar a un acuerdo, mientras los caballos, ajenos a los peligros de este mundo y del otro —el bandidaje o la doncella del manantial que devora corazones—, agachan el hocico y pastan hierbajos.
Descansan. El silencioso Dimitri se hace con un haz de leña donde enseguida, entre rescoldos de hoguera, se asan castañas, nabos, remolachas, zanahorias y hasta setas y patatas. «Comida de cerdos», se lamenta Martín, el mismo que aúlla de escándalo cuando llega la hora triste de comer caracoles.
—¡Pero si son babosas acorazadas…!
Mientras la cáscara de los animalillos cruje bajo las ascuas de la lumbre, el señor de Welldone estudia un hongo, frunce el ceño, dicta en silencio un veredicto y, al fin, carne de seta se abre entre sus manos de cuero:
—Prueba este níscalo, Martín, que es jugoso y da el vigor de tres jamones… —le asegura, mientras raspa el verdor del sombrerete y expulsa, él también, a los gusanos.
No hace falta más para que el peculiar trío se vea sometido a las tribulaciones del intestino y a los borborigmos de un estómago que sufre. Los insectos pican tras la lluvia. El sol quema y enrojece; el frío cuartea y azulea. Cuando al fin llegan a los caminos de posta, la sospecha de que agonicen la montura o uno mismo es sustituida por un irritante vaivén, el miedo a despeñarse por un desfiladero, un hedor mareante, ronquidos que espantan gorriones y encogen a las águilas en sus nidos, o la insufrible verborrea de algún viajero, el mismo Welldone casi siempre. Y avergüenzan los movimientos para desentumecer las coyunturas del cuerpo que Welldone ordena a Martín y a Dimitri. Así, en cada posta, y ante el estupor de los viajeros, el trío se hace triángulo y alza las manos al aire. Enseguida, a una voz de Welldone, se agachan para incorporarse al punto, como un cuerpo de baile formado por ranas.
—Uno, dos, arriba, abajo. Agachados en pie… Agachados en pie… ¡Dimitri! ¡Toma aire! ¡No lo expulses con esa tos!
Y repiten el movimiento hasta que Welldone se contenta.
Lombardía, la Terraferma veneciana, Suiza y Baviera, Leipzig, Danzig, Breslau, Königsberg, Görlizt, Dresde, Magdeburgo, Mecklemburgo, Rastemburgo, Angeburgo, Kreisburgo, Brandenburgo… En todos esos lugares, Martín camina por un pasadizo que se abre a cien cámaras simbólicas.
Unas tienen las paredes tapizadas de morado y otras de azul; unas huelen a jazmín y otras a moho y al aceite de ballena que supuran las velas; unas ocupan varias estancias y salones con laberintos en lujosos palacetes, mientras otras sólo son reboticas. A unas concurren gentes del mismo oficio y en otras se distingue a extranjeros de toda condición dedicados a cualquier rama del saber o del simular. El fundamento es que esos lugares parezcan lúgubres catacumbas donde la solemne y furtiva oscuridad se resuelva al cabo en asilo de júbilo y mutua confianza. La vuelta de guante de una iglesia, el Templo del Hombre, la logia francmasónica.
—Tenga, hermano Celsius, su ejemplar de L’ordre français trouvé dans la Nature. Y devuélvame la Profession de foi du vicaire Savoyard que le dejé hace un mes. No quiero que ande por ahí.
—¡Ay, hermano Cornelius! La obra de Jean-Jacques tiene alas, pero no vi que tuviera pies…
Ese es el humor.
En la ciudad de Leipzig, Martín tuvo su propia iniciación. En una ceremonia peculiar, contestó las Tres Preguntas, le vendaron los ojos y fue protagonista fugaz de una mascarada ante el resto de los hermanos; juró protegerles, hacer el bien en cuanto hubiese ocasión, no divulgar los acuerdos ni las constituciones. Le cegaron con la llamada Luz Nueva, abrasivo fogonazo que chamuscó las cejas. Le entregaron mandil, guantes blancos y medalla con escuadra, compás y un ojo que todo lo ve. Le explicaron los signos de reconocimiento. Ya era aprendiz. Diez años después de la expulsión de España, al poco de la supresión definitiva de la Compañía, Martín de Viloalle había tomado un simulacro de órdenes menores: una caricatura de ordenación, igual que en su vida, y ya sólo en su vida, no en papel de dibujo, todo es caricatura y nada más.
Otra ceremonia, en una ciudad cuyo nombre no recuerda, y ya era hermano. Se hizo llamar Libertus como, según le dijera Fieramosca, se hacía llamar su verdadero hermano Gonzalo. Aunque pronto supo que hay al menos seis Libertus por logia y quizá Gonzalo sólo sea un infeliz; al menos, si lleva una vida como la suya. Porque Martín ha pasado los últimos años en caserones cedidos mediante débil patrocinio de cofrades, a todas horas escoltado por sirvientas más que ancianas. En ese purgatorio multiplicado y solitario —y mientras Welldone y Dimitri resolvían gestiones misteriosas— ha escrito, hasta despellejarse los dedos, la misma carta que alaba y difunde los fundamentos industriales y filosóficos de su mentor. «Nueva lista relativa a varios artículos de comercio que son tan importantes como nuevos.» Mil, dos mil cartas… Sin-darle un ápice de confianza, Welldone se encarga de enviar él mismo sus promesas epistolares tras rellenar el espacio vacío que Martín deja en los «Excelentísimo canciller…», «Estimadísimo conde…», o «Reverenciado consejero áulico…». Que él sepa, nunca reciben respuesta. Y quizá sea buen motivo el que no paran quietos; antes o después, han de mudarse de una ciudad a otra sin razón conocida, aunque sospechada, ya que siempre ocurre un imprevisto con ciertos avales bancarios y el súbito revés obliga a una urgente salida a trote cochinero. Y de tal guisa, ruedan y ruedan por las trescientas cuarenta y tres cortes germanas que dominan reyes, príncipes, landgraves, margraves, burgraves y obispos tan poderosos como los cardenales romanos.
De momento, Welldone ha logrado que el ocio único de Martín sea pasear de noche por calles oscuras en ciudades cuyo nombre desconoce. Al atisbar más allá de las ventanas, Naturaleza dialoga con Naturaleza en lo más bajo de su vientre. Y habla alto Naturaleza, se desgañita. Contraída la sensualidad de dragón que en sí mismo imagina, atraviesa los muros de las casas hasta alcanzar tibias estancias donde reposan muchachas de brazos desnudos y boca entreabierta; y reconoce Martín el porqué de su inconformismo ante las cosas, y sabe —no ha sido tanto el mero escrúpulo como el mucho cavilar sin desfogar— que el miedo al mal francés ha brotado en su mente como la rama parda de un tojo: por ello imagina calamidades, abominaciones, curas de galantería que hieren de muerte al dragón de sus ardores.
Aunque Martín ignora la fuente de ese prestigio, los del mandil y la paleta admiran en Welldone, el Gran Venerable, su capacidad como maestro de ceremonias, el talento dramático para imponer un ritual ingenioso y hasta simpático, que luego da pie, en fácil declive, a un simposio en torno a cuestiones de mayor gravedad. Esas amenas tertulias favorecen relaciones entre conciudadanos a quienes la luz del día separa con barreras que llevan a un desmedido respeto y al mutuo prejuicio. Así, Welldone canta más alto que nadie esos himnos musicales de singular optimismo, y aunque no pruebe bocado, se sienta en la cabeza de la mesa durante esos soupers philosophiques et nutritifs. Fascina con máximas y citas; simula hablar en trance con la cavernosa voz de un miembro de la muy antigua y muy romana estirpe flavia que volviese, aún mojado, de un chapuzón por la laguna Estigia; argumenta la necesidad de un conocimiento amplio en todas las disciplinas humanas; inicia los debates sobre vagas libertades; o sobre correspondencias entre colores, metales y perfumes; o sobre el flogisto; o sobre la dieta ideal y cómo influye en el descanso. La exhibición de un vasto saber lleva a que le pregunten a menudo sobre la nueva Encyclopédie la cual, replica, tiene sus más y sus menos, bien intencionada, necesaria, pero alicorta, alicorta… Y, desde luego, el Gran Venerable es el primero en acusar de fraude a ese tal Mesmer que se enriquece en París con sus líquidos magnetizados…
Pero su especialidad es la Historia de la Orden. Ahí es el oráculo. El dueño y señor. El garrido amo.
Con el único y muy paciente fin de hallar el mirlo blanco de sus aspiraciones, la renta o la protección cortesana que lleven a cumplir un proyecto cada vez más difuso, asiente mil o dos mil veces, con breve ademán de cabeza, los argumentos que tratan el secreto de la hermandad como una bien hilada narración que iría desde los tiempos más remotos al día de hoy. Ese es el asunto que más agrada a los asociados, menos compromete y, desde luego, Welldone conoce al dedillo. Lo ridículo de la tarea se halla, según Martín, en lo tozudo de verle consecuencia a toda causa en una noticia antigua, y empeñarse en engastar luego cada cuenta; un tautológico armar y desarmar las fuentes y ocultos riachuelos de la Sabiduría Secreta que, según disputan con ardor los enterados, se inicia en Hiram Abi, el arquitecto del templo de Salomón; sigue con eleusinos y pitagóricos; llega a los esenios; discurre por gnósticos y maniqueos, mientras el emperador Augusto se convierte en Gran Maestro y patrocina a Vitrubio; avanza luego esa historia desde cabalistas y templarios a un tal Cristián Rosencratz, a los alegres canteros de la verde Escocia, a los viajeros de la brumosa Inglaterra y se está difundiendo de nuevo por Europa… Sí, esa misma Europa donde el tal Mesmer se hace de oro al contrario que ciertos cascanueces. Y otras mil o dos mil veces Welldone simula un bostezo doliente mientras los demás, cuando no ha pasado ni una hora desde la encendida discusión sobre la idónea dieta universal, se sientan en torno a una mesa en forma de herradura para zamparse media vaca, gansos adobados, piernas de varios carneros, montañas de salchichas y unas jarras de vino y cerveza que no se las salta, tal como ellos nombran en su jerga, Sleipner, el de las ocho patas, que caballo fue de Odín.
—No sé cómo agradecer que me deje pagar el montante de esas tierras, hermano Igualitarius.
—Una parte del honor de mi linaje es ahora suyo, hermano Coriolanus.
Ricos comerciantes saldan deudas y estrechan alianzas con la nobleza del lugar. Los magistrados reciben informes más justos. Se entera uno de quién era el maestro Eckhart y quién John Dee y quién Newton y quién Montesquieu. Se consigue una opinión crítica. Se reconoce la educación nula o equivocada de los más débiles y la necesidad de reformarlos, lodos más dueños de sí y de sus actos, despojados al fin de la coraza que, en el aire público y contra el dictado de la razón, impone la hueca tiranía de la costumbre.
Entretanto, Martín se bambolea en las berlinas, mortificado hasta la visión delirante y mística por ansias insatisfechas. Caminos idénticos, enlodados caminos, polvorientos caminos, interminables caminos. Es entonces cuando decide que la única finalidad es recorrer esos caminos, fatigar principados, reunidos para siempre, y sin paz, baldío alarde filosófico y desventura.