7

Como dos sonámbulos, y en raro silencio, Welldone y Martín pasan ante corros de vecinos del Trastevere quienes, medio cobijados en los portales al fresco de la noche, juegan a los naipes y recelan de los intrusos. A falta de carroza, el paso decidido y señorial de Welldone se gana el respeto de los centinelas en los cuerpos de guardia. El dúo cruza el puente Sisto y vaga hacia el Capitolio entre palazzi que semejan fantasmas colosales. Porque la luz de la luna, con su pátina de sueño, todo lo agiganta: los muros se vuelven acantilados y sólo dejan un resquicio de frescor hacia los patios. De ahí llega rumor de fuentes y, al mirarlas, el agua borbotea, láctea y cristalina.

Sin mediar palabra, el dúo se acerca a una de aquellas fuentes, bebe agua fresca en el cuenco de la mano, ahuyenta silenciosas manadas de gatos. Welldone y Martín orinan en los soportales que asoman al río y, desde ahí, vislumbran una hoguera junto a las aguas. En torno al fuego, gira un tumulto de aquelarre.

Unos orates con antorchas queman muñecos de trapo de los que cuelgan carteles ilegibles, chapotean y resbalan en el fango, mientras aúllan:

Ad majorem Dei gloriam!

Roncas voces femeninas, cobijadas en guaridas invisibles, responden con hiel y vidrio triturado en la voz:

Ad maius Dei obsequium!

Y en las iglesias de Roma, las efigies esculpidas bajo doctrina jesuítica, seguirán mostrando un Cristo afligido, sangrante, amarillento, porque la historia de su martirio y de todos los martirios cristianos se refieren a eso: brutalidad, desgarro, un cielo ganado a pulso violento. Ejercicios espirituales: deseadas visiones del horror. Lo supo desde que entró en la ciudad. No basta quemar peleles; Roma tendría que arder otra vez para purificar el olor a jesuita.

Ahora se abre el vientre del muñeco: una bola de estopa en llamas se eleva por los aires y cae y se desliza entre chispas por las aguas del río. El ímpetu del Tíber arrastra corriente abajo el nudo de centellas.

—Mejor será que sigamos nuestro paseo —dice Welldone.

Cinco años en Roma, piensa Martín, que aún se halla en edad de que ese tiempo sea una vida. Cinco años y ahora tanto asco. Pero llegó un asco y se va otro distinto. Y es entonces cuando teme que un día pueda olvidar quién ha sido. Y antes de que decida lo conveniente de ese olvido, repara en que lo mismo pueda sucederle a Welldone. ¿Por qué, si no, ha tomado ese revés de los acontecimientos con la dignidad del más alto caballero, cuando hace unas semanas se volvía loco en cuanto se mencionaba un nombre cualquiera? Y es muy difícil conversar sin una mención a los hombres y las cosas… Por ello, mientras cruzan una plaza que la luna divide en luz y sombra con intensidad de ultratumba, Martín pregunta:

—¿De qué parte de la Inglaterra es usted, señor de Welldone?

—Yo no soy inglés, Martín… —y Martín se cobija en la cautela extrema, Welldone lo percibe y añade—: Viví en Londres unos años preciosos de lo que me gusta llamar paidomorfosis, ¿entiendes lo que digo?

—A medias, señor.

—Ahora da lo mismo. En cualquier caso, mis años allí son imborrables para bien y para mal. No sé si te sucederá lo mismo con estos tuyos en Roma. Son asuntos esos muy propios de cada uno…

La respuesta detiene mayores indagaciones sobre los antaños de Welldone. Así que el paseo sigue hasta llegar al Campo Vaccino donde todo es un confuso ondular de sombras y claridades entre ruinas de templos, arcos triunfales, y otras instancias consumidas de lo que fue un imperio. Caminar entre el silencioso y monumental cadáver forma un hechizo que suspende de vez en cuando el balido y el mugido de corderos y bueyes estabulados entre ruinas. Pese a la escondida presencia animal, el aroma de tilo se esparce por el aire. El señor de Welldone propone ascender un montículo que los romanos llaman con ínfulas Templo della Pace.

Martín llega a lo alto sin resuello, cuando Welldone ya está saludando con aliento de mozo a unos pastores que le invitan a sentarse en torno a la fogata que sella la penumbra de la cueva. Los pastores, lo más contrario que se pueda imaginar a figuras de una bucólica de Virgilio, devuelven el saludo con su peculiar cortesía, silencian a los perros y convidan al calor del fuego. Frente a la evidente incomodidad de Martín, Welldone se sienta junto a ellos, habla de las nuevas tormentas que las estrellas anuncian, hace que se besen los dedos cruzados. Él desde luego no come trippa, pero su joven amigo no dirá que no a tan suculenta y generosa invitación. Y Martín, que se comería los cuernos de una vaca, no dice que no. Hechos los halagos, Welldone se levanta, camina hasta un rincón y se dedica a contemplar el aniquilado foro. Martín, con la escudilla en la mano, se sienta a su vera. Entonces, de la boca de Welldone surge una voz que es gemido largo y variado en latín primitivo. Vibran los párpados, la cara tiembla.

Martín se alarma:

—Señor de Welldone, no entiendo qué dice…

Welldone, sin dejar de mirar al frente, sin variar el tono, reinicia en castellano su extraña recitación, tan similar a un conjuro:

—Los muros se derrumban, las aguas cesan de fluir, ceden las torres, las naves encallan, los ladrones vigilan, los guardianes duermen…

Y acto seguido, como si en aquel extraño trance una idea llevara a otra, añade:

—Plomo…

Y como abandonado a la suspensión del tiempo, mira a Martín. Este acaba de rebañar su plato, mastica con mucho ánimo y pregunta:

—¿Plomo?

Y Welldone sigue hablando como si fuera otro sin dejar de ser él mismo:

—Sí, plomo. El plomo tiene la culpa de que se esté apagando la luz más brillante que ha conocido el mundo. ¿Sabes que el plomo envenena? Pues nosotros hemos querido olvidarlo y ahora pagamos por ello, bajo la blanda mano de Flavio Honorio, en este año mil ciento sesenta y tres de la fundación de Roma. Y de plomo son los calderos y las cazuelas donde se cuece el alimento de los patricios. Y de plomo son los tubos por donde corre el agua. De plomo son las jarras, los cosméticos y las medicinas… Las cubas de vino están revestidas de plomo. Así que cualquier cosa que comamos o bebamos está contaminada. Por eso nos duele el estómago. Por eso siempre estamos fatigados para acudir al Senado, para cumplir nuestras obligaciones cívicas. Por eso bizquean los cónsules, los pretores y los lictores. Por eso los centuriones se rascan la barriga. Por eso, si fornicamos, no engendramos. Por eso, si engendramos, nuestros hijos salen lelos, nuestras hijas escuchimizadas y nuestros nietos dan saltos por la Via Appia con un dedo en el culo. Estamos siendo devastados por la afición a creer que los objetos hechos con plomo son más bellos, más decorativos. Y ha llegado la abulia, la molicie, el desgobierno. Unos dicen que Flavio Honorio, mero plomo todo su cuerpo, ha huido a Rávena… Yo debo salir de aquí también, pero ¿adónde? Debo hacerlo cuanto antes, porque se siguen derrumbando los muros, dejan de fluir las aguas, ceden las torres y encallan las naves. Porque los guardianes se duermen y los ladrones, atentos a ese sueño…

Si Martín no se engaña, el hombre que tiene al lado cree vivir el saqueo de Roma por Alarico, pero le echa la culpa al plomo. Y su modo de relatar da algo de miedo y un poco de risa:

—Si me disculpa, señor de Welldone, yo tenía entendido que fueron los bárbaros quienes…

—¡Nosotros somos los bárbaros…! —exclama el señor de Welldone—: En cualquier caso, preferimos creer que los bárbaros son otros. El otro, el espíritu de las tinieblas, el poder de la furia salvaje. Que sucumbamos a causa del plomo, por el capricho del plomo, no puede ser más ridículo. Pero, sobre todo, y esto es lo importante, no será digno de nuestros sucesores. Esa posibilidad ofende nuestro orgullo de bárbaros empapados de odio oriental, de sufrimiento oriental, embrujados por una religión como un yugo. Con lo bien que nos llevábamos con Júpiter, con Minerva y con Juno nos hemos puesto a recordar al carpintero judío que anunció el fin de los tiempos. Y, en verdad, y sin quererlo, ha empezado el espejismo de un tiempo nuevo y enfermo. Sí, es eso, la venganza de los griegos y de los hebreos, de los egipcios, de los persas y de los babilonios, de aquellos que creían en Osiris, en Fammus, en Mardoqueo, en Mitra, y esta vez adoran a Christos… Y bebemos el veneno a sabiendas, porque eso nos hace dueños de nosotros mismos, y nos libramos de la razón de nuestros antepasados: nos pesa el imperio y nos envenena el plomo y la sangre de Christos…

De pronto, como si se recuperara de un sueño en el que ha sido uno de los últimos romanos que vieron inmaculados y en pie esos edificios, el señor de Welldone sonríe levemente, se vuelve hacia los pastores y les pregunta en dialecto:

—¿Señores pastores? ¿Qué es todo eso?

Y los pastores, alzan la cabeza y dejan de cortar el queso para responder con voz raspada:

—La Antichità, commendattore!

—Ya lo has oído… La Antichità! En todos estos años ¿nunca has preguntado nada a los pastores? Ellos te habrían contado cómo era este lugar. Uno llegó a decirme que, en la Antichità, allá arriba, donde el Capitolio, las paredes estaban cubiertas de cristal y de oro, y bajo la ciudadela se alzaba un palacio decorado todo él con piedras preciosas cuyo valor era un tercio del valor del mundo. Y este campo estaba ocupado por dos largas filas de estatuas. Cada una representaba las provincias del imperio. Del cuello de cada estatua colgaba una campanilla y, gracias a un truco de magia, si una provincia se rebelaba contra Roma, la estatua hacía sonar la campanilla… Pero no les culpes de ignorancia. Ellos no han tenido el privilegio y la desgracia de hallarse aquí y ahora, en el presagio de hecatombe. Y no son los únicos en urdir leyendas. Los poetas cantan a las ruinas de Roma, se lamentan del paso del tiempo. Pero ese lamento sólo es música de la pregunta primordial. ¿Qué sucedió? Y a esa pregunta le sigue otra más inquietante: ¿volverá a suceder? Y en el hombre que piensa, esa segunda pregunta da lugar a una tercera en verdad terrible: ¿no estará sucediendo aún? Y cada uno contesta esas preguntas como le conviene. Y las respuestas son palos de ciego. Desde la misma caída, y habiendo vivido y muerto hombres y hombres, somos muchos quienes esperamos restituir el esplendor de Roma, mientras nos agazapamos temblando en esta cueva a la espera de que sigan los horrores. Porque sospechar que Roma sigue decayendo es, de hecho, creer en nuestra regeneración. Porque no habrá segundo advenimiento, no esperamos nada, sólo vivimos tiempos mejores y peores, agitaciones y calma, pestes negras y amagos de auge. Hijos surgiendo de las cenizas de sus padres, hasta que el hombre se acabe por la misma mano del hombre, por la imposibilidad del hombre de abandonar al hombre, por la imposibilidad de separar al romano del bárbaro. Porque, para sobrevivir, el bárbaro muda y se enmascara de romano. Luego, con los años, mira hacia atrás y sólo ve su máscara. Y los nietos de sus nietos sólo perciben los más vagos contornos de esa máscara. Y cada diez generaciones vuelve Roma y romanos nos sentimos. Y unos darán razones, otros contarán historias y otros se aferrarán a lo sagrado. Cada explicación es una fábula. Los Papas mejoran la idea de Roma. Los philosophes mejoran la idea de Roma. Los artistas y los poetas mejoran la idea de Roma. No ha sido posible imaginar leyes distintas a las leyes romanas.

Que Roma siga decayendo significa que es erróneo todo orden. Interesa pensar que Roma nació, existió, murió para que un nuevo orden la sustituyera, para que nos convenzamos que sólo es inmortal la Iglesia que fundó el hijo del carpintero. Pero a los bárbaros custodios del hijo del carpintero, reyes o Papas, no se les ha ocurrido otro orden que no sea Roma. Si somos leales a lo cierto y creemos del todo en el hombre, en su claridad y en su oscuridad, las primeras palabras de la Biblia deberían ser: «Y en el principio creó Dios Roma sobre Roma, porque Roma estaba desordenada y vacía». Cada uno ayuda a su modo en la misión. Aunque no lo sepan o no quieran saberlo, niegan el ridículo de que toda grandeza se desmoronase porque unos patricios tomaban vino en copas de plomo. De que la estupidez del hombre haga de ese plomo un nuevo destructor de mundos. Y de que lo hagamos queriendo, deseando lo necio, como nos abandonamos a la falsa pasión de la más puta entre las putas.

El señor de Welldone se levanta, sacude su ropa y se acerca a los pastores. Les pide un cayado y una antorcha. Enseguida, ruega a Martín que se incorpore. Coloca el mango del cayado contra el cielo y a la altura de los ojos de Martín. Le dice:

—Mira la curva de este cayado. En la Antichità, los mismos augures que inventaron que Rómulo había arado con un toro y una vaca los límites de la ciudad nueva decidieron que el sector de cielo que se observa a través de la curva de ese cayado se llamase templum. Y las piedras que lo guardaran fueran símbolo de la bóveda celeste.

Martín apenas ve las estrellas en el cielo, pero desde luego la dura madera del mango que tiene ante las narices representa la perfecta curva de un arco, y también de una bóveda.

—Ahora, sígueme… —y haciéndose iluminar por la antorcha, Welldone trepa por unos cascotes hasta situarse lo más cerca posible del techo de aquella cueva. Luego proyecta su luz hacia ella y todo se ilumina.

Martín no puede sino lamentarse de haber pasado cinco años en Roma sin tener la mínima sospecha de lo que ahora presencia. Porque redondeada con una curvatura perfecta, y adornada con casetones idénticos, se halla, roída por el tiempo, la bóveda que Rafael pintó en La escuela de Atenas.

—Ya te dije que no era una fantasía de Rafael, ni una sugerencia de Bramante, ni un anticipo de la basílica de San Pedro. Existe… Ellos, Bramante y Rafael, venían a ver estas ruinas… Ellos sabían. ¿No tienes al mirarlo la sensación de que ya has estado aquí antes? ¿De que no te has movido de casa? Aún tenemos los labios agrietados del polvo que expande el edificio al derrumbarse. Yo al menos los tengo, porque el saber me ha infligido el dolor de la inmortalidad.

Welldone tiene razón. Sucedió, sucederá, pero, sobre todo, está sucediendo. Ese viejo acaba de revelar algo que siempre se ha emboscado en el espíritu de Martín. Ese mismo Welldone que ahora dice:

—Aunque la única verdad que podemos comprobar es que esto es un refugio de pastores, una bodega de miedo.

—Yo oigo pasear filósofos… —añade Martín.

El señor de Welldone alza una mano en demanda de silencio y, mientras apaga la antorcha en un abrevadero de piedra, dice:

—Será mejor que ahora calles y pienses. De camino a Milán, escucharé tus reflexiones sobre el asunto. A menos que desees, claro, ser un alegre pelele en la ribera del río con un cartel en el cuello. Mañana, pasado mañana, el mes que viene, ¿quién sabe?