Martín entra por el portón de Il Vascello y da con una carroza sin caballería. Mira a su alrededor y, más acá de los setos amarillos, todo parece aislado de la primavera. Sin embargo, desde su visita anterior, alguien ha vertido montones de arena en el sendero alfombrado de ortigas que lleva a la casa. El pasmo de Martín se vuelve turbación en cuanto sortea la dificultad, porque sentado en los escalones de la entrada, Welldone, cabizbajo, el puño en la sien, juega con unas piedrecillas. En simetría con su amo, y contra toda norma jerárquica, el criado Dimitri. Quizá jueguen a las tres en raya. Al amo y al criado sólo se les distingue por la casaca de uno y la librea del otro, tan arrugadas ambas prendas como la cara de sus dueños.
—Señor de Welldone…
Welldone levanta la cabeza sorprendido y, enseguida, al descubrir quién es el propietario de esa voz, sustituye la sorpresa por un severo talante que muda en cordialidad al susurrar Dimitri unas palabras en ruso. Welldone se incorpora con esa agilidad impropia de sus años, se sacude el polvo, coge a Dimitri de un hombro para que se levante y ambos inician una serie de reverencias destinadas al agasajo del recién llegado.
—Espero que no rechace una invitación a almorzar, señor de Viloalle. Si lo hiciera, me sentiría el hombre más humillado del mundo.
—Señor de Welldone, tengo un coche esperando. Abandono Roma.
—¿Qué me dice? ¡Pero eso es imposible!
—Ha sido una recomendación muy precisa de Benvenuto Fieramosca. Y su boca no hablaba sólo por él, creo…
—¿Después de tantos años? ¡Pero si era como un padre para usted! ¡Ese hombre nefasto! Le ruego que se sienta huésped de esta casa. Luego me explicará el porqué de esas decisiones tan drásticas.
Martín duda, y espera un mayor compromiso cuando pregunta:
—¿Quedo bajo vuestra protección?
Welldone, algo sorprendido, echa la cabeza hacia atrás y pregunta:
—¿Ha hecho usted algo malo?
—Nada que Vuestra Merced no sepa.
—Pues queda bajo mi protección y en mi compañía —y Welldone regaña al enclenque octogenario—: ¡Dimitri! ¿Qué haces ahí parado? Corre como un gamo a por el baúl del caballero Viloalle.
—Señor… —Martín quiere dar explicaciones.
—Mientras el buen Dimitri prepara su habitación y el almuerzo, ¿no se siente tentado a examinar en qué se ha convertido nuestro magnífico proyecto?
—Pero ¿lo está llevando a cabo?
Martín sigue el buen paso de Welldone, quien ya rodea el yermo jardín, ocupado ahora por vigas de madera recién cepillada y una pila de láminas de mármol. Al llegar a la parte trasera, en el mismo lugar donde Martín creyó ver en su anterior visita un establo abandonado, se halla, aprovechando la planta rectangular, tan parecida al proyecto que Martín ha estado dibujando, una obra a medio terminar, un templete pintado en ocre amarillento, casi dorado. El mayor esfuerzo se ha hecho en la pequeña fachada: dos columnas corintias a cada lado de la puerta sobre la que campea un blasón cuyo emblema no sabe reconocer, y en el frontón un relieve triangular que lanza destellos imaginarios. En el centro del triángulo, un ojo esculpido a medias. Los aleros del tejado están por levantar y el espacio a cubrir sigue vacío. Como ha llovido en los últimos días, Martín deduce que nadie trabaja en la obra desde las últimas tormentas, porque el agua ha manchado la puerta sin pulir ni barnizar de esa fastuosa entrada. Demasiada entrada, en realidad, para tan minúsculo edificio. Sin embargo, la alegría de haber dibujado algo que no sean caricaturas, ni peligrosas sandeces, y ver ante sí el producto de la propia mano, hace que Martín posponga una conclusión sobre el uso de tan leve arquitectura. Porque una iglesia no es. Ni tampoco un gallinero.
—El Templo del Hombre… —Welldone, que ha leído el pensamiento de Martín, está en la puerta de la construcción y pasa su mano enguantada por la madera como si acariciase el lomo de su caballo predilecto—: En nuestro caso, y sin ánimo de ofender a nadie, y menos a usted, señor de Viloalle, sería mejor decir la Ermita del Hombre. Y aunque estoy seguro de que nuestros vecinos, los Doria-Pamphili, no nos envidian demasiado, he aquí el fruto de nuestro ingenio. No os muestro el interior porque no hay nada. Ni lo habrá…
—Pero, este material… —Martín, desilusionado, abarca con la mano el jardín, como si quisiera que, de pronto, piedras y vigas se pusieran en su lugar gracias a un mágico andamiaje.
—No os voy a engañar, señor de Viloalle. Este material no se usará nunca. No en breve, al menos. He ordenado detener las obras.
El señor de Welldone se encoge de hombros como si Martín conociera el motivo que impulsa sus decisiones. Martín, a su vez, cree llegado el momento de explicar qué le ha traído a esa casa: el resultado de la confesión obrará por sí mismo. Tras mirar en torno suyo, Martín se lleva la mano a la caña de sus botas, saca el panfleto contra los jesuitas y se lo entrega a Welldone, quien lee sin demasiada atención. Cuando levanta de nuevo la vista, Welldone sacude los papeles en el aire:
—Paparruchas… Para empezar, o Vuestra Merced había comido cierta clase de muérdago cuando hizo este dibujo, o este dibujo no es obra de su mano. El resto son ideas tontas que, en el fondo, nadie cree. Aunque, eso sí, la próxima vez que alguien vea al cardenal Ricci no dejará de preguntarse: «¿Será verdad que fornica con las hijas de todos?». Y la próxima vez que alguien se cruce con un abate pálido en exceso, se preguntará: «¿Será jesuita?». Ese es el modo en que se difunde la insidia por el mundo, por constancia de unos y debilidad de otros.
—No he pretendido ser impertinente al mostrarle ese papel, señor de Welldone. Sólo quería que supiera de mi lealtad. Ya os podéis imaginar lo que me apenó ofenderos la ocasión anterior en que fui invitado a vuestra casa. Y lo que me alegró el obsequio de ese Candide que a veces me recuerda…
—Esta vez no ha sido invitado, señor de Viloalle —corta Welldone como si no insinuara nada más.
—Lo sé. Y antes de que vuestro criado descargue el equipaje…
—Dimitri, puede llamarle Dimitri. Y yo, ¿te puedo llamar Martín?
—Martín está bien, señor.
Una mano del señor de Welldone se apoya entonces en el hombro del dibujante.
—Mira, Martín… A veces, los hombres de bien nos sentimos como Sócrates ante la cicuta. Pero esa es sólo una falsa percepción, hija del exceso de respeto. Porque en estos tiempos civilizados te pueden torturar en el potro, pasearte por la piqueta, quemarte con metal fundido y azufre, desgajarte, trocearte, descoyuntarte, pero nadie obliga a nadie a envenenarse. Reconozcámoslo: si no te envenenan ellos mismos, estás a salvo. Y tú gozas de la máxima salud. Como sabes mejor que nadie, buen Martín, en estos gloriosos tiempos que serán por siempre recordados, los Júpiter del mundo, los reyes, los Papas y los soberbios cortesanos, si no te matan lanzándote sus rayos demoledores, te hacen más fuerte con la expulsión.
Martín no acaba de entender.
—Quédate con la peor imagen, con la peor idea, con el peor destino, de entre todos aquellos que imaginas en la estúpida cuestión de la Compañía de Jesús. En libelos que se vuelven contra quienes los han impreso: esos prodigios de estulticia que nunca han meditado el alcance de sus propios rebuznos. Cuando dos bandos agresivos se enfrentan entre sí, sucumbe toda delicada sensatez y toda duda inteligente que pueda quedar entre ellos. Pero al hombre virtuoso le molesta la idea de perturbar con sus contradicciones y dudas la marcha de un razonamiento, por muy furioso y torticero que sea. Además, ¿quién puede discutir con un libelo? Cuando el descaro se afianza, todo se oscurece antes o después. El sol de la razón ya no mima las ideas sutiles y el jardín del entendimiento se pudre. Y si mueren esas ideas sutiles, ya no hace falta hablar de los planes materiales que son su consecuencia.
—Conozco la situación, señor de Welldone. Y la viví en la primera de las expulsiones. La hora de la verdad es hora de cualquier cosa, menos de la verdad…
—Impresionante máxima. Pero déjame proseguir… Ayer fui llamado por el cardenal Bernis. Yo, tonto de mí, pensaba que Su Eminencia quería tomar chocolate, oír unas cuantas historias divertidas, improvisar unos versos o jugar a la gallina ciega con las damiselas. Me presento en su salón y no hallo rastro de las bellas y risueñas muchachas romanas con sus escotitos palpitantes multiplicándose en los espejos, ni oigo la música de los violines y del clavecín. Al único que veo, apoltronado, es a ese viejo zorro del cardenal, serio como una tumba. Y hasta con brotes de musgo, he de confesarte. En pocas palabras y con gran dolor de corazón, el muy eminente cardenal y antiguo ministro del rey Luis me explicó que hay guerra incruenta contra los jesuitas. Y el hecho de que esté protegiendo mi persona, mis ideas y mis proyectos es un arma que la Compañía puede usar en su contra. Una prueba esencial para que el Papa, quien está a punto de firmar el edicto de supresión y disolución de los jesuitas, dude si tras esos embajadores que llevan años presionándole con mejores o peores argumentos, no se esconderá la idea más sustanciosa de abolir el poder de Cristo en la tierra. Y ¿quién sino la Compañía de Jesús fue creada para los momentos en que peligra el prestigio del mismo Jesús? Así que los embajadores, y Bernis es el más hábil, esperan que el Papa no tenga más motivos que los expuestos por los mismos embajadores. ¿Complicado? En absoluto. El cardenal Bernis quiere que su reputación se muestre intachable estos meses. Como Fieramosca, como el cardenal Tornatore, como todos. El reloj romano tenía demasiado polvo en su mecanismo y los grandes carrillos de la Apariencia han soplado ese polvo. Así que el de Bernis ha suprimido la pequeña renta que amparaba mis estudios y proyectos. Pero eso no importa, son meros caprichos de Fortuna y que con su pan se coma el de Bernis las intrigas y algún que otro epíteto salido de mis entrañas y de la más imparcial y meditada verdad. El hecho cierto es que Vuestra Merced y yo somos caballeros virtuosos en busca de la luz y de la prosperidad. Nos conocemos y, a pesar de que mantengamos discrepancias en algún asunto, merecemos el mejor de los títulos: hombres de talento. Y yo me digo: nos echan de esta ciudad, está bien. ¿Y qué?
—Pero ¿se va también, señor de Welldone? —a Martín no le entusiasma la idea de Welldone como compañero de viaje, ni que se tomen decisiones por él de modo tan precipitado—: Lo cierto es que Benvenuto Fieramosca me ha dado un pasaporte para la república de Venecia. Y tengo dinero suficiente para llegar hasta Pescara…
—Tonterías… Ven, almorcemos. ¿Te enojas si te trato como si fueras de mi propia familia? Podrías ser mi nieto, Martín. «La hora de la verdad es hora de cualquier cosa menos de la verdad…» Digno de mí. Pero estabas hablando de no sé qué de Venecia. Olvídate. ¿No he estado allí hace bien poco? Créeme, Martín, aquello se cae. Aquello se ahoga en su propio vómito dorado. Aquello está anegado de vicio, desaseo, ruina y afeminamiento. ¡Que se pudran sifilíticos! Nosotros somos savants con ideas fecundas. Comamos, Martín, y entretanto expongo mi plan.
De modo bien curioso, el salón es tan tétrico de día como de noche. A raíz de la visita anterior, en la que le fue indicada la senda de la puerta y la intemperie por su mención entusiasta de Voltaire, Martín preguntó a Rosella de quién era la casa que Welldone habitaba. Ella le respondió que había sido el palacio de los Gustiniani, una familia antaño poderosa y de cuyo recio linaje sólo quedaban dos calaveras amontonadas con mil más, y a la vista de todos, en la cripta de los capuchinos. Rosella le había contado también que los capuchinos hacen divertidas figuras con los huesos de los muertos del mismo modo que los niños forman cenefas con fideos. Un extraño memento mori que se desvanecía en la graciosa boca de Rosella, entre los frescos labios y la lengua juguetona de esa perdida.
Martín olvida ante el almuerzo que le han servido: tres nueces untadas en miel para el señor de Welldone y, en honor a Martín, y quizá para adularle el paladar, un caponcillo tan duro como el mármol que en el jardín irán agrietando los meses. Aunque Welldone no prueba el vino, a la que Martín da un pequeño sorbo en su copa, ahí está el silencioso Dimitri llenándola de nuevo. El señor de Welldone ha extendido un mapa de Europa sobre la mesa, y su voz da forma a lo que no pueden ser sino delirios. Así, mientras la humedad hiede y los roedores hacen su vida tras pesados cortinajes, un velo de luz llega con dificultad al mapa que representa Europa y podría figurar, ya que nada se ve y todo se intuye, la mismísima Tierra del Preste Juan. Aunque, de hacer caso al tono de Welldone cuando habla de sus planes, fueren lo que fueren esas líneas y nombres en el mapa, pertenecen por entero a su más que dudoso patrimonio:
—No quiero pecar de inmodesto, pero ya te irás dando cuenta de que mi reputación es mucha en la mayoría de cortes europeas. En otras, no tanto, la verdad. Pero el talento hace enemigos, Martín, qué te cuento a ti. Mi idea primera es dejar Italia. Esta es tierra de holgazanes. Descartamos tu España y no hará falta explicar por qué. Hasta aquí me llega el calor de las hogueras de la Inquisición. Austria está bien, pero creo que nuestra experiencia inmediata nos ha aleccionado sobre lo voluble de los reinos católicos. Por el mismo motivo descarto Francia y algún principado alemán. En San Petersburgo, hace demasiado frío, créeme, y cuando no es siempre de día, siempre es de noche. En Inglaterra son muy civilizados, pero ignoran la competencia leal. Tiembla, señor de Viloalle, porque muy pronto verás el rabo de los temibles luteranos. A mayor gloria de Dios.
—No se burle, señor de Welldone —dice Martín quien sólo ha prestado atención a esa última frase y sólo por su sonido familiar.
¿En qué piensa Martín mientras el señor de Welldone habla y habla? Pues en partir mañana mismo a Venecia para ganar el regreso a España dibujando monerías en la Piazza di San Marco. Una vez en España, algo enmascarado para que nadie recele de la condición de expulso, volverá al pazo de los Viloalle y se enfrentará a la humillación. O quizá esa humillación no sea tanta. Quizá haya vuelto Gonzalo, el hijo pródigo, y con él los cambios, y allí donde el boscaje era fúnebre ahora se abran sendas flanqueadas de encinas, y luzcan los juegos de agua y las perspectivas ilusionistas. Aquello será un lugar grato donde imperen la alegría, el brillo y el ingenio, el divertissement y la bienséance. De ocurrir lo contrario, es decir, lo seguro, siempre podrá decir que se halla de paso camino de las Indias. Por su ánimo vaga también el presagio de que por la provincia de Mondoñedo corra enseguida la noticia de su vuelta y sea entregado a la autoridad por desobedecer el decreto de expulsión. Sólo ahora percibe las terribles consecuencias de la única decisión que ha tomado en su vida: cuando se fue con los jesuitas, eligió ser jesuita y compartir su triste destino. Y sólo ha compartido un destino triste, pero muy particular. Porque, en efecto, el argumento de mayor peso en sus cábalas, lo que provoca su desconsuelo, es esa idea de una soledad y una incertidumbre para las que no ha sido educado. Y él, que se lamentaba de predestinación, ahora reflexiona y cae en la cuenta de que aquello que hacían su padre, los jesuitas o el mismo Fieramosca, era protegerle. Ahora está solo y no sabe qué hacer. Y ahí está el señor de Welldone con sus planes desaforados y las muchas incógnitas acerca de su persona y relaciones.
—No pongas esa cara, Martín. No te lo he contado todo. En cualquiera de los lugares donde lleguemos, nos recibirán caballeros de calidad que piensan como nosotros, que se reúnen en templos del hombre como el que he pretendido construir en esta ciudad ingrata. La diferencia es que allí tienen tejado. Y como ya están construidos los templos del hombre, no hará falta mucha capacidad de convicción para que un influyente protector acepte la tarea de la Ciudad del Hombre. Donde vayamos, encontraremos amigos receptivos, entusiastas y prácticos… Hazme caso, Martín. Esos principados, ducados y reinos diminutos compiten unos con otros para atraer a los mejores músicos, a los mejores cantantes, a la mejor carne cortesana, desde luego, pero, por último, y no por ello menos importante, a los filósofos prácticos. Tú y yo, por así decirlo. Allí nos adorarán en la justa proporción que en esta tierra infame se nos aparta.
En la estancia se ha hecho la oscuridad completa. Por los ventanucos del salón, empero, se filtra el claro de luna y centellean los botones metálicos de la librea del impasible y, ahora invisible, Dimitri.
—¡Luna llena! ¡Martín! Esta ciudad es ingrata, pero sería pecado irnos sin una despedida. ¿Damos un paseo? ¡Dimitri! ¡Mi espada!
Un paseo no compromete más que en la posibilidad de ser uno de los cinco o seis muertos que se recogen cada amanecer en las calles romanas, víctimas del juego de los aceros, del asalto de los picciotti. Si sobrevive a la noche, Martín decidirá ese incómodo mañana que el señor de Welldone pretende manipular a su antojo.