5

Ya es primavera y las naranjas del patio de Martín se han vuelto un amasijo verde que las lombrices habitan encantadas. Hay una buena razón para que Naturaleza dicte su ley y la fruta yazca entre hierba y musgosos añicos de maceta. Lord Skylark y mister Wilson, los ingleses estudiosos de la Antigüedad, demoraron su estancia en Florencia para sentir luego un interés súbito por viajar a Herculano y contemplar allí murales rescatados entre fango volcánico. De ese modo, los ingleses se libran una temporada de esa falta de higiene que tanto reclaman a la Ciudad Eterna, de los ataques de las chinches, del vino agrio, de las sábanas sucias y de la ausencia de cortinas, manteles y servilletas. Y también de ese modo la indómita Rosella ya no necesita excusa para llegarse al Trastevere cada vez que el sagaz Benvenuto Fieramosca, armado de cartapacios y bustos envueltos en tela, sube a su carroza y emprende el camino de Civitavecchia.

Mientras Rosella y Martín se enredan como áspides, muy atentos al goce mutuo, el aroma de pino que emana la chimenea se ovilla con el efluvio de la carne joven, con sus humores y el gemido de amor, tan similar al de navajeros cruzando cuchillo en la calleja. Durante esa temporada, ni siquiera en sueños se ha preguntado Martín cómo se habría enfrentado a la vida de haber seguido esta el curso que le tenía reservado, una fatalidad compartida con las naranjas que ahora se pudren en el patio.

Sin embargo, cuando su sentido común emerge de ese baño de placer, Martín admite que sólo le separa de la definitiva insensatez una línea muy fina que trazan tres palabras: Skylark, embarazo, Fieramosca. O tres sentimientos: vanidad, sospecha, horror.

La vanidad de Martín intuye que Rosella se ha fijado en él porque quizá el pedernal de lord Skylark no prenda, pero al menos suelta la chispa justa para exacerbar ánimos y curiosidades.

La sospecha de Martín susurra, en cambio, que sólo es una pelota en el juego de rivalidades que Giulia y Rosella mantienen desde niñas. Los comentarios de Rosella acusan a Giulia de creciente amargura. Se aleja su hermana de todo el mundo, dice Rosella: todo lo reprocha Giulia y todo lo codicia.

El horror le asalta cuando intuye el embarazo de Rosella por parte de lord Skylark; esa situación daría lugar a que Martín sea utilizado para hacerle después responsable de la carga. Ahí está, para confirmar ese presentimiento, la oronda palidez de Giulia Fieramosca, y el hecho, un secreto susurrado por Rosella, de que pronto su no muy querida hermana contraerá matrimonio con Ludovico, el doblemente corcovado, y por siempre coronado primo. Ambos y el hijo que Giulia tenga del obispo Tornatore serán quienes hereden los trapicheos de Benvenuto. Eso elimina a Rosella. Eso elimina también a un Martín casado con Rosella. Y Martín sabe que Benvenuto Fieramosca tiene amigos muy rudos que a veces cobran deudas, otras rompen brazos, y en alguna ocasión arrojan al Tíber sacos que, contra las leyes naturales, se revuelven como si protestaran.

De momento, y al margen de la exaltación carnal, a Martín le sobran razones para sentirse cornudo y apaleado él mismo, porque va realizando los extraños encargos que Benvenuto le hace de parte del señor de Welldone. En cartas lacradas, con tono gélido, mucha elocuencia y minucia y una letra espantosa, Welldone explica cómo han de realizarse determinados planos para «algo así como un templo». Y Martín dibuja la planta rectangular y el alzado de un edificio sin misión conocida. Como si fuera un bachiller, debe mostrar que no ignora los órdenes dórico, jónico y corintio, de acuerdo con los cuales, según su corresponsal, serán construidos los tres pilares de la parte central de la nave. Y se luce Martín en el diseño de esa fachada con extraños detalles como el relieve de una acacia, siete peldaños y las figuras del sol y de la luna.

Un detalle curioso. Al entregarle la última relación de instrucciones por medio de Fieramosca, la carta adjuntaba un breve volumen intitulado Candide ou l’optimisme. La obra la firma un tal Dr. Ralph. Sin embargo, tras la lectura de lo que resultó cuento filosófico, Martín no guarda ninguna duda sobre quién es el verdadero autor.

No molestarían esos encargos de Welldone, ni su extravagante agradecimiento, si no consumieran muchas de las horas que Martín habría de entregar a ganarse la vida. Porque pasaron los carnavales, con la ciudad repleta de forasteros, y Martín sólo pudo acercarse al Corso un par de tardes para ofrecer su mano de caricaturista. Y ahora, entre Rosella y los planos, se pasa el día oculto en su zahúrda del Trastevere.

—Ya llegará el dinero, no te preocupes. El señor de Welldone es de fiar. Un gran hombre. Un gran talento. Una gran familia —responde Benvenuto Fieramosca cada vez que Martín pregunta. Ahí es donde se siente cornudo.

El sentirse apaleado llega cuando no tiene más remedio que aceptar los trabajos que Benvenuto le encarga a Philippo Bazzani. Y basta que Martín insinúe que, según le tenían dicho, servir a Welldone eliminaba de su vida a Philippo Bazzani, para que Fieramosca replique: «No es cosa mía, Martino, no es cosa mía…».

Por eso ahora se halla en la Strada Condotti, rodeado de mendigos quienes, aun conociéndole, le piden limosna. Las monedas tintinean en sus cuencos de arcilla, mientras esperan que de las ventanas se arroje basura comestible. Y obran de ese modo los mendigos porque la desazón del dibujante publica que su lugar no es aquel, calle arriba, calle abajo, desde primera hora de la mañana.

Esta vez, el objetivo del cruel Philippo Bazzani es hacerse con los rasgos fisonómicos de Pierre Pampin, dueño de la peluquería Pampin, la cual surte a varias casas reales. Si alguien ignora quién envidia a monsieur Pampin sólo ha de fijarse en los ojos huidizos de otros peluqueros romanos, en la más cruda bancarrota desde que el laborioso Pampin se estableciera en la ciudad. Eso a Martín se le da un ardite. No merodea para impartir justicia. Su única misión es ver la cara de Pampin. Sin embargo, o Pampin es tan rico que ya no trabaja, o trabaja tanto que duerme en la tienda. Martín se inclina por esta segunda opción, porque en las horas que lleva en la calle han entrado en Pampin la marquesa de L., el cardenal B., y el tenor napolitano M., personaje que esos días se halla en la ciudad con la compañía de P. interpretando Orfeo, y hay quien dice que tiene amores con la viuda condesa de S., en la ruina desde que murió su esposo, pero mantenida desde entonces por el cardenal L. Mejor no seguir. Lo cierto es que tales personalidades no se hubieran demorado en el salón si ahí dentro no estuviera el mismísimo Pampin para medirles la cabeza.

Si no quiere que toda Roma ate cabos en cuanto salga algún libelo insultando a Pampin, no hay otra opción que improvisar una escena.

Cuando entra en la boutique, Martín se asusta, porque no sólo ha sonado una campanilla, sino que, a ambos lados de la puerta, dos autómatas de madera, que se fingen sirvientes negros, se han puesto a dar palmas, unos tableteos de escalofrío.

Buon giorno… —Una vez recuperado de la moderna impresión, Martín saluda a un vejestorio que se halla entre el mostrador y una serie de cabezas de madera rematadas con lo más novedoso en ornamento capilar. El triple bucle y el plata ahumado hacen furor, por lo que se ve. Como Martín, el encargado viste de abate, lo que no es óbice para que Martín le reconozca como antiguo empleado de la peluquería Fratelli Buscaccione. En consecuencia, sobre ingrato a los Buscaccione, ese hombre no es Pampin…

Qu’est ce-que vous voulez, monsieur? —parece que Pampin obliga a sus empleados a hablar en francés.

—Soy Archibald Wilson —afirma Martín—: bearleader de lord Horace Skylark. Milord me ordena que hable con monsieur Pampin ya que necesita una peluca para el carnaval.

—El carnaval ha concluido, monsieur Wilson.

—Para el carnaval del año que viene. ¿Puedo ver a monsieur Pampin?

Entre ambos ha aparecido la típica rivalidad de los subalternos. Un brillo desdeñoso asoma en el empleado cuando dice:

—Si quiere hablar con monsieur Pampin no tiene más que acercarse a París —y añade satírico—: la France…

—No entiendo qué pretende decirme…

—Esto es una sucursal. Monsieur Pampin tiene abiertas sucursales en Londres, Viena, San Petersburgo y Roma.

—¿Y en Madrid no? —pregunta Martín, un algo por honra patria y un mucho por ganar tiempo. Algún idiota se ha equivocado al querer hundir a alguien que no está ahí para ser hundido.

—Respecto a la corte española, monsieur Pampin debe opinar que es innecesaria su presencia en el lugar. Ellos no lo necesitan y él no los necesita a ellos.

«¡Cuánta arrogancia!», piensa Martín. Sin embargo, se da cuenta de que el viejo criado señala algo a su espalda. Martín se vuelve y, colgado de la pared, entre dos estantes con pelucas de caballero, se halla el retrato ovalado de quien será monsieur Pampin. Un hombre ya mayor, no muy gordo, mentón hundido, de indudable buen porte. Esa prestancia, si no ha sido idealizada, que todo pudiera ser, no le da derecho a desafiar de modo tan osado la jerarquía de los hombres. Así que Martín entiende por qué desean hundirle y también que nadie moverá un dedo para impedirlo.

—¿Y de qué quiere disfrazarse tu lord el año que viene? —ese viejo ha aprovechado el desconcierto de Martín para tutearle con impunidad.

—De Madame Pompadour…

Absolumment demodé. —A ese hombre no hay quien lo aguante. Ni siquiera el pensamiento de que muy pronto se quedará sin trabajo, y sus esfuerzos por parecer francés habrán sido vanos, hace que Martín sienta la mínima caridad—: En el almacén quedan algunas piezas, creo… Pero en ese expositor tienes los modelos que utiliza la princesa Marie Antoinette. Pelucas con pequeños detalles decorativos tal que barcos, liras, aves del paraíso…

Aquello que se le muestra es orgiástico y ridículo. Sin embargo, sólo la ensoñación de ver a lord Skylark con esos poofs, como les llama el dependiente, valdrían su tiempo en regocijo si no fuera porque Martín tiene una misión que cumplir.

—Muéstreme lo que tenga al modo de la Pompadour, s’il vous plaît… —adulador, pero tajante, Martín señala el almacén.

Cuando el mezquino criado enfila a regañadientes el corredor, Martín saca un lápiz, esboza en el puño de su ajada camisa los rasgos de monsieur Pampin, sale a la Strada Condotti y desaparece entre el campanilleo de la puerta, el tableteo de los autómatas, carrozas y, desde luego, rebaños de mendigos, que vuelven a pedirle dinero.

Ese tal Pampin, cuya soberbia enferma se iguala a la de Dios al repartir sobre la tierra burdeles disfrazados de peluquerías como la Santísima Iglesia distribuye sus sagrados templos, no necesita, como moderno Ícaro, un sol que queme las alas de su vanidad. ¡Quemadlas vosotros, romanos!

Así imagina Martín el texto del panfleto cuya ilustración ha empezado sólo llegar a casa.

Porque le asquea esa faceta de su oficio, lleva a término cada encargo lo antes posible, no fuera que en el pasar de los días surgiera el remordimiento. Pero sabe Martín que en cuanto se sienta y prepara los lápices y las plumas deja a un lado la idea sobre el viscoso texto que acompañará su dibujo y cumple la tarea con deleite. Quiere verlo acabado, pero quiere hacerlo bien. Por eso olvida, calcula, sustituye lo aberrante del asunto por la sonrisa de una agudeza, invoca un sortilegio, «A la hora en que crecen las sombras se dice la verdad», y pone manos a la obra. En unos minutos, ha dibujado a Pampin con los brazos cruzados, la barbilla alzada y una peluca hasta las rodillas. Esta vez, la sombra que proyecta su imagen es idéntica al original. Así da a entender que la verdad de Pampin es tan ridícula como su apariencia arrogante. Ya habrá quien se encargue de dar detalles. Martín rellena la silhouette con tinta negra, y con un pincel fino repasa los perfiles de la figura. Sabe que la basta reproducción difumina y emborrona sus ilustraciones. Por tanto, es necesario un fuerte contraste para que en la imprenta no se pierda la fuerza del gesto, lo cómico.

Mientras espera que el dibujo se seque, y antes de dirigirse a casa de Benvenuto Fieramosca para entregárselo, cobrar y hacerle a Rosella guiños a escondidas, Martín se dedica a mirar unas estampas para ver cómo han tratado algunos grandes artistas el asunto de la petulancia. Y, como siempre que hace eso, Martín decide que no debe reprocharse el comparar sus estúpidas calumnias con la obra de artesanos honorables. El siente esos deseos de emulación y mejora, y es así, comparándose a los grandes, el modo en que Martín concibe sus nimiedades.

Así que estudia sus dibujos y come unas cerezas cuando la puerta cruje y por ella entra Benvenuto Fieramosca.

El semblante de Fieramosca es de severidad extrema, y a Martín le da lo mismo que sea impostado o no, porque la sola presencia del signore Benvenuto en aquella casa es presagio de malas noticias, la mirada recorriendo las esquinas de lo que fuera vivienda de su infancia. Martín le invita a sentarse y sirve un vaso de vino para calibrar a grandes rasgos el contenido de la visita en el modo en que su mentor acepta o rechaza la ofrenda. Fieramosca acepta, lo cual es bueno, y después se bebe el vino de un trago, lo cual es bastante malo, si se considera la mesura de ese hombre. El vaso vacío golpea en la mesa y Fieramosca, después de mirar el trabajo de Philippo Bazzani sobre el peluquero Pampin, dice:

—Tuviste un hermano gemelo, ¿no es verdad? —y sin esperar respuesta, Fieramosca añade—: Me parece que el rey Luis de Francia tiene otro. Es monsieur Pampin, al parecer…

Martín cae en la cuenta de que el retrato colgado en la tienda era el del rey Luis XV.

—Me he equivocado, signore Benvenuto. He ido a la tienda, me han dicho que el tal Pampin vive en París y al ver el retrato… Esta tarde me enteraré de qué cara tiene ese hombre y mañana mismo…

—No hará falta, Martino.

Fieramosca ha pronunciado las palabras fatídicas. Sabe lo de Rosella. Pero cuando Martín espera que Fieramosca empiece a hablar de su hija, este busca algo en el pecho, bajo la camisa. Es un pliego de papel que, sin añadir palabra, lanza sobre la mesa de trabajo.

—Lee… —dice—: Y, sobre todo, mira…

Martín coge lo que parece un libelo. Y lo es, en efecto. Su título reza:

Juicio hecho de los jesuitas, autorizado con auténticos e innegables testimonios, por los mayores y más esclarecidos hombres de la Iglesia y del Estado para detener las obstinadas preocupaciones y voluntaria ceguera de muchos incautos e ilusos que, contra el hermoso resplandor de la verdad, cierran los ojos.

Y eso es sólo el título. El resto añadirá en minúscula tipografía, que Martín adivina de la imprenta de la embajada de España, una serie de verdades o mentiras sobre el ejercicio intenso de los jesuitas en las mayores brutalidades que pueda concebir una mente enferma. Sin embargo, no es eso lo que importa en el asunto, porque en la carátula del libelo, junto al prolijo titular, el general de los jesuitas, Ricci, aparece con semblante de mucha lujuria y desenfado entre doncellas agachadas. Para un observador inexperto, y sólo por su carga ofensiva, es aquel dibujo uno de los más altos logros de quien lo firma: Philippo Bazzani.

Signore Benvenuto… Sabe muy bien que nada tengo que ver con esto. Parece obra de un dibujante sin dedos. Es atroz.

—¿Ahora vas a comentar el valor del dibujo? ¿No te das cuenta del problema?

Es inaceptable que se pregunte a alguien arrojado de su propio país cuál es la cuestión que ahí se debate. Al margen del rumbo que haya tomado su vida, de su conducta, de los reproches, de los malos recuerdos, Martín sabe del sufrimiento por la expulsión de jesuitas españoles y portugueses.

Y de los napolitanos, parmesanos y sicilianos. Sabe que desde hace tres años, cuando murió el Papa Rezzonico y la tiara fue a parar a Clemente XIV, Ganganelli, todos los reinos desean que se suprima de una vez la Compañía. Como un solo ojo, casi todos los frailes de todas las órdenes, casi todos los abates, hostigan los colegios de la Compañía y exigen cabezas, y buscan en cada rincón a un jesuita oculto bajo la apariencia de un preceptor o de un misterioso viajero. Los embajadores de España y Francia, es decir, Moñino y el mismo cardenal Bernis que protege a Welldone, fuerzan al Papa para que firme de una vez el edicto que elimine a los jesuitas de este mundo.

Pero eso puede importar mucho o no importar nada cuando se posee la adecuada protección. La mirada de Fieramosca, que antes podía fingir severidad, ahora finge pena.

Y dice:

Hay gente que sabe que Philippo Bazzani, seas tú o sea otro, trabaja para mí. Soy yo quien recibe los encargos.

Y esta falsificación me compromete mucho…

Lo que en verdad es una paradoja de las importantes.

¿De qué hablas? Ni te entiendo, ni me entiendes. El cardenal Tornatore que, como bien sabes, odia a los jesuitas, me ha hecho llamar. Él mismo me ha entregado este libelo y puede que sea él mismo quien lo haya hecho imprimir…

Lleva toda la marca de ser de la embajada española…

Eso da igual. El caso es que Tornatore pregunta y pregunta. No me digas cómo, pero se ha enterado de que eres jesuita. Y se ha enterado de que eres Philippo Bazzani…

Y Giulia, piensa Martín, se ha enterado de que me acuesto con Rosella. Por boca de la propia Rosella, a buen seguro. O los tornatores de Roma tiemblan, no por odio a los jesuitas, sino porque la saña de los libelistas empieza a escupir la altura cardenalicia. Y por muy jesuita que sea, Ricci es sobre todo un cardenal. Las altas jerarquías se habrán dedicado a acabar con rumores que se puedan volver contra ellos.

—¿Me escuchas, Martino? Para mí has sido como un hijo. Pero Roma es una ciudad pequeña y todo se sabe. Y a la púrpura de Tornatore se le debe el máximo respeto.

—He dado prueba cabal de mi lealtad hacia usted, señor Fieramosca. Recuerde cuando Welldone y los ingleses me pusieron a prueba. No dije una palabra en su contra. Prefería ser condenado. Esa es mucha lealtad.

—¿Mucha lealtad? La lealtad no tiene medida, hijo. Tiene rango. Y el rango de mi lealtad es más alto que» el tuyo. Y, si me permites, ahora el peligro va de veras y los guardias del Papa son muy convincentes en las mazmorras del Vaticano.

Ante el silencio, y por no devanarse el seso con las intrigas de Giulia y Rosella, Martín llena de nuevo los vasos para que su antiguo protector sepa que ha entendido, que se somete de nuevo a la arbitrariedad más infame. Aunque Benvenuto Fieramosca, señor de un reino muy pequeño y muy débil, nunca tendrá idea de las veces que Martín ha debido someterse, el modo en que conoce cada curva de la arbitrariedad como conoce cada curva de Rosella.

—Sería conveniente que dejaras la casa hoy mismo. Y te aconsejo que no vuelvas a la Piazza di Spagna. Es posible que Tornatore susurre algo sobre ti y seas apresado a las puertas de la misma embajada. Vivimos tiempos peligrosos…

—¿De la noche a la mañana?

—Así… —y chascan los dedos pulgar y corazón de Fieramosca.

Y Fieramosca mira hacia una ventana a través de la cual, quieto, sigue el Trastevere. Y ahí seguirá. Es en esa pausa cuando Martín se da cuenta verdadera de lo que ha perdido.

—¿Sabe, signore Fieramosca, que deseaba pedirle en breve la mano de Rosella? —pregunta Martín de un modo que sabe desesperado.

Ni le contesta Fieramosca, que vuelve a mirar en torno de él. Examina la leña seca arrinconada, el aguamanil con la palangana sin esmalte, el pan que Martín ha traído esa misma mañana y el estado de muros y vigas. Martín sabe que, tomada la decisión y comunicada la noticia, Fieramosca va a esperar allí sentado a que abandone la casa. Entretanto, el fenicio se ha puesto a pensar qué uso dará a la vivienda y cuánta renta obtendrá de ella. Quizá ahora mismo esté entrando por la Porta di Popolo un nuevo caricaturista o un nuevo falsificador. Aquel que ha sido el mejor artista de su pueblo, luego de su provincia, y más tarde el mejor artista de su reino, pero que en Roma será uno entre muchos si no llega antes Fieramosca para corromperlo. Busca Martín la bolsa con sus menguadísimos ahorros y mete su ropa en un pequeño arcón. No pensará en su destino hasta que Fieramosca llame a un cochero. Como Martín se demora todo lo que puede, Benvenuto ha sacado una bolsa con monedas y otro papel que ahora allana sobre la mesa.

—Esto, Martino, es un pasaporte para Venecia. Me lo ha dado Masseratti…

Enseguida, Martín saca dos conclusiones. Todo ese enredo no es producto de una súbita noticia, de una alarma que necesita solucionarse de inmediato y de la forma menos mala. Rosella no ha venido esta semana y, por tanto, Fieramosca no ha ido a Civitavecchia. O de haber ido, Rosella ya sabía que no era prudente acercarse a Martín, prudencia que todo lo dice de esa ramerilla. En cualquier caso, la segunda conclusión es que desean su marcha de Roma para siempre. Todos.

Martín deja por un momento de recoger su equipaje para hacerse con el pasaporte y el dinero. Por fin, en cinco años, mira a Fieramosca de acuerdo a su alcurnia:

—Muy agradecido, signore… —y dobla el pasaporte sin apartar la vista del ruin comerciante. Ya no hay amistad ninguna, ni la habrá si algún día se vuelven a encontrar. No habrá ameno recuerdo, ni desde luego habrá perdón.

El gesto altivo del que Martín ha hecho gala no arredra a Fieramosca, quien encallecido por los avatares implacables de la vida, no encuentra en su acto ni traición ni maldad, aunque sí una curiosa evocación de otros tiempos.

—Esta es la primera vez que me recuerdas a tu hermano.

Al mencionar Fieramosca esas palabras, Martín se hallaba en silencio. Pero debe de haber un silencio más profundo que el silencio. La inmovilidad inmediata, el aliento cortado, la confusión helada.

—No me mires así… —avisa Fieramosca—: Lo supe en cuanto Idiáquez me dijo tu nombre. Y tú nunca has preguntado. Le conocí en esas reuniones… No sé si el señor de Welldone se habrá referido a ellas. Aunque el dichoso señor de Welldone no vivía entonces aquí. Era otro quien celebraba aquellas cenas.

Martín frunce el ceño para que Fieramosca se siga explicando:

—Hace unos veinte años que se celebran. Son los forasteros quienes las organizan burlando el celo de los guardas papales. Cenas un poco extravagantes, como sus comensales, pero he de hacer clientela donde sea necesario. Por eso de tanto en tanto hago acto de presencia. Y ahora asisten lord Skylark, mister Wilson y alguno más que no conoces. Las personas, sea cual sea su origen, se reúnen y hablan de cosas que no entiendo. Y esos caballeros van y vienen.

Cuando estuvo aquí, tu hermano asistía a ellas. Se supone que nadie conoce el nombre de nadie y todos nos llamamos con un apodo. Tu hermano se hacía llamar «Libertus». Pero Roma es como es y enseguida supe que su nombre era Jean de Viloalle.

—Mi hermano se llama Gonzalo.

—Pues se hacía llamar «Jean». No estaría ni un año en Roma y un buen día desapareció. Lo que se dijo entonces, y esa es la verdad que todos recordarán, si recuerdan, es que tu hermano era jugador de naipes en todas sus formas: bacarrá, bisbis, sacanete y, sobre todo, faraón… Era un griego. Vivía de eso, mientras se refería una vez y otra a la fraternidad humana. Hablaba de máquinas y del reinado de la razón, pero era esclavo del azar. Y la razón del azar dice que, antes o después, empiezas a perder. Cuando oí quién eras, valoré la nobleza de tu familia y tus estudios, pero me dije «Como le vea coger un naipe o comprar un boleto de lotería, lo alejo para siempre de mi casa…». Y como tu hermano era jugador y todos los jugadores acaban en Venecia, por eso he hecho que se dicte tu pasaporte con ese destino.

Liberado de fingir sumisión ante ese hombre, Martín llena su vaso de vino y se dispone a dejar un recuerdo de él que perdure tanto como la acusación de que Gonzalo, de nuevo sangre de su sangre y honra de su honra, era un jugador vicioso. Un «griego», como despectivamente le ha llamado Fieramosca.

—Muy bien, signore Benvenuto. Se ha convencido de que el hecho de que me hiciera pasar por tonto durante estos años era prueba suficiente de que no podía ser más que un tonto. Así que mi hermano, tras veinte años, estará en Venecia esperándome con los brazos abiertos. Con los brazos abiertos y qué más, Benvenuto. Porque en mi hermano era acentuado un rasgo fisonómico que le hacía peculiar. Dígamelo.

Benvenuto Fieramosca parece calibrar el desafío de Martín. Si alguien busca en su rostro, ya macerado por el tiempo, alguna huella de respeto ante el nuevo talante del antiguo preceptor de sus hijas, ese alguien se equivoca de medio a medio. Fieramosca suspira al fin y pregunta:

—¿Crees que te engaño, Martino? ¿Me pones a prueba con esos modales que pretendes de nobleza? ¿Bastaría que mencionara la extraña contracción de los ojos que tu hermano sufría, esa repetición irritante, las sacudidas? —y, para colmo, Benvenuto Fieramosca se pone a imitar a Gonzalo de Viloalle—: No sabes los problemas que le trajo ese defecto. Cuando jugaba al faraón, y no siempre lo hacía en los mejores salones, más de una disputa le costó el que algún truhan creyera que Viloalle estaba haciendo señas a otro jugador, o que alguien le pudiera estar indicando los triunfos de sus adversarios. Como sabrás, y estoy convencido de que lo sabes, porque ahora, desde que me lo has dicho, —sé de tu ingenio y claridad mental, ese guiñar continuamente los ojos se toma en algunos lugares como signo de posesión diabólica. Y en otros, o en los mismos, yo soy un pobre ignorante y no puedo precisar, el pelo rojo tampoco ayuda a que le tengan a uno por un ángel. En resumen, que algunos creían que tu hermano era un continuo portador de mala suerte. Sin embargo, en Venecia, donde ya no creen ni en la superstición, esa especie de enfermedad que domina a tu hermano, aunque fuera distintiva de su bella figura, no sería decisiva. ¿Te das ahora por satisfecho, Martino? Dame la llave de esta casa. Dentro de media hora, un cochero estará en la puerta y te llevará a Pescara.

Y Fieramosca desaparece de la vida de Martín, y con él desaparece Rosella, y desaparecen muchas de las esperanzas y de las realidades palpables de Martín. Cuando al cabo de media hora llega el cochero, Martín está en el patio de la que fue su casa con un baúl a los pies. Se entretiene en meditar al propio tiempo que huele una flor de naranjo. De pronto, como si una brisa se interpusiera entre la flor y la nariz, el aroma se vuelve hedor de un pescado que nunca ha olido y la misma flor parece transformarse en estiércol. Martín empieza a tener miedo. Cuando el cochero está cargando su equipaje, el de Viloalle echa una ojeada a la bolsa que le han dado. Una miseria de cincuenta escudos. Lo justo para sobrevivir una semana. Benvenuto Fieramosca es un avaro asqueroso y unas putas sus hijas.

Valora las opciones y, ante la desolación que producen, toma un camino dudoso, que quizá sea el único camino.