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Martín ha de ser dócil y explicar los fundamentos de su vida: si demuestra confianza en Welldone, el caballero guardará en secreto lo sucedido con Rosella, no intrigará con el anonimato de Philippo Bazzani y quizá le restaure a una posición más acorde con su linaje y talento. Pero ese no es el único motivo por el que Martín habla, y él lo sabe. Hace recuento de alegrías y pesares, mientras esperan el regreso del coche que ha devuelto a su casa a la hija de Fieramosca, y sigue hablando Martín cuando los caballos suben el Gianicolo entre molinos y, al oscilar, las linternas del carruaje proyectan fantasmales resplandores en el agua de la fuente Paola.

El coche les deja en Il Vascello, la estragada casona que el señor de Welldone habita a la sombra de la villa Doria-Pamphili. Mientras relata sus peripecias, Martín observa los jardines arrasados, la desnudez y oscuridad de salones y gabinetes, y descubre más allá de un ventanal, entre las ramas de una joven encina, la trasera del jardín y el abandono de lo que pudieron ser caballerizas: una larga nave con techo hundido y puertas rotas, muros envejecidos y resquicios asilvestrados.

Martín justifica su caricatura de La escuela de Atenas con el relato de sus estudios en Santiago, su noviciado en Villagarcía, la malaventura de la doble expulsión y esos años romanos en los que piensa a veces como fiadores de calma, otras de rencor y algunas de miedo. Y ese miedo sólo se apoya, pero con la tenacidad de una muela podrida, en que no pudo evitar ser lo que fue, un proyecto de jesuita, y ahora sólo le juzgan por lo que nunca ha sido, jesuita. Entretanto, Martín disimula ante la mínima cena que ha servido el criado octogenario de Welldone; una colación propia de ardillas que se alimentan de las sobras de un ermitaño: alcachofas rebozadas, nueces, queso de cabra con miel y basta.

El viejo criado de Welldone se llama Dimitri y es ruso. Motivo a todas luces insuficiente para que un frío asesino domine el ámbito.

Ni para comer se descalza los guantes el señor de Welldone. Una de esas manos enfundadas es la que, tras cascar una nuez, detiene el discurso de Martín.

—Alto ahí, señor de Viloalle. No busque excusas conmigo. Imagino cuál ha sido su libertad: ninguna. Ninguna libertad para expresar sus ideas y, mucho menos, para compartirlas. Quizá con el tiempo le extrañará mi postura; sin embargo, desde ahora mismo le aseguro que nada tengo contra los jesuitas. No presto oídos a las habladurías. No me creo sus intrigas en Francia, ni sus intentos de regicidio en Portugal, ni sus conjuras en España. Sé que en la Compañía hay de todo, como en todas partes. Dígame algo. Cuando habla de ese padre Teixeira quien al parecer le brindó una gran amistad, ¿se refiere a Joao Teixeira, el estudioso portugués del magnífico y también jesuita Athanasius Kircher?

—¿Le conoce? —y Martín se turba, porque, desde luego, no ha dicho la verdad sobre su relación con el anciano que, en su aliento postrero, le despreció por traidor.

—He leído parte de su obra excelente —afirma Welldone y pregunta—: ¿Tiene en mente sus comentarios a Ars Magna Lucis et Umbræ? Ahí el padre Teixeira transmite, además de la innovación en Óptica del grandísimo Athanasius, el logro filosófico de ese gran inventor, la linterna mágica, y le da mayor amplitud a la inclinación de explicar la Redención mediante sombras en que se empeñaba Kircher. Daemonium spectra ab inferís revocata. No tanto. Una linterna mágica, un juego de sombras, ha de servir para más. ¿Posee noción de todo eso?

—Tenga en cuenta que los jesuitas imparten su sabiduría a cucharadas. Y a los novicios nos estaban vedados muchos de los altos conocimientos.

—Ya veo. Sólo rezos y figuraciones infernales. Una escuela de frenéticos. Quizá inofensivos, pero frenéticos…

Entonces, de modo sucinto, para dar a entender que cuando se habla del padre Teixeira no se habla de ningún santo, y porque intuye que Welldone gustará de esas pimientas, Martín cuenta lo que apenas sabe: la fogosa liaison de Teixeira con una mulata y las turbaciones que le llevaron a ultrajar el voto de castidad, las consecuencias del terremoto de Lisboa, de la expulsión, el posterior encierro. Pero no hace bien en explicar tamaña grosería, y así lo delata la ceja que se alza en la frente de Welldone. Por eso a Martín, para aliviar su historia, no se le ocurre más colofón que este:

—Pero no se preocupe, que el padre Teixeira ya no sufre.

—¿Qué?

—Que el padre Teixeira descansa en paz. Cuando desembarcó estaba muy enfermo. Y loco de atar. Confundía el espacio y el tiempo, y de las personas no tenía memoria ninguna. Eso sí, ha sido un hombre muy sabio. Recto y justo. Lleno de ingenio. Bonísimo también.

—Y un singular espadachín.

—¿Se burla, señor de Welldone?

—Sí… —responde este, y aunque no es hombre sanguíneo y la estancia está gélida, no han bebido vino y apenas han probado bocado, se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano izquierda. El cuero del guante brilla con presagio de espeluzne.

—Ay, las expulsiones… Arandas y Pombales —dice, al fin, Welldone en un suspiro—: Ministros y validos. Hombres confusos y dudosos. Casios buscando apuñalar Césares que a su vez ya han sido Casios y tienen un César muerto en su conciencia. Ellos han influido e influyen en los reyes, movidos siempre por los mismos designios: poder o lucro o ambas cosas. La ambición sin límites. Son ellos los que ven secretismo y conjura donde sólo hay prudencia y, a veces, hasta buenas intenciones. Porque ellos son de ese pellejo y así piensan. Y yo mejor que nadie sé que esos ministros, un Pombal, un Aranda o un Choiseul, sobre todo un Choiseul, son los mayores intrigantes, los nefastos, los déspotas, y algún día pagarán la maldad de sus obras, mientras todos esos philosophes atrabiliarios que danzan a su alrededor y viven de las rentas que ellos les conceden buscarán otro cobijo, otra fuente de favores. En vano, anticipo. ¡En vano!

Y ante el estupor de Martín, el señor de Welldone sigue partiendo nueces con furia creciente, una tras otra, sin recoger el fruto, una decisión en el golpe que impresiona. De pronto, uno de sus mazazos da en la curva de una nuez, y esta sale disparada por el aire. El criado Dimitri, inalterables la posición y el gesto impávido, alarga una mano, atrapa la nuez al vuelo y la esconde en un bolsillo de la librea sin más comentario. Martín aún no da crédito a lo que ven sus ojos, cuando el señor de Welldone se detiene, murmura algo para sí y se disculpa:

—Perdóneme, señor de Viloalle, me he puesto a pensar en mis cosas. A veces, uno habla demasiado ante la juventud y se olvida de guardar las formas, porque cree que se halla a salvo, que no se compromete del todo porque sólo es comprendido a medias. Pero usted me comprende, ¿no es así?

Martín no comprende nada, pero asiente para evitar otro ataque de ira. Más calmado, el señor de Welldone aparta con el brazo las cáscaras esparcidas sobre la mesa, extiende el dibujo de Martín, lo fija con dos portavelas y examina el trabajo con gran interés, como si en ello le fuese la vida. Un claroscuro tembloroso ilumina la obra singular:

—Lo que más me impresiona es el modo óptimo de comprender la verdadera intención de mi encargo. No me cansaré de aplaudir su perspicacia. En cierto modo, ha logrado un resumen esencial de la propia sabiduría. ¿Necesita conocer arcanos y secretos para hacer lo que ha hecho? Claro que no.

Sólo necesita pensar con brío, dibujar con destreza, razonar y tener conciencia de sus razones. Y eso, si lo pensamos bien, no es poca cosa. Además, posee una habilidad singular para el dibujo arquitectónico y la perspectiva. Me satisface corroborar que Vuestra Merced es tan hábil como creía. Pero, dígame, ¿por qué esa obsesión con el propio rostro?

—No soy yo, señor de Welldone. No todos son yo, al menos. —Martín corrige su primera afirmación, ya que el señor de Welldone le ha empezado a mirar con algo más que sorpresa. «Que no se enoje. Sobre todo, que no se enoje. Ahora que sabe de mi vida, comprenderá lo que digo», piensa Martín y se explica—: El que tendría que ser Platón y sujetar el Timeo, es Felipe, mi hermano gemelo.

—El que murió al nacer… Felipe, Philippo… Ahora entiendo…

Martín ignora la alusión a su oficio clandestino y prosigue:

—El mismo. El que murió cuando yo nacía. En vez de sujetar el Timeo, lleva en la mano los Ejercicios espirituales de san Ignacio, porque vive en mi fantasía y la ordena. Por eso señala el cielo. Porque cuando él se manifiesta en el cielo, yo obro en la tierra. Algunas veces… Y, bueno, Aristóteles soy yo, aunque mi devoción por el Padre del Saber nunca haya sido mucha. Como ve, como suplantación algo burlona, sujeto bajo el brazo las Cartas inglesas del señor de Voltaire.

—¿Os agradan las obras de Voltaire?

—Aunque por la estricta prohibición sólo ha llegado a mis manos una de ellas, me agradó de un modo inmenso. Yo…

—Ya veo… —corta Welldone, que alza de nuevo la mano, sin dejar de mirar el dibujo con aire pensativo—: ¿Y el resto? Porque los rostros que corresponden a Euclides, a Diógenes, a Bramante, al mismo Rafael, a los discípulos de la escuela… ¡Son todos Vuestra Merced! ¿Pretende decir con ello que son diversas manifestaciones de su persona? ¿Que son usted y su gemelo muerto en extraña unión?

—También he retratado a mi hermano Gonzalo y a un niño que se parece mucho a mí, aunque no sea Viloalle. Un niño que jugaba con barro… Un bastardo deforme que me recuerda de modo constante la vanidad de las cosas de este mundo.

—¿Y los demás?

Martín se avergüenza de sí mismo, carraspea y anuncia:

—Le confesaré, señor de Welldone, que me pareció divertido y de mucho efecto. Sólo eso. No hay exactitud en las correspondencias.

—Ya veo.

Su sinceridad no convence del todo al señor de Welldone. Por ello, Martín improvisa otra explicación:

—Además, quise asegurarme de lo principal: la arquitectura. Recrearme en la evocación imaginaria que el gran Rafael hace de la basílica de San Pedro, cuna y norte de la cristiandad.

—Ni cuna ni norte, joven. Eso no es San Pedro.

—Es un capriccio en torno a San Pedro, pues.

—Que no, que no…

Martín ya no sabe qué decir para complacer a Welldone. Todos aquellos con los que ha hablado de La escuela de Atenas le han dicho que Rafael se inspiró en los trabajos de Bramante en el Vaticano y que con ellos recreó esas líneas fabulosas. Pero no se atreve a decir nada al señor de Welldone, quien quizá no sea tan versado en el mundo antiguo como él mismo se proclama, y sólo conozca alguna que otra historia con la cual fascinar a los viajeros ingleses. También quisiera decirle que el dibujo no es valioso por la interpretación de los signos. Todo eso a Martín se le da un ardite. Para él lo único importante es la sensación de avance y pausa. De que hoy, ahora, está en la puerta del pazo, mientras su hermano Gonzalito le explica que al nacer él murió otro niño, y al mismo tiempo está en ese salón con el señor de Welldone, y que ese es el camino. La pausa siempre y siempre el avance. Y no tiene palabras para explicar eso. Sólo tiene una mano que dibuja.

Pero como el silencio también parece enojar al señor de Welldone, Martín se decide a hablar y, con un hilo de voz, repite la pregunta que ya le hizo unas semanas antes en la casa de Fieramosca:

—¿Qué pretende de mí, señor de Welldone?

—Antes le diré qué pretendo de mí mismo. Será lo mejor. ¿Qué debe saber? Pues que he viajado algo y tengo alguna experiencia. No, no es cierto: he viajado mucho y tengo mucha experiencia. En mis viajes y a través de esa experiencia he visto lo que otros pretenden ignorar, o ignoran porque no dan para más: el Magno Pasado, con mayúscula. La Gran Equidad con lo Antiguo, de nuevo con mayúscula. Usted es caballero y hombre de honor, Martín de Viloalle, y por eso me confío a su buen criterio. Dígame. Lleva años viviendo en Roma. ¿Qué ha visto? Una ciudad al servicio del Papa y de sus cardenales, lo cual es admirable y santo, desde luego, pero ocasiona que la ciudad se entregue a un ruidoso fingimiento. Mire a Fieramosca, su mentor, que ha entregado una hija al cardenal Tornatore y, siento ofenderle, pero creo no desvelar nada, a punto está de venir la hora en que la pequeña sea barragana de otro poderoso. ¿Cree que esa es la voluntad de Benvenuto? Coincidirá conmigo en que es hombre afanoso y hace lo que hace al dictado de esa pasión. Y diré que Benvenuto quizá suponga un caso extremo y que hay muchos comerciantes que no van regalando a sus hijas. Bien. Se lo concedo. Pero ¿cómo viven esos otros?, ¿qué seguridad poseen? No se asientan, desde luego, en un sólido piso de roca. Cualquier día, les cae un simbólico lamparón en el chaleco y están en la miseria, aun sonriendo, aun suplicando. Pues yo estoy aquí para ayudarles. Ahora, mírese. Con su abolengo, que bastaría, pero también con sus habilidades… ¿ha de dedicarse a la calumnia con el nombre de Philippo Bazzani? ¿En qué oscuro callejón moral le encierra esa circunstancia? ¿Acaso la naturaleza de Vuestra Merced es malvada de raíz? No me mire de ese modo cada vez que pronuncio al tal Bazzani, joven Viloalle; aunque Fieramosca no siempre esté en disposición de guardar secretos, yo sí. Prosigo. ¿Qué ve a su alrededor? Extramuros de Roma sólo hay gente miserable, campos yermos, canales secos, bandolerismo, abandono. El poder del Papa mengua. No sé si le han llegado noticias, pero los embajadores de los reinos borbones, Moñino por España, y por Francia el cardenal Bernis, mi protector, hacen lo que quieren con la débil voluntad del Santo Padre. La misión, aprovechando la protección de esos embajadores que ahora empuñan la influencia, es brindar seguridad a estas tierras. Levantar en las afueras de Roma otra ciudad, fabril y filosófica a la vez. Un lugar dedicado al óptimo teñido de tejidos y a serenas discusiones en las ágoras. Una ciudad junto a otra que devuelva a esta última una vez más su condición de asombro del mundo. Y también, con el debido respeto y la segura devoción, equilibrar la servidumbre que la curia impone a sus súbditos. A continuación, lo que también nos granjearía prestigio y mucho agradecimiento, librar a los reinos católicos de ese continuo sustentar los estados pontificios. Quizá parezca que deseamos algún mal, pero sin duda haremos el bien. La felicidad terrena no puede sino ayudar a que los romanos sean, de entre todos los católicos, los mejores, y el Papa viva tranquilo en su sagrada infalibilidad.

Ese hombre está loco. Sin duda. Quiere llevar a cabo las ideas más heréticas en el corazón de la cristiandad. Y, en su chifladura, llama Pasado a eso mismo que los librepensadores denominan Progreso. Quizá sea un ardid, pero no engaña a nadie. Martín baja la voz y pregunta alarmado:

—¿Me está diciendo que quiere anular la autoridad del Papa?

—¡Ni mucho menos! El Papa es el dueño de nuestra alma, de nuestra vida y de nuestro honor. Pero del mismo modo que Vuestra Merced ha hecho de La escuela de Atenas un templo del hombre que sois, quiero, a mi vez, hacer otro templo que pertenezca a los hombres y nos devuelva a la dichosa edad y los dichosos siglos donde todo era paz, todo amistad y todo concordia. Que nunca fueron, pero basta con que siempre hayamos querido imaginarlos. Y si el retorno de aquel pasado trae la bondad de los hombres, a la fuerza eso alegrará al Papa. En mi ciudad proyectada, en nuestra ciudad, en la Ciudad Antigua, en la Ciudad del Hombre, se fomentará la virtud, que a su vez habrá de suscitar en sus habitantes emociones elevadas hacia la Belleza, la Justicia, el Amor, la Sabiduría, la Libertad y la Calma en vida. En una palabra: Felicidad. Una Arcadia posible donde la tarea no sea castigo ni pecado mortal un goce moderado. ¿Comprende? Y yo, que soy hombre viejo, pese a mi buen porte, necesito alguien que me devuelva la sensualidad del mundo, su dulzura y su resistencia. Alguien que pueda dibujar figuras y árboles y rostros de muchacha, pero también planos y edificios. Se lo dije: alguien que huela y toque por mí —y el señor de Welldone, sin desvelar el misterio de las manos siempre enguantadas, le enseña las palmas—. Un dibujante inteligente, bien educado y con sensus communis. Todo lo que dije en casa de Fieramosca, lo repito ahora. Sobre todo, repito que, cuando la Ciudad Antigua, la Ciudad del Hombre, la Gran Equidad, sea fundada, los beneficios serán incalculables. Tiene poco que perder, señor de Viloalle, y mucho que ganar.

El entusiasmo que Welldone supone a Martín no es tal, ni por asomo. Sin embargo, este recuerda que Fieramosca, hombre difícil de engañar, respeta a Welldone. Y, aunque se burlen un poco a su modo remilgado, también lo hacen lord Skylark y Wilson.

El combate de argumentos que tiene por campo de batalla la cabeza de Martín se refleja sin duda en su rostro, y de nuevo hace irritante el silencio. Así que Welldone, observando la turbadora forma del fruto de la nuez, comenta:

—Así, señor de Viloalle, que es aficionado a la lectura de Voltaire…

En ese asunto ve Martín la salida del laberinto. Porque desde que leyó las Cartas inglesas del señor de Voltaire algo ha cambiado en su vida. Además, está convencido de que algunas ideas que le acaba de transmitir Welldone coinciden con las del philosophe, aunque este las manifieste con mayor desparpajo, menos candor y, sobre todo, mucho menos ímpetu. Por eso, y por adular las ideas del señor de Welldone sin comprometerse demasiado en la oferta que le ha hecho, Martín explica:

—Señor de Welldone, no he pretendido ser grosero ni tedioso al sincerarme con Vuestra Merced… En mi relato le he hablado de mi hermano mayor, Gonzalo. Mi hermano se fue de casa siendo yo niño; sin embargo, un día, durante una excursión que hicimos para ver el mar, me planteó una pregunta. Encontramos huesos de calamares en la orilla y me dijo que las gentes de la costa creían que esos huesos casi transparentes pertenecían a las almas de los marineros muertos. Entonces, me preguntó: «¿Qué es mejor? ¿Creer o no creer?». Supongo que las dudas también pugnaban en su interior. Poco recuerdo de aquel día; sin embargo, no se me va de la cabeza lo que no puedo expresar sino como un estado de inquietud. Si yo pensaba que, en efecto, los huesos de calamar eran las almas de los marineros muertos, era agradable, como comulgar. Pero si pensaba que sólo eran huesos de calamar, y eso es lo que eran, sin duda, primero me sentía un poco mal, pero después me sentía mejor que bien. Aunque al mismo tiempo y de forma muy rara, peor que bien. Con sólo pensarlo, una máscara había caído y en su lugar nacía la verdad, que en sí misma no es ni buena ni mala, pero requiere, para enfrentarla, cierta fortaleza de ánimo. Ahora he de añadir que esa fortaleza me ha sido otorgada por la lectura de las Cartas inglesas del señor de Voltaire, de las que sólo he de lamentar que su conocimiento me fuera vedado durante tanto tiempo. En el señor de Voltaire he encontrado mayor consuelo que en la eucaristía, y que Dios me perdone.

—¿Ah, sí? —la ceja izquierda de Welldone se alza de nuevo, pero esta vez Martín se halla seguro de que los elogios al philosophe gustarán a Welldone. En consecuencia, la opinión resulta imparable:

—Leyendo al señor de Voltaire he sentido lo mismo que con Rosella esta tarde. Ni más ni menos. Me siento renacido. Con peligros, desde luego, no soy del todo estúpido, pero sin esas ataduras invisibles que agrían el carácter. Voltaire es encantador y fascinante. Transmite que el mundo es amplio, que el entendimiento no ha de ofenderse, ni siquiera turbarse, al recibir la verdad que nos brindan los sentidos, porque uno siempre ha de estar a la espera de lo mejor.

—Bien, me gusta que se empape de su Voltaire. Pero ya le he dicho que he viajado mucho y tengo mucha experiencia. Si algo he aprendido en mis viajes y a través de mi experiencia es cuándo alguien miente o pretende adularme. Así que piénselo otra vez y responda; ¿en verdad le parecen tan gratas, tan didácticas, tan ingeniosas, esas cartas de Voltaire?

Una pregunta con truco, piensa Martín. Tú, viejo, tendrás toda la experiencia del orbe, pero yo he sufrido al padre Olmedo. La misma estratagema, el mismo modo de arrinconar. Quieres que muerda el cebo renegando de Voltaire por si alguna vez, con el tiempo, reniego de ti. Me parece bien. Y ahí van dos tazas…

—Quizá Vuestra Merced tenga su opinión, y será considerable. Pero sólo he decirle que, si algún día voy a besar la zapatilla del Papa y me da su bendición y su permiso, voy a leer toda la obra del gran philosophe.

—Ni el Papa puede darle ese permiso. Pero, en fin, haga lo que guste. Aunque le adelanto que las tragedias de ese amanuense son como la caída de una maceta de bronce en medio de la sesera.

—Me da igual. Es mi guía, mi modelo. ¿Quién no querría ser Voltaire viviendo en esta época, con sus facultades y sus logros?

De pronto, el señor de Welldone se levanta de la silla, y aunque la cabeza se halla en penumbra, los ojos del viejo destellan como tizones. También es muy cierto que su vigor pulmonar no es común:

—¡Yo! ¡Yo no querría ser Voltaire! —grita el señor de Welldone y enseguida apea el tratamiento—: ¿Tú querrías ser Voltaire, mequetrefe? ¿Te gustaría ser un calumniador, un metomentodo, un intrigante, un veleta, un exhibicionista, un cobarde, un adulador, un hipócrita, un mal poeta, un entendido en cien cosas y en nada maestro, un sabio de salón, un histérico, un avaro, un hombre incapaz de cualquier quietud, de cualquier recogimiento, de cualquier sosiego, un adorador de sí mismo, un desvariado, un pomposo, un fingidor, un sacacuartos, un garabato, un bocazas, un lunático, un farsante, un charlatán (mucho más que yo, he de decir), un disparatado, un prepotente, un zalamero, un intrigante, sobre todo, un intrigante, más que nada, un asqueroso intrigante, pero también un manipulador, un traidor, un ahorcable, un gamberro, un sofista fósil, un sofista embalsamado, la momia de un sofista…?

—¿Le he dicho ya, señor de Welldone, que domina muy bien mi idioma?

Perversissimus, stultus, fatuus, stolidus, ostentator, venenosus y, sobre todo, autokropos, voz del griego que traducida a su rasposo idioma significa comemierda, tal cual… ¡Dimitri! ¡Llena de agua mi vaso! —El criado octogenario que asiste al ataque de rabia con indiferencia admirable obedece, y el señor de Welldone, fresca ya la boca, la mirada desafiando al vacío, prosigue—: Mira, muchacho, si quieres ser todo eso, te llamaré idiota. Y no llevarías mal camino, si tuvieras el talento.

—Y yo le digo a Vuestra Merced… —anuncia el de Viloalle, que se siente confuso, desde luego, pero también ofendido y ya no ve más provecho en todo aquello que una salida digna pero urgente—:… que lleva muy buen camino para alcanzar la calma y la felicidad que tanto ansia para los demás.

—¿Cómo te atreves, pintamonas? ¿No serás un compinche, un espía, de ese desdentado francés, de ese enano, de ese monstruo de soberbia, de ese reo de necedad, de ese esclavo con calzas lilas, de esa difusa pestilencia humana, de ese andrajo del honor? ¿Y tú quieres ser él, mamarracho? ¡Fuera de mi casa ahora mismo!

—Señor de Welldone… —anuncia Martín con cierta sorna—: Con su permiso, me retiro y le dejo con las innumerables ninfas que esperan en su alcoba.

—¡Claro, tonto! ¡Eso mismo he dicho! ¡Que te largues! ¡Vete! ¡Vete con la cabeza humillada por querer parecerte a ese…!

Mientras el desaforado Welldone invoca todos los poderes infernales con insultos superlativos, Martín sale de II Vascello. El postillón dormita en la carroza como si aquello no fuera con él, que no va. Martín decide volver andando pese a los peligros de la noche romana. Al pasar por la fuente Paola, decide lavarse la cara, fatigado de esa amargura delirante, de los insultos que aún sigue oyendo, junto a ladridos y relinchos de alarma en la villa Doria-Pamphili. Entonces percibe que entre los dedos sigue el perfume de Rosella. Quiere guardarlo y, para no mojarse las manos, se arrodilla y hunde la cabeza en el agua. Cuesta creer, pero es sólo entonces, con la cabeza sumergida y los oídos alborotados por la caída de los chorros, cuando el último de los insultos del señor de Welldone, un largo «¡Sopeeeerro!», se funde con el tenebroso borboteo subacuático. Un hervor frío que se asemeja al espíritu de ese titiritero de sí mismo, a ese odio que cualquier mención reaviva. Si no hubiese sido Voltaire, hubiese sido cualquier otra persona, o cualquier otro asunto. No le cabe duda. También está seguro de que un adefesio de esa calaña sólo es peligroso y molesto cuando uno lo tiene al lado. Un perro ladrador que no come perro.

La cara de Martín de Viloalle emerge de la fuente. En la piel mojada duele el frío de la noche, ya silenciosa. Martín se seca el rostro en las hombreras y compadece a ese viejo que no ha sabido resignarse.