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Cuando Martín entra en lo que Benvenuto Fieramosca llama su estudio, dos caballeros ingleses celebran el ingenio del anticuario. Según su costumbre, Fieramosca prepara el relato de una fabulosa biografía del autor de los dibujos que se dispone a vender y sin duda venderá, pues la especialidad comercial del romano son los bocetos de insignes pinturas o la preparación de algún famoso grabado. Para llevar a cabo su cometido se ayuda de leyendas, renovadas a diario en animadas tertulias de artistas bajo los robles de Villa Medici. Resulta ameno anunciar que la mayoría de los dibujos con los que comercia Fieramosca surgen de las frías, pero muy hábiles manos, de Giuseppe Ferragosto, un saboyano putañero, y Ludovico Fieramosca, un sobrino con dos jorobas. Ambos contraffatti son expertos en imitar al lápiz o a la sepia, y siempre a la perfección, cualquier estilo de las épocas de Rafael y de Guido. Luego ahúman el resultado con una artesanía plagada de secretas fórmulas y ni los mismos autores regresados de la tumba sabrían decir si aquel dibujo es suyo o no. La memoria del mundo es corta y dispersa, confunde los nombres.

Al llegar a Roma, el propio Martín fue iniciado en un negocio que no sólo complace el afán de posesión de los viajeros, sino que a través de algunos marinos como el mismo Idiáquez, difunto capitán del San Juan Nepomuceno, surte de obras artísticas a toda Europa y aun a las Indias. Sin embargo, y como presumió Fieramosca en Civitavecchia, Martín es inhábil para oficio tan meticuloso. Su mano es incapaz de penetrar en la mano de otro, pensar como ese otro y como ese otro inventar. De ahí que se entregue a las minucias de la caricatura y le desprecien sus compañeros Ferragosto y Fieramosca. Aunque a su vez le envidien, porque la incompetencia de Martín, en cómica paradoja, le ha hecho más próximo a las niñas Giulia y Rosella. Ese es también el motivo de que Martín haya sido alejado de la casa de Fieramosca al Trastevere en cuanto a Giulia y Rosella les ha despuntado el encanto. A veces, como esa tarde, aunque la ocasión cada vez sea más rara, Fieramosca llama a Martín para que alabe ante la clientela una mercancía. Fieramosca sabe que los modales del antiguo novicio inspiran confianza a esos petimetres.

Signore Da Vila… —saluda Fieramosca a Martín como si le tuviera algún respeto—: Me gustaría que conociese a los caballeros…

—William Shakespeare —se adelanta el primero con leve inclinación. Tendrá cincuenta años y debe de ser el bearleader o guía-preceptor del segundo, en la veintena. Este se hace llamar Christopher Marlowe. Martín ya sabe que esos no son sus verdaderos nombres, porque en Roma las noticias vuelan. Quien dice llamarse Shakespeare se llama Wilson, y Marlowe es lord Robert Skylark. La mayoría de los viajeros que llegan a la ciudad usan el incógnito de un pseudónimo más por emoción aventurera que para ocultar un rango elevado, ya evidente en su porte, gestos y mesnada de criados. Se ilusionan con la pantomima. No hace mucho, el hermano crápula del rey Jorge, Edward Augustus, duque de York, pisó ese mismo estudio haciéndose llamar «mister Morgan», y pagó muy buenos escudos por cinco dibujos de Rafael. Y si más hubiera querido, más se hubiera llevado, gracias a los milagrosos hallazgos de Benvenuto Fieramosca.

—Les estaba contando a estos nobles señores la magnífica historia de «el otro Michelangelo» —anuncia ahora Fieramosca.

—¿Puede haber otro? —pregunta con ínfula de brillo Martín, aunque sin tener ni idea, por otra parte, de qué o de quién le hablan.

—No puede haber ningún otro, claro, claro… —rectifica Fieramosca, mientras da dos palmadas al aire, las cuales no aplauden el ingenio de Martín, sino que llaman a sus hijas, otro aliciente de la ceremonia de venta. Luego, añade con secretismo—: Pero hubo uno, queridos señores, que se le acercó, no diré mucho, pero sí algo… Un poco.

Fieramosca espera que Martín ate cabos y le releve en su discurso. Pero Martín se ha despistado con la llegada de Rosella y Giulia, cargadas de bandejas con dulces y licores que llevan hasta la mesa del estudio. A Fieramosca le gusta mostrar a sus hijas y espera de buen grado que los viajeros alaben su belleza. Pero este no es el caso: ni el joven ni el viejo dirigen una mirada a las chicas. Sólo Martín se fija en Rosella (que le sonríe y saca la lengua a espaldas de los ingleses) y Giulia (que le ignora, porque ya estará pensando en que es hora de brindar penoso servicio al cardenal Tornatore). Lo más extraño es que, una vez han salido las dos mozas, Fieramosca tampoco espera ninguna cortesía de los ingleses para con sus hijas. Martín cae en la cuenta de que ni siquiera ha dicho el habitual «Mis hijas, señores…», lleno de vagas promesas. Fieramosca y los dos ingleses están mirando a Martín a la espera de una resolución al enigma sobre «el otro Michelangelo». Al cabo, una luz llega a Martín. Y algo dubitativo, pregunta:

—¿Merisi?

—¡Michelangelo da Merisi! Ecco! —exclama Fieramosca.

Martín ha visto cuadros de ese Michelangelo en la iglesia de Santa María del Popolo. Pinturas oscuras como la noche.

Sin saber cómo entonar sus palabras de un modo entusiasta, Martín musita:

—Caravaggio…

«¡Oh!», exclaman al unísono los dos ingleses, nadie sabe muy bien por qué. Entretanto, Fieramosca ha echado mano al llavín que guarda en su chaleco, abre un armario, y saca un cartapacio apaisado de una de las gavetas.

—Ustedes saben que los grandes son inigualables, su fama inmutable como la grandeza del Altísimo. Pero si me permiten ser vulgar y mencionar el dinero, los precios de un Rafael… Eso, en el muy difícil caso de que este humilde servidor de ustedes pueda conseguir uno que no pertenezca al Papa. El precio sería exorbitante. Pero hay famas menores, famas aún no famosas, si me permiten la torpeza… Existen artistas casi desconocidos, algo disparatados, pero cuyo nombre es necesario resaltar. Cuando el gran Guido Reni llegó a esta ciudad, creyó oportuno imitar a un pintor hoy olvidado. Lo imitó y lo imitó hasta que el imitado creyó oportuno avisar a Reni de que si seguía por ese camino no iba a tener más remedio que rebanarle el pescuezo. El buen Guido, el sensible Guido, obedeció sin rechistar. ¿Y saben por qué? Porque el hombre que le amenazaba era muy capaz de cumplir sus avisos. De hecho, tuvo que huir de Roma después de llevar a cabo su voluntad asesina con otro hombre.

That’s incredible! —exclaman a la vez los señores Shakespeare y Marlowe. «Las invenciones de Benvenuto están empezando a llegar muy lejos», piensa Martín, mientras Fieramosca deja la carpeta en un largo atril, desanuda los cordones, y oculta aún el dibujo al decir:

—Piensen en esos mendigos que ven al atardecer entre las sombras. Se habrán imaginado, y acertaron al hacerlo, que son criaturas del diablo capaces de asestar docenas de puñaladas a un hombre por una mísera moneda. Piensen, señores, se lo ruego, en su violento rostro de vinagre, torturado como el sarmiento, en sus manos agarrotadas por todos los vicios y enfermedades recogidas en los fondos grasientos de las más enmohecidas tabernas. Crucen, señores, su propia mirada, limpia y noble, con esa otra, esquiva, que busca desesperado refugio en una iglesia tras cometer el crimen atroz. ¡Entonces…!

Los ingleses se sobresaltan. Martín ya sabe que ese «¡Entonces…!» forma parte de la pequeña comedia que su mentor utiliza para la venta. Es un estímulo para la curiosidad de los jóvenes ingleses y de unos preceptores que en su mayoría lo ignoran todo de las artes, salvo que es interesante mencionarlas en los salones y una buena colección italiana colgada en una pared inglesa tiene un valor más alto cada día.

—Entonces, señores… —prosigue Fieramosca en un bajo cavernoso—: consigan imaginar lo que esas manos agarrotadas, guiadas por el influjo maligno de la retorcida mente, podrían llegar a dibujar, cuál sería el retrato de esa terrible llaga espiritual, la imitación de un cúmulo inaudito de pecados mortales.

Fieramosca abre la carpeta y muestra el dibujo:

My God! —exclama Shakespeare, mientras da un paso atrás y se cubre la cara con las manos.

The devil in disguise! —añade el joven Marlowe, a quien Martín ya supone en su palacete de Londres relatando entre copitas de oporto la visita al estudio de Fieramosca.

El dibujo que asoma en el atril es horrible. Con una fidelidad imitativa brutal y grosera, en las cimas de la desesperación, una cabeza decapitada parece gritar. La decapitación es causa sobrada para el grito; sin embargo, puede que también ayude a esa expresión terrorífica el hecho de que la cabellera se haya convertido en un amasijo retorcido de serpientes. Los caballeros ingleses le dan la espalda al dibujo y susurran entre ellos, mientras se acercan a la mesa y se llevan al gollete un vaso de sambuca. Al fin, Marlowe, lord Skylark, algo atragantado, decide explicarse:

Signore Fieramosca, se lo ruego, cierre esa carpeta…

—Esta carpeta es la caja de Pandora… —Fieramosca muestra los colmillos, tensa sus facciones zorrunas, goza con su trabajo.

—Tendría mucho gusto en añadir ese dibujo a mi modesta colección… —añade el señor Marlowe—: Produce verdadero escalofrío…

—Usted entiende, milord, que vale los mil escudos que pido por él.

—Ese precio es más escalofriante aún que el dibujo —comenta Shakespeare-Wilson, quien guarda de toda clase de parásitos a su rico discípulo. Y añade—: Si nos permite abusar de su hospitalidad, nos hemos citado aquí con el señor de Welldone, quien nos ha de asesorar sobre la oportunidad en la adquisición de este dibujo, no diré magnífico, pero curioso, sin duda, picturesque

Mientras invita a los ingleses a tomar asiento, .Fieramosca lanza preguntas a diestra y siniestra con brillo afilado en los ojos y eco de sorna en la voz:

—¿Es ese señor de Welldone un comerciante de antigüedades? ¿Lo conoce usted, señor Da Vila?

Martín niega con la cabeza y dirige una mirada a Shakespeare y a Marlowe. Es difícil escrutar cualquier pensamiento tras el gesto de verdadera indiferencia de los ingleses que Martín hubiera querido para sí alguna vez.

—No, no comercia con antigüedades —responde Marlowe lord Skylark—. Es un connaisseur. Uno de los más prestigiosos junto a ese sabio alemán que iluminaba con su presencia el Palazzo Albani hasta hace poco…

—Winckelmann, sí… —puntualiza Fieramosca, quien sabe muy bien que el alemán fue estrangulado hace cuatro años en Trieste por maricón, y conoce, sobre todo, ese eludir por cortesía el nombre de las cosas que tan divertidos hace a los ingleses—: Pero Welldone…

—Es muy posible que no conozca a Welldone, signore, porque el interés de este por lo antiguo es mucho más amplio que la pintura, el dibujo o la escultura. De hecho, sabe distinguir la época de una figura por el hueco de la mano o por la raya del pelo. Y conoce la Historia como si en toda ella hubiese habitado. Le he oído relatar prodigios…

—¿Ha oído usted, señor Da Vila, relatar prodigios a ese señor de Welldone? —pregunta Fieramosca a Martín con estudiado tonillo. Martín se encoge de hombros sin entender nada y rogando a Fieramosca con la mirada que no se vuelva a dirigir a él.

—Tendría que conocerlo, señor Da Vila —aconseja Shakespeare—. Bueno, en realidad, lo va a conocer muy pronto. Welldone es un magnífico narrador de amenidades. El otro día, mientras paseábamos, nos señaló un campo de alcachofas y nos dijo que allí seguía enterrado el palacio de Nerón, ni más ni menos. Que era mucho más grande de lo que las ruinas próximas dejan entrever.

—La Domus Aurea… —añade el joven Marlowe, con orgullo de propietario, como si él mismo fuera el propio Nerón. Enseguida, entusiasmado, alardea—: Sí, y mientras Batoni nos retrataba junto al Coliseo…

Y sin que acabe la anécdota ríen los ingleses. Los típicos ingleses que se retratan junto al Coliseo rodeados de perros y toman así la ruina por una pieza de caza.

—Excusen, excusen… —se disculpa Shakespeare—: La cuestión es que el señor de Welldone nos relató un encantador disparate con esa gravedad suya, casi mayestática… La idea de construir un telar entre las ruinas del Coliseo. Un telar no, cientos de ellos, una fábrica. Dice que se lo ha propuesto al Papa a través del cardenal Bernis, el embajador de Francia. El Papa, por cierto, aún no ha respondido. Dice Welldone que si se plantan alcachofas sobre Nerón, si los mendigos duermen en las termas de Diocleaciano, si las matronas tienden los camisones entre su ventana y el arco de Tito y lavan y despiojan la ropa en la Villa Madama, por qué no va a construir él un telar en el Coliseo. Porque circo, decía, no habrá de serlo más, y el siglo debe utilizar esa ruina para otros menesteres…

—¿Circo? —pregunta Fieramosca en un fingimiento de curiosidad, siempre dispuesto a ganar tiempo, nunca se sabe para qué.

—Nos habló de terribles batallas entre fieras africanas y caballeros armados como Neptuno… Eso, dijo, era el Coliseo. Y también nos dijo que para borrar la infamia, no del pasado, sino la que cometemos con mostrar la vergüenza del pasado, es necesario consagrar esa joya arquitectónica a la Gran Equidad, como dice… Si dijera al Progreso, al menos…

—¿Al Progreso? —vuelve a preguntar Fieramosca con extrañeza, como si Marlowe hubiera dicho «a comer pulgas».

Y ahora es el propio Marlowe quien interpela 3 Martín, mientras se vuelve a colocar su peluca empolvada, desajustada por la risa.

—¿No lo encuentra gracioso, señor Da Vila?

—Es fabuloso… —y Martín reniega otra vez de su presencia en ese lugar.

—Más que fabuloso, señor Da Vila, más que fabuloso.

—Muy, pero que muy fabuloso… —añade Fieramosca y su semblante se preocupa aunque sus palabras desmientan el gesto—: Tengo mucha curiosidad por lo que ese fabuloso señor que pretende instalar un nuevo Leeds en el Coliseo pueda decir de mi dibujo…

Martín conoce a Fieramosca y sabe que esos comentarios de salón le traen sin cuidado. Lo único que pretende es vender su mercancía, sobre cuya autenticidad se pregunta ahora Martín. Puede imaginar la amargura del sobrino con doble chepa, o del saboyano que desayuna, merienda y cena en los lupanares, copiando o inventando una obra de Merisi. Es verdad que los dibujos, por no hablar de las pinturas o las esculturas, ya escasean. Y también es cierto que la aduana de Civitavecchia, por mucha amistad que Fieramosca mantenga con el viudo Masseratti, es cada vez más estricta y severas las condenas por contrabando. Pero de ahí a vender extravagancias, mera locura, por vaciar los bolsillos de esos extranjeros…

En ese momento, alguien entra en el estudio y saluda; también en ese momento, el gesto de Martín se descompone. Aunque no lleve bajo el brazo la exageración de su retrato, la cara sigue en su sitio: el esperadísimo señor de Welldone no es otro que el charlatán a quien esa misma tarde ha dibujado en Piazza di Spagna.

Sin embargo, el gesto de Martín no se ha turbado por reconocer; lo ha hecho por no ser reconocido y, porque al mirar en torno suyo para vigilar la reacción de los presentes, ha visto clavada en él la mirada de quien dice llamarse Shakespeare; una mirada que no es de curiosidad, o de simpatía, sino de alerta. En un instante, se hallan todos reunidos en torno a los licores y los dulces. Fieramosca llama a una de sus hijas y aparece Rosella, la menor, quien levanta la bandeja y abre la sonrisa para ofrecer ambas a los visitantes. Y en un momento, salvo el señor de Welldone, cuyos ojos acuosos delatan que hubiera preferido comerse a Rosella, los demás mastican animados.

Welldone.

Ni ese hombre ni esa cara le han dicho nada a Martín hasta hoy mismo. Y siendo Roma como es, descubrir en el mismo día, y por dos veces, esa cara y ese nombre, envuelve cada minuto en una amenaza más densa.

Shakespeare le habla a Welldone:

—Antes de que llegara, mister Welldone, les refería a estos señores su magnífica idea sobre el Coliseo…

La animación se vuelve repentino silencio. Shakespeare ha ofendido al señor de Welldone. La crispación de la mano busca la empuñadura de su espada, sin otro motivo, al parecer, que templarse. Welldone avisa:

—No se burle, Wilson… —y Shakespeare se convierte ya en Wilson por mor del enojo. Welldone empieza a pasear por la habitación, se detiene, mira el jardín de Fieramosca a través de la ventana y ante la pasividad general, pregunta—: ¿Alguien me va a enseñar ese dibujo?

Mientras se encamina hacia el atril, Fieramosca repite su fantástica explicación de la vida de Merisi; aunque esta vez el carácter, al parecer variable, del señor de Welldone le obligue a ser breve y poco teatral. Cuando Fieramosca le muestra el dibujo, el señor de Welldone, impávido ante lo que ve, dice:

—Es la cabeza de Medusa. Captada en mal momento, al parecer. ¿Cuánto pide por eso, señor Fieramosca?

—Mil escudos…

—Bien hecho. Mil escudos por el dibujo un pintor que no dibujaba. El pintor que vino al mundo para asesinar el arte y tuvo que conformarse con rajar a un holgazán como él. Sí, amigos, hay algunos que merecen pagar esa cifra. Y no miro a nadie. Mil, diez mil, ¡un millón! ¡Que arrojen su fortuna a la nueva fuente de Trevi! ¡A lo mejor eso les da más suerte que llevarse este monstruo falsificado! ¡Talismanes! ¡Espantapájaros! ¡Eso es justamente lo que buscan los hombres virtuosos y razonables!

—Me ofende usted, señor de Welldone… —interrumpe Fieramosca alzando el mentón, pero no mucho.

—¿Que le ofendo? No sabe usted lo que es la ofensa. Vamos, no me haga reír… —Welldone empieza a pasear por la habitación con las manos tras la espalda—: Michelangelo da Merisi, llamado el Caravaggio, nunca abocetó. Trabajaba sobre el cuadro. Cualquiera puede acercarse al lugar donde esté ese bicho feo, porque eso es un bicho, y copiar tal simplicidad, ajena por completo a las normas del gusto, la obra de un pobre loco. Un tipo de dibujo que bien podría copiar, qué sé yo, ¿un caricaturista?

Martín no da crédito a lo que empieza a suceder en torno suyo, y más cuando mira a Fieramosca y este ladea la cabeza como diciendo: «Te han pillado». Benvenuto Fieramosca, su mentor, tiene además la desfachatez de anunciar a los visitantes:

—Es cierto, fue él quien me vendió el dibujo.

—¡Estamos ante un tercer Michelangelo! —aplaude el frívolo Marlowe para congraciarse con Welldone.

Lord Skylark… —y Marlowe se revela como el Stanza Skylark que todos saben que es—… hágase un favor y cierre el pico.

Y entre el cálculo de las consecuencias de la maldad de Fieramosca, Martín aún tiene tiempo de pensar en la categoría social de alguien que es obedecido cuando le dice a un lord inglés, y de esa guisa, que calle.

—¿Alguien me ha llamado? —dice entonces Rosella desde la puerta del estudio. Seguramente ha oído las estúpidas palmadas de lord Skylark y ahí está. Martín empieza a sentir vergüenza de que la niña contemple la escena que está por venir.

—Gracias a Dios que su excelencia ha acudido a la llamada de estos nobles ingleses —adula a Welldone el sinvergüenza Fieramosca—; no sé qué hubiera sido de mi conciencia si alguna vez llego a averiguar…

—¡Estafador! —acusa indignado el tal Wilson. Y es a Martín a quien acusa.

—No, no, Wilson, no juzgue a este joven, a un pícaro… —dice Welldone, mientras Martín mira a Rosella, que se agazapa en la oscuridad del corredor—: Culpe a Fieramosca. Si él no comprara esas burlas infames, nadie las perpetraría. Además, si Fieramosca no vendiera copas envejecidas en las que hemos de creer que bebió Calígula, ni rodeara con mil cuentos y supersticiones toda su farsa, ustedes podrían sentirse orgullosos de que no se profanaran iglesias, de que no se estropearan cosechas para rebuscar en la tierra bustos de Julio César como si fueran rábanos, de que no… En fin. Pretendo ser breve. El permiso para instalar mi fábrica en el Coliseo de la que tanta burla hacen se me concederá si hago un favor a la curia, que desde hace meses anda tras bellacos como Benvenuto Fieramosca. ¿Testificaría contra Fieramosca si se lo pidiera un tribunal, lord Skylark?

—¡Será una experiencia! —exclama el joven inglés.

—¿Y usted, mister Wilson?

—Aquí me tiene…

Entonces, Welldone se dirige a la puerta y la cierra en las narices de Rosella, que ha empezado a llorar en cuanto ha visto la cabeza de su padre hundida en el pecho. Desde la misma puerta, Welldone formula la pregunta decisiva:

—Señor Da Vila… ¿testificará y asumirá su parte de culpa?

Martín se esfuerza por no sonreír. Quien ha pasado años entre jesuitas está muy por encima de la comedia que, por un motivo desconocido, se ha representado en ese estudio. Lo que no se le escapa, desde que empezase la sospecha, son las miradas de Fieramosca entre dedos que fingen ocultar un rostro desolado. ¿No sabe que en cinco años ha tenido tiempo de sobra para conocerle? ¿No se conoce Benvenuto a sí mismo y sabe que, ante una acusación semejante, habría echado de allí a los ingleses, hubiera salido a la calle a gritar «¡Oíd, vecinos!», se hubiera arrodillado ante los Borghese para quejarse de la afrenta a su honor y hubiera besado el anillo del cardenal Tornatore para que pusiera remedio a toda esa infamia, mientras deslizaba, entre lamentos por la pobre Giulia, la inconveniencia de que unos extranjeros, ¡unos anglicanos!, viniesen a establecer reglas y prohibiciones en un lugar donde existía una ley y un orden divinos? Martín está al tanto de lo que debe responder y eso responde:

—Asumiré mi culpa, señor de Welldone, pero jamás testificaré.

—¿Hay un motivo para ese encubrimiento? —pregunta Welldone.

—El señor Fieramosca ha sido más que un padre para mí…

Welldone mira a Martín como si quisiera leerle el pensamiento y finalmente dice:

—Y perro no come perro…

Esa frase basta para que en la sala estallen las risas de lord Skylark y Wilson, y llegue hasta Martín el abrazo fervoroso de Fieramosca, quien quizá siga esta vez el curso natural de su carácter, o tal vez no, pero le llama «Figlio mio! Figlio caro!». Entretanto, le susurra al oído: «Estos señores querían ponerte a prueba para una misión muy alta. No me podía negar…».

El contenido del susurro es una auténtica sorpresa. Sin embargo, a Martín no le sobra tiempo para reflexionar, porque se abre la puerta del estudio y entra Rosella correteando. La mocita, que ha pasado un mal rato, abraza a su padre, y luego, entre las risas de los ingleses, se engancha a Martín con un roce natural a todas luces excesivo. Luego se va por donde ha venido.

Cuando Martín sigue con la mirada a una fugitiva Rosella, topa con la mirada del señor de Welldone. El rostro de ese desequilibrado caballero ha vuelto a la máxima severidad y un tamborileo en la empuñadura del espadín delata impaciencia. Lord Skylark y Wilson se dan por aludidos y se despiden, no con una reverencia, sino con sendos frotamientos del lóbulo de la oreja izquierda. Una seña que asombra a Martín, del todo confundido por el vértigo de los sucesos. Antes de salir, lord Skylark vuelve a mirar con repulsión el dibujo de Caravaggio:

—Dígame algo, signore Benvenuto, ¿es verdadero o falso?

—¡Lord Skylark! —se escandaliza Fieramosca, mientras se abalanza sobre la carpeta, la cierra y acompaña a los ingleses hasta la salida—. ¡Ese dibujo es más auténtico que las lágrimas de mi pobre Rosella…!

La voz lastimera de Fieramosca se pierde en el jardín. Martín y el señor de Welldone quedan solos en la estancia.

—¿Es usted español, señor Da Vila? —pregunta el inglés en magnífico castellano. Cuando Martín afirma con la cabeza, Welldone añade:

—Lo imaginaba. Y en verdad ¿se llama…?

—Martín de Viloalle, excelencia.

—Un honor… —la cabeza de Welldone amaga una reverencia, pero sus ojos no dejan de mirar fijamente y ahora preguntan—: ¿Llegó a recibir las órdenes menores, señor de Viloalle?

Martín duda en responder a esa cuestión. Welldone le ayuda:

—Señor de Viloalle. ¡Esto es Roma…! —y las palmas abiertas de Welldone recorren el espacio.

El hecho evidente de que Roma sea Roma hace que Martín diga la verdad.

—Fui un expulso por decreto del rey Carlos, señor. Y aunque era novicio y pude quedarme en España, elegí la aventura, por decirlo así.

—¿Y ha encontrado tal vida aventurera al servicio de Fieramosca, il grande condottiero? —Welldone, sarcástico, no regatea la afrenta. Hablan de caballero a caballero y de pronto… La suspicacia de Welldone no se torna perspicacia cuando las palabras que ofenden son las suyas. Martín quiere que el viejo defina sus intenciones:

—¿Pretende algo de mí, señor de Welldone?

—Lo verá en su momento, señor de Viloalle. Sólo le puedo adelantar que, para un proyecto de enorme envergadura, cuya realización está a punto de ponerse en marcha, necesito a alguien que vea, que oiga y que huela por mí. Que me enseñe otra vez esas potencias del cuerpo y el espíritu. Necesito, sobre todo, la ayuda de alguien que plasme en papel lo que se me vaya ocurriendo. ¿Podría hacerlo, señor de Viloalle? Le adelanto, por si duda, que las recompensas serán incalculables. Y algo más… Yo parto mañana a Venecia en misión reservada. Volveré en unas semanas. ¿Podría en ese tiempo dibujar para mí una obra que diera prueba de su capacidad? Y cuando hablo de capacidad, hablo de amplitud de saberes…

—Soy un humilde caricaturista, señor de Welldone…

—Y a eso me refiero. Esta tarde en la Barcaccia ya le he dicho a Vuestra Merced que es un gran dibujante. ¿No se siente orgulloso de sus dibujos exagerados, de sus caricaturas?

—Pues no.

—Entonces realice una caricatura de la que pueda sentirse orgulloso. Una obra que, sin dejar el oficio, hable de su vida, de su conocimiento, que exprese su habilidad con la máxima distinción y de modo contundente. ¿Comprende?

—¿Y luego?

—Señor de Viloalle… ¿Por ventura es Vuestra Merced natural de la región de Galicia?

—Preguntaba qué ocurrirá tras mostrarle el dibujo.

—Pues, de momento… —y el señor de Welldone señala la puerta. Unos pasos se aproximan. Sin abandonar su tono de voz, el señor de Welldone afirma—:… de momento, se libra de Philippo Bazzani. Por decirlo así…

—No sé de quién me habla…

Por toda réplica el señor de Welldone se encoge de hombros y esboza un enigmático visaje.

Cuando la sonrisa de Benvenuto Fieramosca llega al umbral de su estudio, debe esforzarse y competir para superar en amplitud las de sus visitantes. Quizá le extrañe la situación, pero Fieramosca sabe mejor que nadie el dicho antiguo: perro no come perro.