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Dicen que los romanos son famosos por su ubérrima elocuencia, no superada por pueblo alguno, civilizado o salvaje. Sin embargo, quien desee una prueba que niegue ese lugar común ha de acercarse a la Barcaccia, la fuente escultórica de la Piazza di Spagna. Allí, el curioso encontrará lo que llaman el Ghetto dei Inglesi y a un hijo de la británica ínsula con tal discurso que humilla al mayor de los locuaces.

Martín de Viloalle, sentado en el banco corrido de la fuente, dibuja un retrato exagerado o caricatura de ese hombre sin par, quien sugiere cómo ha de realizarse aquello para lo que posa. Una exigencia que, de un modo u otro, imponen a Martín de Viloalle todos sus clientes, pero que en la verborrea del inglés deviene tratado, mientras habla un gatuperio de lenguas vivas y muertas que sólo entiende quien gana su pan en ese punto de la geografía. Aunque hace mucho que no es joven, el caballero parlanchín viste casaca y tricornio carmesíes, y sólo calla al percibir de soslayo el relampaguear de un abanico en manos de la dama que se apea de una carroza y, acompañada por su séquito, sube los ondulantes peldaños que llevan a la Trinità dei Monti. El aire se traba en la garganta del caduco galán y un suspiro se pierde en el ruido de voces, trotar de caballos y rodar de carrozas. Pero las flechas de su monólogo regresan muy pronto, y aún más impetuosas:

—Insisto, sire —dice ahora—. Sé muy bien que el dibujo exagerado incurre con facilidad en lo burlesco. El dibujante, corrí jame si yerro, debe buscar en la fisonomía del modelo humano un rasgo que posea un símil en Naturaleza. Y casi siempre ha de elegir un animal poco prestigiado. Así habrá hombres-rata, hombres-pulga, hombres-­mono y hombres-­buey. Aunque también habrá hombres-­pera y hombres-­calabaza. ¿Y por qué no hombres-ventana? ¿Hombres-columnata? ¿Hombres, qué se yo, basílica? ¿Hombres de quienes, sin verles cabezones, se les suponga un ingenio como la cúpula de San Pedro o el Panteón? No le estoy trazando un camino a seguir, ni mucho menos… Ese fundamento de cosas bajo las cosas mismas me hace pensar que una caricatura con esprit debería aportar, como toda obra de mérito, un è quel nonsocché, un necio quid, un je ne sais quoi y, al mismo tiempo, esconder una fábula. Así tendríamos a Esopo agazapado tras una diversión inofensiva. Y ese pensamiento me recuerda algo que me ha venido a la mente esta mañana cuando la hija de un lacayo de los Doria-Pamphili, a quien saludo alborozado cada mañana, y brindo diario homenaje a su belleza, casi infantil, pero pujante, me ha mirado como si… —el caballero inglés calla de repente. En su rostro asoma la mueca de quien es fulminado por un dolor del corazón, y la voz vuelve, más alta y melodiosa, señal inequívoca de quien se ha empapado de las costumbres de la ciudad que le acoge—: Dio, che cosa divina! Ciao, bellissima! ¿A ti quién te ha hecho? ¿Michelangelo? Goodbye forever, my pigeon!

Ni con esas armas retóricas gana el inglés un gesto de la criadita que pasa por su lado. El rostro de la chica desborda apuro, ya que la viene siguiendo una turbamulta de voces groseras. Entretanto, Martín olvida cualquier sugerencia del inglés parlanchín y va concluyendo otro de los dibujos con los que ha ganado una de sus dos famas. Cuando es Martino da Vila, y siempre es Martirio da Vila en Piazza di Spagna, muestra del modelo una faceta divertida, pero agradable; detrás, esboza la escalinata con paseantes a quienes también exagera los rasgos. Sus modelos son casi siempre caballeros ingleses, más jóvenes y callados por lo general que ese vejestorio hundido en la lujuria teórica. Para no incurrir en falta de respeto, el dibujo representará el tricornio calado bajo el brazo, y la espada y la coleta serán imitadas con fidelidad en su correcta situación. Con ello se logra un agradable efecto. Cuando el caballero vuelve a Inglaterra, tiene un cariñoso recuerdo de aquel dibujante buffo ma non troppo. Un joven lord se lo dice a otro y, cuando un nuevo inglés llega a Roma, el destino más importante de su Grand Tour, busca a Martino da Vila entre las mesas del Caffé degli Inglesi o del Caffé Greco, donde el dibujante se esconde para que no se burle de él la soberbia de los artistas pensionados de la Academia Francesa. Cuando el inglés encuentra a Da Vila, este le inmortaliza en el acto de ese modo jovial, decoroso y bien retribuido.

Pero hay más. Como aparecido de entre las brumas de la ignominia, existe otro dibujante burlesco a quien sólo accede la clientela romana. Esta, a fin de hundir a sus enemigos, contrata a Philippo Bazzani, que siendo también Martín, es otro Martín. Para llevar a cabo ese acuerdo hay que hablar con el sinuoso y experto Benvenuto Fieramosca, pagar una buena suma y murmurar un nombre. Si la presunta víctima no es poderosa, o es menos poderosa que el cliente, ya que en caso contrario el signore Benvenuto no quiere saber nada, Martín sigue un tiempo al personaje hasta que memoriza sus rasgos y luego plasma el resultado en el papel. La representación siempre es la misma: el involuntario modelo posa ante un muro donde se proyecta, negro sobre blanco, la silhouette deformada en alegoría de un vicio bochornoso: avaricia, lujuria, suciedad extrema… Nada es imposible cuando Martín se convierte en Philippo Bazzani, y el objeto de burla, como embrujado, es poseído para siempre por su caricatura, que va de mano en mano ilustrando algún libelo infamatorio. Nuevos ricos, hebreos o una posible cortesana que cobra en escarnio la generosa hospitalidad de su lecho, son el blanco de esos dardos que, al dorso de la caricatura de Philippo Bazzani, inicia su falacia con el habitual:

Queridos y excelentísimos romanos. Prestad oídos a un buen amigo que ha descubierto una amenaza para todos no muy lejos del lugar donde vuestro honor alegra los días eternos de Nuestro Señor…

Si se suman las ganancias en la Piazza di Spagna a su poco honesto beneficio como calumniador a sueldo y lo que rentan otras actividades nada legales, pero sólo un poco perseguidas, con las que Fieramosca negocia aquí, allá y más allá, el nuevo Martín de Viloalle no ha de tener queja. Ya rió le preocupa vivir sin esa honra que casi siempre es aliento fétido en boca de envidiosos, o la ceja alzada de quienes pagan y sugieren, o la mano cruel de espadachines que por su rango nunca llevarán castigo. Y aunque cada paso por esa ciudad y cada mirada a estatuas y edificios le recuerdan que fue la Compañía quien, una vez más, reconstruyó Roma, a Martín no le preocupa tampoco el destino de los jesuitas. Sólo los recuerda al pasar por la iglesia del Gesú y ver a san Ignacio pisando herejes; o por cualquier otra plaza donde le sorprende el vértigo de mármol, coléricas ondas asimétricas, rudeza, extrañeza y puño de hierro, infiernos inconcebibles y voluntad colosal en esa piedra caprichosa. Si eso se debió a mano de jesuitas, fueron otros jesuitas. Ahora, Martín sólo puede agradecerles los saberes que le impartieron y desdeñar los temores que le inculcaron. Aunque a veces, hay que decirlo, una comezón escarba la conciencia por no compartir su destino. No cabe explicarse de otro modo el golpe que recibió de su mano un palafrenero de cara sórdida que, interesado al parecer en alta política, aseguraba a un criado de Fieramosca: «Dicen que en Córcega los jesuitas españoles se portan como los animales que son…».

Porque después de la expulsión y como nadie quería saber de ellos, tras rodear Córcega durante dos meses, los jesuitas fueron desembarcados en las playas de la isla. Una Córcega en guerra, además, y revuelta por un extraño gobierno:

Queridísimos y excelentísimos romanos, prestad oídos a este amigo que tan bien os quiere y cuya vida correría peligro si diera su nombre. Os digo que algo lejos, pero no lo bastante lejos de vuestras honorables casas, esos lugares benditos que gobernáis con prudencia, los infames jesuitas españoles han conseguido el amparo y la alianza de la mayor de las ratas, Pasquale Paoli, rey sin corona de una tierra vil donde se ahorcan unos a otros cada noche. El susodicho pretende afrentar la tradición y la autoridad de la Iglesia y de los magníficos y católicos reyes con un ponzoñoso gobierno de bandidos a la griega que gustan llamarse demócratas…

Martín podría seguir hasta la Hora Final imitando la burda prosa de los libelos. Sin embargo, cuando llega a este punto, el de los jesuitas abandonados en Córcega tras la expulsión y el arduo viaje, le vienen a la cabeza los informes que ha ido dejando caer en sus charlas el serpentino Fieramosca. De ese modo, Martín ha sabido que los jesuitas vivieron hacinados y harapientos en las playas corsas entre los rencores brutales y desolados que suscita el hambre. El abandono de la devoción fue absoluto. ¿Por boca de quién, a su vez, ha sabido de esos asuntos Fieramosca? Por algún marino con el que comercia en Civitavecchia. Aunque ninguno de ellos es ya Idiáquez, porque este falleció de una rara enfermedad al poco de dejar a Martín en su inesperado destino. La muerte de Idiáquez hizo que Martín cuestionara las pérdidas que a Fieramosca le supondría no recibir pago ninguno por los valiosos dibujos que le diera en el muelle. La única respuesta de Fieramosca fue una sonrisa. El colgante que Idiáquez le dio como garantía, despojado del retrato que lo afeaba, acabó en torno al cuello de un Borghese.

Así fueron llegando las noticias a Martín los primeros años de su estancia en Roma, antes de convertirse en Martino y también en Philippo. Hasta quería presentir la desazón de su hermana Elvira, o las dudas de su padre y su madre, cuando le imaginaran sufriendo en las playas corsas de la misma manera que él, tiempo antes, había imaginado a Gonzalito en Roma.

Porque de Gonzalito, en Roma, ni rastro. En los cinco años que lleva en la ciudad, no ha tenido la mínima noticia de su existencia. Que mentía en sus cartas es lo único diáfano. Además, desde su llegada, a Martín le han requerido otros menesteres más acuciantes que preocuparse por el destino de su hermano. ¿Quién era Gonzalito, después de todo? La claridad de las mañanas romanas ha limpiado los borrosos sentimientos infantiles de Martín, y del hermano mayor sólo queda la seguridad de que nunca fue persona, sino idea. Y la idea era pensar por cuenta de uno y rebelarse: amplitud y misterio de otra vida posible cuando no había más sendero que el señalado con mano firme el día mismo del nacimiento. Pero las cosas han cambiado; ahora manda la vida nueva y se impone la urgencia de cada día. Así que Martín satisface como puede al verboso inglés en este año del Señor de 1772, cuando el invierno romano enseña las orejas y las humedades del Tíber devoran la pulpa de los huesos.

La criadita ha desaparecido y el charlatán sigue ahí:

—Son la sal de la tierra, ¿verdad? ¿De qué estaba hablando yo? ¡Ah, sí, demonios! De lo viejo y repulsivo que le parezco a la hija de un lacayo de los Doria-Pamphili. Fiametta, se llama la necia… Aunque ahora no sé si eso tendrá mucho que ver con la fábula del topo y el ruiseñor. Escuche, que tiene gracia. Un topo asoma de su madriguera y descubre a un esplendoroso ruiseñor posado en la rama de una acacia, silba que silbarás. El topo, indignado por lo que ve, aunque vea más bien poco, dice para sí: «¡Hay que estar loco para pasarse la vida en tan difícil y desagradable equilibrio, a merced del viento, en una puntiaguda rama, sin dejar de quejarse por esa luz que ha de torturar los ojos y masacrar la cabeza a dolores!». Entonces, el ruiseñor, que le ha oído, replica al topo con desdén que se mire en un espejo. Así suele suceder con el topo que critica al ruiseñor: incurre en la estupidez del viejo que critica al joven por sus hábitos desmesurados. Aunque el ruiseñor que le dice al topo que se mire en un espejo tampoco es demasiado listo y, además, y desde luego, es poco compasivo.

¿Quiere decir lo que dice y algo más, o sólo lo que dice y desorientarle? Mareado por el discurso, Martín ha llegado a la conclusión, a todas luces errónea, de que el inglés es mitad cernícalo, mitad ratón y mitad loro; debe enmendar ese doble fallo, aritmético y comercial. Por eso, aunque la nariz aguileña sea símbolo de nobleza, y más noble cuanto más desmesurada, Martín la disminuye. Y aunque las orejas que sobresalen de la peluca de ese hombre parezcan las asas de un cesto, en el dibujo se mantienen bien pegadas a la cabeza. No ha tenido la feliz ocasión de ver a su modelo con la boca cerrada, pero lo dibuja circunspecto porque intuye que será de su gusto un ceño fruncido en reconcentrado filosofar. Un hombre del siglo, un gran epigramista, un príncipe de los salones. Las figuras del fondo que suben y bajan la escalinata tienen cara de topos y las damas son más tórtolas que ruiseñores porque los miriñaques no ayudan a la ligereza. Las ventanas de las casas y palacios fingen mirar a nuestro inglés. Martín garabatea sus iniciales, guarda sus lápices, coge su nuevo cartapacio con aristas de mero cartón y se acerca al cliente con sonrisa devota. El inglés coge el papel como si fuera un recado urgente.

Sin embargo, antes de mirarlo, pregunta a Martín con afectada gravedad:

—¿Sabe usted, señor Da Vila, que el ridículo es trágico?

—Demasiado bien, milord.

Sin añadir una palabra, algo bien raro, el cliente saca una lupa del chaleco y mira el dibujo. Echa hacia atrás la cabeza. Avecina la lupa al papel. Imita con humor el gesto del piadoso dibujo, sonríe y busca en su bolsa los dos escudos que acordaron como precio. La fidelidad a sí mismo le obliga a explicar:

—Un perro de aguas le dijo una vez a un lebrel: «¿Qué placer se puede encontrar en perseguir a una liebre en lugar de hacer cabriolas ante el amo y buscar así el gozo de sus caricias?».

Martín valora como muy falsa la propia risa, que disimula contrariedad.

—No se enoje, signore Da Vila. Es usted un magnífico dibujante. Además —sigue diciendo el inglés mientras enrolla su dibujo—, sea de aguas, sea lebrel, un perro es siempre un perro. Y, según dice la gente, perro no come perro. Que usted lo pase bien.

Aún le sigue Martín con la mirada, cuando el viajero, tras esquivar caballos y carrozas con paso ágil y decidido, se adentra por la Strada del Babuino. Es entonces cuando sospecha que ese inglés es muy poco inglés. Martín examina cara, cruz y canto de las monedas que ese hombre le ha dejado en la palma, y va a morderlas cuando oye a su espalda una voz familiar:

—¿Han burlado al burlador?

Martín no necesita volverse para saber que es Giulia Fieramosca quien le habla.

—Mi padre. Que vengas a casa —ordena Giulia con un gesto que desea inexpresivo.

La pareja camina entre el estercolero de las recientes lluvias hacia las proximidades del Palazzo Borghese. Allí, en esas callejas retorcidas que afluyen a la magnificencia de la antigua familia romana, mora el sin par Fieramosca. Esa es la misma casa en la que vivía Martín hasta hace un año. Pudiera ser esa familiaridad olvidada lo que retrae a Giulia.

Tras unos pasos sin nada que decirse, el aire les envuelve en mutua turbación.

Salvo en cierta redondez del moflete, o ese trotar de cervato cuando va con prisa, y enseguida corrige, Giulia ha cambiado por completo. Hace poco, su mirada era de niña, y ahora es la de alguien que nunca lo ha sido. En la corta experiencia que se reconoce, y aunque le cuesta afrontar el nexo que ante él se presenta, esa nueva mirada es la que Martín imagina en su hermana Elvira tras años de obligación hiriente. La pérdida de unas ilusiones que nadie alentó, pero son sustancia de algunos caracteres. Ahora, mientras caminan por unas calles en las que desde hace poco se prohíbe en vano arrojar basura desde las ventanas, Martín observa a una Giulia cabizbaja, enredando un dedo en los cordones de la capa. Ni siquiera su hermana pequeña, Rosella, es partícipe de los motivos de ese largo silencio, interrumpido tan sólo por aislados sarcasmos. Hace dos meses que Giulia trabaja como ayudante del ama de llaves del cardenal Tornatore. Es fácil imaginar qué ha sucedido. Lo que su padre, el cruel Fieramosca, propicia.

Cuando Martín llegó a la casa Fieramosca se supo enseguida que no poseía virtudes para las artes que allí se practicaban. Sin embargo, su educación jesuítica era muy útil para que se refinaran un poco las niñas Fieramosca, huérfanas de madre, una tal Giuseppina, muerta al nacer Rosella. A lo largo de estos años, él y Giulia han hablado de lo que deben ser las fiestas en las cortes de Europa, del brillo y del influjo de las estrellas, o de que la filosofía es para hombres y la novela para mujeres. Alguna vez, Giulia le ha hecho sonrojar al hacerle de casamentera con alguna vecina, o cuando, más turbado aún, Martín ha evitado que la niña le hiciera confidencias que sólo se participan a una madre o a un cura. En cambio, ahora, lo de Giulia es algo más que tormentos de la sensibilidad al hacerse mujer. Y su tristeza no es ahondar en deseos sin forma ni nombre, porque Giulia es víctima de un deseo con nombre muy viejo y forma única.

—¿Voy para lo de siempre? —pregunta Martín sólo para oír su voz.

—Ingleses, sí.

—¿Esperan desde hace mucho?

—Lo que he tardado en llegar a la Barcaccia.

Giulia y Martín interrumpen su marcha porque han reconocido una de las carrozas de los Borghese. Giulia muestra su respeto con reclinación y Martín con reverencia. Cuando alza la cabeza, Martín descubre que uno de los ocupantes de la carroza se ha asomado por la ventanilla para demorar la mirada en el seno de Giulia. Nada cabe decir. Desde que llegó a Roma y Martín fue Martino, se ha dado cuenta de que en el noviciado le educaron en una sumisión a órdenes y ruegos que quizá sólo fueran terrenales, pero al menos se fingían otra cosa. Le ha costado mucho esfuerzo aprender lo que saben de nacimiento quienes se hallan a su alrededor. Y aunque se considere un maestro consumado en el disimulo, como todos en esa ciudad, por otra parte, nada puede hacer, ni siquiera nada intentar, cuando cada una de sus jornadas se ve salpicada por la humillación.

—Marcantonio… —informa Giulia de un modo que pretende incisivo—: Marcantonio Borghese.

Es ahora Giulia quien mira a Martín y es Martín el indiferente. Pero Giulia tiene toda la ventaja:

—El otro día el viejo me habló de ti… —dice.

El viejo es monseñor Tornatore. Martín recuerda la fogosa cordialidad de los Viloalle con las aldeanas de sus dominios y concluye otra vez que alguien está vengando en él todos esos episodios de siesta y pajar que sólo tienen un nombre: injusticia. Esos «Pero ¿qué te cuesta, niña?» de su padre entre el ahogo y la exigencia, forcejeos y capitulaciones inevitables, oídos alguna vez a distancia. Y Martín sabe ahora que la injusticia sólo se percibe de verdad cuando abusa de uno.

—¿Me escuchas o no? —le pregunta Giulia.

Martín asiente porque cree importante aprovechar los momentos en que ella habla cuatro palabras seguidas.

—El cardenal Tornatore me ha explicado que los jesuitas españoles han abandonado el peligro de Córcega hace tiempo y muchos han llegado a Bolonia y Ferrara.

—Ya lo sabía.

—Y que otros, contra la ley de Dios, y sin el permiso del Papa, han decidido servir a Federico y a Catalina.

—Lo sabía también. ¿Y habla monseñor de Catalina y de Federico como si de sus primos se tratara? ¿O eres tú quien mantiene lazos de parentesco con esas casas reales, Romanov y Hohenzollern? ¿Y a qué viene que monseñor te explique eso a ti? ¿Y qué les has explicado tú?

—Supongo que quiere ayudarte. A lo mejor puedes reunirte con ellos, si así lo deseas.

—¿Con los jesuitas? ¿Y a qué habría de reunirme yo con los jesuitas? ¿He sido jesuita yo? ¿O es que monseñor quiere que me esfume? Además, insisto, ¿cómo sabe Tornatore esas cosas?

—A lo mejor te ha oído hablar. Ahora mismo hablas como si fueras el mismísimo cardenal Ricci.

Martín pasa por alto la sarcástica comparación con el general de la Compañía de Jesús y prosigue su réplica, que para eso fue premio distinguido en los debates teológicos:

—¿No lo averiguaría todo eso el cardenal Tornatore en esa típica conversación en la que la criadita le sirve su coda alla vaccinara y monseñor le dice que se siente a su mesa y discuta con él de importantes problemas vaticanos?

—¡No soy su criada! ¡Tú sí eres un criado y un mendigo, que la gente te da monedas en las plazas! —grita Giulia, de pronto fuera de sí, mientras asobarca la falda y echa a correr. Hay sorpresa en Martín cuando ve alejarse a Giulia, pero sabe que en cuanto vuelva la esquina dejará de pensar en ella. Si otro la mancilla a diario con sudor y mordiéndose los labios, es mejor preocuparse en sanar las propias heridas. De nada sirven los pensamientos sombríos y algo deleita el recuerdo, que ya irá mejorando, de unas tardes que ya parecen soñadas. Martín impartía sus lecciones a Giulia y a Rosella, que olían a jazmín, porque se perfumaban para él, aunque ni lo percibiera el antiguo novicio, tosco para esos detalles mundanos. Las veía coger la pluma con demasiada fuerza, pero con cuidado de no emborronar nada, agachar la cabeza hasta el papel con tierna impericia, y las avisaba de que no sacaran la lengua al escribir, ni movieran los labios al leer para sí. Enseñaba español y el francés que sabía, y ellas discutían cómo se decía tal o cual palabra. Martín explicaba entonces la diferencia entre el toscano que se escribía y el romanesco que se hablaba. Y caligrafiaba Martín con armonía y claridad los textos de las canzonette que las hermanas Fieramosca destrozaban sin armonía ni claridad ninguna, cuando, dos días por semana, la anciana Micaela les enseñaba los rudimentos del canto y del clavecín.

De lo que más orgulloso se sentía el antiguo novicio en sus tareas de preceptor era de haber transmitido a esas dos niñas la idea y el impulso de que las cosas se aprenden observando y preguntándose luego por la conveniencia de imitarlas. Hasta hace muy poco, y sólo por retenerlas cuando ya habían aprendido todo lo que debían, explicó algún asunto sin inmediata aplicación. Leyó con cavernosa voz al divino Dante y ellas le preguntaron al quinto terceto si se había vuelto loco, que parecía un adefesio regresado de la tumba; también desdeñaron enseguida otras bobadas entre resoplidos, para burlarse después con risa cantarina de la desolación de Martín, al tiempo que unían los dedos y los llevaban al pecho mientras coreaban: «Ma che cosa è phantasmata?». Y volvían a reír de su propia risa y de la cara de pasmado de Martín. Luego, Giulia y Rosella se tiraban de la melena al menor pretexto, porque entre ellas no se tienen ninguna simpatía, y han establecido desde siempre una competencia insana. Tan listas como salvajes como hermosas, ¿qué falta les hace lo etéreo?

Casi todo lo que esas mozas necesitan saber, lo saben de nacimiento, porque su padre es Benvenuto Fieramosca y no otro cualquiera. Y llevarán razón al seguir sus consejos, porque la opinión de Fieramosca sobre Roma y su gobierno es indispensable para quien haya de sobrevivir en esa ciudad sin la bendición de una buena cuna o, al menos, de una buena cuna que allí importe.

Según ha ido viendo Martín, en Roma se ubica la corte más inflexible del mundo, pero tan ciega a sus normas como ahora pueda serlo Fieramosca a la virtud de Giulia. Esa corte papal se rodea a su vez de otras treinta cortes cardenalicias donde cada eminencia ampara a sus feligreses y vasallos de un modo que al forastero se le antoja caprichoso, pero sujeto en verdad a códigos muy férreos. Cuando muere un Papa, y Martín ya ha visto morir al Papa Rezzonico y puede decir algo sobre ello, cambia el gobierno principal, y cambian también esos treinta gobiernos, y con ellos sus influencias y sus odios; y esos odios e influencias enaltecen o arruinan a quienes de ellos dependen. Eso acarrea que, en prevención de lo posible, el rumor sea continuo en Roma, y viscosa la red de conjuras en marcha. Quien desee que su posición o sus ingresos permanezcan inalterables al ir y venir de chismes agigantados de voz a voz, y de voz a libelo, y de libelo a susurro en oreja cardenalicia o papal, debe convertirse él mismo en un mínimo feudo y estar a buenas con los que pueden ascender, con los que han caído, pero no del todo, y con los que seguirán en su lugar por siempre jamás. Ese hombre ideal lucirá en el semblante una sonrisa magnífica y la buena disposición moldeará su gesto. No demasiado sumiso, nunca arrogante, y oculta en la espalda la garrota para alejar a los competidores que exhiban un pelaje similar al suyo, y se finjan, sí, dicharacheros, y muy humildes, claro.

Por lo que Martín sabe, el omnímodo Benvenuto Fieramosca se halla, dentro de las reglas del debido respeto, en inmejorables relaciones con los Borghese (la vecindad, el colgante que fue de Idiáquez y, en definitiva, lo necesario), el cardenal Albani (los mejores dibujos que pasan por sus manos) y, además de otros que Martín desconoce, el viudo Masseratti (aduana de Civitavecchia) y el risueño Castracani (fondas y albergues donde se alojan los viajeros, incluido el Ville di Londra). No olvidemos que la fuente principal, no diremos de la riqueza, pero sí de la abundancia fiesamoscana, son los franceses, alemanes y, sobre todo, ingleses a quienes, desde el fin de la última guerra, se les antoja venir a Roma para visitar iglesias y ruinas y comprar aquello que se les muestre y más. Y para no perder a esos clientes por incompetencia o envidia se viste uno el negro hábito, adula uno, se enmascara uno, se hace uno el romano que de él se espera. Y, sobre todo, para que el cardenal Tornatore no reclame cuando se le antoje los derechos de la próspera casa donde se habita y se comercia, muy por encima del rango que corresponde a un comerciante o a un artesano, entrega uno a su hija.

Antes de llegar al Palazzo Borghese, como si fuese un lebrel y no el agasajador perro de aguas con que le ha confundido el plúmbeo inglés de la Piazza di Spagna, Martín sigue en el fango la huella de los tacones de Giulia hasta que estos le llevan a una cochera y a un patio con arriates, que son antiguos sarcófagos, y cuyas flores lucen algo mustias en esta época del año. En el pescante de un coche de alquiler, un viejo canta a media voz un aire napolitano. Ya en la casa, Martín sigue una nueva pista, y un rumor de conversación y risas le acompaña al taller donde Fieramosca exhibe las obras de antiguos maestros.