En los muelles de Civitavecchia, enfundado de mala manera en los harapos de un piloto muerto, acarreando una caja pesadísima cuyo interior tintinea a cada duda del brazo, Martín obedece lo que Idiáquez ordena. Sólo pisar tierra firme, Martín nota que se le va la cabeza, que el cuerpo se desgobierna, pero que también lo hace el de Idiáquez, quien busca apoyo en una gran tinaja antes de proseguir su camino. «Mareo de tierra», informa Idiáquez a Martín, y este no comprende más que la libre oscilación de todo. «Pues mareo de tierra —decide— y si me desmayo, pues me desmayo.»
Apartados ya para siempre de su vida, también mareados o desplomándose sobre charcas de aceite en la piedra roída, los jesuitas enfermos son recibidos por el secretario del embajador. Martín les ve entrar en la aduana cabizbajos, enfebrecidos, moribundos. Entretanto, Idiáquez, con cierta urgencia, mira en todas direcciones, otea el muelle, y al fin encuentra a quien busca entre los curiosos que admiran a caballeros y damas extranjeros que en ese momento salen de un bote.
—¡Benvenuto! —llama el capitán Idiáquez. Sin embargo, el individuo, un abate con cabeza de higo, se halla muy ocupado en hacer reverencias a los pasajeros recién desembarcados, mientras les entrega unos volantes. Uno de ellos intenta leer lo que está escrito en esos papeles y, afectado quizá por el mareo de tierra, se desploma. El resto de viajeros decide que el desvanecimiento es producto de la lectura y por eso arrugan los papeles que acaban de llegar a sus manos, hacen una bola con ellos y los arrojan al mar.
—¡Benvenuto! —repite Idiáquez, mientras levanta para significarse el cartapacio de esquinas plateadas que un día fuera de Martín. El tal abate Benvenuto corresponde por fin a la llamada, levanta a su vez un cartapacio rojo y va al encuentro de Idiáquez y de Martín. Los dos hombres se reverencian. Idiáquez ordena a Martín que deje el cajón en el suelo. Al liberarse de la carga, Martín siente cómo le tiemblan los brazos, pero esa circunstancia no le impide buscar de inmediato la mano del abate para besarla. Contra todo pronóstico, la mano del abate esquiva los labios de Martín con un gesto desconfiado para mirar después, asombrado y confuso, a un Idiáquez que ríe mucho. Enseguida, el abate pregunta:
—Ma che cosa fa questo stronzo?
Idiáquez, que entiende el equívoco, explica entre carcajadas:
—Es la indumentaria, querido Benvenuto… —Idiáquez señala la ropa eclesiástica de Benvenuto Fieramosca. Luego, se dirige a Martín para impartirle la que quizá sea última lección de inmoralidad—: Menos algunas mujeres, algunos nobles y las estatuas más antiguas, casi todos los romanos llevan hábito. Los curas y los que no son curas. Entre los cooperantes, no hay una sola excepción. Ha de tener en cuenta que casi toda la clientela es familia de cardenales o recomendados por ellos. La deferencia resulta obligada.
Mientras Fieramosca apunta discreción y sugiere a los recién llegados que se aproximen a su coche, Martín carga el condenado bulto y piensa en Gonzalito y en los sobrinos del cardenal Colonna. Martín se sonríe al imaginarse a Gonzalito de abate. «La gracia que le hará», piensa.
Al llegar a su coche y decirle al cochero que vigile, Fieramosca mira a Martín con toda seriedad y pregunta:
—Chi è questo giovane, capitano?
—Signore Fieramosca… Tiene ante usted al mejor dibujante que nunca me haya sido dado conocer. Además, el muchacho sabe latín, griego, francés y tiene una magnífica caligrafía. Hasta puede, llegado el caso, escribir en letra gótica.
Fieramosca, sin mirar apenas a Martín, o mirándolo con cierto desprecio, extiende las palmas hacia arriba y une los dedos de las manos, que empiezan a señalar el pecho con un gracioso balanceo de muñeca. Luego parece interpretar el papel de un gran arrogante y declama:
—Vedere un giovane che ha una furia di diavolo…! —No mucho después, y a fuerza de oírselo, Martín sabrá lo que Fieramosca explica ahora al capitán Idiáquez en larga parrafada—: Uno es el mejor artista de su pueblo. ¡Qué cosas hace tan bonitas! Y como es el mejor artista de su pueblo, se va a la ciudad. Si por fortuna, en la ciudad no descubre que es un fantoche presuntuoso, a lo mejor se queda allí y puede vivir de su trabajo. Pero quizá sea cierto que es un grande artista y sea también el mejor dibujante o pintor de la ciudad. Entonces deberá serlo de la región, pero seguramente no lo será. Y si a lo mejor, entre docenas y docenas de imbéciles que se creyeron buenos oficiales artistas, es el mejor de su región y el que más encargos recibe, va a la corte de su reino. ¿Triunfará allí? Seguramente no. Seguramente se encontrará con muchos artistas que son mejores que él, o más astutos y con mejores modales cortesanos. Pero quizá lo llame un cardenal, o quizá lo llame un noble o el mismo rey para que trabaje para él. ¿Se quedará entonces el artista en la corte? Puede que sí o puede que no. Pero antes o después querrá venir a Roma, donde encontrará a los que fueron mejores artistas de su pueblo, de su ciudad, de su región, de su país y de la corte. Y en Roma, a menos que venga pensionado, si lo que pretende es prosperar, de no ignorarle, se reirán de él, y mucho. ¿Me quiere decir, señor marqués de Idiáquez, que este joven puede ser alguien en Roma? ¿En la Roma que está ahí?
Y Fieramosca señala con orgullo un horizonte donde nada se distingue pues el día ha amanecido nublado.
—Contado de tal guisa… —responde perplejo Idiáquez—: Hágame, de todos modos, el favor. Algo encontrará que el joven pueda hacer. Ya le he dicho que sabe latín, griego…
—¡Claro! ¡Y aquí nadie sabe latín! El muchacho ha dado con el lugar donde se va por la calle diciendo «¡Cómo echamos en falta a la gente que sabe latín!». —De pronto Fieramosca mira la cara de Viloalle, examina sus harapos, se da cuenta de que unas cosas concuerdan y otras no, y pregunta a Idiáquez—: ¿No será un jesuita español? —Y enseguida, con gesto de mucha perspicacia, formula la misma cuestión a Martín en muy gracioso castellano.
—No, signore —contesta el mismo Martín con una inclinación de cabeza propia de su alta cuna, que brinda respeto, pero avisa de que será mejor no seguir por ahí.
—Mire bien, capitán, señor marqués, si me hago cargo del muchacho será en prueba de amistad y de mucho respeto, lo sabe.
—Lo sé.
—Y si en su siguiente visita el muchacho ya no está conmigo, no habrá de reprochármelo. ¿Me equivoco?
—En absoluto. Pero, dígame, don Benvenuto ¿trae algo para mí? Quiero volver pronto a bordo porque este mareo de tierra me está matando. Un dolor y un frío tengo por todo el cuerpo…
Mientras Idiáquez explica sus cuitas, Fieramosca extrae de su cartapacio rojo lo que parecen dibujos antiguos. Idiáquez los coge enseguida con mucho cuidado y los introduce en el cartapacio de esquinas plateadas del que Martín se puede ir despidiendo.
—Recuerde, excelencia… —dice ahora Fieramosca—: Maestro Poussin. Ahora se vuelve a llevar mucho. Son dos bocetos de autorretrato y el estudio de una pastorela. Dos mil escudos…
—¿Cómo? —pregunta sorprendido Idiáquez.
—Se los sacarán de las manos, palabra de honor. ¿Me deja una garantía? No quiero ser descortés, pero esos dibujos son especialmente valiosos y este muchacho, a decir verdad, no me sirve como tal garante.
El capitán Idiáquez, molesto, se saca del cuello un medallón de oro que entrega a Fieramosca:
—Guárdelo bien. Es un retrato de mi prometida.
—Descuide, su excelencia. ¿Cuándo estará de vuelta?
—Quizá dentro de tres meses… —Idiáquez señala entonces el cajón que Martín ha cargado y dice—: Para aliviarle la tardanza, me he permitido hacerle un obsequio. Son vasos… —y levantando las cejas con misterio, una actividad que en ese muelle parece hábito, Idiáquez añade—: Puede decorarlos…
—Por supuesto, señor marqués… Y también llenarlos y vaciarlos.
—Y si quiere más, sólo tiene que pedirlo.
—No, gracias, capitán. Con esto basta para calmar la sed de toda Roma.
A Fieramosca no le entusiasma el regalo. Con una indicación le dice a Martín que cargue la caja en el pescante, junto al cochero. Martín, quien no tiene costumbre de que un plebeyo le imparta ese tipo de órdenes, se calla por prudencia y sube al coche los vasos que han sido hurtados del servicio de los jesuitas expulsos. Después acompaña a Fieramosca al interior del carruaje. Como ve que Fieramosca tiene serias dudas sobre si no sería mejor que, dada la desfachatez indumentaria, el muchacho acompañara al postillón, Idiáquez se asoma por la ventanilla y le dice:
—Es un Viloalle. Martín de Viloalle.
—Un Viloalle… —repite Fieramosca con aire enigmático que, verdaderamente, nada revela, para golpear enseguida la madera del techo. Mientras restalla el látigo y el coche empieza a maniobrar, Idiáquez se asoma de nuevo al interior y pregunta:
—Benvenuto… ¿sabe si el cardenal Colonna tiene sobrinos? —y Martín se sorprende de que el capitán Idiáquez recuerde ese detalle.
—¿Sobrinos el cardenal Colonna? —se pregunta cómo asustado Fieramosca. Y añade—: ¡No, por Dios! Su Excelentísima Eminencia sólo ha tenido sobrinas. ¡Casi un centenar! ¡Y las que tendrá mientras el cuerpo aguante!
Y chasca el látigo otra vez en el pescante, mientras Martín se hunde en el asiento como si el fustigado fuera él y no los caballos. Varias leguas separan Civitavecchia de Roma, pero aún oye Martín las carcajadas de Idiáquez cuando el coche entra en la ciudad por la Porta di Popolo, y Fieramosca opina, tras estudiar con ojo experto el medallón con camafeo que el capitán le ha entregado en garantía:
—No me extraña que il capitano se pase la vida en el mar… ¡Qué espanto di donna!