Aún no ha cantado el gallo cuando Martín despierta y percibe confusión en el aire. Ladridos fieros responden a más ladridos, y antes de que los contornos del revuelo se disipen en las inmensas lejanías de la noche, se oyen en la calle, muy cerca, galopes frenados, voces decididas, el traqueteo de carros y diligencias. Una espiral de alarma sube de un piso a otro, dobla esquinas, se lanza por corredores. Hasta la celda de Martín llega un rumor agitado que culmina en tres golpes perentorios en la puerta de cada novicio, en su puerta.
Martín salta de la cama y asoma la cabeza al pasillo donde nadie disimula el miedo tras el temblor de las velas. Y es en la inquietud de los padres donde Martín encuentra el verdadero terror, porque siempre ha pensado que los jesuitas sabrían hacer frente a cualquier situación, fuertes y seguros bajo el ala acogedora de la Compañía, la cual promete, a cambio de la entrega de sus vidas y trabajos, hermandad, fuerza y protección, ya sea en Villagarcía de Campos, ya sea en Goa o en Manila. En la boca del pasillo, aparece un soldado que sin miramiento vocifera: «¡Todos abajo!».
Y, abajo, en la sala capitular, entre figuras irreconocibles y agitación de sombra en las paredes, Martín distingue, en acalorada discusión con el rector, a uno de los soldados que en la tarde de ayer acampaban por las afueras. Aunque el militar se excuse, no hace un mínimo gesto que frene el alboroto. En una esquina, con aire ausente, solicita perdón de Dios la pareja de capellanes de la colegiata que ha dejado entrar a los soldados ante su imperativa llamada. El prefecto ordena a Martín que agrupe a los novicios, que oren y se mantengan ajenos a lo que ocurra. Martín obedece al prefecto, pero nadie le obedece a él: la turbulencia y el desorden de los acontecimientos, la escena de farsa con jesuitas en camisón y soldados vuelve auténticas doncellas asaltadas en el bosque a los novicios que, en horas más gratas, afirman la futura conversión por propia mano de todos los caníbales del África desconocida. Martín quiere repartir mandobles, pero recibe uno, y fuerte, de un soldado. Las mandíbulas de Martín de Viloalle y Bazán apresan la mano golpeadora del miserable para dar fe de que no ha olvidado el debido orden de las cosas, que un señor, para un majadero con garrote, sigue siendo un señor aunque… Un trabucazo deja sordos a los presentes y se desconcha el cielo raso.
El nuevo silencio da paso a una nueva circunstancia. Los allí amontonados se separan en jesuitas y hermanos, por un lado, y novicios y capellanes, por otro, mientras hilos de yesería caen del techo, y su sombra, junto al caracoleo de emanaciones de pólvora, dibuja tenues rastros en la pared que se desvanecen en cuanto las velas cambian de posición.
Un hombre rechoncho, con gesto de que va a decir lo que tiene que decir, ni más ni menos, pues se nota que lo lleva ensayado, se presenta como juez de comisión a las órdenes del rey, señala como escribiente al hombre que se ha hecho traer una mesa, y afirma, sin que nadie le contradiga, que esos oficiales del ejército de su majestad son sus testigos. «¿De qué?», se murmura en la sala, pero nadie contesta. El juez de comisión ordena abandonar el recinto a los capellanes de la colegiata porque ellos no se ven afectados por la Pragmática Sanción a cuya lectura procede. «¿De qué habla ese hombre?» Sea cual sea el contenido de dicho decreto, los capellanes abandonan el lugar cruzando entre ellos miradas de mucho alivio. Enseguida se echa de menos su rezo maniático, con ínfula de Apocalipsis, cuando el comisario recita como un pregonero lo que, en efecto, parece el fin del mundo:
—«Habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo Real en el Extraordinario, que se celebra con motivo de las ocurrencias pasadas, en consulta del veinte y nueve de enero próximo; y de lo que sobre ella me han expuesto personas del más elevado carácter; estimulado de gravísimas causas, relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis Pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias, que reservo en mi Real ánimo; usando de la suprema autoridad económica, que el Todo Poderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis Vasallos y respeto de mi Corona; he venido en mandar se extrañen de todos mis Dominios de España, e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes a los Religiosos de la Compañía, así Sacerdotes, como Coadjutores o legos, que hayan hecho la primera Profesión, y a los Novicios, que quisieren seguirles; y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía en mis Dominios. Y para su ejecución uniforme en todos ellos, os doy plena y privativa autoridad; y para que forméis las instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y estimareis para el más efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento. Y quiero que no sólo las Justicias y Tribunales Superiores de estos Reinos ejecuten puntualmente vuestros mandatos; sino que lo mismo se entienda con los que dirigiereis a los Virreyes, Presidentes, Audiencias, Gobernadores, Corregidores, Alcaldes Mayores y otras cualesquiera Justicias de aquellos Reinos y Provincias; y que en virtud de sus respectivos Requerimientos, cualesquiera tropas, milicias, o paisanaje den el auxilio necesario, sin retardo ni tergiversación alguna, so pena de caer el que fuere omiso en mi Real indignación. Y encargo a los Padres Provinciales, Prepósitos, Rectores y demás superiores de la Compañía de Jesús se conformen de su parte a lo que se les prevenga, puntualmente, y se les tratará en la ejecución con la mayor decencia, atención, humanidad y asistencia: de modo que en todo se proceda conforme a mis soberanas intenciones. Yo, el Rey».
Consumatum est. El rostro del comisario es elocuente, mientras pasea la vista por la hilera boquiabierta: «El rey os echa de España, así mismo». Las muestras de asombro se superponen. Las miradas de los jesuitas se buscan, y las palabras y los gestos, hasta los ritos más nimios, un elevar la vista al cielo, un santiguarse, se cargan de significado o lo tienen por vez primera.
—¿Por qué? —pregunta con firmeza el rector tras dar un paso al frente.
—Porque el rey lo manda —replica el comisario sin mirarle a los ojos, y enseguida hace un gesto convenido a la soldadesca, que empieza a distribuirse por el noviciado. El comisario añade—: Como señala el real decreto, los novicios pueden irse. Dos carros y una escolta les llevarán hasta Valladolid. El que tome esa decisión puede subir a su cuarto y embalar sus pertenencias. Quien decida seguir a los jesuitas debe entender que también será expatriado de por vida y, al contrario que sacerdotes y hermanos, no recibirá ningún tipo de pensión. Se entiende que la juventud aún se halla a tiempo de restituirse al siglo…
—No inspira ternura el siglo —dice el rector—: Cree el siglo que busca el juicio y lo está perdiendo.
De los quince novicios, diez han subido la escalera antes de que el comisario terminase de hablar, lo que provoca en los soldados grande risotada. Ahora, los otros cinco se miran entre sí, miran a sacerdotes y hermanos, valoran sus opciones.
Uno dice: «Mi abuelo me va a matar…» y sube la escalera. Otro insinúa una vida de aventuras en ultramar y toma el mismo camino. Un tercero dice: «Espera, que voy contigo.». Otro corre a arrodillarse ante el rector, busca su mano para besarla. El llanto es tan exagerado que de los jesuitas sale un suspiro unánime y una llamada a la templanza. Y dice el rector al novicio arrodillado:
—La Providencia no será tan tortuosa, hijo, se hará justicia. Recuerda al rey Asuero y cómo revocó el edicto de matanza a los hebreos.
Quizá piense el rector que el novicio llorón quedará a sus plantas de por vida. Se engaña. Tras incorporarse, sin mirar a nadie, hiposo y sofocado por el llanto, el novicio toma el camino de la escalera. Martín lamenta para sus adentros, y mucho, estar a sólo una semana de tomar las órdenes menores. ¿Pero de qué hubiese servido? Entonces el destierro sería obligatorio. De todos modos, sin que nadie pregunte, se dirige al comisario y dice: «Si se permite, acompañaré a mis padres». La inevitable magia de querer ser como los otros te suponen. No es la expresión de un carácter superior lo que domina sus otras potencias, sus razones y sinrazones, sino un anhelo de la fuerza que carece y por ello estima un alto grado: ser, prestigiarse, dirigir y guardar los secretos máximos de la Compañía; lejos de esa vaga intuición del noviciado, bien lejos desde luego de un regreso al pazo en decadencia y el villano pleiteo con sus hermanos por las ruinas de una frágil vanidad, de una intrincada mezquindad, de un tedio mortal.
Ante ese paso adelante del novicio Viloalle, el alguacil se encoge de hombros y el escribiente le dice que se acerque, que dé su nombre, el de sus padres verdaderos y el lugar y fecha de nacimiento. «Como si me acordara…», está a punto de decir Martín, antes de pronunciar nombres como reliquias. El hermano artista, que le tiene ley, se abalanza sobre él, le rodea con sus brazos, le arrastra al grupo. Mientras los jesuitas pasan por la mesa del escribiente para entregar los mismos datos que Martín, empieza el ir y venir de soldados cargados con las temporalidades de la Compañía en lo que ya parece ser el antiguo noviciado de Villagarcía de Campos. Cuando el rector cierra el desfile de los jesuitas ante el escribiente, aún debate con el inexpresivo comisario. Por lo elevado de su voz, quizá la pretensión del rector sea sublevar a los militares, o soliviantar el ánimo de los aldeanos que a buen seguro han pegado la oreja a las puertas de aquella casa religiosa:
—Parece que el decreto tiene un par de meses, quizá tres, ¿no es así?
—Eso parece —contesta el juez.
—¿Y no le extraña que los jesuitas, intrigantes como son, con esa habilidad que poseen para manejar voluntades, con ese gobierno que forman dentro del gobierno, no hayan tenido conocimiento de una decisión tan importante? ¿Que no se haya murmurado? ¿Que la mujer de un ministro no haya transmitido en el confesonario la torpe intención de su marido? ¿O quizá sean falsas esas habladurías? ¿No cargamos acaso con inexistentes culpas? ¿Por qué no reconoce que se equivocan? ¿Sólo quieren nuestros bienes? Muy bien, tómenlos, como hicieron en la Francia. Pero no echen por tierra la obra de Dios que aquí y en todo el mundo hemos llevado a cabo desde hace más de dos siglos…
—Recen ustedes por una venturosa travesía, padre… —así esquiva todo debate el comisario.
El rector chasca la lengua, se recoge con peculiar virilidad el halda de la sotana y, mientras se arrodilla, exclama:
—Ad majorem Dei gloriam…
Y todos responden:
—Ad maius Dei obsequium…
Y Martín piensa que es fuerte con aquellos padres. Después de la sorpresa, hay entereza en esos hombres, y esa entereza es también suya.
Al cabo de horas de rezos y tensa espera, los oficiales les ordenan salir por la puerta de la colegiata. Mientras caminan en fila por el pasillo central de la nave, el rector pide que no se exprese desolación coram populo. Hay que dar ejemplo. Nadie asiente, nadie lleva la contraria, desfilan callados bajo el sol cenital de Villagarcía. Figuras desdibujadas de lugareños corren hasta allí y se detienen de pronto ante una marca invisible. Martín oye cómo el padre Teixeira, ante la acometida de la luz, exclama:
—Phantasmata!
Y oculta el padre Teixeira los ojos en mitad del brazo con gesto dramático. Y Martín sabe que el padre se refiere a lo escrito por Platón en La República. Los hombres encadenados desde niños que sólo ven proyectadas falsas imágenes, y al liberarse y salir al mundo, no pueden soportar el resplandor del sol, y deben mirar sus proyecciones fantasmales en los objetos.
Y eso parece decir que los hombres no somos dignos de aceptar la verdad si no se acompaña de las enseñanzas de Jesucristo y de la Santa Madre Iglesia.
—¡En abrasiva luz os cegaréis al salir de la caverna! —aúlla el padre Teixeira por si cupiese alguna duda.
El corro de vecinos les ve salir y contiene su furor ante la injusticia manifiesta. Les aman. Son despreciados por los poderosos que están lejos, pero quienes viven a su alrededor les aman. El rector imparte bendiciones y sosiega ánimos. Antes o después lo tenía que decir, por tanto lo dice:
—Nuestro reino no es de este mundo.
Y piensa Martín que no le han explicado eso en los últimos años, sino todo lo contrario: el mundo todo era el gran convento de la Compañía. Martín comprende desde hace mucho qué significan ese y aquel mundo, y el otro mundo.
Y él no es de ese mundo de la plaza de Villagarcía, ni del mundo pasado, sino de otro mundo que alguien desarma ahora a la vista de los montones de libros y pequeñas propiedades que se agolpan en el suelo, frente a la puerta de la colegiata. Quizá se prepare un auto de fe repulsivo y blasfemo con rosarios, mantos, sotanas, ropa blanca, plumas y tinteros, devocionarios, misales y guías de ejercicios espirituales. De pronto, Martín descubre en uno de los montones su cartapacio de esquinas plateadas, abultado con las hojas desgarradas de la noche anterior. Las distracciones, las burlas y las pequeñas venganzas arderán también. Sin embargo, el corazón de Martín da un vuelco cuando uno de los oficiales se acerca hasta el montón donde está el cartapacio, lo examina, lo coge, lo lleva hasta su caballo y le pasa las correas hasta dejarlo bien sujeto a la silla. Entre la desconfianza que su gesto provoca en la tropa, Martín corre hasta el militar y con la mano abierta, el gesto exigente y una nueva fuerza en los ojos mira a ese hombre para decirle: «El cartapacio es mío».
—Tú ya no tienes nada. Vuelve a tu sitio… —contesta el oficial. Desde luego, no hay amabilidad en el tono de su voz, pero tampoco odio o rencor. Ya no son jesuitas a quienes odiar o admirar, tampoco personas con las que confrontar sentimientos. Son parte de una misión y sólo eso.
Los expulsos suben a los carros. El oficial de mayor rango galopa hasta la cabeza del grupo. Un labrador con la tez enrojecida sale a cortarle el paso con una azada en alto y en la boca el grito: «¡Viva Cristo Rey!». El oficial sólo tiene que espolear el caballo y amagar un irse la mano a la espada para que desista el labrador, se aparte y mantenga una expresión de auténtico imbécil, según piensa Martín cuando el carro donde va subido deja atrás al gañán cubierto de polvo.