En la tarde de abril, el rector de Villagarcía de Campos enuncia los misterios del rosario y los novicios murmuran respuestas desde los bancos del oratorio. La letanía de vísperas arrulla los muros de la colegiata mientras vapores de incienso se posan en la carcomida madera de los santos. Por la agilidad para una rápida compositio loci, adquirida en innumerables ejercicios espirituales, la imaginación de los novicios se fuga de la repetida imagen de Cristo depuesto de la cruz hacia escenarios donde se alojan mínimas intuiciones del goce. Bajo una idea común de recogimiento, cada uno establece con los demás la armonía de su piadoso ademán, mientras fantasea debates con jansenistas y dominicos; o que el aliento de la dama más bella de Madrid corre fresco y leve por la celosía del confesonario. Está prohibido restregarse esa primera gota de sudor que baja por el cuello.
Acaba el rito. La ceremoniosa devoción mide y remansa las horas del día. Los novicios salen a su recreo. Quien distinga entre ellos el semblante del joven Martín de Viloalle le supondrá contemplando musarañas; pero musarañas graves, trascendentes.
Entre un cruce de susurros que pugna por volverse alegre gorjeo de novicios al llegar a la puerta de la iglesia, se oye la voz del prefecto Olmedo:
—Martín de Viloalle.
Y Martín acude diligente, besa la mano de su interlocutor, se dispone a recibir órdenes.
—Vamos a pasear tú y yo por el castillo.
«Nunquam duo», piensa Martín, aunque sabe que esa regla no atañe al prefecto. Y recela.
En un instante, la desigual pareja deja atrás el hormigueo de novicios y camina por la calle principal de Villagarcía entre polvillo humano y olor a oveja que escapa de las tainas. Los lugareños se inclinan al paso de los religiosos.
El prefecto es alto y de inverosímil delgadez. Pero no es de su figura de puñal, sino de su conducta de puñal clavado, de lo que Martín desconfía, mientras alterna salto y carrera para seguir el paso del sacerdote y escuchar así lo que emana el susurro átono de su voz. Tras un prólogo discursivo de nulo significado, el prefecto detiene el paso en las eras. Mientras dura el silencio, Martín recuerda la primera visión, casi un ahogo, de esa anchura castellana; el mar pajizo unido en los confines a la bóveda del cielo. Y mira Martín los campos, aún verdes las espigas, por no mirar la cara más verdosa del prefecto, esas mejillas demacradas cuyo origen la buena opinión atribuye al estudio y los novicios a la intriga. Hasta ahora, Martín no ha tenido que sufrir lo que por otros sabe castigo. Han logrado esa hazaña su comportamiento intachable, la excelencia en los estudios y una indiferencia enmascarada en cualquier modo posible de humildad.
—¿Conoces la historia de Jeromín? —y la pregunta es retórica como retórico es todo en ese hombre. Cualquier novicio que haya sido víctima de esa siniestra ceremonia sabe desde hace mucho que el amo de ese castillo era el tutor de don Juan de Austria. Ahora dispone el bien ensayado ritual que es responder a las taimadas cuestiones del prefecto.
—Uno de los mayores, don Juan de Austria… —afirma convincente el novicio para que el prefecto llegue pronto a la historia del tutor de Jeromín, don Luis Méndez de Quijada. Y el prefecto cuenta en su horrísono mascullar cómo el emperador Carlos confió la educación de su hijo natural a don Luis, y cómo este llevó esa educación en el máximo secreto hasta el punto de que su esposa, doña Magdalena, la gran protectora de la Compañía, llegó a creer que el niño era fruto de unos amores ilícitos del marido. Cuando Felipe II proclamó en el monasterio de la Santa Espina que Juan era su hermano, las voces admiradas por el futuro vencedor de Lepanto ocultaron la hazaña de su preceptor, no tan magna, pero sin duda más honda. Ese exponerse a las habladurías, al desprestigio, ese anular honor, vanidad y orgullo por disciplina y afán de servicio. Esa obediencia.
Martín, sabio en bastardías menos famosas, aplica a su rostro la absoluta suspensión de ánimo tras el cuento y la moraleja, y de sus facciones brota un semblante de nube donde cada cual intuye lo que quiere: un búho, una vieja, un cañón, un mapa… Martín desea que lo admirativo asome en su expresión, porque adivina la valentía del preceptor de don Juan de Austria. Medita en la propiedad de arrodillarse ante el prefecto y besar su mano por contarle esa historia prodigiosa, medicina sutil envuelta en dulcísimo caramelo. Pero detiene la intención, porque la mano huesuda ya rebusca en la sotana y enseguida aparece una carta con el lacre violentado. Martín, que reconoce la letra de Elvira, recuerda la expresión adecuada para referirse a ella: «la hermana que yo tenía». No fue poco el alborozo que en su hora le produjo saber que su hermana no era tal, ignorando con gusto el verdadero espíritu de la regla que ahora mismo el prefecto habrá de recordarle.
Y alza la voz el prefecto:
—Para criar en ti el espíritu de la empresa de Dios, para disponer de tu corazón, que irá a Dios por votos, para que no tenga cosa que lo retarde de Su amor y el deseo de la gloria más excelsa, la vida llama a pruebas, novicio…
«Ay», piensa Martín, que se esfuerza por mirar al prefecto y no la carta.
—Quiero decir con eso que hay que dejar la hacienda y la esperanza de ella. Y dejar la honra. El deber, tu gran deber como futuro soldado de la Compañía, Martín, es como un árbol. Y así como al árbol, para servir en un edificio, le cortan las hojarascas y las ramas y lo cepillan, así deben cortarse nuestras hojarascas y olvidar la hacienda familiar. Y cortarse el verdor de la carne y de la sangre, abandonar el demasiado trato y la afición de parientes, convertir en espíritu puro el amor carnal…
«Ay», vuelve a pensar Martín, y evita cualquier figuración de lo que su hermana pueda haber escrito, y contiene un súbito rubor con mucho esfuerzo.
—El religioso, el hombre espiritual, no ha de ser tan parentero. No se ha de encarnizar en carne y sangre, sino entregarse todo al servicio de Dios Nuestro Señor.
Quiere respirar de alivio Martín, sumergirse en aromas del campo. Sin embargo, le paraliza la mirada que surge del difícil rostro que le examina, y conforme se endurecen los ojos del prefecto, el novicio selecciona la respuesta correcta a una pregunta que aún no ha sido formulada. Y como esa pregunta no llega, Martín se atreve a hablar:
—Ordene usted, padre…
El prefecto expone la misiva ante los ojos de Martín como si cogiera una rata por el rabo. Pero Martín sabe que si esa carta contuviese algo punible el prefecto ya le habría infligido un castigo ejemplar. El prefecto está jugando, quiere que Martín se exponga. Por eso Martín dice:
—La hermana que yo tenía está muy sola, padre…
Un «¿Cómo te atreves?» anticipa el bofetón. Los golpes no abundan en el noviciado y por ello sorprenden las rabiosas excepciones. Martín lo encaja muy entero, sin asomo de alteración.
—¡Una mujer casada nunca está sola! Y las flaquezas propias de su condición de hembra sólo incumben a su marido y a su confesor. ¿Pertenece a la Compañía su confesor?
—No, padre…
—¿Ha parido hijos la hermana que tú tenías?
—Dos, padre…
Con esos chismes ocupan las horas muertas algunos curas: no han entendido el auténtico poder que habita en las voluptuosas revueltas del secreto bien elegido. Eso, y no el acaparar habladurías, es el rasgo distintivo de lo jesuita que Martín ha intuido y al cual desea consagrar su vida. Sin embargo, bajo el riesgo de recibir más golpes, sería prudente mostrar, para el efecto general de la escena, buena disposición, una inteligencia acorde con el exiguo talento de quien la reclama.
—Ella es buena, padre, y una gran dama, pero a veces le cuesta comprender la abnegación. Eso es lo que yo pretendía inculcarle en mis cartas: el gran amor a la obediencia que aquí me han enseñado.
—¿Y qué soberbia es esa? Tu obligación era hablar con tus superiores para que ellos dispongan cómo se labra ese surco.
«Otros surcos labrarías en tu aldea», piensa Martín, mientras finge hondura reflexiva:
—Nada me honrará más que hablarle a usted de todo en la próxima ocasión, padre.
—Tú ya no tienes honra. Y no sé si tendrás ocasiones…
No le cuesta a Martín fingirse desanimado, mientras el prefecto inicia sus astucias:
—Te daré a elegir entre dos caminos de conducta…
«Qué listo se cree», piensa Martín. La carta debe de llevar lo menos una semana en ese bolsillo. Seguro que Olmedo ha estudiado todos los movimientos de un juego al que sólo impulsa una secreta ambición personal o el mero aburrimiento. Y el prefecto explica:
—Puedo darte la carta. Entonces la lees y después de cenar me la entregas. O bien, puedo entregarte la carta, puedes quedártela y, eso sí, reflexionar mucho por tu salvación y por la de ella.
Hay una tercera alternativa. Sabe eso Martín por boca de otros novicios que, en la misma circunstancia, se han encontrado ante un dilema para verse luego emboscados por la estratagema de Olmedo. Es el constante distraer el entendimiento, el empeñarse en ser uno y que no te dejen. Olmedo te anula, pero quiere que sigas siendo para doblar y doblarte de nuevo, y troquelarte como aquel y aquel y aquel. Sin embargo, esa misma disciplina sugiere que alguna vez se ha de fingir carisma, hacer valer la herencia del arrojo de san Ignacio de Loyola, destacarse y mostrar tu facultad para empresas más altas. Y la ocasión ha llegado. Mira el suelo Martín y dice:
—Rásguela, padre.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Rechazas las dos posibilidades que te ofrezco?
Se arrodilla el novicio y busca la mano libre del prefecto. Olmedo extiende un dorso peludo, Martín lo besa, y siente en la coronilla una mirada entre feroz y perpleja.
—Rásguela, padre —repite Martín, y no hay énfasis en sus palabras—. Y que todas las gracias del cielo le sean dadas.
Martín oye la carta al rasgarse. Su cuerpo no hace el menor movimiento hasta que escucha:
—Te puedes ir.
Martín evita los ojos del prefecto, besa su mano y camina con la cabeza gacha, la mirada del otro en su espalda. El prefecto no ve su sonrisa. Ni la ven tampoco, y poco les importa, unos soldados que descansan y abrevan caballos en las afueras del pueblo, de paso entre destacamentos, al parecer. Ni le hacen caso los niños del pueblo que juegan a ser esos mismos soldados. Ni se interesa por Martín la gente de Villagarcía, que se distrae con el naipe y encerrando gallinas, cuando el novicio pelirrojo pasa por la calle mayor en la última luz del miércoles. Sólo sus compañeros, a quienes ha entregado un simulacro de amistad, se aprestan a recibir noticias en la puerta de la colegiata:
—¿Qué ha ocurrido?
—La hermana que yo tenía… —y sigue su camino Martín, cabizbajo, tal que si su hermana hubiese muerto. Y se divierte Martín ante la confusión y el alarmado cruce de miradas de los otros, utiliza el drama que ha dejado suponer para cobijarse en la soledad de la sala de estudio. Finge traducir las Confesiones de san Agustín, ese libro casi prohibido que tanto le atrae y ha leído lo menos diez veces:
Y antes de esto, dulzura mía y Dios mío, ¿qué? ¿Fui yo algo en alguna parte? Dímelo porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria.
Esa es la fachada tras la que se concentra el novicio, mientras recompone el posible contenido de la carta de Elvira que nunca habrá de leer. Una más de la serie que, si ha de reconocerlo, ya le harta. Porque las palabras de Elvira, su penosa caligrafía por una instrucción de monjas que hacen bordar un nombre mejor que escribirlo, no han sido hasta ahora motivo de añoranza. Las evocaciones sensuales se desvanecieron en cuanto su hermana pasó a tratarle no sólo como hermano, que ya no debía, sino como paño de lágrimas, que aún debía menos. Sin insistir en la posibilidad remota de que Martín fuese designado como heredero, tal como dijera el día de su boda, Elvira contaba lo esperado: Gonzalito no volvía, y su padre había vendido algunas tierras a no se sabe quién de Ribadeo para pagar su dote y mantener una posición que se debilita por días. En cambio, la casa de Bermúdez parecía manantial de abundancias: las rentas eran cada vez más altas y, para combatir los tedios y saciar Dios sabe qué codicias, hasta se rebajaban a negociar con unos y otros. Pero de qué le servía eso a Elvira. Ramiro Bermúdez era un hombre bueno, pero sólo se ocupaba de ella para preñarla, mientras daba rienda suelta a cuñadas y suegra para que la odiasen hasta el mismo tuétano de su paciencia. Era una intrusa y se lo hacían notar a cada hora. Recién llegada a la casa de Bermúdez, el aya, que se había ido con Elvira, se murió de un empacho, y los Bermúdez la enterraron de cualquier modo, sin preguntar ni de dónde era, o por su familia, o si Elvira guardaba algún deseo sobre dónde debiera guardar reposo la difunta. Y luego siguió lo más triste. Era razonable que le arrebataran de su seno a las dos criaturas para que las amamantase alguna aldeana con buena leche, pero no la descortesía del modo, que ya fue maldad cuando, al nacer muerto el tercero, le hicieron saber una práctica común, pero de la que nunca se hace comentario, y menos a una madre inmóvil por la debilidad, a una madre fracasada. El cura de los Bermúdez?, que era de la España antigua, y que se escandalizaba, muy calladamente, eso sí, ante los afrancesamientos comerciales de los hombres de la familia, se empeñaba en dominar a sus devotas con los hábitos de siempre. Por eso, había clavado una estaca en el corazón a la criatura en cuanto la separaron de la infeliz parturienta. Así el diablo no tiene tiempo de arrebatarla, le dijeron sus cuñadas y su suegra, aunque en verdad la estaban llamando inútil.
En otro orden de cosas, Gil o Juan o Jorge, en verdad Martín no recuerda cuál de ellos, había conseguido los permisos para irse a Nueva Granada.
¿Y qué puede hacer Martín? ¿Sentir aquello? ¿Compartirlo? ¿Maldecir a la Providencia? ¿Recrearse en la atroz imagen, la propia imagen, de su gemelo Felipe atravesado por una estaca que empuña, mostrando los dientes mellados, el prefecto? No puede hacer nada. Esas cartas son leídas por muchos ojos con verdadero interés. Las que se envían y las que se reciben.
Por eso, en cuanto Martín supo que el hecho de expresar un deseo inquebrantable de ir a misiones, o citar a san Ignacio cuando exclama «¡Id e incendiad el mundo!», presa del arrebato que los mismos jesuitas llaman «la fiebre de la China», es causa suficiente para que te destinen a cargos más prosaicos aunque también de mayor enjundia, intentó matar dos pájaros de un tiro al escribirle a Elvira que su único deseo era convertir, él solo, y de un golpe, la India entera. Supuso muy alegremente que Elvira iba a comprender que la India era ella, la misma Elvira. Pero su hermana no ha comprendido, porque se ha vuelto una triste calamidad, como doña Eugenia, la madre de los dos, ahora lo ve.
Antes de que suene la campanilla de la cena, Martín se sobresalta porque el prefecto le ha vuelto a llamar desde la puerta del estudio.
Con un gesto mudo ordena que le siga. Martín, neutra la expresión, guarda su volumen de san Agustín y sigue por el tránsito al prefecto, escalera arriba, hacia las habitaciones. Lo ignora todo Martín y nada le inquieta, cuando el prefecto revisa su celda antes de clavarle la vista.
—La hermana que yo tenía… —masculla el prefecto para sí, y como si se lamentara, antes de mirar a un Martín que se encoge de hombros—. Tus compañeros creen que estás apenado por la muerte de tu hermana.
«Y eso es lo que me pasa, ni más ni menos», piensa Martín. Pero se defiende:
—No he mencionado nada de eso, padre. Sólo he querido decir que nuestra conversación se ha referido a ella.
Tras un silencio patibulario, el prefecto añade:
—Malus bonum ubi simulat, tunc est pessimus…
Es pésimo el malo cuando aparenta ser bueno. A lo mejor lleva razón; pero no se la dará. Ni tampoco habrá de contradecirle. Además, el gesto del novicio ya muda en turbación, y turbación verdadera, porque Olmedo ha abierto su cartapacio y mira las láminas que Martín ha dibujado en los últimos meses.
—La Anunciación… —reconoce el prefecto en el dibujo de uno de los relieves del retablo mayor—. Tienes buena mano… Aunque a mí me parece que la comedia se te da mejor. Podríamos dejarte en Venta de Baños para cuando pasen por allí los de la legua. Aunque también puedes ir con el obispo de Mondoñedo quien, el muy artero, ha declarado lugar sagrado una capilla en ruinas que había en tu casa. El asunto es que se siga rezando, pero con orden y beneficio, a uno de los ídolos que esos aldeanos medio salvajes de tu tierra se inventan cada dos por tres, mientras inicia los trámites de beatificación para salvar los muebles. Se ve que eso deja a tu padre sin las tierras que rodean una presa cercana. El obispo, entretanto, vende como bendita el agua del lugar. «Agua del Santo Infante», que así se llama el ídolo ahora. Un niño que hacía milagros, dicen. Según el obispo, esa agua va bien para los dolores de cabeza. Eso es lo que te contaba la hermana que tú tenías en la carta que no has querido leer. No te importa mucho, ¿verdad?
Muy poco. Aunque no le haga ninguna gracia que el obispo gane a su padre una contienda que viene durando siglos. Cosas de una sangre ya muy diluida, pero sangre aún, y en las que desde luego la nariz de ese palurdo no tiene por qué husmear.
Pero ahí sigue el prefecto, madera sin desbastar, con sus dibujos en la mano.
—Venga, dilo ya… —y el prefecto pone cara de haber mordido un limón al imitar una entonación infantil—: «Rásguelo, padre…».
Tras besarlo, el jesuita rasga el dibujo de la Anunciación en dos mitades. Y mientras hace con el papel cuartos y octavos hasta que la fuerza ya no da para seguir partiendo, mira un escorzo del castillo que entretuvo varias tardes libres de Martín.
El prefecto arroja las trizas sobre la mesa y, mientras Martín mira, ora el suelo, ora por el ventanuco, para recordar el castaño centenario donde tiempo atrás había realizado la misma operación, oye un nuevo maullido imitatorio, «Rásguelo, padre…». Y el prefecto rasga el castillo, esta vez sin muestra de respeto. Y rasga una Pasión y una Oración del Huerto, como si no los reconociera, y rasga un san Ignacio de Loyola y un san Francisco Javier que Martín ha ido copiando en la colegiata. Cuando al fin repica la campanilla de la cena, sobre la mesa sólo quedan hojas en blanco y dibujos destrozados. El prefecto le está mirando y sentencia:
—Me asalta la idea de que sólo amas a Dios y a su hijo Jesucristo.
Y sabe Martín que esas palabras le acusan, en verdad, de no querer a nadie. Quizá reflexione sobre ello, indica su leve afirmación, mientras deja libre el umbral para dar paso al prefecto y sólo suspira, casi con desdén, cuando las sonoras zancadas de su verdugo ya se cruzan con juveniles rumores que van y vienen por el pasillo.
Ocupa Martín su asiento en el refectorio, murmura las comunes oraciones, finge medida y no destina al prefecto ni una mirada en toda la cena, abundante por fin, tras la Pascua, y amenizada como siempre por la lectura de las vidas de mártires jesuitas. Algún novicio le observa con lástima por la muerte de su hermana; sin embargo, un tenue rumor de cubiertos y la fatiga se imponen a cualquier conjetura, mientras el lector del día declama:
—… los mártires fueron Pablo Miki, un japonés de noble familia, hijo de un capitán del ejército y muy buen predicador, Juan Goto y Santiago Kisai, dos hermanos coadjutores. Antes de ser crucificados y traspasados por la lanza, les cortaron la oreja izquierda, y así ensangrentados fueron llevados de aldea en aldea, en pleno invierno y a pie, con el fin de atemorizar a quienes planeaban hacerse cristianos…
El acento portugués del padre Teixeira, el profesor de filosofía, una voz que a veces musita y otras vociferan, al modo de los que pasan o han pasado mucho tiempo en soledad y no están del todo en sus cabales, interrumpe el martirio del beato Miki para informar a los presentes sobre una súbita meditación:
—Pues en el Cipango o Japón el mutilar no es humillante por necesidad. Ahí está Daruma, por ejemplo. Daruma es un dios suyo sin piernas ni brazos que resume las virtudes de la paciencia, la persistencia y la perseverancia. A Daruma se le atrofiaron los miembros de estar sentado, meditando. Y cuando algo lo perturba, Daruma siempre recupera el equilibrio. «Si te caes siete veces, ocho te levantas», dice Daruma. Cierta vez…
—Padre Teixeira… —avisa el rector, con la cuchara suspendida a medio camino de la boca, sin demasiada esperanza de que calle el padre Teixeira. Y el padre Teixeira no calla:
—Cierta vez, después de pasar muchos días y noches meditando, Daruma se quedó dormido. Al despertar tuvo un disgusto tan grande que se arrancó los párpados para no dormirse nunca más. Según dicen los nipones o japoneses, en el lugar donde cayeron los párpados cortados de Daruma creció té por primera vez, dando así al mundo un brebaje con el cual vencer el sueño… Con la oreja cortada del beato Miki quizá pretendieran algo parecido. Aunque no quiero aventurar…
El rechazo del padre Teixeira a la propia hipótesis es inmejorable pretexto para que el rector dé por concluida la lectura. Cuando todos se levantan y santiguan, aún se comenta la presencia de soldados en las afueras de Villagarcía; un hecho frecuente que preocupa a los lugareños, por la rapiña. El rector da también alguna instrucción relativa a los servicios. La última de ellas es que el novicio Martín de Viloalle marchará dentro de una semana a Salamanca para tomar las órdenes menores y estudiar alta teología y filosofía.
Martín se arrodilla y todo su ser difunde gratitud. Esa ha sido la causa de las humillaciones sucesivas del prefecto Olmedo; ese es el escribir recto con renglones torcidos que suplanta a la Providencia. Martín recibe la felicitación a gritos del padre Teixeira, quien ruega que no le deje en mal lugar ante sus nuevos docentes y muestre lo mucho que ha aprendido en materia filosófica.
—Y nunca olvides, para tu buen gobierno y la paz de espíritu de quienes te rodean, las palabras del «maestro de maestros» en su Retórica: «Lo que está en disposición de ocurrir y hay voluntad de que ocurra, ocurrirá; igual que lo está en el deseo, la ira y el cálculo…».
¿Qué le dice Teixeira? ¿Qué persevere en su ser cuando sepa quién es? ¿Todo lo contrario? La confundida emoción y algún escozor circunstancial no le permiten demasiada reflexión sobre ese punto.
Al salir en fila, Martín no detiene la mirada al pasar ante el prefecto Olmedo, sino que la desliza por su rostro mientras inclina la cabeza. Quizá ese hombre quiera ver en el gesto de Martín sincera gratitud, pero se equivoca: es nemotecnia.
Sólo cerrar la puerta de su celda, Martín se hace con papel, moja la pluma y esboza con gesto veloz y exacto, acentuándole, el semblante enfermizo del prefecto, su mirar de abismo, sus marcas de viruela, su nariz de buitre, los palotes que tendrá como piernas… Tres garabatos simulan el castillo en segundo plano. Martín acuclilla en las eras la figura del prefecto y le alza la sotana. Como nacida de la Tierra de Campos, con vueltas salomónicas, como una cornucopia, el supuesto flujo ponderable, la audaz cagarruta. Ese es el modo de rendir tributo final por tan larga sumisión a un Olmedo que le promociona, le protege y, sólo por su bien, le humilla.
Martín firma «Felipe» y después rompe ese dibujo y otros, dignos también de la reconvención más severa, que esconde bajo la cama y representan en diversas posiciones cómicas la jerarquía del noviciado. Mezcla los restos de unos dibujos con otros, guarda el montón en su cartapacio y anuda los cordones, mientras decide un lugar donde enterrarlos al día siguiente.
El hermano tutelar le encuentra en camisón, arrodillado junto al lecho, las manos unidas, cándido el visaje. Le ordena apagar la vela.