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Como se ha dicho, al margen de las tensiones sucesorias quedaban Elvira y Martín. Aún le duele a Martín pronunciar el nombre de Elvira y huir tanto de las horrendas figuraciones que ese mismo verano han asolado su lujuria, como de las confusiones que la hermana ha sembrado en su vanidad y avaricia. Ahora, en el claro del bosque, apoyado en la estaca, sigue en equilibrio el cartapacio de esquinas plateadas cuyo contenido el futuro novicio destruirá a la que acabe su dibujo. Y ahí, en el hueco del árbol centenario, quedarán los motivos de su angustia. Pero no puede más y, rojo de ira, el que se desea indiferente rompe el trabajo cuando ya no soporta la evocación continua de sus malas ideas, y las trizas acaban en el lugar húmedo y musgoso donde otros veranos se escondía con Elvira, las pecas de sus hombros y de su pecho, el verde de unos ojos que iban cambiando con la luz. Martín recitaba a santo Tomás y ella, entre risas, le acariciaba el rostro al decir: «Cuando seas cardenal, ¿me reconocerás como hermana?». Martín notaba en Elvira un gesto raro y en sí mismo el oscuro temblor de quien no siente aprensión ninguna al admirar los atributos de la sangre de su sangre. Porque se fijaba en Elvira como si Elvira no fuese ella, sino una hembra. Y ella, a su vez, ensayaba en él el cortejo de otro, y Martín tan contento. Pero no ocurría lo mismo en esas últimas semanas de horas lentas cuando Elvira preparaba el ajuar y discutía los pormenores de la ceremonia con la madre y las criadas, y recibía cada tarde la visita de Ramiro Bermúdez. Los novios se sentaban a hablar durante horas a la sombra del roble mayor, y el de Bermúdez perseguía las gallinas que hasta ellos se acercaban, quizá en alegoría de un enorme gallo, porque decía y repetía «kikirikí», mientras saltaba de acá para allá con los pies juntos. Elvira, como narcotizada, reía esas piruetas. Otras veces, con el aya y su cojera tras ellos, los novios paseaban del brazo siguiendo el río hasta perderse en las frondas, más allá de la capilla en ruinas. Mientras los novios se alejaban bajo una tamizada luz de verano, Martín apretaba los puños hasta sangrar. Elvira y el aya volvían a media cena; la novia cruzaba entonces una mirada con doña Eugenia, y comía luego tan en silencio como todos, pero con mucho más apetito. Y no era el haber holgado, eso ni en broma; era la ilusión de irse.

Cuando amaneció el día de la boda, todo fue movimiento y desasosiego en el caserón que olía a pomada de azahar y a valeriana entre vapores de agua hirviendo, mientras a lo lejos resonaban las campanas de la catedral antigua. Las carrozas en la puerta, los criados en la raída librea de las grandes ocasiones de aquí para allá, deshechos en urgencia y llanto. Don Gonzalo, casaca y calzón de un granate almandino, daba órdenes a pie de puerta y susurraba misterios al oído de doña Eugenia, quien a su lado, con la peluca alta y el vestido celeste cosido hace mucho en Madrid, abandonaba su perpetua figuración de sombra —la espalda de una sombra, a veces— y se alojaba por un día y con escaso ánimo en su personaje de gran señora. Agotada por los preparativos, doña Eugenia sacudía el abanico ante el rostro de don Gonzalo con el fin de alejar la persistente y secreta información que su marido susurraba. Es posible que don Gonzalo hablase a su esposa de la dote de Elvira, o quizá se refiriera a la ausencia del obispo, a quien habían dejado de invitar con toda intención. Nada era seguro, porque las salidas del señor eran confundidoras; aunque desde luego se había referido a un hecho incómodo, porque cuando se hartó del ladrido de los perros, enfadados por su encierro en día tan memorable, se acercó don Gonzalo a las jaulas y les arreó tal patada que se le descalzó un zapato de tacón morado. Un criado tuvo que ir a buscarlo hasta el fango del río, mientras el señor se andaba hasta los bancos del vestíbulo a la pata coja, exhibiendo la indecencia de su pinrel.

Pronto subió la familia en las carrozas y se inició el desfile hasta la antigua catedral, entre vivas de aldeanos que se acercaban al camino desde lo alto de las colinas, siguiendo un rito que vivificaba todo el valle. Una partida cualquiera, al oír la marcha de otros por un sendero lejano, profería llamadas de reconocimiento que enseguida contestaban voces y contravoces que surgían de prados y pinares y formaban un cielo sonoro que sólo quebraba el continuo repicar de campana en iglesias y ermitas.

Saludos, devociones y primeras genuflexiones ante la puerta de la catedral antigua. Martín estaba seguro de que esa irradiación de Elvira en su vestido blanco se debía menos al novio que al rito en sí. Al acercarse al altar, Martín reconoció en su hermana, y no era la primera vez, el verso de Virgilio: «Y en sus andares se reveló que era una diosa», aunque la novia no pudiera disimular los nervios ni la cara de sueño bajo polvos y lunares. Bien sabía Martín que Elvira había visitado con su aya a la sanadora de Bacoi la noche anterior. Allí, en la cabaña perdida en cuyos resquicios de piedra, según se decía, anidan cuervos y borbotea sangre de recién nacido en el negro caldero, las novias se someten en aras de la fecundidad a tocamientos y friegas con yerbas y elixires, a devociones por santos paganos que se acompañan con letanías en idioma salvaje.

Tan salvaje, por lo menos, como el latín cateto del cura que ofició la alianza de los Viloalle y los Bermúdez, y le alejó de Elvira para siempre.

Tras el banquete, las risas y el vino, y los discursos de don Gonzalo de Viloalle y de don Prudencio Bermúdez, cuando en obediencia a la tradición se obsequia con una merienda tras la casa a quienes se acercan hasta el pazo, no es la primera vez que Martín descubre en rasgos de mozos y mozas una sospechosa familiaridad. Al verles bailar entre gemidos de gaita, vislumbra en rostros curtidos una nariz o una línea de pómulo que son suyos. Aunque no da mayor importancia a las vagas semejanzas y mira cómo bailan y beben, se persiguen y disputan, dan vivas a los novios, aprovechan la tarde sin vergüenza, bajo la cristiana resignación de los años.

Pero un caso de analogía fisonómica inicia esa tarde la duda. Sus hermanos hacen apartes, se ríen de Martín y atraen su atención sobre un pícaro alucinado que da vueltas sobre sí mismo y vocea de modo inconexo, un orate aún más chico de talla que los ínfimos Viloalle, pero de cabeza gigantesca; un idiota que por designios nada raros, aunque molestos, es la mera imagen de Martín. Enseguida, mientras se detiene y evita el desmayo que le proporciona el mareo de tantas vueltas felices, es el propio tonto quien divisa al menor de los señores. Cuando llega el enigmático vislumbre, el rostro del muchacho se ilumina como el de un Narciso que hasta ahora ha vivido entre el unánime desdén, y descubre al pronto unas aguas sosegadas devolviendo la imagen que siempre ha sabido que posee. En medio de los que festejan, el tonto cae de rodillas, las manos unidas en oración, y el llanto de alegría anega un bramido que no es de este mundo. Por fortuna, sólo Martín repara en la situación y enseguida se oculta dentro de la casa.

Al anochecer, los novios, algunos invitados y la turba burlona arrancan en procesión hasta el pazo de Bermúdez, donde residirán los recién casados. Martín sale a la puerta con pena mal disimulada, hace una reverencia cortés a su cuñado Ramiro, y Ramiro, algo achispado, le corresponde con un capón que le debe de parecer grato. Abochornado, Martín se acerca hasta la carroza donde Elvira se esconde para evitar un primer reproche al novio, quien sigue abrazando a su suegro, y luego besa al cura en la mano, pero también a su suegra y a una de las criadas que pasa por allí. Desentendido de la escena, Martín se reclina hasta el asiento de su hermana, enjuga las lágrimas de ella con un pañuelo bordado, se altera ante su batir de pestañas y la besa en una mejilla:

—Ven a verme, o escribe al menos, que si no te pierdo… —le dice Elvira abrazándole—. Que te llevan a la China y te pierdo.

Martín vuelve a besarla, ahora en los párpados. Y Elvira parece meditar lo que le cuesta decir y al fin dice:

—Te quiero con toda mi alma, Martín. Por eso te digo esto, no por mala idea. Te escribiré y he de contarte. En la comida, nuestra madre me ha dicho algo muy extraño, y nuestra madre no habla por hablar. Esta mañana, antes de salir a la iglesia, padre le ha dicho que si Gonzalo no vuelve y tú ahorcas los hábitos, te quedas con todo. Heredas. Serás el señor… No te vayas a la China, riquiño