Martín no recuerda, sino que ve, está viendo, lo sucedido cuando era un niño sin apenas uso de razón. Dos hombres en mulas aparecen por el camino pedregoso que une los valles y, ya más cerca, entran en la senda de robles que muere en el pazo. Los jinetes chasquean la lengua para silenciar a los perros, no quieren que peligre la carga de un tercer mulo, el instrumental que se tambalea de borrén a borrén y se volverá espeluznante. Aún se fatiga Martín al recordar vagas y eternas sesiones en el salón con sus cuatro hermanos, su hermana y sus padres frente al más viejo de los recién llegados, que les mira y da órdenes a un tiempo, aunque no son órdenes verdaderas las que salen de aquella boca, porque en el pazo de los Viloalle sólo el señor ordena lo que sea menester. Ese forastero ruega como si jugara a mandarles: coloca en hilera a la familia y dice al grupo que no se envare, ni se distraiga. Tras ellos, la chimenea principal, que nunca se enciende, y donde luego surgirá, mágicamente inscrito, el escudo de los Viloalle Con sus tres lobos y el lema Ab ipso ferro.
Esa fue la primera aparición: los lobos, sus ojos de diamante las colas grises en los lambrequines. Martín se está viendo quejoso frente a esos nuevos y extraños criados, y detrás de él la quietud aún más rara de sus hermanos y de don Gonzalo, con la mano derecha en el hombro de Gonzalito y, más allá, Elvira sentada con doña Eugenia en un sofá tapizado hace mucho de damasco amarillo. Y don Gonzalo levanta la mano del hombro de Gonzalito para estamparla en la cara de Martin, que llora y berrea. Entonces, los dos forasteros invitan al niño a acercarse hasta el rincón donde trabajan.
A Martín le sorprende la habilidad del hombre que sostiene el carboncillo, examina la luz a través del ventanal, mueve candelabros, ordena al otro triturar colores y limpiar pinceles y regresa a una señal de tiza en la madera del suelo. Le gusta el moverse y el calmo detenerse de quien sabe cuál será el siguiente paso. El hombre dirige una mirada a lo que Martín aprende a llamar lienzo. Como aprende a llamar a esos hombres maestro y aprendiz. Y caballete al caballete. Y a reírse porque el caballete sean tres palos de madera y no un caballo pequeño, que eso es un potro. El maestro le dice que se fije en el lienzo, y Martín abre la boca, porque de la tela cuadriculada surge una maraña de líneas y garabatos que es su propio rostro, es él, Martín de Viloalle y de Bazán dibujado.
Enseguida se ubica en el lienzo. Martín de Viloalle está aquí y está en lo de enfrente. Pero su rostro carece de cuello, de cuerpo, de manos. Y aunque no está asustado y sólo hace eso por cautela, Martín se palpa el cuello y las manos. Entretanto, don Gonzalo cuenta a los pintores el nacimiento del linaje que ese retrato perpetúa, y se extiende en las hazañas del antepasado a quien la familia debe rango y honra. Don Francisco Católica, al mando de Fernando de Acuña para sofocar la rebelión del mariscal Pardo de Cela. Aunque no es la primera vez que oye esa aventura, Martín aún se emociona con ella, y por eso avala las palabras de su padre con afirmaciones de cabeza dirigidas al pintor, tal que si él mismo hubiese estado allí y lo hubiera visto todo.
Don Francisco de Viloalle cercó a los esbirros de Pardo en el monte Frouseira, elevación que el pintor habrá divisado por el ventanal, tanto que mira. Y se destacó don Francisco en el asalto hasta batirse él mismo con el cabecilla rebelde, la punta de su espada en el pecho del mariscal, y el mariscal arrinconado contra la pared de una gruta en cuya honda tiniebla niebla brillaba el mirar de tres lobos. En esa tensa situación se hallaban cuando el mariscal Pardo le dijo a don Francisco: «Hundid y sanseacabó». Y a esas palabras altaneras replicó el antepasado: «Sanseacabará cuando sus Católicas Majestades lo proclamen». Agradecida por la hazaña, la reina Isabel concedió a don Francisco el condado de San Martín, título que gozan desde hace mucho unos usurpadores de Madrid, esperando los de aquí el resultado de pleitos seculares. Esa triste realidad no quita que sean los Viloalle del pazo de Viloalle, y no los otros, quienes hayan heredado la nobleza a la cual obliga el lema Ab ipso ferro. Del mismo hierro de la adversidad que les hiere se hacen los Viloalle. La ausencia de título no logra, por tanto, que se recuerde a la menor oportunidad la antigua proeza de don Francisco y su satisfacción cuando el valiente mariscal Pardo de Cela fue decapitado junto a su hijo frente a la catedral de Mondoñedo, la cabeza rodando hacia la puerta de la basílica, la boca gritando aún «Credo! Credo!». Esa catedral se halla regida ahora, dicho sea de paso, por un escornaboi o ciervo volante. Algo que es insecto, pero también es gordo y, sobre todo, es molesto. El obispo, en definitiva. Aunque mejor no seguir por ahí.
Mientras el Señor relata antiguas hazañas y agravios, el pintor redondea los ojos, da forma a la nariz y al cuello, a la casaca, a las calzas y a los encajes de vuelta de los puños de Martín. Y de la tela surgen los mismos zapatos con hebilla que ve cuando mira hacia abajo y los bucles de esa mismísima primera peluca que ya no cabe en la cabeza y pica y huele. Así se libran modelos y artesanos de sus infantiles revoloteos. Unas semanas más tarde, Martín es requerido para contemplarse en el retrato terminado, cuya ejecución, al parecer, es de la entera satisfacción del Señor, provoca una leve tristeza en la madre y en la hermana y no induce más que a miradas inexpresivas en el primogénito y los segundones. Martín se descalza a pie de escalera y sube como un galgo al salón principal. Se abre paso entre sus mayores y, guiado por el aroma del barniz y las aprobaciones, se enfrenta a la obra concluida.
Martín apenas si sabe contar con los dedos, pero cuenta. Y apenas comprende, así que comprende a medias. Al retrato solo le falta que sus personajes hablen, tal es el parecido entre modelos y retrato. No es eso, sin embargo, lo que motiva el pánico de Martín. Sus hermanos son cuatro, su hermana una, su madre una y uno su padre. Él es otro. Eso suma ocho. Y en ese cuadro hay once personajes. ¿Qué hacen allí tres niños de más? El que está junto a la hermana en el sofá, menor que el propio Martín… Y otro algo mayor junto a la madre… Eso, aún… Pero ¡hay uno idéntico a él!
¡Y le coge la mano! ¿Qué significa todo esto? Mientras el padre agasaja y aspira tabaco y el pintor se deshace en reverencias, Martín baja la escalera a todo correr y llora y grita y avisa de la existencia de fantasmas a los criados que pasan por su lado.
Escondido tras los rosales, le llega la risa de los satisfechos, la de los indiferentes y aun la de los tristes. Gonzalito va a su encuentro. Gonzalito, su hermano mayor, el rostro que en verdad imagina acorralado en la gruta de los tres lobos al mariscal Pardo de Cela.
Mucho después dibujando el castaño, Martín recuerda y aún ve cómo Gonzalito se acuclilla en el rosal, le sacude el polvo y el barro de la camisa y los calzones, enjuga sus lágrimas y explica que antes del nacimiento de Martín hubo otros hermanos a quienes Dios llevó enseguida a su diestra y sólo nos acompañan en el recuerdo de ese retrato. Cuando Martín nació, nació con él un ángel que se llamaba Felipe.
—¿Era querubín, serafín o trono? —recuerda haber preguntado.
Gonzalito duda, mientras levanta a Martín y se lo lleva en vilo fuera del parterre. Cuando lo deja en el suelo tiene ya una respuesta. «Era querubín», dice. Pero Martín también ha estado pensando:
—¿Cómo podía ser querubín si era igual que yo? Porque ese es igual que yo.
Gonzalito suspira con un tanto de fastidio y, a partir de ahí, aunque conteste, las ideas le llevan por otro camino. Su imaginación vaga por los alrededores de la casa y establece imaginarias reformas para que el pazo se asemeje un día a las mansiones francesas de los grabados:
—Se volvió querubín mientras volaba al cielo —es la respuesta que surge entre las ensoñaciones del hermano mayor.
—¿Y no volaría a eso que llaman limbo?
—Pues al limbo volaría.
—¿Y cómo estáis seguros de que era él?
—¿Qué estás diciendo?
—Que os podríais haber confundido y ser yo Felipe y Martín el ángel.
Gonzalito deja de mirarle y piensa definitivamente en otra cosa, la vista fija en un punto, ajeno a cuanto sucede. Y parpadea una vez, otra vez, diez veces, sacude la cabeza como un perro mojado, hasta que exhausto y algo furioso consigue dominar las tensiones de su cara.