Antes de mostrar las compañías formadas, veamos la escena, anterior desde otro sesgo.
Porque ahí, en ese pabellón, alejados por la matemática del sudor de la tropa y de sus aullidos, se encuentran los jóvenes oficiales, los hijos de la nobleza, los junkers, Prusia misma. De acuerdo con las palabras de Voltaire, ellos representan la suma de Atenas y de Esparta. Pero esos mismos oficiales que cavilan son así mismo nietos de aquellos titanes de una tierra yerma y dura, los mismos señores feudales que tras leer la biblia en el idioma propio decidieron inclinar la cabeza sólo por la Gracia recibida y nunca arrodillarse por el miedo. Su noble descendencia quiere ser Federico y representar lo que Federico representa. Y Federico es el ser que vulnera el sentido, el tiempo y el espacio, el que de lo imposible hace mudanza. Así ocurrió en el formidable episodio de Leuthen con el oficial bisoño y cobarde a quien sedujo de un bufido sobre la más honorable de las muertes: caer en el campo de batalla.
El árbol de la adoración da frutos amargos cuando cada oficial piensa por su cuenta y luego siente. De ahí que comprendan que la astucia se castigue en el soldado, pero les confunde que a ellos, a la esencia de Prusia, a quienes son capaces de saltar a galope entre aspas de molino y cortar de un sablazo el tronco de una encina, a quienes han hecho de su ejército el más fiable de los relojes, a quienes por su rey se arrancarían el corazón para estrujarlo en la mano, se les prohíba cualquier iniciativa mientras se califica de genial y eminente cualquier decisión de Federico por extraña que parezca. Donde los jóvenes y nobles oficiales incurrirían en deslealtad, se alaba el arrojo del monarca por quien dan la vida. Conforme a ese dilema, repelen de sí mismos lo que se aplaude en el rey. En el rey flautista. En el héroe que apenas habla alemán y ha llenado Potsdam de buscavidas franceses. En el sabio de quien se celebran todas las frases, se memorizan como bíblicos proverbios, se divulgan en albergues y palacios.
Y todos dicen: «¡Audacia, audacia, siempre audacia!».
Y todos dicen: «Si se gana algo siendo honrado, seremos honrados. Si es necesario engañar, engañaremos».
Y todos dicen: «Aquí huele a oropéndola o a espárrago triguero…».
Y, desde luego, todos dicen a la menor ocasión la frase à la mode: «¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?».
Los oficiales se sienten, en definitiva, culpables y resentidos, soperros. Ese es el conflicto embozado bajo la nueva y llevadera racionalidad que brindan las matemáticas: nada menos que un desafío encubierto a la colosal seguridad de Federico. El resultado es la exaltación ante la idea de garabatear en la pureza de lo abstracto, el anhelo que enfrentan a la perplejidad y el sinsentido. Eso buscarán en el aire frío del Neisse de Lausitz antes de convertirse, como harán del modo más lamentable durante el resto de la guerra, en simples administradores de carne de cañón. Por eso, y como se decía más arriba, uno de los que miraba con vergüenza el busto de terracota de quien les da sentido y valor se ha secado los bigotes de cerveza y, ante la general incapacidad, ha gritado:
—¡Esto se resuelve en campo abierto! ¡Formemos las compañías!