Tras la serie de derrotas que hace unos meses auguraban el desastre, han llegado para Prusia las victorias de Rossbach, sobre los franceses, y la infligida a los austríacos en Leuthen. La contienda ha dado un vuelco y Federico se alza ahora como el rival más vigoroso en las guerras que unos llamarán de Hannover y otros de los Siete Años. Prusia es un reino joven, fuerte y ya no tan pequeño; eso satisface a sus aliados sobre una cautela que susurra Se battre pour le roi de Prusse, o dicho de otro modo, combatir para nada. Pero si valoramos que, en el bando contrario, Madame de Pompadour emplea lunares postizos para señalar a sus generales la situación de las tropas, no ha de sorprender que entre los prusianos y sus aliados cunda la euforia.
En mayo de 1758, presente aún la hazaña de Leuthen, está en su cent el orgullo de los regimientos acantonados junto a las murallas de Neisse, Silesia, la frontera entre Prusia y el imperio austríaco. En esa guarnición, los soldados prusianos van y vienen bajo la mirada de sargentos que manejan duramente los bastones. La mayoría de los reclutas son prisioneros del ejército enemigo; almas perdidas, en verdad, de todos los reinos de Europa, a quienes ahora congrega una nueva y exigente disciplina.
Los sargentos caminan entre la formación dando voces rituales que saben de efecto seguro entre la chusma. Enumeran las instrucciones: un segundo para el paso corto y el paso ordinario, los cuales se han de ejecutar mediante dos pasos redoblados; el paso oblicuo se hará en un segundo justo, pero dejando diez pulgadas de un talón a otro. Y llega el bastonazo. ¿Por qué? Porque no se ha ejecutado el paso regular con la frente y la cabeza altas, el cuerpo derecho, el equilibrio sobre una sola pierna, la otra hacia delante, la corva tensa, la punta del pie un tanto hacia fuera. Pero sin exagerar. Bastonazo. Sin exagerar, he dicho. Bastonazo.
Así, junto al Neisse, en ese minucioso apurar el tiempo, esperan nuevas campañas reclutas y soldados, ajenos a las vicisitudes estratégicas que concurrieron en Leuthen o en otro combate cualquiera, ajenos a todo lo que no sea el mismo perdurar.
Pero ¿en qué ocupan los oficiales esa temporada de guarnición?
En esos meses de gloria, los oficiales prusianos veneran las nuevas teorías matemáticas. Emulando el amor de Federico por la filosofía natural y admirados por la presencia de insignes matemáticos en el palacio de Sans-Souci, los militares quisieran iluminar sus decisiones tácticas con la luz de la razón la probabilidad, o como ellos dicen encantados, der Zuverlässigkeit, es una de las teorías sobre la que más cavilan. Los hallazgos de Pascal y de Pierre de Fermat no sólo responden a Las conjeturas sobre la existencia de Dios, sino que también son útiles para el juego de dados y para los envites sobre las muchachas del lugar, ya sean damas, criadas o campesinas, en una probabilidad de acierto ascendente. Esos cálculos se emplean, además, para estudiar las alternativas de un supuesto bélico.
El asunto que se discute en el pabellón de oficiales no es el sencillo cálculo de la aparición de un seis al lanzar un dado, o varios. Tampoco se debate ya, en los ocasos cada vez más largos y suaves, sobre el número de bajas seguras en un ataque frontal y sin fuego propio. Esos prolegómenos quedan lejos, la mezquina desesperación enterrada. Por la novedad de la sorpresa, el aumento de velocidad en la tropa y la obediencia inmediata a la voz de mando, ahora se especula sobre la importancia real de la caballería, o sobre la dotación artillera en movimiento. Pese a que el mismo enemigo ha mostrado la importancia que cobra en combate la desdicha inducida por la pereza, esos oficiales se empeñan en discutir con tinta y alcohol el alcance de una maniobra liberada de cualquier accidente humano.
Aquella tarde de mayo de 1758, las cabezas de los oficiales se agolpan en torno a una mesa de campaña. El que está sentado, y oficia de escribiente y centro de la reunión, sostiene un papel con el siguiente acertijo:
El general prusiano Von Oven dispone de dos regimientos para un ataque contra el austríaco general Nolde, que manda sólo uno. Ambos quieren conquistar la posición del otro sin perder la propia. Al inicio de cada jornada, los dos seleccionan un número de compañías y mandan atacar la posición del enemigo. Si los defensores de una posición son inferiores en número a los atacantes, la posición es capturada. En los demás casos se llega a un punto muerto. La situación no ha de variar en el plazo de unos días, salvo que uno de los jefes consiga una victoria. Todo lo que no sea una victoria total no sirve para nada: las compañías se retiran a su posición y abandonan hasta la jornada siguiente cualquier punto ganado. Si se cuentan las derrotas como pérdida de una bandera, las victorias como ganancia de una bandera, y no hay recompensa ni pérdida en los puntos muertos, ¿cuáles serían las estrategias óptimas para los dos generales?
Ante semejante supuesto, en las caras se petrifica el gesto del calculador, alguien se aleja discretamente del grupo y, simulando mudas y brillantes deducciones, se entrega cuando nadie mira al eins und eins zusammenzählen, o cuenta de la vieja. Los oficiales prusianos no aventuran suposiciones para no parecer ridículos. Así que beben, operan y se dirigen unos a otros miradas de elocuente recelo. El grupo se siente inútil ante el busto de terracota de su rey. Al fin, uno de ellos se limpia con el antebrazo la espuma de los labios y pronuncia la frase que todos esperan:
¡Esto se resuelve en campo abierto! ¡Formemos las compañías!