Para asimilar la grandeza de esa gloriosa jornada del 5 de diciembre del año del Señor de 1757 es necesario retroceder unas horas.
En las afueras de Leuthen, una pequeña ciudad al oeste de Breslau, está acampado y espera órdenes el ejército austríaco. Si la información que los espías han facilitado a los generales de María Teresa es concisa y fiable, y lo es, el ejército imperial supera al prusiano en número, armas y vitualla. En cuanto reciban la orden, los austríacos emplearán la estrategia de los accesorios para golpear una vez y otra la intendencia del adversario hasta destruir o agotar sus recursos. Pero aún no ha amanecido cuando Federico desborda las posiciones austríacas.
Como suele decir el monarca: «Si se gana algo siendo honrado, seremos honrados. Si es necesario engañar, engañaremos».
Y se engaña; porque la estratagema de Leuthen rompe los tácitos acuerdos del antiguo decoro militar. Tras una carga de caballería por el flanco derecho («¿Te crees que vas a vivir eternamente, soperro?»), las huestes de Federico se sirven de la niebla para golpear el flanco izquierdo de los austríacos mediante orden de combate oblicuo. De acuerdo con esa táctica, la infantería avanza escalonada en una suerte de trampantojo; así el enemigo ve lejos la tormenta cuando la tiene encima. Con una velocidad para reagruparse que esa mañana se volverá legendaria, los prusianos ya están matando austríacos cuando estos aún se hallan en tiras y aflojas con las cantineras.
Porque el lento sistema militar de Austria es calcado a su protocolo imperial: formaciones inacabables, lenta administración de convoyes de abastecimiento, minuciosa distribución de las órdenes del alto mando… Debido al malicioso ataque por sorpresa, los austríacos no han hecho más que tropezar unos con otros y las consecuencias han sido el caos, el exterminio y la desbandada. Esa misma noche, sobre el campo de romerías de Leuthen yacen diez mil hombres del ejército imperial. Once mil son apresados. Las tropas de Federico toman como botín ciento dieciséis cañones y cincuenta y cinco banderas. A la mañana siguiente, por el camino a Breslau marcha en columna el idóneo ejército con los estandartes del águila coronada sobre miles de casacas de un azul intenso que quizá se llame «Prusia» desde entonces. El ritmo de tambores y canciones rompe el silencio del bosque. Los árboles desnudos se elevan en las orillas como blancas alabardas de honor al paso de la victoria. El mismo Federico encabeza ese prodigio, la espalda vibrante, el caballo a trote corto.
Sólo un lobo de orejas tiesas se agazapa entre la hojarasca; se aterroriza ante el inusitado desfile, surgido de la nada y que a la nada se encamina, mientras perturba su mundo con cadencia unánime y macabra.