XVI - ÚLTIMO SUSPIRO

Gran Hotel, Cantaloa.
Septiembre de 1870

—Si sigues ahí, os vais a asfixiar de calor los dos: tú y el bebé.

La luz del sol caía sin piedad sobre la cabeza de Ángela, que llevaba un rato acariciándose la abultada tripa mientras esperaba la inminente llegada de Carlos. Estaba nerviosa. Y en su estado de nervios no hacía otra cosa que permanecer inmóvil con la mirada puesta en la entrada principal. Quería que llegara ya, esperaba una diligencia entre los árboles que daban paso al jardín del hotel con más expectación que nunca. El dolor de cabeza que tendría horas después por haber pasado tanto tiempo al sol no significaría nada. Luego se tomaría uno de los mejunjes que la gobernanta solía prepararle para los inconvenientes del embarazo y se le pasaría.

Doña Mercedes se enteró de que estaba encinta cuando el corsé empezó a quedarle pequeño. Hacía años que la cintura de Ángela no parecía tener prisa por ensanchar aquella ridícula medida que tenía desde adolescente. Al hacerse la tripa cada vez más evidente, la gobernanta tuvo la sospecha de que ese bebé podía pertenecer al señorito Carlos. Después de hacer las cautas preguntas y recibir las esperadas respuestas, la abofeteó y la insultó por haber cometido un acto tan torpe.

La medida más lógica —la que aparecía en el manual de normas del servicio del Gran Hotel— hubiera sido su inmediata expulsión. Las doncellas tenían prohibido quedarse embarazadas, a menos que estuvieran casadas con algún miembro del servicio. Doña Mercedes permaneció reflexiva durante unos días. No sabía qué debía hacer con aquella jovencita. La había avisado desde la primera vez que la vio junto a Carlos de que no se le ocurriera hacer a este objeto de sus sentimientos. En respuesta, Ángela trató de explicar en vano sus emociones más profundas. Y las de él. Si había algo que la eximiera de parte de culpa es que Carlos sentía lo mismo por ella y que su historia de amor había sido consentida por ambas partes.

El simple hecho de expulsar a Ángela del hotel le erizaba el vello. Doña Mercedes apenas se había repuesto de la extraña marcha de Clarisa y se angustiaba solo de pensar que también perdería a Ángela. Había discutido muchas veces con ellas, pero no podía evitar sentirlas cercanas, casi como unas hijas.

La solución se le presentó a la gobernanta una lluviosa mañana de primavera mientras reprendía de nuevo a Ángela por haber osado embarazarse. Impresionado por lo que acababa de escuchar al otro lado de la puerta, Juan entró en la lencería dispuesto a poner fin a los quebraderos de cabeza de doña Mercedes. Con una serenidad encantadora, propuso casarse con Ángela y hacerse cargo de la criatura como si fuera suya para que la doncella no tuviera que ser expulsada del hotel. Esta se negó en rotundo a casarse con alguien del que no estaba enamorada, pero la gobernanta pensó que convencerla no le llevaría demasiado tiempo y se las arregló para que doña Consuelo creyera que ese matrimonio ya se había celebrado y que el niño nacería con Juan y Ángela felizmente casados.

Quizá porque no había motivos para dudar, quizá porque había perdido la suspicacia que la caracterizaba, doña Consuelo no puso en duda aquel enlace. Los meses pasaban para ella con mayor lentitud que de costumbre. Había caído en una profunda depresión tras la muerte de su marido, la desaparición de Mrs. Graham, el suicidio de Lucía y la marcha de sus dos hijos lejos de Cantaloa. Parecía que una nube negra había decidido instalarse encima del Gran Hotel, dando lugar a una serie de infortunios tan desoladores como inesperados. El único entretenimiento de la dueña del hotel eran los preparativos de la boda de su hijo, que se había adelantado unos meses antes de la fecha prevista. Había sido Teresa la que, en la mañana siguiente a la noche de Reyes en la que vio a Carlos besarse con una doncella, pidió a su madre que, en vez de en noviembre, la boda se celebrara a finales de verano.

El hecho de que Teresa quisiera anticipar el enlace posibilitó a Ángela fantasear con el regreso de Carlos en una fecha concreta del calendario. Asimismo, albergaba la esperanza de que este se negara a que ese enlace tuviera lugar. Más aún cuando supiera que estaba a punto de nacer su primer hijo, fruto de su romance con otra mujer. La mujer de la que un día se había enamorado perdidamente.

—Tiene que estar al llegar —dijo Ángela impaciente.

—¿No te cansas, muchacha? Llevas esperándolo nueve meses.

—Lo esperaría toda la vida.

Ángela se acarició la tripa con tanta ternura como lo haría si estuviera pasando su mano por el cabello de Carlos.

—¿Cuándo vas a asumir que se va a casar con la señorita Teresa?

—Cuando lo vea con mis propios ojos.

Carlos no llegó ese día. Tampoco al siguiente.

* * *

Era difícil que Carlos se encontrara con Ángela dentro del hotel. Desde que se hizo oficial la noticia de que estaba embarazada había sido relegada únicamente a las tareas de lavado y planchado, y no había justificación para que subiera a la zona de clientes.

El cielo dorado de una soleada tarde de septiembre fue el marco perfecto para que Carlos y Ángela se cruzaran en el jardín. Ella había salido a recoger la ropa que estaba tendida en la parte trasera del hotel. Llevaba prendido encima del pecho izquierdo el broche del escarabajo azul que Carlos le había comprado en la feria de Cantaloa. Él comprobaba que el nuevo jardinero había hecho su trabajo correctamente. Hacía varios días que había llegado de su periplo europeo, en el que había encontrado grandes inversores para el nuevo proyecto del ferrocarril. Como cada vez que viajaba al extranjero, Carlos volvió plagado de nuevas ideas para el hotel. Entre ellas, la de dotar al jardín de un aspecto más versallesco contratando al reputado jardinero del palacio de La Granja de Madrid.

Podría estar nevando y los dos hubiesen permanecido allí, igual de quietos, un instante eterno analizándose el uno al otro. Carlos sintió que el corazón se le aceleraba, como si hubiese hecho un gran esfuerzo físico, al ver la abultada tripa de Ángela. De todas las sorpresas que había recibido desde su llegada, esta sin duda era la que más le había impactado.

Fue una conversación difícil en la que los dos presintieron que sería la última. Carlos fue el primero en hablar y ella notó en su voz una débil vibración de inseguridad.

—¿Es mío?

Había pasado más tiempo esperándolo que junto a él. Tantas horas dedicadas a pensar en él, a poner en orden sus sentimientos, a analizar sus sueños adolescentes: ¿y se atrevía a hacerle semejante pregunta? Ángela no pudo resistir la tentación de cruzarle la cara a un Alarcón.

—Lo siento —dijo Ángela arrepentida en el acto.

—Tranquila. Me lo merezco. La pregunta ha sido insolente.

—Carlos, yo… deseaba que vinieras. Pensaba que no llegarías a tiempo de ver nacer a tu hijo.

—Las cosas han cambiado, Ángela. Han cambiado mucho.

—Por supuesto que lo han hecho —reafirmó la doncella—. Ahora tendrás que dar a tu madre dos noticias en vez de una.

El amor y la distancia hacen una combinación explosiva cuando uno está lejos de su casa. El recuerdo de Ángela había flotado en su mente de una forma escandalosa al inicio de su viaje. El tiempo pasó y los efectos de esa nostalgia se disiparon. Carlos dejó de pensar con el corazón y solo entonces se dio cuenta de que aquellos sentimientos eran algo ilusorio y que nunca llegarían a materializarse.

—No lo vas a hacer, ¿verdad? —habló una Ángela descreída.

—Si hay algo de lo que me he dado cuenta en todo este tiempo es que uno no puede hacer siempre lo que quiere —dijo Carlos, procurando que el tono de voz no fuera tan agresivo como sus palabras—. Podía haberte escrito. Pero eso era peligroso para los dos porque yo no podría ver tu reacción y tú no podrías llorar en mi regazo. Te eché tanto de menos al principio que temí hundirme. Tuve que dejar de pensar en ti. Necesité tiempo, pero al fin lo logré. Cada vez que tu rostro aparecía en mi mente, me hice más fuerte hasta que dejé de amarte. Lo siento, Ángela, he necesitado estar lejos de ti para darme cuenta de que lo nuestro es una locura.

—Puede parecer una insensatez, pero yo ya sabía que esto era una locura y, aun así, estaba dispuesta a seguir adelante.

Ángela no sintió la necesidad de explayarse como lo había hecho él.

—¿Amas a Teresa? —preguntó Ángela, esperando una sólida negativa.

—Amo este hotel. Pronto seré nombrado su nuevo dueño y me esforzaré para que este negocio vuelva a ser el que era antes. Eso implica casarme con Teresa. Nuestros patrimonios han de unirse cuanto antes.

—Nunca te creí capaz de casarte sin amar.

—Podría enamorarme de ella con el tiempo…

—O podrías ser un infeliz toda tu vida.

—Ya sé lo que es eso. He perdido a mi padre, a mi hermana… —se le quebró la voz al evocar a Lucía No sabes el dolor que me ha causado su pérdida.

—Puedo imaginármelo. Yo también la quería mucho.

Ángela hablaba desde la más absoluta sinceridad. La muerte de Lucía le había afectado sobremanera y sentía escalofríos cada vez que pensaba que fue la última persona en verla.

—Entonces, déjame que me aferre a lo único que tengo seguro en la vida.

—¿Aunque te despiertes todas las mañanas al lado de alguien a quien no amas?

—Sí, Ángela. Aunque tenga que soportar eso toda mi vida.

La doncella sintió que ya había oído argumentos suficientes. Trató de analizar el rostro del muchacho, pero solo vio un óvalo vacío, como si el amor que sentía por ella se hubiese volatilizado de repente. Desde el primer momento en el que se había enamorado de Carlos, había tenido miedo a perderlo por otra mujer. Sin embargo, jamás se había parado a pensar que la pasión que el joven sentía por el hotel pudiera ser el motivo que diera fin a su breve historia de amor. Recordó que, tal y como le había contado su madre antes de partir de La Reja, hacía años algún miembro de los Alarcón, probablemente don Fernando, había rehusado hacer negocios con su padre, despreciándolo con arrogancia. Ahora entendía que esa misma arrogancia era la que había heredado Carlos y la que le había llevado a tomar aquella drástica decisión, pensando solamente en su futuro y pasando por alto el dolor que sentiría ella ante tal pérdida. Se preguntó si quedaría en él algún fragmento del cariño que una vez sintió por ella y la respuesta se hizo evidente cuando él le pasó una mano por la barriga.

—Será un niño muy feliz. Pero eso no ocurrirá en este hotel —dijo Carlos.

—¿Quieres que me vaya con él después de parirlo?

—Quiero que lo críe otra familia —le dijo lo más amablemente que pudo—. No olvides que nadie debe saber que este hijo es mío.

—Si eso es lo que más te preocupa, descuida, tu familia no se enterará jamás. —Una expresión de pesar se abrió en su rostro—. Por favor, no me obligues a abandonarle.

Había tal derroche de buena fe en sus palabras que Carlos sintió pena.

—No lo haré. Pero yo decidiré dónde darás a luz.

Un silencio incómodo se abrió paso entre ellos.

—¿Aún lo conservas? —preguntó Carlos, señalando el escarabajo.

Aquel broche era, probablemente, el objeto más caro que Ángela poseía.

—¿Por qué no lo iba a tener?

Ángela tuvo la sensación de que aquella conversación no llegaría a ninguna parte. A Carlos le pasó exactamente lo mismo.

—Aunque te lleve siempre en mi recuerdo, sé que voy a encontrar el camino para ser feliz —dijo Carlos—. Solo espero que tú también lo encuentres.

—Ya lo había hecho… A tu lado.

A Ángela le resbaló una lágrima por la mejilla y esta quiso finalizar su recorrido en la barriga. Los dos permanecieron inmóviles como una figura delante de su propio reflejo. Ella se dio cuenta de que seguiría enamorada de aquel hombre toda la vida y sintió una congoja tremenda. Él esperaba que algún día pudiera perdonarlo, aunque no fuera capaz de perdonarse a sí mismo.

* * *

Doña Consuelo entró en la cocina, acompañada de Teresa, vociferando el nombre de doña Mercedes. En ese momento, Ángela tomaba una infusión en el comedor. Hacía dos días que había empezado a sentir contracciones y estas empeoraron al escuchar semejante griterío. La dueña del hotel y la futura esposa de Carlos abrieron la puerta del comedor con decisión.

—¿Dónde está doña Mercedes? —preguntó doña Consuelo, mirándola con una expresión adusta.

Ángela se puso de pie tan rápido como su enorme barriga le permitió.

—No lo sé, señora. Hace rato que no la veo.

Mientras doña Consuelo pensó en qué otro lugar podría estar la gobernanta, Teresa examinó la tripa de la doncella. Era la primera vez que estaban cara a cara.

—¿Estás a punto de parir?

—Sí, señorita Teresa. No me debe de quedar mucho ya.

—¿Quién es el padre?

Aquella pregunta le valió una nueva contracción. El irritante tono de voz de Teresa y sus preguntas impertinentes acabarían por provocarle el parto si aquella situación duraba un segundo más.

—Mi marido, Juan. Es uno de los camareros del servicio.

Para alivio de Ángela, la conversación llegó a su fin cuando doña Mercedes apareció, canturreando una vieja canción de campo.

—Doña Consuelo. Señorita Teresa. ¿Sucede algo?

—Las alianzas no están en la caja de seguridad —dijo la dueña del hotel.

—Pero no puede ser, hace dos días usted me dijo que…

—Que estaban allí —interrumpió con aires de reina—. Pero ya no están. Yo tengo mi copia de la llave. Dime que no te han robado la tuya.

—Por supuesto que no, señora, siempre la llevo conmigo.

Confiada, la gobernanta cogió el llavero que llevaba colgando de la falda del vestido. Le llevó muy poco tiempo descubrir que, en efecto, alguien le había robado la llave.

—Dios Santo. No la tengo —dijo doña Mercedes conteniendo las ganas de echarse a llorar. El error era imperdonable y ella, más que nadie, lo sabía.

—¿Cómo has podido ser tan estúpida? —gritó Teresa—. ¡Mañana es la boda y mi prometido y yo no tenemos los anillos!

—No sé cómo he podido tener un despiste así. Le juro que he tenido esa llave pegada a mi cuerpo desde que me la entregó.

La voz de la gobernanta se resquebrajó. Doña Consuelo nunca la había visto tan disgustada.

—De nada vale lamentarse ahora. Los anillos no están y habrá que buscar una solución.

—¿Se va a quedar así? —exclamó Teresa asombrada ante la pasividad de su futura suegra—. ¿No va a decirle nada más?

—Doña Mercedes es perro viejo. Ella ya sabe lo que tiene que hacer —dijo en tono grave para que la gobernanta captara el doble sentido de sus palabras. Después se acercó a la puerta e invitó a Teresa a salir junto a ella.

A doña Mercedes se le secaron los labios repentinamente. No había otra forma de interpretar las palabras de doña Consuelo que no fuera la de una amenaza velada. Una cierta agitación se apoderó de su cuerpo y sintió que perdía el equilibrio. Ángela se acercó para asistirla.

—Doña Mercedes, ¿está bien? Siéntese…

—Llevo muchos años en esta santa casa y nunca había perdido una sola llave.

—Se le ha podido caer en cualquier sitio. Tiene la cabeza en mil tareas. Recuerde que todavía está haciendo la labor de maitre cuando en realidad no le correspondería.

—No intentes justificarme. Ya no hay nada que hacer… —respiró hondo, con resignación, como si las palabras albergaran un sentido mucho más profundo—. Anda, tráeme una infusión como la que estás tomando.

Ángela avanzó hacia la alacena, arrastrando sus pies. Pensó en que al dar a luz perdería la inmensa barriga que acentuaba la curva de su espalda. Eso supondría quitarse un gran peso de encima y, por fin, podría realizar su trabajo en condiciones. La llama de su candil titilaba por la corriente que se filtraba a través de los pasillos. La doncella colocó una mano delante de la vela para impedir que esta se apagara. Un aroma a pan y romero le dio la bienvenida a la alacena. El cuarto estaba oscuro y el candil apenas arrojaba algo de luz más allá de la entrada. La joven se acercó al armario principal y rebuscó entre los estantes el bote con la infusión que doña Mercedes le había pedido. No tardó mucho en encontrarlo, pero su misión se vio interrumpida cuando oyó una respiración entrecortada a sus espaldas. Sintió un escalofrío de anticipación y se dio media vuelta. Un rostro del que solo destacaba el blanco de unos inmensos ojos la observaba desde una de las esquinas.

—Ángela, no tengas miedo. Soy yo —susurró una dulce voz de mujer.

Ángela estiró el brazo para que la luz dél candil alcanzara a alumbrar aquel rincón y pronto adivinó de quién se trataba.

—¿Clarisa? ¿Qué haces aquí?

Clarisa estaba frente a ella sosteniendo un atillo repleto de comida. Se había dejado crecer un flequillo que le llegaba hasta las pestañas y el pelo le caía desaliñado por la espalda. Ni rastro de la punta de sus orejas, que esta vez estaban perfectamente camufladas entre el cabello. La muchacha se quedó impactada al ver las dimensiones de la tripa de Ángela.

—¿Estás embarazada?

—Deja que sea yo la que te pregunte. ¿Qué llevas ahí?

—Lo siento, yo… —Clarisa miró a Ángela, que exigía una respuesta concreta—. Comida.

La doncella relajó el gesto y se acercó a su antigua compañera. Quería saber más.

—¿Por qué te fuiste?

—Mis padres te vieron en la feria y se enteraron de que yo trabajaba aquí.

Ángela sintió la necesidad de justificar aquel desafortunado encuentro.

—Me oyeron hablar de ti. Los habría engañado si hubiese sabido cómo.

—Se habrían enterado de todas formas. Lo saben todo.

Permanecieron unos segundos en un silencio hogareño.

—Esa tarde vinieron al hotel a por mí. Me amenazaron con contarle a doña Mercedes la verdad y no tuve más remedio que irme. No te acompañé a la feria porque sabía que ellos acudirían. Lo hacen todos los años.

—Ella te hubiese perdonado.

—Jamás lo habría hecho. Os engañé desde el primer día. Doña Mercedes no habría pasado por alto semejante traición.

Ángela pensó que Clarisa quizá llevaba razón. Eran muchas las mentiras que aquella joven cargaba a sus espaldas.

—¿Por qué no huiste? Hace diez años no tuviste reparo en hacerlo.

—Hace diez años mi hermana era un bebé que solo comía y dormía. Ahora es una niña que me necesita. No puedo dejarla con esos desgraciados.

Su voz se quebró. Ángela pensó que no se iría de allí sin abrazar a su compañera. De momento, su mirada seguía expresando curiosidad, y quiso seguir indagando.

—Entonces…, ¿tú has robado las alianzas?

—No tuve otra opción. En todos los sitios a los que hemos ido no se habla de otra cosa más que del enlace del señorito Carlos. Pensaron que sacarían mucho dinero con el robo y me obligaron a hacerlo.

—¿Cómo hiciste para que nadie te viera? —preguntó Ángela con una mezcla de asombro y admiración.

—Permanecí aquí hasta que todos dormíais. Robarle la llave a doña Mercedes no fue difícil. Suele dejar el llavero cerca de la puerta de su habitación y esta llevaba meses estropeada, sin llegar a encajarse. Cogí la llave y me aseguré de que no había nadie en recepción para entrar en el cuarto de las cajas de seguridad. Ya te puedes imaginar el resto…

—¿Y qué haces aquí ahora?

—Coger algo de comida para el camino. Mañana a primera hora nos vamos a la capital. Te juro que no volveréis a verme nunca más.

Desde aquel punto de la sala, podía verse un estante repleto de botes de dulces. Clarisa cayó en la cuenta de que no había guardado ninguno en el atillo.

—¿Te importaría si cojo uno? A mi hermana le encanta el dulce.

No hubo tiempo para responder porque doña Mercedes abrió la puerta, preocupada por la tardanza de Ángela, y palideció al verla hablando con Clarisa. Clavó la mirada en el hatillo y comprendió que estaba robando. Miró a una y a otra, confundida, y después se inclinó hacia delante para apoyarse en la pared.

—Doña Mercedes, lo siento mucho —dijo Clarisa.

Quiso plantarle un bofetón en la cara, pero no reunió las fuerzas necesarias para hacerlo.

—Devuélveme esos anillos inmediatamente.

—Lo siento, doña Mercedes. Mi padre los vendió ayer a un joyero francés.

Los ojos de la gobernanta parecían decir que, ahora sí, estaba perdida.

—Vete, miserable, antes de que grite para que te cojan.

Doña Mercedes quiso dejarla marchar haciendo gala de una intachable piedad cristiana. Clarisa creyó que lo más justo sería devolver la comida que había robado y amagó con deshacer el nudo del hatillo.

—Llévatelo. Dios suele perdonar al que roba para alimentar a su familia. Reza para que contigo no haga ninguna excepción.

No se pudieron abrazar porque doña Mercedes nunca lo hubiese consentido. Clarisa inclinó la cabeza, agradecida por la comida, y dedicó una última mirada a Ángela antes de salir por la puerta. Había algo reconfortante en sus ojos que echaría enormemente de menos. Cuando se quedaron solas en la penumbra de aquella alacena, la doncella se colocó una mano en la entrepierna, que llevaba notando húmeda desde hacía rato.

—Doña Mercedes, creo que voy a dar a luz.

* * *

La boda se celebró al día siguiente. Lady había ofrecido a los prometidos un par de alianzas de oro labrado, herencia de su abuela materna, para que el matrimonio tuviera lugar en la fecha establecida y solo así Teresa pudo recuperarse del disgusto que le había supuesto la pérdida de los anillos por parte de doña Mercedes.

El acto fue majestuoso, elegante, solemne, pero ni rastro de romanticismo. A Carlos le faltaba vida, consintiéndose a sí mismo un sentimiento de desilusión que trataba de disimular con una sempiterna sonrisa. Por su parte, Teresa, vestida con un hermoso traje de satén de aguas, se dejó llevar por aquella cautivadora sonrisa que había despertado en ella una falsa ilusión. Para la joven, ver a su esposo sonreír el día de su boda era una prueba de que él la admiraba, de que quería casarse con ella, y para despejar la última sombra de duda solo le quedó esperar al beso con el que finalizó el acto religioso.

Los invitados, venidos de todos los rincones de Europa, se dispersaron por el salón para tomar asiento. Los hombres se dejaron caer en las sillas con galanura; las damas acoplaron sus amplios atuendos al asiento antes de hacer lo mismo. El banquete se llevó a cabo con un rumor en la sala en el que se entremezclaban la voz grave de ellos con las inflexiones rimbombantes y agudas de ellas. Doña Margarita y doña Consuelo, ambas vestidas con muselinas de tonos oscuros y ricos encajes del extranjero, intercambiaban miradas de triunfo con Teresa. La unión de los dos apellidos sería un éxito para ambas familias y las tres tuvieron la sensación de que, a partir de ese instante, ese logro devolvería al hotel el esplendor que había perdido tiempo atrás.

Ya muy entrada la tarde, Carlos tuvo la impresión de que no había visto a doña Mercedes durante toda la celebración. Ni siquiera se había acercado para felicitarle por su nueva condición de hombre casado. Atribuyó esta circunstancia a que la gobernanta debía estar excesivamente ocupada en la cocina. Aun así decidió bajar al comedor del servicio para asegurarse de que no había otra razón que se le escapara de la mente.

Carlos se encontró a la gobernanta atisbando desde la puerta el interior del cuartucho donde yacía Ángela, gritando ferozmente, y entendió enseguida que la doncella estaba a punto de parir. Desde que hubiese roto aguas hacía un día, la joven había soportado con arrojo el dolor de las contracciones, impidiendo de una forma casi inhumana expulsar al bebé hasta que el enlace de Carlos y Teresa no se hubiese celebrado. No podía dar a luz hasta que Carlos le dijera dónde tenía que hacerlo. Mientras tanto, doña Mercedes había habilitado un espacio oscuro y angosto, cerca de la cocina, y permaneció a su lado todo el tiempo que el trajín del banquete nupcial le permitió.

—Coge un carro y llévala al convento de San Bernabé —expuso Carlos.

—Pero, señorito, mi presencia es necesaria en la cocina —contestó doña Mercedes sin percatarse de que ya debía recibir el tratamiento de señor.

—No tanto como la mía en el salón.

Los párpados de Ángela subieron por voluntad propia para mirar a Carlos. Le miró, y observarle le produjo una sensación punzante en el pecho. Su aspecto era imponente. Estaba más hermoso que nunca.

—Hágale caso, doña Mercedes. Lléveme a ese convento.

Doña Mercedes obedeció y se apresuró para llevar a la doncella hasta el lugar donde le había indicado el joven Alarcón. Una vez allí, una mujer alta y delgada, con el cabello recogido con esmero en lo alto de la cabeza, las condujo hacia una habitación sin ventanas que se encontraba al otro lado del patio interior del edificio.

Aquella mujer resultó ser una comadrona que trabajaba al servicio de las monjas del convento y pronto ordenó a las religiosas traer cubos con agua hirviendo a la habitación. El alumbramiento era inminente. Los dolores de Ángela recorrían su cuerpo como auténticos calambres y uno de ellos, el más fuerte de todos los que había sentido desde que se pusiera de parto, avisó de que era el momento de ver a su bebé. La comadrona hizo un pequeño corte a Ángela para hacerle más fácil el proceso.

—Mañana a primera hora la visitará un médico. Este corte se puede infectar.

Aquella mujer hablaba desde la experiencia y el temor a enfermar tras el parto se apoderó de Ángela. Doña Mercedes quiso calmarla.

—No te va a pasar nada. Estoy aquí contigo.

La gobernanta le agarró la mano y el parto comenzó. Con el cabello completamente húmedo pegado a la frente y al cuello, Ángela empujaba, mientras respiraba rítmicamente.

—Empuja más fuerte —instruyó la comadrona.

Así estuvo un buen rato. Empujaba. Tomaba fuerzas. Empujaba. Volvía a tomar fuerzas. La doncella dejó caer la cabeza sobre la almohada y, tras emitir un fuerte alarido, dio el último empujón con una fuerza hercúlea. La cabecita del bebé emergió y tras ella el resto del cuerpo. La partera metió la mano y sacó al recién nacido con cuidado de que no se resbalara.

—Ya lo tengo —dijo la comadrona—. Es un varón.

El bebé saludó a las tres mujeres con un llanto gatuno. La comadrona lo envolvió en unos trapos y lo colocó sobre el pecho de la doncella. Por fin, Ángela pudo ver la cara de su retoño mientras la partera cortaba el cordón umbilical, todavía pulsante, con unas tijeras de costura. Carlos había decidido no aceptarlo, pero ella lo amaría por los dos.

—Eres precioso —dijo Ángela mientras le hacía una caricia con su dedo índice por una de las mejillas completamente ensangrentada.

Tras haberle cosido la herida y haber lavado al bebé, la comadrona pidió a doña Mercedes que dejara descansar a la doncella. La gobernanta accedió con una condición: antes de marcharse de la habitación quería hablar con Ángela a solas.

—No quería irme sin verle la carita. Ahora ya me puedo marchar del hotel en paz.

—¿Marcharse a dónde, doña Mercedes? —preguntó Ángela con inocencia.

—¿Crees que doña Consuelo se olvidará de la pérdida de unos anillos tan importantes?

Si no quería que volvieran los dolores, Ángela debía soportar con estoicismo las palabras de doña Mercedes. Durante unos segundos fue incapaz de articular una palabra y solo pudo hacerlo cuando volvió a contemplar a su pequeño, que le dio fuerzas suficientes para asumir lo que estaba a punto de pasar.

—¿Doña Consuelo le ha pedido que se vaya?

—A mi edad no hace falta que a una le digan las cosas. Marcharme era mi deber después de semejante error.

—Pero ahora la necesito más que nunca. Desde que me marché de casa, usted ha sido lo más parecido a una madre.

Tanto tiempo interpretando el papel de gobernanta había congelado la expresión de doña Mercedes y hasta sus propios sentimientos. Sin embargo, aquellas palabras derritieron el bloque de hielo que la envolvía desde que entró a trabajar en el hotel y lloró.

—Siempre quise tener una hija como tú. En realidad, siempre quise ser madre, pero el Señor me apartó de ese camino. —Exactamente, eso era lo que llevaba roto tanto tiempo dentro de ella—. Perdóname, Ángela. Si he sido más dura contigo que con las demás, es porque te he querido como a ninguna.

—No se vaya, por favor —suplicó Ángela con lágrimas en los ojos—. El hotel no será lo mismo sin su gobernanta.

—Será mejor. He pedido a doña Consuelo que tú me sustituyas.

Las lágrimas que llevaban rato amenazando con brotar de los ojos de la doncella salieron disparadas hacia sus mejillas.

—¿Ha pedido que sea yo la nueva gobernanta?

—Nadie lo haría mejor que tú.

—Pero, doña Mercedes, yo…

—No hables más. Te vas a cansar —dijo mientras le pasaba una mano por la frente, enjugándole el sudor—. Me marcharé mañana a primera hora, querida.

—¿Volverá a despedirse de mí?

Doña Mercedes negó con la cabeza y reunió el valor necesario para atreverse a dedicarle unas últimas palabras sin derramar una sola lágrima más:

—Ningún hombre merece nuestros cuidados. —Acarició la cabecita del bebé—. Pero cuida de él hasta que sea un hombre.

Doña Mercedes apagó la vela que Ángela tenía a su lado y se marchó de la habitación. Lo hizo como siempre, con mucho sigilo, cuidando de no alterar a quien quedaba dentro.

* * *

A Ángela le pareció aconsejable estar en guardia día y noche hasta que el bebé se calmara. Apenas había podido dormir desde que diera a luz, preocupada por el llanto constante del retoño, que tenía dificultades para engancharse al pecho de su madre. Sin embargo, en la tercera noche en aquel convento Ángela no pudo evitar caer profundamente dormida, ajena al espectáculo de luces y sonidos de la tormenta que estaba teniendo lugar.

Cuando apenas eran las ocho de la mañana del día siguiente, una repentina sensación de vacío en sus brazos la llevó a abrir los ojos abruptamente. ¿Dónde estaba su hijo? Trató de incorporarse con rapidez, pero solo pudo ver a Carlos, cariacontecido, apoyado en la pared de enfrente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Ángela—. ¿Dónde está el niño?

Carlos se acercó y le pasó el dedo índice por la mejilla, presagio de que estaba a punto de darle una mala noticia.

—Lo siento mucho. Nuestro hijo ha muerto.

La doncella murmuró algo que apenas fue entendible. Se sintió ingrávida y a punto estuvo de perder el conocimiento, síntoma de su conmoción.

—¿Muerto? ¿Cómo que está muerto? Por Dios, Carlos, dime dónde está.

—Cálmate, no viene bien que te alteres.

—¿Qué quieres que haga? Dime, ¿qué ha pasado?

—Murió en tu regazo. La madre Asunción entró a cogerlo para tomarle la temperatura, pero ya no respiraba.

—Yo no recuerdo haber visto a nadie.

—No quiso despertarte. Tu reacción habría sido terrible.

Quería gritar algo, pero los sonidos no fluían por su garganta. Tuvo que pasar un instante para que Ángela hablara de nuevo.

—¿Cómo te has enterado?

—Venía a conocerlo. No había podido visitarte desde que nació y quería hacerlo antes de emprender el viaje de casados.

—Por Dios Santo, dime que puedo verlo por última vez.

Carlos no contestó. Siempre había creído en sus palabras. Sin embargo, aquella vez sentía que le estaba ocultando algo. Deseaba tanto a aquel niño que se resistió a creer que lo que había tardado nueve meses en crecer en ella acabara de dar su último suspiro. Carlos sintió la necesidad de acariciarla y tomó con ambas manos las suyas.

—Vete —dijo Ángela entre lágrimas—. Tú no lo querías.

—Era nuestro hijo. Por supuesto que lo quería.

—No ibas a cuidar de él. Tú solo tienes tiempo de cuidarte a ti mismo. —La amargura de sus palabras dejó mudo a Carlos—. Vete, he dicho.

Carlos sintió que nada tenía que hacer allí. Echó un vistazo a la cama antes de salir y contempló en el rostro de Ángela la expresión de dolor de una mujer que acababa de perder a su hijo. Después se marchó y la joven cerró los ojos para no albergar en su mente una sola imagen más de aquel momento. Se metió bajo las sábanas y lloró hasta que la madre Asunción entró para darle la triste noticia que tuvo que oír por segunda vez.

* * *

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

«Amén», dijo Ángela desde la soledad de su nueva habitación mientras se santiguaba. Las palabras del sacerdote que estaba oficiando la misa dominical que doña Consuelo había decidido celebrar en el jardín del hotel, y que coincidía con la llegada de los recién casados tras su largo viaje de novios, traspasaban los finos cristales de la ventana.

Ángela no sintió ninguna curiosidad —y mucho menos la necesidad— de asomarse para presenciar el acto religioso. Aquel día era muy importante para ella. Por primera vez vestía el uniforme que doña Mercedes había planchado con esmero para su sucesora. La nueva gobernanta acopló el vestido a su cuerpo, haciendo especial hincapié en la estrechez del corsé para que disimulara su todavía hinchada tripa. Le pareció ideal ir vestida de negro, enlutada de pies a cabeza, porque así sentía que estaba su alma.

Había pasado varias noches reflexionando sobre las emociones vividas en el último año —la muerte de su padre, la fugaz historia de amor con Carlos, la pérdida de su hijo— y llegó a la conclusión de que lo mejor y lo peor que le había ocurrido en la vida había tenido lugar en el hotel. Aquel pensamiento era demasiado desolador y le hizo sentir vulnerable. Algo debía cambiar en ella si no quería hundirse en el momento en el que se le exigiría ser más fuerte que nunca.

Contempló su imagen en el espejo largo rato y pensó que, para que aquel vestido se adaptara a las curvas de su cuerpo, habría que hacerle algunos arreglos. Iba a recogerse el pelo en sus habituales trenzas, pero le pareció que ese peinado le restaba seriedad, la misma que había caracterizado a doña Mercedes y que ella deseaba imitar. Entonces sostuvo que lo mejor sería recoger su cabello en un moño alto y ensayó un rictus serio que adoptaría para siempre.

En el pasillo, un reloj de pared anunció que eran las doce del mediodía. Dentro de un momento emprendería un asfixiante ritmo de trabajo que la mantendría ocupada la mayor parte del día durante el resto de su vida. Pensó que eso le haría feliz, rememorando un viejo dicho de su padre: «Las personas más felices son las que más ocupadas están porque la mente no tiene tiempo de pensar en sus desgracias».

Un violín comenzó a sonar en el jardín. Ángela se irguió y con un profundo suspiro, dijo: «Es hora de empezar». Abrió la puerta y se introdujo en el pasillo llevando consigo el manojo de llaves que abría todas las puertas del hotel. Después, todo fue diferente.