Gran Hotel, Cantaloa, 1906
Decidieron pasar dentro del hotel cuando el cielo comenzó a gruñir ominoso. Un viento vivaz agitaba los arbustos, haciendo rodar las hojas por el suelo. La tarde había irrumpido de una forma tan violenta que doña Teresa no vio oportuno recibir a Mr. Graham en el jardín.
Ayala se puso en contacto con el inglés en cuanto confirmó que los huesos encontrados pertenecían a su esposa. Mr. Graham apenas había colgado el teléfono cuando ordenó a sus criados que le hicieran la maleta. Poco después de la desaparición de Mrs. Graham aquella noche de Reyes de 1870, el inglés había abandonado la dirección de la Compañía de Ferrocarril para sumirse en un profundo duelo. Había poco espacio en su mente para otra cosa que no fuera lamentar la ausencia de su mujer.
Saber que había aparecido su cadáver era cerrar un largo capítulo de su historia. El inglés nunca dio credibilidad a los primeros informes policiales. Los documentos, que podrían confundirse con las páginas de sociedad de cualquier periódico del momento, relataban que su mujer había huido por miedo a que Mr. Graham se enterara de que el hijo que esperaban no era suyo. Él siempre pensó que su mujer había sido asesinada, pero jamás se le habría ocurrido pensar que estaba enterrada en el Gran Hotel, el mismo lugar donde la vio por última vez.
Había cumplido setenta y siete años, aunque su rostro se hubiese empeñado en aparentar más edad. Mantenía el mismo peinado de siempre, pero sus frondosas patillas y el bigote se habían cubierto de canas y, ahora, ocultaba sus ojos sombríos bajo unas gafas de montura redonda.
El anciano arrastró sus angulosas piernas hasta una butaca del salón apoyado, de un lado, por Alicia, de otro, en la pulida cabeza de un bastón. Tenía las piernas entumecidas y renqueaba. Había pasado demasiado tiempo sentado en la diligencia que lo había trasladado de Londres a Portsmouth, después, en el barco de Portsmouth hasta Santander y, finalmente, en una nueva diligencia desde Santander al Gran Hotel. El viaje se le había hecho muy pesado. Hacía algo más de treinta años que su mujer había desaparecido y veinte que no viajaba a España. En su última visita a la península, Mr. Graham había ido directamente a Galicia para asistir al funeral de un hermano que llevaba años viviendo allí, pero no se había atrevido a acercarse hasta el Gran Hotel. En el tiempo que sucedió a la desaparición de su esposa, había prohibido recibir cualquier noticia de Cantaloa, el Gran Hotel o la familia Alarcón. Sin embargo, de una manera fortuita, llegó hasta sus oídos la muerte de don Carlos y, haciendo gala de una exquisita educación británica, ordenó a uno de sus criados mandar un telegrama presentando sus condolencias a doña Teresa, la viuda.
Alicia lo condujo hacia una butaca frente a una ventana. Mr. Graham sintió un escalofrío cuando se percató de que estaba sentado en el mismo lugar que había ocupado hacía más de cuarenta años en la boda de Lady cuando discutió con don Fernando acerca del proyecto del ferrocarril. Después, miró a su lado derecho y comprobó que, en el lugar de su mujer, se acababa de sentar Alicia, que lo observaba con sus profundos ojos azules.
Varias doncellas, siguiendo las órdenes de Ángela, hicieron a un lado las cortinas para que el salón se empapara de la luz exterior. Doña Teresa había pedido expresamente a la gobernanta que cerrara el salón al resto de los huéspedes y que estuviera presente en el encuentro con Mr. Graham. Eran las únicas que conocían a aquel hombre de antes y quiso que permaneciera a su lado. Acto seguido, Julio y Andrés sirvieron té y pastas a los presentes, componiendo una atmósfera particularmente británica.
—Acércame fuego, muchacho —ordenó Mr. Graham a Julio mientras introducía su huesuda mano en el bolsillo interior de su chaqueta para sacar una purera.
—En primer lugar, quiero transmitirle, en nombre de mi familia, nuestro más profundo dolor por las conclusiones a las que ha llegado la policía —dijo doña Teresa.
Si el inglés la escuchó, no hizo gesto de reconocimiento alguno. Agarró la caja de cerillas que le había alcanzado Julio y dio una voraz calada al puro.
—¿Cómo ha ido el viaje, Mr. Graham? —preguntó Alicia, intentando reconducir la conversación.
—Demasiado largo para un viejo.
—No exagere. Está usted estupendo.
Se habría producido un nuevo silencio incómodo, de no ser por la entrada de Ayala y Hernando, que caminaban acompañados de Diego.
—Mr. Graham, permítame que les presente —dijo educadamente Diego—. El detective Ayala y su ayudante Hernando.
—Es un placer conocerlo —indicó Ayala—. Siento haberle importunado con mi llamada. No tenía por qué haber venido si no quería.
Mr. Graham escrutó con la mirada a Ayala por encima de la montura de sus gafas. Lo imaginaba más joven, casi como Hernando.
—Nunca dejé que mi mujer viajara sola a ningún lado. No lo pienso hacer esta vez. —Hizo una pausa para dar otra calada al puro—. Cuénteme, ¿cómo ocurrió todo?
—Como le dije al teléfono, desgraciadamente, Mrs. Graham fue asesinada. Quizá prefiera no saber los detalles.
—No he viajado tan lejos para tomarme un té. Eso podría haberlo hecho en mi propia casa.
Julio y Alicia intercambiaron una fugaz mirada. Aquel hombre inspiraba en la joven el más profundo respeto. Estaba al tanto del aprecio que su padre había sentido por él y el buen trato que recibió del inglés durante el proyecto del ferrocarril a Cantaloa. Don Carlos siempre le dedicó buenas palabras.
—A través de una carta que Alicia encontró, la señorita Lucía pedía a Benjamín, su enamorado, asesinar a Mrs. Graham.
—Esa niña nunca la perdonaría. Se podía ver el odio en sus ojos —interrumpió el inglés—. Siga, por favor.
—Benjamín se negó a hacerle semejante favor, pero algo que desconozco le debió de hacer cambiar de opinión aquella noche de Reyes.
—¿Ha dicho usted que estaban enamorados?
—Así era, Mr. Graham.
—Acaba usted de encontrar la respuesta.
El inglés frunció su arrugada nariz y dejó el puro sobre el cenicero.
—¿Está seguro de que fue ese camarero y no aquella desgraciada?
—Solamente la fuerza de un hombre podría haber causado las fracturas que hemos encontrado en los huesos de su mujer. Créame, fue él. Benjamín tiene un largo historial de crímenes a sus espaldas.
La crueldad de los datos que estaba aportando Ayala estremeció al inglés.
—Siga… ¿Cómo la mató?
—La engañó para conducirla hasta la parte baja del hotel con alguna excusa que jamás sabremos. Le asestó un golpe en la cabeza, que se demuestra por la fractura del cráneo. —Ayala se dio cuenta de que todavía no se había sentado y creyó que tomar asiento al lado de Mr. Graham lo ayudaría a finalizar el relato con mayor entereza—. Benjamín la dio por muerta y la arrastró hasta el sótano donde Lucía había pasado más de medio año encerrada.
—Así que era mentira que estuviese estudiando en Roma.
—Así es. El día que Benjamín trasladó el cuerpo de su mujer al sótano, Lucía no estaba allí. Desde el funeral de su padre hasta su desaparición dormía junto a su hermano Carlos.
Mr. Graham asintió distraídamente y empezó a notar un nudo en la garganta.
—Una vez en el sótano, Benjamín aprovechó el derrumbe que había sufrido la pared hacía unos días para lapidar a su esposa. Pero antes, una fractura en el cuello indica que su esposa despertó y que ambos forcejearon. Ella debió de quitarle el medallón que Lucía le debía haber prestado a Benjamín y que, a su vez, le había prestado Ángela, su doncella en aquellos tiempos. ¿Me equivoco? —preguntó Ayala mirando a Ángela.
—No se equivoca. Yo se lo dejé para que lo tuviera un tiempo con ella —sentenció la gobernanta.
Andrés bajó la mirada. No tenía por qué sentirse culpable de nada, pero oír la voz de su madre en aquella truculenta escena le afectó un instante.
—Se puede imaginar lo que vino después. Benjamín la asfixió hasta darle muerte y la enterró en el sótano para siempre. —Ayala hizo una pausa dramática imprescindible en aquel punto del relato—. Lucía se suicidó al día siguiente. Imaginamos que su conciencia no le permitía vivir en paz.
Hacía rato que los ojos de Mr. Graham le habían empezado a escocer. Por pena o por vergüenza, nadie era capaz de mirarlo a la cara. Sin embargo, él dejó que su mirada recorriera todos y cada uno de los rostros. Quería asegurarse de que nadie había perdido el hilo del relato de Ayala. Todo el mundo debía saber lo que aquella «niña endemoniada» había permitido que le hicieran a su esposa. Una lágrima resbaló por su mejilla, alcanzando la boca con la lentitud de una gota de lluvia sobre la ventana. El inglés no esperó a que cayera una segunda lágrima. Se acomodó las gafas y chasqueó los labios.
—No quiero pasar ni un segundo más en este hotel.
Doña Teresa miró a Diego, que cabeceó levemente resistiéndose a que se marchara.
—Mr. Graham, le hemos acomodado la mejor habitación de todo el hotel…
—Lo he perdido casi todo. No permita que también pierda la dignidad.
Mr. Graham no derrochó ni un gramo de energía en fingir amabilidad. Se apoyó en su bastón para levantarse y pidió que el chófer lo llevara de vuelta al puerto. Sería el último viaje que haría junto a Mrs. Graham y a ella nunca le gustaba viajar de noche.
* * *
Se había quedado una tarde ideal para pasear. El viento, que hacía unas horas amenazaba con tronchar algún árbol del hotel, se había calmado y ahora el sol lucía, débil, y ante él pasaban nubes que producían curiosos efectos de luces y sombras. Julio y Alicia habían decidido acercarse al acantilado para digerir la incómoda escena con Mr. Graham. En realidad, había sido Alicia la que se había excusado de su familia para ir a tomar el aire y, poco después, Julio la había seguido. La joven contemplaba el mar con emoción contenida. El vestido blanco que llevaba puesto veneraba cada curva de su cuerpo y se agitaba moderadamente en su parte baja por efecto de la brisa.
—¿En qué piensas? —preguntó Julio, acercándose por detrás.
—En nada.
—Siempre que tienes algo en la cabeza, vienes aquí.
Alicia esbozó una débil sonrisa. A veces tenía la sensación de que Julio la conocía más que ella misma. ¿Tan transparente era?
—No dejo de pensar en ella, en el valor que tuvo que tener para tirarse por aquí.
—En su estado, el valor no cuenta.
Alicia asintió con un gesto reflexivo. La vida a veces nos invita a mezclar hechos pasados con nuestras propias experiencias, como si quisiera obligarnos a reflexionar. Desde que Ayala le había puesto al día con el caso, la mente de Alicia había oscilado en fluctuaciones y había hecho el difícil esfuerzo de meterse en la piel de otra persona, la de su tía, sin atreverse a llegar a ninguna conclusión.
—Es curioso todas las veces que mencionaba el faro en sus escritos —dijo Alicia.
—La imagen de aquel medallón debió de grabarse en su mente para siempre.
—¿Has estado alguna vez ahí dentro?
—No, pero siempre he querido saber cómo es. ¿Quieres que entremos?
La joven se encogió de hombros y Julio decidió por ella. Entrarían. Podía ser una buena manera para cerrar aquella bonita, pero trágica historia de Lucía. Tuvieron que hacer el camino hasta el faro con cierta prisa. El sol comenzaba a descender por el horizonte y querían evitar a toda costa que anocheciera. Cuando hubieron alcanzado la entrada, se preguntaron si el farero estaría dentro.
Julio empujó la puerta, que estaba ligeramente entreabierta. La empujó con un solo dedo, con la suavidad de un gato que quiere entrar en una habitación. Ambos pasaron al angosto vestíbulo del que nacía una empinada escalera de caracol. El olor a humedad y a rancio los envolvió nada más entrar.
—Buenas tardes, ¿hay alguien ahí? —gritó Julio desde el hueco de la escalera para que su sonido ascendiera en vertical.
Sin respuesta alguna que les anunciara que debían detener el paso, Julio y Alicia subieron por la escalera con más decisión que miedo a encontrarse a alguien en la parte alta. Antes de alcanzar los últimos escalones, ella se paró. Sentía un ligero mareo por la espiral que acababa de ascender. Tomó aire y se atusó el vestido. Cuando llegó a su meta, Julio estaba frente a un hombre encorvado, de cabellos grises, que sostenía un libro en su mano.
—Si querían subir, deberían haber llamado antes.
Julio estuvo a punto de explicar que sí lo habían hecho, pero sintió que aquel diálogo no le llevaría a ninguna parte.
—¿Querían ver el mar desde aquí? —preguntó el viejo.
—En realidad solamente queríamos subir.
—Venga, acérquese, joven —dijo el farero a Alicia—. Le va a impresionar ver el mar desde un sitio tan alto.
Alicia se acercó hacia el ventanal que le había señalado el señor y, tal y como este le había anunciado, ver la inmensidad del agua desde ese ángulo desconocido la estremeció. Julio avanzó tras ella y sintió el mismo efecto.
—¿Lleva trabajando aquí mucho tiempo? —preguntó el camarero.
—Podría decir que llevo más tiempo aquí que el propio faro.
El hombre estalló en una risa que finalizó en una tos ronca. Alicia giró su cabeza hacia el acantilado y comprobó que podía vislumbrarse desde allí.
—Quizá sepa la historia de mi tía. Se quitó la vida en ese acantilado hace más de treinta años.
—He oído muchas historias sobre gente que se ha suicidado ahí mismo, pero, gracias a Dios, nunca he visto ninguna con mis propios ojos. —Hizo una pausa para aclararse la voz, que se había tornado áspera desde el ataque de tos—. Casi todas las historias han sido de mujeres. Tan cobardes para algunas cosas y tan valientes para otras.
El viejo hizo un gesto cómplice a Julio, como si el supiera de qué estaba hablando.
—Entonces, ¿no recuerda nada de aquella historia? Lucía Alarcón se llamaba —insistió Alicia.
El farero hizo una mueca expresiva con sus ojos.
—Es difícil olvidar ese apellido. Aquella noticia salió en todos los periódicos. Decían que esa muchacha estaba loca.
—Pero usted no la vio… —dijo Julio.
—La policía me preguntó lo mismo. Les dije que no vi nada sospechoso. Suelo mirar al mar de frente y pocas veces me giro para ver el acantilado. Con el tiempo recordé que me había cruzado con alguien en el camino esa mañana.
—La mañana después a la cena de Reyes.
—Así es, joven. No creo que hubiese servido de nada decirlo. Hasta la policía tenía claro que aquella mujer se suicidó.
—¿Se acuerda de quién era aquella persona con la que se cruzó? —preguntó Alicia.
—Era un joven alto y delgado. Iba vestido de camarero.
Alicia y Julio intercambiaron una mirada de alarma.
—¿No recuerda nada más? —insistió Julio.
—No, hijo mío. A mi edad uno solo recuerda lo que recuerda. En mi caso, no es mucho.
Después de dar las gracias a aquel amable señor por la información que les había facilitado, caminaron hacia el acantilado. Una vez allí, se detuvieron para echar el último vistazo al mar. Julio acarició el cabello de Alicia y retiró un mechón que cruzaba su cara.
—¿Estás bien?
Alicia sintió un escalofrío. Acababa de entender, por fin, la historia de su tía Lucía, pero prefirió guardarse sus reflexiones para exponérselas a Julio durante el camino de vuelta. Era tarde y estaba empezando a anochecer.