XIII - REQUIESCAT IN PACE

Gran Hotel, Cantaloa.
Enero de 1870

Era un día muy importante para la familia Alarcón. Tras varios meses de intensas obras, los primeros mil metros del trayecto Cantaloa-Santander estaban listos para realizar una demostración al público y a la prensa a través de una locomotora de dos vagones traída de Inglaterra. Todavía necesitarían unos años hasta poder ver terminado el recorrido entero, pero aquella inauguración previa se había antojado imprescindible para callar muchas bocas. El recelo a una obra de semejante dimensión había perseguido al proyecto desde el principio. Era el momento de demostrar que era posible el progreso en un país que llevaba una desventaja considerable al resto de Europa.

No cabía un alfiler en el salón del Gran Hotel: empresarios, miembros del gobierno local, periodistas de todo el continente y amigos de la familia disfrutaban de la primera mañana del año con un desayuno pantagruélico que desprendía un cálido y agradable olor a pan y café. Don Fernando y Ricardo eran los únicos miembros de la familia Alarcón que habían acudido temprano al salón para atender a los invitados. Mientras desayunaba, el dueño del hotel miraba a su alrededor, absorto en pensamientos silenciados: ¿Saldría todo bien? ¿Estaría a la altura de los grandes proyectos de ferrocarril mundiales? Don Fernando se enderezó y respiró hondo. De nada servía hacerse todas esas preguntas con el estómago vacío. Se concentró en las tostadas que acababa de servirle Benjamín y fingió delante de todos no estar preocupado.

Doña Consuelo había preferido permanecer al lado de su hijo Carlos mientras este se engalanaba.

—Una pena que las fotografías no sean en color. Cómo desearía que se apreciara el rojo de este pañuelo —dijo mientras lo anudaba al cuello de su hijo.

Aquel pañuelo era una reliquia de la familia Alarcón. Había pasado de generación en generación, de hombre a hombre, desde hacía más de medio siglo. Era la primera vez que uno de sus hijos lo utilizaba y eso le enorgullecía. Doña Consuelo inspeccionó las posibilidades que ofrecía el armario en busca de algún complemento más.

—¿Han bajado ya al salón Mr. Graham y su esposa? —preguntó Carlos.

—No me han avisado de ello —dijo doña Consuelo, colocando una flor de tela en la solapa de su chaqueta—. Mr. Graham debe de estar más nervioso que tú.

—Permítame que lo dude, madre. El año pasado inauguró tres estaciones en Estados Unidos y dos en Inglaterra.

—Me temo que esta es diferente. No ha arriesgado tanto dinero, en eso estamos de acuerdo, pero sí todo su prestigio.

Doña Consuelo retiró la flor de la solapa. Con el pañuelo sería suficiente. Después desplazó sutilmente a Carlos del espejo para colocarse ella en primer plano. Estaba espectacularmente bella ese día. Se observó de perfil y contempló el abultado polisón del vestido turquesa que llevaba puesto. Satisfecha con lo que vio, cedió de nuevo el sitio a su hijo.

—Teresa ha preguntado por ti esta mañana. Le gustaría que pasaras más tiempo a su lado.

—No empiece, madre. No pienso casarme con ella.

—La boda se celebrará el próximo otoño. Es la mejor decisión que he tomado.

A Carlos le ardieron los ojos. Detestaba cuando su madre renunciaba a negociar. Con los años tampoco soportaba su insistencia, ni su irritante confianza en sí misma.

—¿Ni siquiera va darme la oportunidad de que sea yo el que elija a la persona con la que quiero pasar el resto de mi vida?

—Llevo años dándote esa oportunidad. Sería la primera en rechazar a Teresa si me propusieras una candidata que esté a tu altura.

En un acto reflejo, el joven bajó la cabeza. Doña Consuelo pudo adivinar la incertidumbre que alteraba su rostro. Inevitablemente, apareció la pregunta:

—¿Quién es ella?

Por primera vez Carlos tuvo miedo de no atreverse nunca a confesar lo que sentía por Ángela. La ansiaba, pero allí estaba, frente a su madre, incapaz de expresar sus sentimientos. Una voz interior lo animó a decirle que lo que sentía por aquella doncella no era un capricho extravagante. Era una sensación única que dominaba todos sus sentidos. Sin embargo, todo lo que pudo hacer en ese momento fue regalar a su madre una sonrisa impersonal y maldecir su cobardía por detrás de ella.

—No hay nadie que ocupe mi corazón, madre.

Doña Mercedes llamó a la puerta y la abrió en cuanto le dieron paso.

—Señorito Carlos, Mr. Graham ya está preparado para el discurso.

—Gracias, doña Mercedes.

—¿Mi padre y mi hermano están en el salón?

—Su padre sí. Ricardo ha debido de salir a fumar al jardín —dijo la gobernanta. Después se marchó.

El joven dejó sus preocupaciones románticas a un lado y adoptó un estilo distante para dar comienzo a la inauguración. Todo lo que Carlos tenía que hacer era cautivar a los invitados. Estaba más elegante que nunca. Ahora solo hacía falta que el discurso fuera un éxito. Doña Consuelo examinó a su hijo y se contagió de su nerviosismo.

—¿Has preparado bien el discurso?

—Lo haré en español y francés. Mr. Graham se encargará del inglés.

—Hijo mío. Estoy tan orgullosa de ti. Olvida por un momento el enfado que tienes conmigo y dame un beso.

Doña Consuelo ladeó la cabeza para que su hijo posara sus labios en la mejilla. Luego se colgó de su brazo y juntos bajaron al balcón del salón. Los invitados se pusieron de pie nada más verlos. Mr. Graham palmeó la espalda de Carlos con un gesto de confianza. Este inspeccionó a los invitados sin detenerse en ninguno. Carraspeó y comenzó a decir:

—Damas y caballeros, la estación de Cantaloa y el primer kilómetro del tren que los llevará a Santander ya están terminados.

Un aplauso hizo erupción en la sala. De todas las veces que había ensayado el discurso delante del espejo, este siempre lograba despertar en él una serie de emociones: orgullo e incertidumbre por saber cuál sería su acogida.

—Han sido muchos meses intentando convencerles de que venir al Gran Hotel en carruaje es caro y marea a las damas. Por fin, parece que lo he conseguido. —Esperó a que acabaran las risas que había generado con su introducción y prosiguió a pesar del emergente murmullo que empezó a expandirse por el fondo de la sala—. Agradezco enormemente su presencia, abrumadora, desde todas las partes de este continente. Asimismo, no podría comenzar este discurso sin agradecer a mi familia el apoyo que he recibido durante todos los meses…

El rumor se hizo cada vez más evidente.

—¿Qué ocurre? —se atrevió doña Consuelo a decir, interrumpiendo el discurso de Carlos.

El peón al que Ricardo había castigado con un puntapié al inicio de las obras del ferrocarril, sudado y desaliñado, se abrió paso tocando con sus manos sucias los finos trajes de los invitados.

—¡La estación está ardiendo, señorito Carlos! ¡Hay mucho fuego!

Carlos miró a sus padres angustiado, buscando una expresión en sus rostros que le diera tranquilidad, pero esta no se materializó.

—Acércate —ordenó don Fernando al peón—. ¿Qué sucede?

—La estación, señor. Está ardiendo.

—Pero eso es… terrible. ¿Cómo ha ocurrido?

—Creemos que alguien le ha prendido fuego.

La agitación recorrió toda la sala y pronto los invitados se llevaron las manos a la cabeza, preguntándose cómo había podido suceder semejante catástrofe. Con el corazón en la garganta, Carlos se dio media vuelta y comenzó a correr escaleras abajo. El pulso acelerado estuvo a punto de jugarle una mala pasada y tuvo que apoyarse en la barandilla para bajar sin perder el equilibrio. No podía ser cierto. Y si lo era, estaba perdido.

* * *

—¡Mi caballo! —gritó Carlos a uno de los mozos que estaba haciendo labores de jardinería.

El mozo obedeció como si acabara de recibir las órdenes de un general.

—¡Hijo! ¿Dónde vas? —preguntó doña Consuelo, que había corrido tras él.

—A encontrar al hijo de puta que me acaba de arruinar la vida.

—Voy contigo. No pienso dejar que vayas solo —dijo don Fernando, bajando las escaleras de la entrada principal.

Los caballos no tardaron en llegar. Los mozos estaban hechos a la inmediatez con la que la familia Alarcón exigía que respondieran a sus órdenes. Padre e hijo subieron a caballo y los azuzaron para que galoparan con rapidez. La nieve, que se había derretido con el sol que brillaba desde esa mañana, provocó más de un resbalón a los animales y el accidentado camino se les hizo difícil. Cuando habían galopado un largo trecho, don Fernando consideró oportuno atajar por el angosto sendero que bordeaba el arroyo y, una vez accedieron a él, los caballos aminoraron el paso para observar a lo lejos la nube densa de humo que emergía de la estación. En lugar de bajar la mirada, Carlos contempló el fuego, conmocionado, consciente de todo lo que acababa de perder. La misma voz interior que hacía un momento lo había animado en vano a confesar sus más íntimos sentimientos a su madre, ahora lo alentaba a manifestar sus emociones delante de su padre. Hubiese dedicado unas tiernas palabras a don Fernando de no ser por la presencia de un movimiento sospechoso tras unos helechos marchitos.

—Padre, ahí hay alguien.

Carlos se bajó del caballo y ató las bridas al tronco infinito de un árbol.

—El que haya hecho esto, ya debe de estar lejos de aquí.

—No lo creo. —Se agachó y arrancó varias hojas de una planta manchadas de gotitas rojas—. Mire esto. Hay sangre.

—¿Crees que se ha podido herir en la huida?

El rebufo del caballo de Carlos los despistó un momento. Cuando quisieron volver la vista al frente, los helechos se volvieron a agitar.

—¡Por allí! —gritó don Fernando al ver la nítida silueta de un hombre que huía despavorido entre la vegetación y balbuceó unas palabras que Carlos no logró entender.

El joven salió corriendo tras el sospechoso hasta darle alcance. No fue difícil puesto que estaba herido en una pierna y renqueaba. Carlos se abalanzó sobre él al mismo tiempo que un sentimiento de angustia se arrojaba sobre su propio cuerpo. Acababa de enterarse de que el hombre al que había apresado no era otro que su propio hermano.

—¿Ricardo? ¿Has sido tú el que ha prendido fuego a la estación? —preguntó. El corazón se le salía del pecho.

Ricardo apenas pudo contener las lágrimas. Llevaba mucho tiempo queriendo vengarse de su hermano, que, involuntariamente, le había arrebatado las dos cosas que más ansiaba tener en la vida: el cariño de sus padres y el de Teresa. Pensaba que si no hacía algo, se hundiría en su propia rabia. Hubo días malos, muy malos, en los que pensó incluso en ofrecer dinero a algún delincuente para que golpeara violentamente a su hermano hasta dejarle inconsciente, pero cada vez que ese pensamiento oscuro volvía a su mente, se hacía más débil. Había algo que dejaría heridas más profundas en Carlos: provocar un incendio en la estación, arruinando toda su reputación.

Aunque todo obedecía a un plan premeditado, había tenido que forzar un encuentro entre don Fernando y un importante empresario durante el desayuno para poder escapar del hotel y realizar su maléfico plan. Una vez en la estación, consiguió acceder a su interior sin que los peones, que estaban comprobando que todo estaba en orden, se dieran cuenta de su presencia. Ricardo prendió la caseta destinada a la venta de billetes y se arrepintió de su actitud dañina desde el mismo momento en el que vio arder la primera madera. Intentó evitar que el incendio fuera a mayores, pero una torpe descoordinación en sus pies le había hecho tropezar y clavarse la punta de un clavo en la rodilla.

—Lo siento, hermano. Intenté parar el fuego…

Carlos le asestó un puñetazo en la cara que le hizo sangrar la nariz al instante.

—¿Cómo has podido hacerme algo así? ¿Tanto te fastidiaba verme feliz?

—Siempre lo has tenido todo. Y yo, dime, ¿qué tengo?

—Lo que te mereces.

—Si hubiera tenido lo que merezco, tú no serías mi hermano.

Carlos no tuvo más remedio que golpearlo de nuevo. Fue en aquel instante de rabia y soledad —al fin y al cabo, su hermano se convirtió desde aquel momento en un fantasma para él— cuando pensó en su padre. Le extrañaba que no hubiera seguido sus pasos y que apenas se hubiese molestado en saber quién había sido el traidor. El joven se puso en pie y caminó hasta el lugar donde había dejado atado el caballo. Ricardo lo siguió.

Pocos momentos lo marcaron más que aquel. Yaciendo de espaldas, don Fernando había caído desplomado de su caballo. Carlos corrió hasta llegar a su altura y Ricardo cojeó tras él.

—¡Padre! ¿Qué le pasa? —gritó Carlos, meneándole agarrado a las solapas de su chaqueta—. ¡Despierte!

Era inútil. Estaba muerto.

No importaba las veces que recordara ese momento. Siempre le atormentaría no saber con exactitud cuál fue la causa de la muerte. Se preguntó si habría fallecido al reconocer a Ricardo corriendo entre los arbustos o, simplemente, había sido fruto de la casualidad que el destino eligiera aquel momento para detener su corazón.

Aquel pensamiento perturbador pronto contagió a Ricardo, que se echó a llorar sobre el cuerpo inerte de su padre pidiéndole perdón. Carlos quiso evocar sus últimas palabras y el peso del desencanto cayó con un golpe seco sobre su cabeza al recordar que no había logrado entenderle. Ahora era demasiado tarde para preguntarle qué había querido decir.

* * *

Habían tenido que fingir el viaje de Lucía desde Roma para poder celebrar el funeral aquel cuatro de enero. Desde que se enteró de la noticia, Lucía no habló con nadie, ni siquiera con Ángela, con la que ya se había reconciliado tras aquel desafortunado desencuentro. Estaba hundida en sus pensamientos. Sabía lo que acababa de perder y le agobiaba pensar que no vería más a su padre. La joven tuvo que resistir el impulso de golpearse durante los días que transcurrieron hasta que Carlos la sacó de allí. Subieron a la planta noble del hotel entrada la noche, para que nadie los viera. Él la llevó hasta su habitación y la abrazó con toda la ternura del mundo. Así permanecieron durante un largo rato. Luego Lucía se apoyó en su regazo y lloró, desconsolada. Carlos también estaba a punto de hacerlo; saltaba a la vista, aunque se esforzó para no venirse abajo.

—Quiero dormir contigo —habló Lucía entre sollozos.

—Te iba a decir lo mismo.

Amanecieron a la vez porque el sol golpeó sus caras y porque una voz al otro lado de la puerta los invitó a despertar.

—Señorito Carlos, deben prepararse para el funeral —dijo doña Mercedes.

Carlos se obligó a apartar de la mente la imagen de su padre muerto con la que se había despertado. Extendió una mano temblorosa y acarició el cabello dorado de Lucía. Se oyó a sí mismo diciéndole a su hermana algo tranquilizador y se vistieron con toda la premura que el dolor que sentían en el pecho les permitió. Antes de abrir la puerta, Carlos se detuvo. Tomó la mano de Lucía y esta sintió un escalofrío. Tenía la piel más sensible que nunca. Se sentía vulnerable en un día vulnerable.

—No te dejaré sola ni un momento.

—Sé que quieres estar a mi lado.

—Prométeme que vas a estar tranquila.

—¿Va a venir ella?

No hizo falta que Carlos asintiera para que Lucía entendiera que Mrs. Graham asistiría al funeral. Lucía dejó escapar un suspiro y entrelazó sus dedos con los de él.

—Vamos, hermano, madre ya debe de estar abajo.

A lo largo de los años, cuando yacía sola en la cama, doña Consuelo se angustiaba pensando en su muerte, pero jamás se había parado a pensar en la de su marido. La única vez que don Fernando había estado cerca de morir había sido hacía muchos años, cuando sufrió un accidente montando a caballo. El dueño del hotel perdió el conocimiento, y así se mantuvo durante días, los mismos que su esposa permaneció a su lado.

Había estado dándole vueltas a lo sucedido desde el momento en el que se enteró de la fatal noticia. Culpar a Ricardo de la muerte de su marido fue su reacción más inmediata. Los celos que habían perseguido a su hijo desde que nació lo habían llevado a cometer la crueldad de incendiar el proyecto más ambicioso de don Fernando. ¿Cómo se había atrevido a semejante locura? Lo abofeteó hasta que alguien —probablemente Carlos, no recordaba bien— la sujetó por detrás. Entonces dejó caer la culpa sobre su cuerpo y se odió por maldecir a su propio hijo. La poca cordura que pudo conservar en un momento como aquel le hizo cambiar de opinión de manera drástica: ¿qué había hecho ella para impedir esos celos? En todo caso, ella había sido tan culpable como don Fernando de tratar a su hijo como un auténtico inútil, remitiéndole siempre a absurdas comparaciones con su hermano. Había pasado demasiado tiempo ahogada en falsedades. Si quería seguir adelante, superar la trágica muerte de su marido, debía aceptar su vida como realmente era, no como ella la imaginaba. Y eso pasaba por reconocer su parte de culpa.

Un sacerdote oficiaría la misa en el jardín en el que doncellas y camareros habían colocado varias hileras de sillas. Hacía días que no nevaba y doña Consuelo había preferido dar el último adiós a su marido sintiendo en su cara la brisa del mar. De negro impoluto, estaba acompañada por Ricardo, Mr. y Mrs. Graham cuando Lucía y Carlos aparecieron agarrados de la mano.

—Aguanta, hermanita, solo será un rato —susurró Carlos al notar el temblor del brazo de Lucía.

Maldito nudo en la garganta. Lucía apretó los dientes con impotencia al ver a Mrs. Graham frente a ella, y su garganta emitió un chasquido. A punto estuvo de gritar, pero retomó el control gracias a una fuerza invisible que recorrió todo su cuerpo —como si el doctor Brönn, desde alguna parte, le hubiera inyectado una dosis de cloral— y rehusó dejar que el odio se hiciera paso.

—Madre, ¿cómo está? —preguntó Carlos.

—Anda, poneos a mi lado. Quiero teneros cerca durante la misa.

—Mi marido y yo os acompañamos en el sentimiento —pronunció tímidamente la inglesa.

Carlos apretó con fuerza la mano de Lucía, impidiendo que ella hablara.

—Muchas gracias. He oído que está encinta —dijo Carlos, mirando a Mrs. Graham.

—Así es —contestó Mr. Graham—. Por favor, no es necesario que nos feliciten ahora. Te emplazo a que hablemos de todo mañana.

El inglés consideró que don Fernando había sido un pilar fundamental en el proyecto del ferrocarril y su muerte merecía ser lamentada sin distracciones. Ya tendría tiempo de recibir las felicitaciones de Carlos por el tan ansiado embarazo de su esposa.

A doña Consuelo le llevó apenas un segundo echarse a llorar desde que el sacerdote comenzara los oficios. Todos los sonidos se evaporaron a su alrededor y evocó el retrato de su marido el primer día que lo conoció: apoyado en la puerta del salón del hotel, esperando a que ella se acercara y le pidiera llevarla consigo a conocer el mundo. Las cosas ya no serían como habían sido. Un temblor se apoderó de su labio inferior. Cogió un pañuelo que tenía guardado en el bolsito y lo dobló por la mitad para formar un triángulo. Después se secó las lágrimas con la misma elegancia con la que lloró el día de su boda.

Cuando la misa llegó a su fin, la familia Alarcón se colocó frente a los asistentes para que estos, uno a uno, les fueran dando el pésame. La primera en dar la mano a Carlos fue Teresa.

—Lo siento mucho, querido. No te quepa la menor duda de que estaré a tu lado para lo que necesites.

No podía negarse que Teresa era una muchacha refinada con una educación encomiable. Sin embargo, ni el roce de su mano, ni la dulzura de sus palabras provocaban el mínimo estremecimiento en Carlos.

Tras un largo rato recibiendo condolencias, llegó el turno de Mrs. Graham y Lucía tuvo que hacer un esfuerzo colosal para poder respirar. La cortina de tensión que se había interpuesto entre ellas desde hacía una década se hizo evidente cuando la inglesa estrechó su mano.

—Siento la pérdida de todo corazón —dijo Mrs. Graham.

¿De verdad lo sentía? Lucía asintió distraída mientras reflexionó sobre los hechos pasados. Que no hubiese podido disfrutar de su padre en sus últimos meses de vida por culpa de aquella mujer le hizo sentir estúpida y vulnerable, todo al mismo tiempo, se excusó para entrar al hotel y, una vez allí, buscó un rincón, el más recóndito de todos, para golpearse contra la pared mientras repetía: «¡Maldita!».

La misma casualidad que había llevado a Benjamín a escuchar los gritos de Lucía la primera vez que la vio se presentó aquella mañana para que el camarero contemplara la truculenta escena. Esta vez no quiso acercarse a ella. Llevaba días sin visitarla desde que le hiciera aquella oscura propuesta y temía su reacción si hacía el intento de calmarla. El camarero observó a la joven con una mezcla de pena e impotencia. Sintió que el corazón le latía más rápido de lo normal y tomó una drástica decisión.

* * *

Ángela pasó toda la noche tratando de confeccionar el discurso que debía representar delante de Carlos. Entendía que el muchacho estuviera atormentado por la muerte de su padre y las palabras debían ser elegidas con tacto. Desde que había ocurrido la tragedia, la doncella no había pasado ni un solo instante a su lado. Sentía como si hubiesen transcurrido semanas desde el romántico encuentro en el faro y, sin embargo, tan solo habían sido unos días. Creyó necesario reactivar ciertos sentimientos que habían nacido de aquel encuentro, o por lo menos, recordarle que estaban ahí y que ella estaba dispuesta a continuarlos.

Había terminado de desayunar y, tras una breve conversación con doña Mercedes acerca de la inminente llegada de una nueva doncella que sustituiría a Clarisa, de la cual seguían sin saber nada, se paseó por el salón con la excusa de acercarle a una clienta unos guantes planchados. La lluvia caía malhumorada y corría por la ventana en arroyuelos. Era un día nublado y ventoso, desagradable. El restaurante estaba más oscuro de lo habitual y las velas se esforzaban por iluminar el espacio con tanta exquisitez como la propia clientela del hotel. Era el día de la cena de Reyes. Una noche única convertida en toda una tradición que llevaba décadas celebrándose con opulencia en el Gran Hotel. A pesar de que apenas habían transcurrido veinticuatro horas desde el funeral, fue doña Consuelo la que tomó la decisión de seguir adelante con el evento. Ahora que el proyecto del ferrocarril había quedado frustrado, las reservas del hotel volverían a ser irregulares, como había ocurrido durante el último año. Había que sacar partido de este tipo de celebraciones que siempre gozaban de una clientela fija. Bastante tenía con haber perdido a don Fernando, si además perdía a sus huéspedes más fieles. Al fondo, en uno de los rincones que quedaban en penumbra, Carlos y Mr. Graham se despedían.

—¿Habéis pensado qué vais a hacer con tu hermano? —preguntó el inglés.

—Madre lo va a mandar un tiempo a Barcelona con su familia paterna. Empezará a trabajar en un negocio familiar y regresará cuando veamos que hace las cosas en condiciones.

—Permíteme la ironía: no sé si llegará ese día…

Carlos sonrió débilmente. Él pensaba lo mismo.

—¿Seguro que no quiere quedarse a la cena de Reyes?

—Muchas gracias, pero cogeremos el barco de las tres.

—¿Necesita algo antes de su partida?

—A mi esposa. Debe de estar despidiéndose de tu madre. —Miró su reloj de bolsillo. Mrs. Graham se estaba retrasando—. Como puedes observar, la puntualidad británica es una cualidad que solo tenemos los hombres.

—Entonces, solamente me queda agradecerle la confianza, el apoyo que he recibido de usted desde el primer momento.

—Lo dije en este mismo hotel hace muchos años. Los malos negociadores caen por su propio peso. Tú te has caído, pero no precisamente por tu falta de talento.

—Supongo que esto es un adiós definitivo.

—Considéralo un adiós a España. Hacéis muy buen vino, pero muy malos negocios.

No había mucho más que decir. Mr. Graham se atusó el abundante bigote y esperó sentado a su mujer, que no terminaba de llegar.

Hacía rato que Ángela había salido del restaurante resignada por no haberle podido enviar una señal muda a Carlos para reclamar su atención. Además doña Mercedes le había encargado la fastidiosa tarea de salir a la parte trasera del jardín a recoger la ropa del servicio, tendida en unas cuerdas, lejos de la vista de la clientela, que ahora debía de estar empapada por la lluvia.

La doncella se cubrió con su echarpe de lana. Un humo acre brotaba de las chimeneas formando densas nubes que conspiraban con la lluvia para quitarle encanto al hotel. El viento seco, cortante, y la humedad penetraban en los huesos con una facilidad pasmosa. El césped húmedo de rocío dificultaba aún más la tarea que la gobernanta le había encargado. Ángela se acercó a una vieja pileta de lavado al lado de la cual pendía, anudada a los troncos de dos árboles, una cuerda repleta de ropa. Fue metiendo prenda a prenda dentro de un cesto de mimbre. La ropa mojada pesaba demasiado y no pudo llenarlo. Tendría que hacer varios viajes.

Cuando se giró hacia el hotel, un rostro en una de las ventanas traseras la miraba. Al verlo la joven se sobresaltó. Era un rostro pálido coronado con unos cabellos revueltos. ¿Era Carlos? Sí, era él. Ángela hizo ademán de saludarlo, pero el joven se dio media vuelta con aires de algo que la doncella no logró comprender. Luego se convenció de que quizá alguien a sus espaldas le había llamado la atención y eso había provocado que se girara con tanta brusquedad.

Recoger toda la ropa la entretuvo un rato más. Cuando hubo realizado el último viaje y se creyó libre, doña Mercedes le encargó avisar a Lucía de que su madre ya estaba preparada para ofrecer un brindis a los invitados a la cena de Reyes. A la doncella no le importó. Así tendría la excusa perfecta para subir a la planta donde estaban las habitaciones de los Alarcón y podría localizar a Carlos con mayor facilidad, pero tampoco fue así.

Tuvo que esperar al final del día, cuando la cena de Reyes hubo finalizado, para que se repitiera una escena que había tardado años en hacerlo. Sentado al piano, Carlos disfrutaba, solo, de su virtuosismo con las teclas. Ángela tenía un pésimo oído musical, así que pensó que aquella melodía podía ser la misma de la primera vez que lo vio.

Descubrió que él la había visto cuando se equivocó en una nota —cosa que jamás ocurría— y había tenido que reanudar la melodía.

—¿No duermes? —preguntó Ángela.

—Mrs. Graham no aparece por ningún lado.

—Se habrá perdido dando un paseo. Seguro que se ha refugiado en algún lugar.

—Esperemos que así sea. No estoy preparado para recibir otra mala noticia.

Carlos siguió tocando. La melodía avanzaba hacia un dulce sonido que estaba a punto de desfallecer.

—Me alegro que hayas venido —dijo Carlos—, pero estaba a punto de levantarme y dar un paseo por el hotel.

—¿Quieres que me vaya?

—No. Siéntate a mi lado.

La doncella obedeció y, aunque sintió la compulsión de besarlo, esperó a que él estuviera más receptivo para hacerlo.

—No había podido decirte todavía que siento mucho lo que le ha pasado a tu padre.

—Es sorprendente cómo las cosas pueden cambiar de la noche a la mañana.

—Nadie está preparado para una muerte así.

—No me refiero solo a eso.

—¿Entonces?

Los sentimientos de Carlos siempre eran sinceros y sintió la necesidad de explicarse, aunque muriese en el intento. Su voz tembló por momentos por mucho que intentase relajarla. La melodía llegó a su final.

—Ángela, yo te amo, pero necesito tiempo para entender esta locura.

—Si tienes claro que me amas, ¿por qué necesitas tiempo?

—Tenemos que esperar y ver. En todas las cosas de la vida hay que esperar y ver.

Ángela se sabía ese discurso de memoria. De hecho, se arrepintió en el acto de haber formulado una pregunta que ya estaba respondida desde su apasionada cita en el faro.

—Estaré fuera de España un tiempo —se explicó el joven, sintiendo un leve apuro—. El fuego dañó la estación, pero no tanto como me temía y quiero buscar nuevos inversores.

—¿Cuánto tiempo será ese?

—El que necesite.

El laconismo que se había adueñado de la habitual locuacidad de Carlos era entendible a medias. De un lado, Ángela comprendía que la reciente muerte de su padre le sumiera en un angustioso estado de ánimo. Ella misma lo había vivido en sus carnes hacía unos meses y todavía se le quebraba la voz cada vez que hablaba de su padre. De otro, la doncella no captó el verdadero sentido de la frialdad de Carlos con ella después del tórrido momento que habían vivido juntos hacía unos días. Tuvo miedo de perderlo para siempre. Recostó la cabeza sobre su regazo y derramó unas lágrimas de inquietud.

—Prométeme que no te vas a olvidar de mí —dijo Ángela.

—Nunca lo haría aunque me lo propusiera.

—Cuando vuelvas, ¿tendrás el valor de hablar con tu madre?

—No te puedo dar un sí sincero, así que prefiero callar.

Carlos separó a Ángela de su cuerpo para borrar el brillo de sus ojos con alguna frase tranquilizadora. No quería que llorara. Eso haría más difícil la despedida.

—No quiero que me malinterpretes. Necesito que comprendas por qué hago todo esto. ¿Lo entiendes?

Ángela asintió con un gesto pueril. Después lo miró pensativa, leal.

—Todo lo que hay que hacer es esperar.

El joven se alegró de oír que su amada había captado la totalidad del mensaje y, más aún, que lo entendía y lo compartía. El fugaz júbilo que lo invadió un instante emanó de su boca en forma de un tierno beso. La emoción que los embargaba impidió que se dieran cuenta de que alguien los estaba viendo al otro lado del salón.

Teresa, muy triste con los ojos hinchados, observaba cómo Carlos besaba a una doncella a la que solo podía verle la espalda. Sabía que su prometido estaría tocando el piano y había bajado para darle una sorpresa que, paradójicamente, se acababa de llevar ella. No tuvo fuerzas para hablar. Hizo gala de sus modales exquisitos y desapareció de allí, intentando borrar esa impactante imagen de su cabeza.