XII - DÍA DE FERIA

Esa semana había nevado y era necesario tener velas encendidas, incluso de día, para poder alumbrarse por los pasillos. El viento del mar se dejaba sentir en cada rincón de la zona del servicio colándose a través de los finos cristales de esquinas congeladas. El último día del año, los camareros y las doncellas, junto a doña Mercedes, se apretujaban en torno a la mesa del comedor, mientras desayunaban vorazmente. Clarisa no había probado bocado y estaba de pie, apoyada contra la pared, ajena a la conversación que se estaba dando en la sala.

—Es tardísimo —dijo Juan, mirando el reloj de pared.

—Eso qué importa. Hoy es mi día libre —respondió Ángela con los ojos más luminosos que nunca.

La doncella hizo una pausa para tragar el trozo de pan que se había llevado a la boca.

—Doña Mercedes, ¿no le parece que aquí falta un pastel en el centro?

La ironía de Ángela fue bien recibida y se escucharon risas en diferentes puntos de la mesa.

—Y unas copas de vino para brindar por el año nuevo —añadió doña Mercedes—. ¿Dónde se cree que está, Ángela?

—En el mejor hotel de España, ¿no es así?

Ni siquiera la gobernanta pudo contener la risa. El buen humor con el que Ángela se había despertado, fruto de su encomiable estado de ánimo desde que superó el cólera, contribuía a hacer el trabajo mucho más llevadero. Era como si, desde entonces, su sonrisa se hubiese convertido en un gesto fijo. Por contra, Clarisa miraba con ojos pálidos, apagados, hacia un punto indeterminado de la sala. Estaba perpleja, como si hubiese presenciado un hecho terrible.

—Siéntate, muchacha, me pone nerviosa ver a la gente de pie mientras como —ordenó doña Mercedes.

Clarisa obedeció a disgusto.

—No pareces muy contenta por tu día libre —dijo Ángela.

—No voy a ir a Cantaloa.

—¿Pasa algo, jovencita? —preguntó doña Mercedes.

—No me encuentro bien. Eso es todo.

—Vamos, Clarisa. Es la primera vez que podemos visitar esa feria —insistió Ángela.

—Además, este año ocupará las dos plazas —añadió Juan.

—Está nevando, hace frío y está oscuro —dijo Clarisa como si ya tuviera el discurso preparado de antes.

—No puedo cambiar el clima —dijo Ángela—. Pero si comes algo, a lo mejor entras en calor.

—He dicho que no tengo hambre.

A Ángela le pareció una falta de tacto insistir a Clarisa para convencerla de que la acompañara a la feria. Entonces se dio cuenta de que no tenía a quien recurrir porque nadie más tenía el día libre como ellas. Este hecho simple le aturdió un momento y Juan se percató de ello.

—Podría pedir un cambio de turno a alguno de los camareros, si quieres.

—Gracias, Juan, no me importa ir sola.

Por primera vez Juan no se resignó con la negativa y aprovechó que el desayuno había llegado a su final para acercarse a Ángela antes de que esta saliera por la puerta.

—Estoy cansado de que siempre me digas que no a todo.

Esta franqueza, demasiado inocente para resultar ofensiva, cogió por sorpresa a Ángela.

—Sé que llevas tiempo interesándote por mí, Juan, pero ya deberías saber que solo quiero ser tu amiga.

—Si alguna vez te hubieses parado a preguntarme las intenciones, te habría sorprendido que yo también me conformo con ser tu amigo.

—Los amigos no se escriben cartas de amor —zanjó Ángela con un evidente doble sentido.

Juan enrojeció al momento y sus ojos se desviaron con timidez. Cuando ella había estado enferma, el camarero había entregado a Clarisa algunas cartas para que se las diera a Ángela. En aquellos papeles, nunca le llegó a decir enteramente lo que sentía por ella, ni mucho menos que la amaba desde el primer día que la vio, pero sus intenciones románticas quedaban claras. Al recuperarse, Ángela le había agradecido aquellas cartas, pero no dio respuesta a ni una sola de las preguntas que Juan, en alguna de ellas, le formulaba.

El camarero no parecía muy dispuesto a seguir la conversación y tan solo pudo añadir con voz adolescente:

—Espero que lo pases muy bien.

Cuando se iba a la cocina estiró los brazos para arremangarse la camisa. «Tardaré en volver a hablarle», pensó, víctima de un orgullo más bien femenino. Ángela lo vio marchar con cierta pena. Juan era un buen muchacho, pero hacía tiempo que en su mente no había hueco para otro hombre.

* * *

Después de almorzar, cogió algo de dinero que guardaba en una cajita de madera debajo de la cama. No tenía ni idea de lo que quería comprarse o lo que necesitaba, pero no quería desaprovechar la oportunidad de darse un capricho en aquella feria. Su madre y su hermana también se pondrían muy contentas si recibían algún regalo de su parte.

Clarisa se había metido en la cama y dormía, apretando los párpados con tanta fuerza que no se la creyó. Era obvio que le pasaba algo. Ángela lamentó que de momento Clarisa no se hubiese atrevido a compartir sus preocupaciones con ella y sintió deseo de acariciar su pelo de adolescente, pero prefirió no perturbar su sueño fingido y salió del cuarto.

La luz se filtraba a través de las oscilantes hojas de los árboles. La nieve había remitido en las últimas horas, pero el frío era igual de intenso. Ángela caminaba por el margen izquierdo del camino a Cantaloa, ataviada con un grueso echarpe de lana que la cubría desde el cuello a la cintura. Desde que comenzó a trabajar en el Gran Hotel, había podido ahorrar para dos modestos trajes de paseo. Las doncellas tenían prohibido vestir más elegantes que el resto de las damas del hotel y, cómo no, que la propia dueña. Eso no impedía que el traje que llevaran en sus días libres gozara de cierta finura. Las doncellas del Gran Hotel debían dar siempre buena imagen dentro y fuera del mismo. En eso no se sentían más libres que el resto de las damas.

El vestido que llevaba aquel día era de un azul marino intenso, abotonado de arriba abajo en su parte delantera y con una cinturilla de una lana menos gruesa que simulaba las sinuosas ondas del cachemir. Un tocado negro, que alguna vez debió de ser elegante, prendía en uno de los lados del cabello.

El sonido de las ruedas de un carruaje se hizo evidente. Ángela echó la vista atrás y advirtió que solo llevaba un ocupante además del conductor. Aminoró el paso y se apartó a un lado para dejarlos pasar, pero el carro redujo la velocidad según se aproximaba a ella. La doncella interpretó aquel gesto gentil como un intento del conductor para no ensuciarla con el barro del camino. Era tan común que las ruedas de los carruajes salpicaran los bajos de los vestidos de las damas que algunos, los más caballerosos, obligaban a sus caballos a acortar el paso cuando se acercaban a ellas. Esta vez, el carro se detuvo a su altura.

—Eres la doncella de mi hermana, ¿verdad?

Ángela alzó la vista y vio a Carlos, primorosamente peinado, con la cabeza asomada por la ventanilla.

—Así es, señorito Carlos —respondió Ángela, utilizando el mismo tono impostado de él—. ¿Va usted a la feria?

—¿Le extraña?

Ángela se encogió de hombros. No sabía cómo continuar aquel diálogo teatral, fingido.

—Sube. Hace frío y la nieve ha hecho el camino más incómodo.

El aire helado había congelado la puerta del carruaje y Carlos tuvo que pedir al conductor que la abriera desde fuera. Ángela tomó la mano del joven Alarcón y la apretó con fuerza para ayudarse a subir. Costó hacerlo, pero, al fin, la puerta se cerró con un ruido de vidrio. Ángela y Carlos se sentaron todo lo cerca que el vestido de ella les permitió. Lo que sucedió durante el trayecto a Cantaloa habría sido previsible para cualquier persona que estuviera al tanto de su secreta historia de amor.

Los jóvenes se miraban de soslayo, como si desconfiaran el uno del otro, cuando en realidad estaban deseosos de contemplar de frente sus pupilas. Carlos alargó su dedo índice para acariciar la mano de ella, enfundada en un fino guante de encaje. Lo hizo con suavidad, y la delicadeza del gesto la sobrecogió tanto que no supo cómo reaccionar. Ella se limitó a bajar la cabeza e insinuar una sonrisa. Carlos notó cómo se había relajado su brazo y siguió acariciándola, esta vez, utilizando toda la mano.

No les hubiese importado pasar más rato con aquel juego adolescente. Cuando estaban juntos se olvidaban de sus propósitos. Sin embargo, el carruaje se detuvo y los dejó en una calle que daba a la plaza principal del pueblo, donde se sentía el bullicio de la gente. El conductor jaleó al caballo y se dio media vuelta.

—Disfruta de la feria —dijo Ángela.

—¿Cómo podría disfrutarla si no te tengo al lado? Quédate conmigo.

—Qué locura… Te conoce todo el mundo.

—No pasará nada si les digo que vienes a ayudarme a elegir un regalo para Lucía. Soy un hombre, no tengo por qué saber de cosas de mujeres.

A Ángela no le hizo falta que le insistiera. Deseaba estar a su lado. El plan era arriesgado, pero enamorarse siendo de mundos tan diferentes era ya de por sí arriesgado.

La feria de Cantaloa era conocida hasta en la capital. Se celebraba una vez al año, coincidiendo siempre con el último día. Un mundo exótico de olores y sonidos se abría paso frente a ellos. Plateros, tinteros, alfareros y un sinfín de oficios que tenían su origen en la Edad Media viajaban cientos de kilómetros desde todos los puntos de España para reunirse en este gran evento. Lo más reseñable, quizá, de que esta feria se produjera a escasa distancia del Gran Hotel era que entre los visitantes se encontraban capas de la sociedad de diferente índole. Era curioso ver como una dama de alta cuna regateaba con un artesano por un jarrón, no quedaba convencida por su precio y, finalmente, una paisana del pueblo acababa adquiriendo la pieza. El valor de los objetos que se vendían estaba sujeto a la laboriosidad de los mismos. Por norma general, los precios solían ser bastante asequibles para gentes con diferencias económicas considerables.

Aquella caótica disposición de puestos ambulantes obligaba a los transeúntes a chocarse constantemente. Los jóvenes pasearon delante de varios puestos de especias y platería sin prestarles demasiada atención. A medida que se iban acercando a la plaza principal, el ritmo de paseo se hizo más lento hasta que quedaron atascados delante de un puesto que tenía echadas unas cortinas rojas de terciopelo. Para poder escucharse en aquel punto de la feria, Ángela y Carlos tuvieron que hablar más alto de lo que estaban acostumbrados en sus furtivos encuentros.

—¿Nadie ha podido acompañarte? —preguntó Carlos.

—Clarisa iba a venir conmigo, pero no se encontraba bien.

—Esa muchacha es… rara. Nunca había visto un cabello tan rojo.

—Yo tampoco.

Acompañada del joven Alarcón entre una multitud de desconocidos. Ángela sintió que aquel momento era irrepetible, y aprovechó para intimar con él.

—¿Te cuento un secreto?

Carlos asintió. Aquel grado de confianza le hacía sentirse más cerca de Ángela.

—Clarisa se escapó de su casa para poder trabajar en el Gran Hotel.

—Eso solo puede implicar dos cosas: o estaba deseando quitarse a su familia de en medio o estaba deseando trabajar en nuestro hotel.

—O las dos cosas.

Carlos sonrió. Aquello era lo más lógico.

—Pasas mucho tiempo con ella, ¿verdad?

—Es como una hermana. Entramos a trabajar juntas y nos hemos hecho inseparables.

—Me encantaría pensar que algún día tú y yo también lo seremos.

—Así pasearíamos agarrados y se me quitarían las ganas de besarte que tengo ahora mismo —dijo la doncella pasándole una mano por la espalda a Carlos.

El atrevimiento de Ángela le pudo costar caro. Por fin pudieron avanzar entre la muchedumbre y dos clientes del hotel se cruzaron con ellos, saludando tímidamente a Carlos sin detenerse. Por un momento, la doncella pensó que se habían percatado de la caricia que le acababa de hacer a Carlos en su espalda, pero se tranquilizó al comprobar que ni siquiera la miraron a los ojos. Los jóvenes siguieron disfrutando de su paseo, hasta que una anciana enjuta y desaliñada, de ojos separados, interrumpió su paso.

—Muchacha, broches brillantes para adornar el traje.

La vieja colocó en la mano de Ángela un broche en forma de escarabajo azul, que imitaba a los de los antiguos faraones egipcios.

—¿Te gusta? —preguntó Carlos.

—Es bonito.

—Aquí tiene —dijo Carlos a la anciana, entregándole un par de monedas.

—Un momento —exclamó la mujer—. ¿Usted cree que es fácil vivir de esto?

—No se ofenda, señora, pero es una burda imitación de lapislázuli.

—Ese broche vale el doble.

Carlos volvió a meter la mano en el bolsillo de su chaqueta y le dio unas cuantas monedas más.

—Ahora sí, señor, estamos en paz —dijo la anciana, haciendo una torpe e innecesaria reverencia.

Ángela agradeció a Carlos el detalle de haberle comprado el broche y se quedó ligeramente preocupada al sentir la mano temblorosa del joven cuando le entregó la joya.

—Te tiembla la mano.

—Llevo varias noches sin dormir pensando en la inauguración de mañana.

—Has trabajado mucho en ese tren. Todo saldrá bien.

—Es extraño. Que mis padres me digan que «todo saldrá bien» no me tranquiliza lo más mínimo. Sin embargo, lo dices tú, y todo cambia.

El corazón de Ángela latía al ritmo de aquella desordenada feria.

—Las doncellas dicen que van a venir periodistas de todas las partes —comentó Ángela.

—¿Puedes ver a ese señor de mostacho blanco que tiene ese jarrón en la mano?

Ángela se puso de puntillas para vislumbrarlo y asintió.

—Es uno de ellos —explicó Carlos—. Trabaja para un periódico francés. Lo conocí en París.

—Nunca me has hablado de París. Pasaste diez años. Debes de echarlo de menos. —Ángela hizo una pausa para evocar el rostro de doña Emilia, pero ya no la recordaba con la nitidez de siempre—. No pasó un solo día sin que doña Emilia me hablara de aquella ciudad.

—¿Te preocupa saber si me enamoré de alguna mujer?

—Las mujeres francesas solo buscan amor bajo las sábanas. Tú eres exigente. Sé que no te conformarías solamente con eso.

Carlos sonrió y tensó todos los músculos de la cara, que estaban de por sí congelados por el frío.

—¿Quién te ha hablado así de las damas francesas? ¿Doña Emilia?

—No. Esas fueron las conclusiones que yo saqué de todo lo que me contaba.

La conversación se animaba por momentos. Una pena que un señor de gran estatura y cara rosada los importunara con su saludo.

—¡Señorito Carlos! Cuánto tiempo sin verlo —exclamó el señor.

Carlos lo reconoció al instante. Era el dueño de unas importantes minas vascas y había pasado una larga estancia en el hotel al poco tiempo de que Carlos regresara de París.

—¿Ha venido a la feria o a la inauguración de la estación?

—Espero que no se ofenda si le digo que a las dos cosas.

El hombre palmeó la espalda de Carlos y después clavó la mirada en Ángela. Sin que se lo pidiera, el joven se vio obligado a presentársela.

—Es la doncella de mi hermana. Quería enviarle un regalo a Roma y me estaba ayudando.

El señor apenas se inmutó. No perdió un segundo más escrutando a la criada. Ni siquiera la saludó.

—¿Me permite que le presente a unos amigos?

«Por supuesto que no me apetece. Quiero seguir al lado de ella», pensó Carlos.

—Vaya, señorito Carlos. Lo veré después en el carruaje —se atrevió a decir Ángela.

Por mucha impotencia que sintieran en ese momento, se habían quedado sin excusas para seguir paseando juntos. Carlos se fue con el señor de cara rosada y Ángela se dio media vuelta con la intención de prestar atención —ahora que no tenía distracciones a su lado— a los puestos por los que ya había pasado.

Al poco rato de iniciar su solitario paseo, un hombre tapado hasta las cejas con un manto negro la cogió de la muñeca para esconderla tras las cortinas rojas de terciopelo frente a las que Ángela y Carlos habían visto interrumpido su paseo al inicio de su entrada en la feria.

—¿Qué hace? ¡Suélteme! —gritó la joven. Un grito que se convirtió en susurro entre el enorme tumulto de la feria.

El hombre se retiró el manto y Ángela abrió los ojos con un espanto que poco a poco se convirtió en asombro. Diez años después, el feriante que la había agarrado de la muñeca cuando buscaba desesperada el carro que llevaba al Gran Hotel estaba delante de ella haciendo exactamente lo mismo. La doncella giró la cabeza y se topó con su esposa. Aquella masa deforme de carne de voz varonil que le había robado su trozo de carne.

—No te angusties —dijo el feriante—. Estamos en familia.

—¿No te acuerdas de nosotros? —preguntó la mujer.

—Por supuesto que me acuerdo. Lo raro es que ustedes se acuerden de mí.

—No nos habríamos fijado en ti si no te hubiésemos oído nombrar a Clarisa.

A Ángela oír el nombre de su compañera le sonó extraño.

—¿Clarisa? ¿Qué sucede con ella?

—Quizá lo sepas mejor que nosotros. Te hemos oído hablar de ella con ese joven al que acompañabas. Así que trabaja en el Gran Hotel…

—No creo que les importe. Ni siquiera sé de qué la pueden conocer.

Las mismas babas que habían salpicado el pelo de Ángela cuando era una niña cayeron esta vez sobre sus mejillas. La mujer había estallado en una carcajada que dejaba a la vista su campanilla.

—¡Pequeñaja! ¡Sal de ahí! —exclamó el feriante.

Una niña flacucha, pelirroja, a la que le faltaban varios dientes, bajó del carro que Ángela tenía a sus espaldas. Esta supuso que se trataba del bebé que hacía una década colgaba del pecho de la mujer del feriante.

—Dile a esta señorita de qué conocemos a Clarisa.

—Es mi hermana —dijo la niña con su tierna vocecita.

—No hará falta que te explique que nosotros somos sus padres…

Ángela llevaba estupefacta desde que aquellos timadores habían mencionado el nombre de Clarisa. Pero aquella información le había impactado más todavía.

—Eso es imposible —dijo Ángela—. La madre de Clarisa murió en el parto. Y su padre era un funcionario que se arruinó. Por eso ella vino a trabajar al Gran Hotel.

A la nueva tanda de babas y carcajadas, se había unido la pequeña. La conversación se reanudó cuando sus risas languidecieron hasta un final sincopado.

—Esa hija mía es una embustera —dijo la mujer—. Se escapó del carro el mismo día que te cruzaste en nuestro camino.

La única pieza del rompecabezas que le faltaba por encajar acababa de posarse mágicamente en sus manos. Los diez años que había compartido con Clarisa en el hotel les habían brindado grandes momentos de intimidad. Sin embargo, Ángela siempre tuvo la sensación de que aquella muchacha de aspecto imposible le ocultaba algo. Ahora entendía por qué apareció misteriosamente entre aquellos arbustos. Por qué nunca hablaba de su familia. Por qué no había querido ir esa mañana a la feria. ¿Por qué sabía escribir? Era la única pregunta que le quedaba por resolver. La doncella parpadeó varias veces seguidas para salir de su ensimismamiento, abrumada por aquella repentina lucidez.

—No termino de entender cómo una familia de feriantes pudo enseñarle a escribir.

—Es muy fácil de entender, señorita —dijo el hombre. Después dio un empujoncito en la espalda a la niña para que diera un paso adelante—. Pequeñaja, hazle una demostración a la señorita.

La niña cogió un papel arrugado de su bolsillo y comenzó a escribir palabras sueltas: «Cielo», «Nieve», «Cantaloa».

—¿Ella también sabe escribir?

—La niña que escribe lo que piensas. Todo el mundo paga por ver a una niña huesuda escribir tus pensamientos… aunque sean inventados —dijo el feriante entre risas.

No había más que preguntar. Ángela había dormido durante una década al lado de la niña que escribe lo que piensas. Suponía que Clarisa había decidido escapar cuando su padre interrogó a Ángela y esta se había visto obligada a confesar que se dirigía al Gran Hotel. No salió del carro en aquel momento para no ser vista, pero debió fugarse poco después de que los dos vehículos avanzaran.

—Déjenme salir de aquí, por favor. Me están esperando.

—La otra vez nos dejaste con las manos vacías. No creas que esta vez va a ser así.

—Pero ¿qué quieren?

—Unas monedas… por la demostración de la niña.

Ángela le hubiese dado hasta el broche del escarabajo con tal de salir de allí. Vació su monedero en la mano del feriante y atravesó las cortinas con la sensación de haber resuelto un gran misterio.

* * *

Meses después, al evocar el momento, Ángela se preguntaría quién de los dos había propuesto pasear por el acantilado en aquella fría tarde de diciembre. Hacía rato que el carruaje los había alejado del bullicio de la feria para traerlos de vuelta al hotel. Fue Carlos el que pidió al conductor que los dejara a medio camino. Quería pasear junto a aquella señorita antes de cenar con su familia en la que sería la última noche del año.

El fuerte viento que corría les impidió quedarse quietos contemplando el mar. Carlos puso en marcha su sentido pragmático antes de que Ángela pudiera mencionar un obstáculo insalvable.

—Ven conmigo.

Ella no supo qué decirle y lo siguió, agarrada de su mano, totalmente desconcertada. ¿A dónde la llevaba? Los jóvenes recorrieron el camino pedregoso que llevaba hasta el faro como si llegaran tarde a una cita. El trayecto hacia la mole de piedra era peligroso para una dama con un vestido que sobrepasara las rodillas. Carlos ayudó a Ángela a dar saltitos de roca en roca —que cada vez eran más grandes— hasta alcanzar la puerta del faro, que no costó demasiado abrir.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó ella.

—Desde allí no podíamos ver el mar.

Nuevamente, Carlos hizo gala de su caballerosidad y cogió a Ángela en brazos para evitar que se agotara subiendo la espiral de la escalera que finalizaba en la parte alta del faro.

—¿No hay nadie? —preguntó la doncella.

—Hoy no. Hasta el farero merece comenzar el año nuevo junto a su familia.

Ángela sonrió por la torpeza de su pregunta. Por un momento había olvidado que hoy era la última noche de aquel año. Su despiste era excusable. Estaba con Carlos Alarcón ascendiendo hasta la parte alta de un faro. Algo increíble y excitante a partes iguales.

El joven dejó a Ángela en el suelo y la ayudó a colocarse la falda del vestido, que había quedado arrugado en su parte baja en la subida de las escaleras. Él la contempló un segundo, abrumado por la belleza que el destino había querido arrebatarle durante los años que pasó en París. Después se acercaron al ventanal que ofrecía la mejor de las vistas. Ella tiritó levemente y Carlos decidió encender el luego de la chimenea antes de posar sus brazos alrededor de su cuerpo.

—Nunca había visto el mar desde un lugar tan alto. ¿Habías estado antes aquí? —preguntó ella.

—Jamás —contestó Carlos, caminando hacia ella tras haber encendido un potente fuego—. La espera ha merecido la pena.

El deseo era tan fuerte como el amor que sentía por ella. Carlos posó sus manos sobre su cintura y sus caras se aproximaron, audazmente. Podría haber continuado aquel momento íntimo con un beso, pero prefirió decir aquello que llevaba tanto tiempo en su mente:

—Te amo, Ángela. No sé qué me hace sentir esto por ti, pero no puedo evitarlo.

Ángela emitió un suspiro de ilusión. Sin embargo, ella no se atrevió a repetir sus palabras.

—Tengo miedo, Carlos.

El joven pensó por un momento que Ángela volvería a salir corriendo como aquella noche frente al espejo. Ese pensamiento se repetía cada vez que él la había acorralado en cualquier rincón del hotel.

—Quiero estar así contigo siempre —susurró ella.

—No temas. Solo tenemos que esperar.

—Esperar ¿a qué?

—Estoy dispuesto a contarle a mi familia que te amo.

Las palabras de Carlos aceleraron el corazón de Ángela enérgicamente.

—Deja que prepare el camino.

Sus bocas se rozaron y, pronto, el calor de los labios de él invadió el frío de los de ella. El hechizo que surgió del contacto de su piel los animó a besarse libremente. A ratos, los besos se volvían más prolongados por antojo de ella; a ratos, breves casi como mordisqueos, por capricho de él. Carlos la acorraló hacia la concavidad de la pared del faro y eso le permitió acoplar mejor su cuerpo al de ella. Tardó un rato en desabrochar todos los botones del vestido de Ángela, pero no le importó porque, esta vez sí, sabía que sentiría la tersura de su piel.

La doncella se mordió el labio inferior cuando él pudo, al fin, apretujar con su mano uno de sus pechos. Ella elevó el mentón para buscar aire y él se lo impidió, sellando sus labios con un nuevo beso que apresó su boca. Llegados a ese punto, se habían olvidado de quiénes eran. No había nada que les impidiera disfrutar de aquel ansiado momento de placer. La expresión del rostro de uno era el reflejo de la del otro. Era la primera vez que se hacían el amor y, a pesar de la inexperiencia —sobre todo la de ella—, parecían saber lo que el otro necesitaba. Ángela Salinas, la doncella, y Carlos Alarcón, el futuro dueño del Gran Hotel, estaban más unidos que nunca.

Ella respiró hondo y lo vio todo diferente: más intenso que ninguno de los anteriores momentos que había vivido junto a él. Clavó su mirada en él y se acordó de que no le había dicho que lo amaba. Fue un susurro que recorrió con parsimonia el conducto auditivo de Carlos hasta grabarse para siempre en su mente. No era el momento de pensar en el giro que aquel acto daría a sus vidas. No sintieron vergüenza o miedo porque se amaban y estaban dispuestos a hacerlo toda la vida.

* * *

Oscurecía. Un puñado de estrellas tempranas asomaban en el cielo. Ángela atravesó el césped como si estuviera caminando por el paraíso. Doña Mercedes entró lentamente dentro de su campo de visión, erguida, al fondo del jardín. La estaba esperando desde hacía rato y la había observado despedirse de Carlos a la altura de la entrada principal. La doncella parecía anestesiada a cualquier represalia. Probablemente doña Mercedes le daría un guantazo y volvería a reprenderla como lo había hecho hacía meses. Si tenía que ocurrir, que ocurriese. Ya tendría tiempo de refugiarse en los brazos de Carlos y afrontar el mal rato que estaba a punto de pasar.

—No sé qué hacer primero, si cruzarte la cara o darte la noticia —dijo doña Mercedes con evidente mal humor.

En primer lugar, Ángela prefirió que le contara la noticia, pero al poco pensó que, quizá, lo que le tenía que contar fuera peor que el impacto de su mano sobre su cara.

—Doña Mercedes, yo…

—Te dije que no quería volver a verte hablando con él.

—Quería devolverle el libro que me prestó. Eso es todo.

—No sé por qué permití que te lo diera. —La gobernanta hizo una pausa innecesaria. Tenía ganas de hablar con ella—. Pasa. Quiero que seas la primera en saberlo.

La doncella se sorprendió de que la gobernanta no la hubiese abofeteado. Ese gesto confirmó sus sospechas de que la noticia debía de ser peor que cualquier pecado que hubiese cometido con Carlos. Doña Mercedes condujo a Ángela hasta su habitación y abrió la puerta con decisión. No dudaba de que aquello era lo que era. La habitación estaba vacía. Las pertenencias de Clarisa habían desaparecido.

—¿Y Clarisa? ¿Dónde está? —preguntó la joven, sobrecogida.

—Llevo horas buscándola. Entonces, ¿tú no sabes dónde ha podido ir?

Ángela negó con la cabeza. Como no tenía motivo para ocultarle a doña Mercedes lo que había descubierto en la feria, le narró la historia de los feriantes y la niña que se escapó del carro hacía diez años para unirse al séquito de doncellas del Gran Hotel y que, ahora, resultaba ser Clarisa.

—Quizá haya vuelto con su familia —especuló doña Mercedes.

—Si los hubiese conocido, no diría eso.

—Entonces, ¿por qué se ha ido esta muchacha?

Si Ángela lo supiera, no hubiese dudado en darle una respuesta. La gobernanta se llevó una mano al pecho y renqueó afectada hasta la cama de Clarisa.

—Siéntese. ¿Quiere que baje a por un poco de agua?

—Todavía hay algo más que debes saber.

La gobernanta señaló con el pulso ligeramente acelerado hacia el armario y ordenó a Ángela que lo abriera. Clarisa había sido sumamente imprudente al olvidar, en el fondo del mueble, la huevera de plata.

—¿Recuerdas la huevera que desapareció en la boda de Lady?

—¿Ella la robó? —preguntó Ángela con un asombro desmedido.

—No lo sé. O fue ella, o fuiste tú. ¿Tienes algo que contarme?

—Le juro que yo no he tenido nada que ver.

—Entonces esa familia de feriantes no debió de enseñarle nada bueno.

—Deberíamos salir a buscarla.

—Vamos a dejar las cosas como están, querida.

—¿Y si le ha pasado algo? ¿Y si anda por ahí perdida? Hace mucho frío para pasar una noche sola en el bosque.

—Dondequiera que esté, sabrá salir adelante. Clarisa es una muchacha fuerte. No ha tenido una vida fácil —sentenció la gobernanta—. Me vas a disculpar. Necesito tomar el aire antes de servir la cena.

La gobernanta cogió la huevera y se marchó. Cuando Ángela se quedó sola, el silencio la envolvió como un abrazo y la invitó a reflexionar sobre aquel día que iba llegando a su fin. Sintió una nostalgia soñadora, un anhelo de una vida que había pasado hacía mucho tiempo, aunque apenas hubiesen transcurrido unos minutos desde que se enterara de la desaparición de Clarisa. Pensó en Carlos y en el consuelo que le daría en esos momentos. Sintió sus brazos alrededor de su espalda como lo había hecho en el faro. Ansió estar a su lado y llorar en su regazo. Él le diría que la única solución concebible para aplacar su tristeza era convencerse de que mañana regresaría al hotel. Pero ¿y si no lo hacía?

La doncella se tumbó y se rebulló sobre la almohada hasta que encontró la postura que le permitiría conciliar el sueño. Dejó de pensar en Clarisa por un momento y se centró en Carlos. Las palabras que habían intercambiado en el faro, ahora martilleaban su cabeza. Solo había que esperar a que las cosas salieran bien. Había aguardado diez años para volver a verlo: ¿qué supondrían otros tantos para tenerlo a su lado para siempre? Sus ojos se cerraron tímidamente. A los pocos segundos, su respiración sugería que se había quedado dormida, pero se atrevió a murmurar algo:

—Te amo, Carlos.

Y durmió toda la noche, ajena al cambio de año que se iba a producir en unas horas.